Jack London
Martin Eden
Título original: MARTIN EDEN
Traducción de LEON-IGNACIO
En Martín Eden, la más autobiográfica de las obras de Jack London, el modelo de novela de formación se materializa en una narración verídica tan completa y vital que deja atrás la retórica de la verosimilitud.
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CAPÍTULO PRIMERO
Uno de ellos abrió la puerta con un llavín y entró, seguido por un hombre joven, que, torpemente, se quitó la gorra. Este último, vestía ropas mal cortadas, que delataban al marino, y, a todas luces, se sentía desplazado en la amplia sala en la que acababa de entrar. No sabía qué hacer con la gorra e iba a guardársela en el bolsillo del abrigo, cuando el otro se la quitó. Lo hizo con mucha naturalidad, cosa que apreció el joven. «Lo comprende —se dijo—. Quiere ayudarme.»
Se pegó a los talones de su compañero, balanceando los hombros y con las piernas muy abiertas, igual que si el piso se agitara a los impulsos del mar. LAS amplias salas le parecían pequeñas para su modo de andar y temía que sus anchas espaldas chocaran con las jambas de las puertas o derribasen los jarritos que adornaban las mesas. Iba de un extremo a otro, aumentando así los peligros que sólo estaban en su imaginación. Entre un piano de cola y una mesita, atestada de libros, quedaba suficiente espacio para que pasaran, por lo menos, doce personas, pero él los esquivó con inquietud. Sus robustos brazos le colgaban inertes a los lados. No sabía qué hacer con ellos ni con las manos y, cuando temió que el derecho derribase los libros, lo apartó con tal presteza que estuvo a punto de golpear el taburete del piano. Contempló la manera descuidada como andaba el otro y, por primera vez, se dio cuenta de que él lo hacía distinto a todo el mundo. Sintió una momentánea punzada de vergüenza por no ser como los demás. Le brotaron diminutas gotas de sudor en la frente y se detuvo, para secarse el bronceado rostro con un pañuelo.
—Un momento, Arthur, muchacho —dijo, intentando disimular su ansiedad con un tono de bravuconería—. Esto es demasiado para tu seguro servidor. Deja que recobre el ánimo. Sabes muy bien que no quería venir y me huelo que tu familia tampoco se muere de ganas de verme.
—No te preocupes —fue la tranquilizadora respuesta—. No hay que tenernos miedo. Somos gente sencilla. Mira, una carta para mí.
Arthur se dirigió a la mesa, abrió el sobre y comenzó a leer, dando así ocasión al otro de que se repusiera. Y éste, comprendiéndolo, se lo agradeció. Tenía una percepción vivísima y apreciaba a la gente. Pese a su nerviosismo, tal sentimiento comenzaba a despertarse. Se secó la frente y miró en torno suyo con expresión serena, aunque en sus pupilas brillase una semejante a la de las fieras cuando se sienten acorraladas. Se encontraba al borde de lo desconocido, inquieto por lo que pudiera ocurrir, sin saber qué hacer, consciente de que se comportaba con torpeza y temeroso de que todas sus cualidades y toda su vitalidad quedasen anuladas. Era muy sensible y extraordinariamente puntilloso y le alcanzó de lleno la divertida mirada que su compañero le dirigió por encima de la carta. Pero no demostró haberlo descubierto, ya que, entre otras varias cosas, había aprendido a dominarse. Además, le hería en su orgullo. Se maldijo por haber acudido, pero, al mismo tiempo, decidió que, pasara lo que pasara, puesto que estaba allí, iba a llegar hasta el final. Se endurecieron los rasgos de su semblante y en sus pupilas se encendió una luz de agresividad. Miró a su alrededor, mucho más tranquilo, con suma atención y registrando en la mente cada detalle. Tenía los ojos algo separados y nada se les escapaba dentro de su campo visual; conforme se recreaban en cuanto veían, la luz de agresividad fue desapareciendo, para ser sustituida por una mirada de aprobación. Sabía apreciar la belleza y, en aquel lugar, había suficientes motivos.
Le interesó especialmente un cuadro al óleo. Una potente ola rompía sobre una roca; el cié-lo se veía cubierto de unas nubes bajas de tormenta; más allá de la ola, una goleta, destacándose sobre el tenebroso cielo del atardecer, mostraba cada uno de los detalles de la cubierta. Era tan hermoso, que le atrajo de manera irresistible. Olvidó sus preocupaciones y se aproximó a la pintura, para mirarla demasiado de cerca. Toda su belleza desapareció al instante. El rostro del joven expresó una extraordinaria sorpresa. Contemplaba lo que se hubiesen dicho unas simples pinceladas y se echó hacia atrás. En seguida, la tela recobró todo su encanto. «Un truco», se dijo, al tiempo que se desentendía de ella, si bien, en medio de tantas impresiones como estaba recibiendo, aún pudo indignarse de que tal perfección sólo sirviese para ocultar un truco. Nada sabía de pintura. Se educó a través de cromos y de litografías que eran siempre concretas, tanto de lejos como de cerca. Ciertamente que había visto cuadros al óleo en los escaparates de algunas tiendas, pero los vidrios le habían impedido aproximarse demasiado.
Se volvió hacia su amigo, que continuaba con la carta, para, luego, mirar los libros apilados en la mesa. Sus pupilas brillaron con la mirada del hambriento que ve comida. Dio un paso, balanceando los hombros, y comenzó a examinar los volúmenes. Estuvo comprobando los títulos y los autores y, al fin, hojeó los textos, acariciándolos tanto con las manos como con los ojos. Encontró uno al que ya conocía. Después, descubrió un tomo de Swinburne, que se puso a leer, con el rostro encendido y olvidándose de dónde se hallaba. Por dos veces lo cerró, dejando el dedo a modo de señal, para asegurarse del nombre del autor. ¡Swinburne! Resultaba fácil de recordar. Se trataba de un tipo con los ojos bien abiertos, que captaba los colores y las luces brillantes. ¿Pero quién era Swinburne? ¿Habría muerto hacía cien años, como la mayoría de poetas? ¿Viviría aún para seguir escribiendo? Consultó la contraportada. Sí, era el autor de otros libros. Bien, pues mañana, a primera hora, iría a la biblioteca pública en busca de algo de Swinburne. Volvió su atención al texto, sumergiéndose en él en seguida. No pudo advertir que una mujer joven acababa de entrar en la habitación. Sólo se dio cuenta al oír la voz de Arthur, que decía:
—Ruth, éste es Mr. Edén.
Cerró el libro sobre el dedo y, antes de volverse, se agitaba ya a impulsos de las primeras impresiones, que no se referían a la muchacha sino a las palabras de su hermano. Bajo su cuerpo musculoso, era una masa de inquieta sensibilidad. Al menor impacto del mundo exterior sobre su consciente, sus pensamientos, simpatías y emociones se encrespaban cual una ardiente llama. Tenía una receptividad extraordinaria, mientras que su imaginación, siempre excitada, estaba de continuo estableciendo relaciones de semejanza y disparidad. Lo que le había impresionado era el «Mr. Eden», ya que durante toda su vida, le habían llamado «Eden», «Martin Eden» o, simplemente, «Martin». ¡Y ahora «Mr.»! Era subir un poco de categoría, se dijo. Su mente pareció convertirse al instante en una vasta cámara oscura y pudo ver interminables imágenes de su existencia, de estacadas y de castillos de proa, de campamentos y de playas, de cárceles y de tabernas, de lazaretos y de callejuelas, donde se le denominaba según la índole de las relaciones.
Y, entonces, se volvió hacia la muchacha. Al contemplarla, desaparecieron todos los fantasmas de su imaginación. Era una criatura pálida, etérea, de grandes y espirituales ojos azules, con una cascada de cabello dorado. No sabía cómo iba vestida, pero le constaba que sus ropas eran dignas de ella. La comparó a una rosa blanca, que reposara en un esbelto tallo. No, era sólo espíritu, una divinidad, una diosa: tal belleza no pertenecía a este mundo. Pero quizá los libros estuvieran en lo cierto y se encontrasen muchas como ella entre las clases elevadas. Merecía que la cantase aquel tipo, Swinbume. Puede que pensara en alguien como ella al describir a cierta muchacha llamada Isolda, en el libro que descansaba en la mesa. Esta avalancha de ideas, sentidos e imágenes, le arrolló en un instante, pero sin aislarle de la realidad del momento. Se dio cuenta de que ella le tendía la mano y de que, al estrechársela, le miraba con franqueza a los ojos, igual que un hombre. Ninguna de las mujeres que tratara lo hacía de aquel modo. En realidad, la mayor parte no las escuchaban nunca. Una oleada de recuerdos, decisiones de las distintas maneras como las había conocido, afluyó a su mente, amenazando con inundarla. Las quiso apartar, mientras miraba a la muchacha. Jamás vio otra igual. ¡La clase de mujeres con las que se había relacionado! Al instante, las alineó todas a ambos lados de Ruth. Durante un eterno segundo, el joven se encontró frente a una galería de retratos, de la que ella ocupaba el sitio principal, mientras en torno suyo se aglomeraban muchas otras, a todas las cuales debía valorar de una sola mirada, para compararlas. Vio los semblantes débiles y enfermizos de las operarías de las fábricas y los de las escandalosas habitantes de la parte baja de Market. Había mujeres de los campamentos ganaderos, esbeltas mexicanas que fumaban cigarrillos. Éstas, a su vez, fueron suplantadas por japonesas, de aspecto de muñeca, que andaban a pasitos, sobre zapatos de madera, por eurasiáticas, de facciones delicadas pero con los estigmas de la degeneración, y por indígenas de los mares del Sur, bronceadas y coronadas de flores. A todas ellas las sustituyeron las grotescas imágenes de una terrible pesadilla: malolientes y desaliñadas criaturas de los callejones de Whitechapel, brujas atiborradas de ginebra, una infernal corte de arpías, sucias y mal habladas, que bajo el disfraz de hembras monstruosas saquean a los marineros y que constituyen las lacras de los puertos, la hez del abismo humano.
—¿No quiere sentarse, Mr. Eden? —le dijo Ruth—. Tenía mucho interés en conocerle después de lo que Arthur nos contó. Fue usted muy valíente.
Martin, con un ademán como para restarle importancia, dijo que era lo natural y que cualquier otro, en su sitio, hubiese hecho lo mismo. Ruth advirtió que la mano que agitaba aparecía cubierta de heridas sin cicatrizar y una rápida ojeada a la otra, que pendía inerte, le reveló que se encontraba en idéntico estado. También pudo advertir una cicatriz en la mejilla, otra que sobresalía del cuero cabelludo y una tercera que desaparecía bajo el almidonado cuello. Contuvo una sonrisa al advertir la línea roja que señalaba la rozadura de éste sobre la curtida piel. Por lo visto, no tenía costumbre de usarlo. Sus penetrantes ojos de mujer también examinaron las ropas que vestía, de corte barato y antiestético, así como las arrugas de los hombros y las de las mangas, que delataban poderosos músculos. Mientras agitaba la mano, asegurando que lo hecho no tenía importancia, Eden accedió a la invitación de la muchacha de que se sentara. Se fijó en la naturalidad con la que ella lo hacía y, luego, tomó una silla para situarse delante, abrumado por la sensación de estar haciendo un papel ridículo. Esto le resultaba nuevo. Nunca le había importado lo más mínimo el ser distinguido o torpe. Ni una sola vez se le ocurrió pensarlo. Entonces, ocupó, muy incómodo, el borde de la silla, preocupado por sus manos. No sabía qué hacer con ellas. Ar-thur se disponía a salir de la sala y Martin Eden le siguió con la, vista. Se sentía muy solo, como perdido en compañía de aquella mujer pálida y espiritual. No había camareros a los que pedir unas bebidas ni, tampoco, algún chico al que enviar a la tienda más próxima en busca de unas latas de cerveza y, con esa excusa, iniciar una conversación.
—Tiene usted una cicatriz en el cuello, Mr. Eden —dijo la muchacha—, ¿Qué le ocurrió? Debe haber sido alguna aventura.
—Un mexicano con un cuchillo, señorita —respondió humedeciéndose los labios y aclarándose la garganta—. No fue más que una pelea. Cuando le quité el cuchillo, quiso arrancarme la nariz de un mordisco.
Aunque había empezado mal, vino a él una visión de aquella noche cálida y cuajada de estrellas en Salina Cruz, de la blanca franja de playa, con las luces de los cargueros de azúcar en la bahía, de las voces de los marineros borrachos y de los turbulentos descargadores en la distancia, del rostro del mexicano, encendido de odio, de sus ojos, brillando de furia animal a la luz de la luna, de la punzada del acero en el cuello y del chorro de sangre, de la multitud que gritaba y de los dos cuerpos, el suyo y el del mexicano, aferrado uno a otro, revolviéndose salvajemente en la arena, mientras, a lo lejos, se oía el suave rasguear de una guitarra. Se preguntó si aquella imagen, cuyo recuerdo le emocionaba, sabría reproducirla el que pintó el cuadro de la goleta que pendía en la pared. Se dijo que quedarían muy bien la blanca playa, las estrellas y las luces de los cargueros y, destacándose en primer término, sobre la arena, las oscuras figuras de quienes rodeaban a los contendientes. También debería in-cluirse el cuchillo, reluciendo a la luz de la luna. Pero nada de esto se traslució en sus palabras.
—Quiso arrancarme la nariz de un mordisco —repitió.
—¡Oh! —dijo la muchacha levemente y se pudo advertir una expresión de horror en su sem blante.
También él se sintió impresionado y sus mejillas bronceadas se sonrojaron ligeramente, aunque sintió idéntico sofoco que al exponerse a la abierta portezuela de las calderas. Cosas tan sórdidas como peleas a cuchilladas no eran, por lo visto, tema adecuado de conversación con una señorita. La gente que salía en los libros, que figuraba en su círculo social, no hablaba de esas cosas; quizá ni siquiera supiesen que ocurrían.
Hubo una breve pausa en la conversación que intentaban iniciar. Luego, ella le preguntó tímidamente acerca de la cicatriz en la cara. Incluso mientras formulaba la pregunta, Martin comprendió que la muchacha intentaba ponerse a su nivel, por lo que decidió cambiar de tema y ponerse al suyo.
—Fue sólo un accidente —explicó, llevándose la mano a la mejilla—. Cierta noche, con mar muy gruesa, se rompió uno de los cables del botalón y, luego, una jarcia. El cable era de acero y comenzó a restallar igual que un látigo. Toda la guardia intentaba sujetarlo. Yo me adelanté y me dio en la cara.
—¡Oh! —repitió ella, en tono comprensivo, aunque, en realidad, cuanto él dijo le había sonado a griego y se estaba preguntando qué sería un botalón.
—Ese tipo Swinburne —exclamó Martin de pronto, con el propósito de llevar a la práctica sus proyectos y pronunciando el nombre lo más correctamente posible.
—¿Quién?
—Swinburne —repitió él—. Ese poeta.
—Ah, sí —dijo la muchacha.
—Pues ése —balbuceó Martin, sintiendo que, de nuevo, enrojecía—. ¿Hace mucho que murió?
—No sabía que hubiese muerto —Ruth le miró con curiosidad—. ¿Dónde le conoció?
—Nunca le he echado la vista encima —fue la respuesta—. Pero he leído unos versos suyos, en ese libro que está sobre la mesa, junto a la entrada. ¿Le gusta a usted?
Entonces, la muchacha comenzó a hablar con premura e interés acerca del tema que acababan de sugerirle. Martin se sintió mucho mejor, aco-modándose en la silla y apoyando las manos en sus brazos, igual que si temiera que se le escapase. Al fin había conseguido hacerla hablar y, en-tonces, se esforzó por seguir sus conceptos, maravillándose de todo el saber almacenado en su linda cabeza y admirando la pálida hermosura de su rostro. Entendió bien las explicaciones, aunque se le escapasen ciertas palabras poco comunes, que ella pronunciaba con toda naturalidad, así como algunas frases críticas o imágenes a las que no estaba acostumbrado. No obstante, le estimulaban y le ponían sobre ascuas. Se dijo que allí había una vida auténticamente intelectual, junto a la belleza más cálida y extraordinaria que jamás soñara. Se olvidó de sus preocupaciones y clavó en la muchacha una mirada hambrienta. Por ella podía vivirse, merecía un esfuerzo para conquistarla, era digna de que se luchase por ella y, asimismo, de que por ella se muriese. Los libros decían la verdad. Existían mujeres como las descritas en sus páginas. Ruth era la prueba. Prestaba alas a su imaginación, dando pie a que le nacieran grandes cuadros donde destacaban vagas y gigantescas alegorías del amor y de la aventura, de hechos gloriosos, por causa de una mu-chacha, de una muchacha pálida cual una flor de oro. Apartó aquellas visiones y contempló a su interlocutora, que seguía hablando de arte y de literatura. La escuchó con mucha atención, pero sin dejar de admirarla y sin darse cuenta de la fijeza de su mirada y de que le asomaba a los ojos cuanto en él había de masculino. Ruth, pese a saber muy poco del universo de los hombres, advirtió en seguida sus ardientes pupilas. Nunca la habían mirado con tal intensidad y se sintió turbada. Tartamudeó un poco e interrumpió su explicación. Estaba perdiendo el hilo de sus razonamientos. Martin la asustaba, pero, al mismo tiempo, resultaba muy agradable que la mirasen de aquel modo. Toda su educación la advertía de un peligro y de un cebo misterioso y sutil. Sin embargo, sus instintos, que se le encendían en el seno, la impulsaban a abandonar su puesto y su clase, para conquistar a aquel extraño visitante de otro mundo, a aquel joven tosco, de manos laceradas y una línea roja en el cuello, causada por ropas a las que no estaba acostumbrado, el cual, evidentemente, venía marcado y señalado por una durísima existencia. Ella, en cambio, estaba lim-pia, tan limpia, que repelía; sin embargo, era mujer y comenzaba a descubrir la paradoja de serlo.
—Como le decía... ¿Qué es lo que le decía?
Se interrumpió de improviso, para reírse de su propio aturdimiento.
—Decía usted que ese tipo Swinburne no llega a ser un gran poeta por... y de ahí no pasó —se apresuró él a recordarle, mientras sentía que, al sonido de su risa, una súbita ansia y unos agradables escalofríos le recorrían la espalda.
Martin se dijo que Ruth tenía una risa argentina, parecida a campanillas de plata y, por un instante, se sintió transportado a un lejano país, donde se fumaba un cigarro al pie de un cerezo, mientras escuchaba las campanillas de la pagoda que convocaban a la oración a los fieles, calzados con abarcas de esparto.
—Sí, gracias —convino la muchacha—, Swinburne falla, en definitiva, por no ser delicado. Algunos de sus poemas no deberían leerse nunca. Cada uno de los versos de los grandes poetas está lleno de una hermosa verdad y despierta lo mejor y más noble de las personas. Ni un solo verso de los grandes poetas puede suprimirse sin empobrecer al mundo.
—Pues a mí me parecía sensacional —dijo Martin pensativo—. Por lo menos, lo que leí. No tenía idea de que fuese un pillo tan grande. Supongo que eso se verá en otros libros.
—En el que leyó usted podrían suprimirse muchos versos —afirmó Ruth con voz segura y tono dogmático.
—Pues debí pasarlos por alto —declaró Martin—. Yo lo encontré bueno de veras. Parecía que brillara y resplandeciera, iluminándome como el sol o como un faro. Ése es el efecto que me hizo, pero, naturalmente, no entiendo mucho de poesía, señorita.
Calló, algo avergonzado. Se sentía confuso, al darse cuenta de lo mal que se expresaba. Había percibido toda la grandeza y toda la fuerza de la vida en lo que acababa de leer, pero comprendía que sus palabras resultaban poco adecuadas. No podía explicar sus sensaciones y se comparó a un marinero que, en un buque desconocido y en una noche muy oscura, se moviese a tientas por el aparejo. Bien, decidió, de él mismo dependía familiarizarse con este nuevo ambiente. Jamás se encontró con nada que, de proponérselo, no llegase a dominar y era ya hora de aprender a expresar todo lo que llevaba dentro, de manera que ella le entendiese. La muchacha le estaba ampliando el horizonte.
—En cuanto a Longfellow... —comenzó a decir Ruth.
—Sí, a ése le he leído —la interrumpió Martin con vehemencia, ansioso de lucir sus escasos conocimientos—. El salmo de la vida, Excelsior y... creo que eso es todo.
Ella asintió, sonriendo, y Martin tuvo la impresión de que se trataba de una sonrisa tolerante, lamentablemente tolerante. Era estúpido intentar impresionarla de aquel modo. El tipo ese, Longfellow, habría escrito, sin duda, innumerables libros de poesía.
—Perdone que me haya entrometido así. La verdad es que no sé nada de esas cosas. No es lo mío. Pero no pararé hasta dominarlo.
Sonó casi como una amenaza. El tono de su voz era decidido y, al hablar, le brillaban los ojos y se le endurecían las facciones. Ruth creyó advertir que, asimismo, cambiaba el ángulo de su mandíbula; entonces resultaba desagradablemente agresiva. Al mismo tiempo, una oleada de intensa virilidad semejaba emanar de él, para arrollarla.
—Me parece que no le costará dominarlo —comentó la muchacha con una ligera risa—. Es usted muy fuerte.
Por un instante, contempló el musculoso cuello, de fuertes cuerdas, casi de toro, bronceado por el sol y emanando salud y vigor. Y, aunque Martin se mostraba ruborizado y humilde, la muchacha se sentía fuertemente atraída por él. Se sorprendió ante un extraño pensamiento que de súbito la invadió. Le parecía que, de rodearle el cuello de toro con las manos, toda su fuerza y su vitalidad iban a transmitírsele. Este pensamiento la sofocó. Sintió como si descubriese una desconocida depravación en su naturaleza. Además, la fuerza le parecía algo brutal y grosero. Siempre consideró que el prototipo de la belleza masculina era una esbelta gracia. Pero el extraño pensamiento no la abandonaba. Le sorprendía que deseara poner las manos en aquel cuello bronceado. La verdad es que estaba muy lejos de ser robusta y que tanto su mente como su cuerpo necesitaban vigorizarse. Pero lo ignoraba. Lo único de que se daba cuenta era de que ningún hombre llegó a impresionarla como éste, que, al mismo tiempo, la escandalizaba con su tosca pronunciación.
—Sí, no soy un inválido —-reconoció Martin—. A la hora de comer, digiero hasta las tachuelas. Pero, en este momento, tengo dispepsia. No contó sigo tragar lo que me dice. No estoy preparado, ¿comprende? Me gustan los libros y la poesía y leo siempre que puedo, pero no he pensado mucho en esas cosas, como usted lo ha hecho. Por eso no puedo hablar de ellas. Soy como un piloto a la deriva en un mar desconocido, sin brújula y sin cartas marinas. Ahora quisiera enterarme. Quizás usted me pueda ayudar. ¿Cómo aprendió todo eso?
—Supongo que estudiando —respondió la muchacha.
—Yo estudié de chico —objetó él.
—Sí, pero me refiero a estudios superiores, a conferencias y a la Universidad.
—¿Usted ha ido a la Universidad? —le preguntó Martin estupefacto. Sintió entonces que Ruth se alejaba de él cosa de un millón de millas.
—Estoy matriculada en literatura inglesa.
Martin no entendió muy bien lo que aquello significaba, pero tomó nota mentalmente y continuó:
—¿Cuánto debería estudiar antes de que me admitiesen allí?
Ruth, complacida por su deseo de instruirse, le explicó:
—Eso depende de su preparación. ¿Fue usted al high school?. No, claro. ¿Terminó sus estudios primarios?
—Me faltaban dos cursos cuando lo dejé —explicó Martin—. Pero siempre tuve muy buenas notas.
Al instante, furioso consigo mismo por la bravata, apretó los brazos de la silla con las manos, hasta que le dolieron las puntas de los dedos. Se dio cuenta de que en aquellos momentos una mujer entraba en la habitación. Vio cómo la muchacha se ponía en pie e iba al encuentro de la recién llegada. Ambas se besaron y, enlazándose mutuamente por la cintura, se acercaron a él. Martin se dijo que, sin duda, debía tratarse de la madre. Era una mujer alta, rubia, esbelta y hermosa, de porte majestuoso. Vestida como podía esperarse en aquella casa. Le complació el corte gracioso y elegante de sus ropas. Su atuendo y su aire le hicieron pensar en las mujeres que aparecían en los escenarios. Recordó haber visto señoras de igual aspecto y elegancia que entraban en los teatros de Londres, bajo cuyas marquesinas se cobijara de la lluvia y de las que siempre algún policía le sacaba a empellones. De ahí, pasó al «Gran Hotel» de Yokohama, donde, asimismo, estuvo contemplando desde la acera a señoras como la madre de Ruth. De súbito, la ciudad y el puerto de Yokohama desfilaron ante sus ojos en mil imágenes sucesivas. Sin embargo, pronto apartó aquel caleidoscopio de su memoria, ante la urgencia del momento presente. Sabía que debía ponerse en pie para que les presentaran y se alzó de la silla torpemente, con los pantalones haciéndole bolsas en las rodillas, los brazos inertes y el rostro contraído.
CAPÍTULO II
Dirigirse al comedor fue como un mal sueño. Trasladarse hasta allí, le resultó difícil a causa de sus titubeos, de su indecisión y de su temor. Pero, al fin, lo consiguió y ahora se sentaba a su lado. El despliegue de cuchillos y de tenedores le produjo una viva inquietud. Resplandecían cual la amenaza de desconocidos peligros, hasta que su brillo se convirtió en el telón de fondo sobre el que se movían una serie de imágenes del castillo de proa, en las cuales él y sus compañeros comían carne salada con ayuda de navajas y de los dedos o tomaban un espeso puré de guisantes con viejas cucharas de metal. Su olfato percibió, de nuevo, el olor a carne pasada, mientras en su memoria resonaban, junto con el crujir de los maderos y de los mamparos, los gruñidos de los tripulantes. Recordó su manera de comer, llegando a la conclusión de que eran unos cerdos. Ahora, él debía andar con cuidado. No haría ruido. Estaría muy atento a todo.
Miró en torno a la mesa. Frente a él, se sentaban Arthur y su hermano Norman. Al pensar que eran hermanos de Ruth, sintió un gran afecto por ellos. ¡Qué unidos estaban los miembros de aquella familia! Recordó el afectuoso beso con el que se saludaron la muchacha y su madre y el modo como, enlazadas por la cintura, fueron a su encuentro. En el mundo de Martin Eden, padres e hijos no daban tales muestras de mutuo afecto. Era como una revelación de la altura existencia! a la que se llegaba en aquel estrato superior. Era lo mejor de lo poco que había visto. Le impresionó mucho comprobarlo, sintiéndose invadido por una cálida simpatía. Durante toda su vida sintió hambre de afecto. Toda su naturaleza lo ansiaba. Era casi una necesidad física. Sin embargo, había tenido que prescindir de él por completo, lo que le exigió endurecerse. En realidad, no llegó a saber que necesitaba afecto. Ni siquiera entonces se daba cuenta. Simplemente, vio unos ejemplos palpables, que le impresionaron, por parecerle espléndidos, excelentes y elevados.
Se alegró de que Mr. Morse no estuviese presente. Era ya bastante difícil trabar conocimiento con Ruth, con su madre y con su hermano Norman. A Arthur le había conocido poco antes. Estaba seguro de que el padre le hubiese resultado demasiado. A Martin le parecía que nunca había tenido que esforzarse tanto en toda su vida. El trabajo más duro era sólo un juego de niños comparado con esto. Diminutas gotas de sudor le per-laban la frente y tenía la camisa empapada, a causa de la tensión de atender tantas cosas a la vez. Debía asegurarse de que comía de un modo para él desacostumbrado, manejar extraños cubiertos, mirar subrepticiamente en torno suyo para apren-der cómo se hacía cada cosa, absorber las continuas impresiones que recibía e irlas anotando y clasificando mentalmente. Mientras, su anhelo por Ruth crecía hasta producirle una aguda inquietud, a la que contribuían el incontenible deseo de situarse en su mismo sendero de la vida y los numerosos y vagos proyectos para conquistarla que no cesaba de trazar. Además, cuando disimuladamente dirigía una mirada a Norman, que se sentaba enfrente, o a cualquier otro para asegurarse de qué cuchillo o tenedor debía usar en cada momento, grababa sus facciones en la memoria, para estudiarlas y adivinar lo que ocultaban con respecto a ella. Luego, debía hablar, oír-lo que decían, mantenerse atento a la conversación y estar dispuesto a responder con agilidad y palabra clara, Y, para que aumentase su confusionismo, allí estaba el sirviente, una continua amenaza que silenciosamente le aparecía sobre el hombro, una horrenda esfinge que le planteaba continuos acertijos y adivinanzas, a las que debía dar inmediata respuesta. Durante toda la comida, le obsesionaron los lavadedos. Varias veces, unas con insistencia, otras sin venir a cuento, se preguntó cuándo aparecerían y qué aspecto debían tener. Había oído hablar mucho de ellos y ahora, antes o después, en el espacio de breves minutos, iba a verlos, sentado a la mesa de personas habituadas a esos chismes, y, entonces, también él debería usarlos. Pero, lo más importante, siempre en el fondo de todas sus ideas, aunque dominándolas, estaba el problema de cómo debía comportarse hacia sus anfitriones. ¿Cuál debía ser su actitud? No dejó ni un solo momento de darle vueltas a ese problema. Sintió la cobarde tentación de simular, de representar un papel, pero, a la vez, tuvo el cobarde temor de que fracasaría en el intento, pues su naturaleza no se adaptaba a esas cosas y, en consecuencia, se pondría en ridículo.
Durante la primera parte de la cena, mientras se debatía consigo mismo acerca de la actitud a adoptar, estuvo muy callado. Ignoraba que su silencio desmentía las palabras que Arthur pronunciara la víspera, cuando anunció que había invitado a cenar a un salvaje, pero que no debían asustarse pues se trataba de un salvaje muy interesante. Martin Eden no hubiera podido creer esa traición por parte del hermano de Ruth, sobre todo teniendo en cuenta que le sacó de una situación más que desagradable. Por tanto, Martin siguió sentado, inquieto por su torpeza y, al mismo tiempo, atraído por cuanto en tomo suyo ocurría. Por primera vez, comprendió que comer no era una simple función utilitaria. No advirtió lo que le servían. Se trataba, tan sólo, de alimentos. Estaba celebrando su amor por todo lo bello en aquella mesa en la que comer constituía un acto estético. También resultaba un acto intelectual. Su mente se agitaba. Oyó palabras que le eran ininteligibles y otras que únicamente había visto en libros, pero que ningún hombre o mujer de cuantos conociera tenía suficiente capacidad para pronunciar. Al comprobar cómo, sin darle importancia, salían de labios de aquella maravillosa familia, la familia de Ruth, se sentía entusiasmado. Cuanto de novelesco, de hermoso y de fuerte había en los libros, estaba, entonces, cobrando vida. Se encontraba en ese extraño y delicioso estado de ánimo del hombre que ve cómo sus sueños abandonan las cavernas de la fantasía para hacerse realidad.
Nunca hasta entonces viera un concepto tan alto de lo que era vivir y se mantuvo en segundo término, escuchando, observando y sintiendo un gran placer, mientras respondía con simples monosílabos, limitándose a decirle «Sí, señorita» y «No, señorita» a la muchacha y «Sí, señora» y «No, señora» a su madre. Contuvo el impulso, consecuencia de su entrenamiento en el mar, de decirle «Sí, señor» y «No, señor» a su hermano. Comprendía que era inapropiado y equivalía a una confesión de inferioridad, grave inconveniente si quería conquistar a Ruth. Así se lo indicó también su orgullo. «¡Por Dios —se dijo en una de las ocasiones—, que valgo tanto como ellos y, si saben muchas cosas que ignoro, puedo aprenderlas en seguida!» Pero, al instante, en cuanto Ruth o su madre le llamaban «Mr. Eden», olvidaba su agresivo orgullo, para sentirse henchido de satisfacción. Era un hombre civilizado, sin lugar a dudas, en una comida con gente que había leído libros. Y él también iba a leerlos, aventurándose por sus páginas. Pero mientras desmentía la descripción que de él hiciera Arthur y se comportaba como un cordero más que como un salvaje, su mente giraba en busca de un camino. Martin no era, ni mucho menos, un ser manso y el papel de segundo de a bordo no encajaba con su dominante naturaleza. Habló sólo cuando se dirigían a él y lo hizo del mismo modo como fue hasta el comedor, con titubeos e interrupciones, para poder elegir bien las palabras de su polígloto vocabulario, dudando acerca de algunas que sabía correctas, pero que temía no poder pronunciar debidamente, y rechazando otras que le constaba que no iban a comprender o que resultarían groseras y toscas. Pero, de continuo, se daba cuenta de que esta preocupación le impedía expresarse con la necesaria claridad. Al mismo tiempo, su amor a la independencia chocaba con tantas restricciones, igual que el cuello se le rebelaba contra la camisa y la corbata. Además, comprendía que no podía mantener aquella actitud durante mucho tiempo. La naturaleza le había otorgado una mente poderosa y sensible, con inquieto y apasionado espíritu creador. Le dominaba con facilidad cualquier idea o sensación que, con los dolores del parto, pugnara por expresarse y cobrar forma y, en esos instantes, se olvidaba de sí mismo y de dónde se encontraba, para recurrir a las viejas palabras, las herramientas del diálogo.
Con ocasión de rechazar algo que le ofrecía el sirviente, que no dejaba de interrumpirle y de inclinarse sobre su hombro, advirtió breve y secamente:
—Powl
Al instante, los comensales quedaron sorprendidos, esperando una explicación, el sirviente íntimamente satisfecho y él dominado por la ver-güenza. Sin embargo, pronto se rehízo:
—Quiere decir «fin» en canaca —aclaró— y no me di cuenta de que la usaba. —Advirtió que Ruth no dejaba de mirarle las manos con mucha cu-riosidad y, puesto ya a dar explicaciones, añadió—: Iba embarcado en un correo del Pacífico. Veníamos retrasados y ha habido que trabajar como negros para desembarcar la carga. Así se me hirieron las manos.
—No era eso —aclaró la muchacha con premura—. Es que sus manos resultan demasiado pequeñas para su cuerpo.
Martin sintió que le ardían las mejillas. Lo tomó como una nueva crítica a sus muchas deficiencias.
—Sí —convino—. No son lo bastante grandes para mi trabajo. Pego como una mula con los brazos y los hombros. Son fuertes y, cuando le doy a un tipo en la mandíbula, las manos también sufren.
No le satisfizo lo que acababa de decir. Se sintió a disgusto. Había bajado la guardia y habló de cosas poco agradables.
—Fue usted muy valiente al ayudar a Arthur como lo hizo y, además, sin conocerle —comentó Ruth, dándose cuenta de su incomodidad aunque no comprendiese el motivo.
Martin, a su vez, comprendió lo que ella había hecho y, dominado por un cálido agradecimiento, olvidó, nuevamente, vigilar su vocabulario.
—No tiene importancia —aseguró—. Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Aquella pandilla de matones iban buscando bronca y Arthur no les molestaba. Se le echaron encima y, luego, yo me eché encima de ellos, tumbando a algunos. Allí dejé parte de la piel de las manos, y ellos, algunos dientes. No me lo hubiese perdido por nada del mundo. Cuando veo...
Se interrumpió, con la boca abierta, al borde del abismo de su depravación, que le hacía indigno de respirar el mismo aire que la muchacha. Y, mientras Arthur continuaba el relato, por vigésima vez, de su aventura con los matones borrachos del transbordador y de cómo intervino Martin Eden para rescatarle, este último, con las cejas fruncidas, se recriminaba por haberse puesto en ridículo y se enfrentaba con mayor decisión al problema de cómo debía comportarse ante aquella gente. Hasta entonces, no) lo ¡hizo muy bien. A su juicio, no pertenecía a su tribu ni sabía hablar su jerga. No podía engañarles. El disfraz acabaría por descubrirse y, además, el disimulo no entraba en su carácter. No concebía ni la trampa ni el juego sucio. Ante todos, se presentaba siempre con ¡honestidad. De momento, no era capaz de expresarse igual que ellos, aunque llegaría a aprenderlo. Estaba decidido. Pero, mientras tanto, debía hablar y debía hacerlo a su manera, suavizado, desde luego, para que le comprendiesen y no se escandalizaran. Y, además, no pretendería, aunque fuese tácitamente, estar familiarizado con algo que desconociera. Fiel a esta decisión, cuando los dos hermanos, que discutían cosas de la Universidad, usaron varias veces el término «trig», Martin Eden indagó:
—¿Qué es trig?
—Trigonometría —explicó Norman—. Una forma superior de mates.
—¿Y qué son mates? —fue la siguiente pregunta, que hizo reír a Norman.
—Matemáticas, aritmética —aclaró.
Martin Eden asintió. Acababa de tener una breve visión del ilimitado campo del conocimiento. Y lo que veía iba convirtiéndose en tangible. Sus extraordinarios poderes de imaginación hacían que las abstracciones tomaran formas concretas. En la alquimia de su mente, la trigonometría, las matemáticas y todo el campo del saber, al que pertenecían, se convirtieron en un paisaje. Vio la maleza verde, que rodeaba amplios calveros iluminados por resplandecientes rayos. A lo lejos, los detalles resultaban borrosos a causa de la neblina escarlata, pero le constaba que detrás estaba el encanto de lo desconocido, de la aventura. Le resultaba tan excitante como una bebida. Allí estaba el esfuerzo, algo que dominar con la mente y con las manos, un mundo nuevo que conquistar; al instante, desde el fondo de su subconsciente, brotó la idea de conquistarlo para ganarla a ella, a aquella muchacha rubia y espiritual, que se sentaba a su lado.
La resplandeciente visión se deshizo a causa de Arthur, quien, durante toda la velada, intentaba conseguir que se descubriese el salvaje que Martin Eden llevaba dentro. Éste recordó su decisión. Por primera vez, se comportó con naturalidad, conscientemente al principio, pero, pronto, se sumió en el goce de la creación, en hacer que la vida, tal como él la conocía, apareciese ante los ojos de sus oyentes. Iba enrolado en la goleta Halcyon cuando la capturó un guardacostas. Lo presenció todo personalmente y podía contarlo. Hizo que ante su auditorio se extendiesen el inquieto mar y los hombres y los buques que lo surcaban. Supo inyectarles su poder de visión, hasta que vieron cuanto sus ojos habían visto. Con habilidad de artista, fue seleccionando, de entre la enorme cantidad de detalles que recordaba, los más apropiados para trazar imágenes vivísimas, llenas de luz y de color, de modo que sus oyentes se sintieron arrastrados por las oleadas de violenta elocuencia, entusiasmo y poder. A veces, les escandalizó con la viveza de sus descripciones y con su crudo léxico, pero, en los momentos de mayor violencia, la belleza siempre seguía al dato descarnado y solía aliviar la peor tragedia con rasgos de humor, al interpretar los extraños cambios mentales de los marineros.
Mientras hablaba, la muchacha le iba contemplando con sorprendida expresión. Se le contagiaba su fuego. Se preguntaba si había estado helada durante toda su existencia. Deseaba apoyarse en aquel hombre ardiente, que semejaba un volcán que despidiera fuerza, vigor y salud. Se sentía tan atraída por él, que tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Entonces, la acometió el impulso contrario, de apartarse. Se sentía repelida por aquellas manos laceradas, a las que tiznó el trabajo hasta el punto de que toda la suciedad del mundo se había incrustado en la propia carne, por la señal roja del cuello y por los poderosos músculos. Su rudeza la asustaba. Cada frase incorrecta, le parecía un insulto a sus oídos, cada in-cidente violento de su existencia, un insulto a su alma. Pero siempre volvía a sentir su atracción, hasta que decidió que Martin debía ser muy malo para ejercer tal poder sobre ella. Todos los conceptos aprendidos hasta entonces, se tambaleaban en su mente. Las aventuras de Eden semejaban derribar todos los convencionalismos. Por el modo como reía ante los peligros, se hubiese dicho que la vida no era un asunto serio, a base de esfuerzos y de autodominio, sino un juego, en el que se intervenía alegremente para gozarlo a fondo y, luego, abandonarlo sin pena. «¡Juega! —parecía ordenarle a la muchacha una voz interior—. ¡Apóyate en él y ponle las manos en el cuello!» Quiso gritar ante lo desquiciado del impulso y, en vano, intentó valorar su propia limpieza y su cultura, oponiéndolas a cuanto él representaba. Miró en torno suyo y pudo comprobar que los otros contemplaban atentamente a Martin; se hubiese desesperado de no ver horror en las pupilas de su madre, el horror de la fascinación, desde luego, pero horror pese a todo. Aquel hombre, que llegaba desde las sombras, era malo. Su madre se había dado cuenta y su madre tenía razón. Se guiaría por su buen juicio, como siempre lo había hecho en todo. El fuego que de él emanaba ya no era cálido y el miedo que le provocaba ya no resultaba punzante.
Más tarde, al piano, Ruth tocó para él, con cierta agresividad, con el vago propósito de destacar el insalvable abismo que les separaba. Empleó la música como un arma con la que golpear a Martin, pero, aunque a éste le aturdió, disminuyéndole, en la práctica no hizo más que excitarle. Contemplaba a la muchacha con reverencia. Igual que ella, comprobaba cómo el abismo entre ambos se iba ampliando, pero, al mismo tiempo, crecía su ambición de llegar a la otra orilla. Sin embargo, Martin constituía un amasijo de sensibilidades, en exceso complicadas, para pasarse toda una tarde en la estática contemplación de un abismo, especialmente cuando había música. Era muy sensible a la música. Le hacía el mismo efecto que una bebida fuerte que le impulsara a la audacia o de una droga que dominase su imaginación, lanzándole a las nubes. Le hacía olvidarse de los hechos sórdidos, inundando su ánimo de belleza, despertando el gusto por la aventura y añadiendo alas a sus pies. No comprendió la música que interpretaba la muchacha. Resultaba muy distinta a la de los pianos mecánicos.de las salas de baile o al estruendo de las charangas. Pero algo de ella leyó en los libros y, entonces, la aceptaba por lealtad a Ruth, esperando pacientemente los alegres compases de los ritmos simples y sorprendiéndose de que concluyesen tan pronto. En cuanto comenzaba uno, despertando su imaginación, desaparecía en seguida entre un mar de sonidos, que para él carecían de significado, y que mataban su fantasía, dejándole en tierra, cual un cuerpo inerte.
De pronto, se le ocurrió a Martín que en todo aquello podía haber un deliberado propósito de rechazarle. Captó su espíritu de antagonismo y se esforzó por adivinar la cuantía que sus manos provocaban en las teclas. Luego, Martin apartó aquella sospecha, como indigna, entregándose con más libertad a la música. Volvió a encontrarse en magnífico estado de ánimo. No sentía ya los pies de barro y la carne se le convirtió en espíritu. Ante sus ojos y en su mente, se desplegó como una bandera de gloria, que desapareció pronto, para alejarle de aquel lugar y sentarle en la cúspide del mundo, que le parecía un mundo excelente. Lo conocido y lo desconocido se mezclaban en aquel ensueño, que le cegaba la vista. Entró en extraños puertos, bañados por el sol, y fue recorriendo mercados, codeándose con bárbaras tri-bus, que nadie viera hasta entonces. Sentía el aroma de las islas de las Especias, tal como lo recordaba en las noches cálidas en alta mar, o se enfrentaba a los alisios durante largos días en el trópico, viendo cómo, a su espalda, los islotes de coral, coronados de palmeras, desaparecían en las aguas color turquesa y cómo, delante, iban surgiendo otros islotes de coral, coronados de palmeras, de las aguas turquesa. Las imágenes eran tan rápidas como el pensamiento. En un instante, se encontraba cabalgando un potro salvaje a través de la pradera y, al otro, contemplaba el blanco sepulcro que constituía el Valle de la Muerte, enturbiado por el calor, para, luego, verse remando en un océano helado, en el que grandes ice-bergs brillaban al sol. Descansaba en una playa de coral, donde los cocoteros crecían junto a las suaves olas. Los restos de un naufragio aparecían iluminados con antorchas, que despedían llamas azules, bajo cuyo resplandor bailaban unas muchachas a los compases de bárbaras canciones de amor, interpretadas por tam tams y ukeleles. Era una sensual noche de los trópicos. A lo lejos, la silueta de un volcán se recortaba sobre el cielo. En lo alto, se veía una pálida luna creciente y la Cruz del Sur brillaba muy baja en el firmamento.
Martin podía compararse a un arpa. Cuanto conoció en la vida y se mantenía en su conscien-cia, equivalía a las cuerdas y la música era como un viento que, al rozarlas, las hacía vibrar, despertando sueños y recuerdos. Pero no se limitaba a sentir. Las sensaciones adquirían forma, color y brillo y, todo cuanto inventaba su imaginación, acababa por corporeizarse, de una forma casi mágica. Se mezclaron el pasado, el presente y el futuro y Martin continuó recorriendo el ancho, largo y cálido mundo, intentando grandes aventuras y realizando actos meritorios, para satisfacerla a Ella y, tras conquistarla, continuar, enlazados por la cintura, su vuelo por el reino de la fantasía.
La muchacha, que le miraba por encima del hombro, pudo advertir algo de esto en su semblante. Semejaba transfigurado, con ojos que brillaban y que parecían ver más allá del velo de los sonidos. Tras esa máscara, Ruth pudo descubrir el pulso de la vida y los gigantescos fantasmas del espíritu. Quedó sorprendida. Había desaparecido el marinero torpe y rudo. Quedaban las ropas mal cortadas, las manos heridas y el rostro curtido por el sol, pero esto resultaba ahora como las rejas de una cárcel, a través de las cuales pudo ver un alma descomunal y anhelante, pero que permanecía muda porque sus débiles labios no le prestaban la necesaria voz. No lo percibió más que por un breve instante; luego, volvió el marinero rudo y la muchacha se rió de sus fantasías. Pero se mantuvo la impresión de aquel momento y, cuando él decidió marcharse, le prestó el volumen de Swinburne y otro de Browning, al que entonces estaba estudiando. A Ruth le pareció entonces igual a un niño por el modo de ruborizarse, mientras balbuceaba unas torpes gracias, y se sintió invadida por una ola de maternal compasión. Ya no recordaba al rudo marinero ni su alma aprisionada, ni, tampoco, al hombre que la miraba con tanta masculinidad que la encantaba y, al mismo tiempo, le producía una viva inquietud. No vio más que al niño que le estrechaba la mano con una diestra tan callosa como un rallador, que le hería la piel, mientras decía a golpes:
—Nunca lo había pasado tan bien en toda mi vida. Verá, no estoy acostumbrado a esas cosas... —Miró en torno suyo, igual que si no supiera ex-presarse—. A gente y a casas como ésta. Todo me resulta nuevo y me gusta.
—Vuelva pronto —le invitó, mientras Martin se despedía de sus hermanos.
Eden se puso la gorra, cruzó la puerta a toda prisa y desapareció.
—¿Qué opinas? —indagó Arthur.
—Me parece muy interesante; como una corriente de oxígeno —repuso la muchacha—. ¿Qué edad tiene?
—Veinte, casi veintiuno. Se lo pregunté esta tarde. No imaginaba que fuese tan joven.
«Y yo tengo tres años más», pensó Ruth, al tiempo que daba las buenas noches a su familia.
CAPÍTULO III
Mientras Martin Eden bajaba la escalera, hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar un cigarrillo de papel marrón y tabaco mexicano. Aspiró hondo, para que el humo le llenase los pulmones y, luego, lo fue exhalando lentamente.
— ¡Por Dios! —exclamó en voz alta y admirada—, ¡por Dios! —repitió. Y, nuevamente, dijo—: ¡Por Dios!
Luego, se llevó la mano al cuello, que arrancó de la camisa, guardándoselo en un bolsillo. Caía una fría llovizna, pero se descubrió la cabeza y se desabrochó el chaleco, contoneándose con espléndida despreocupación. Apenas se daba cuenta de que llovía. Se sentía en éxtasis, viviendo una serie de sueños y reconstruyendo mentalmente los últimos acontecimientos.
Al fin había encontrado a la mujer, a la mujer en la que pensó muy poco, pues no tenía costumbre de pensar en ellas, pero a la que, de modo impreciso, siempre esperaba encontrar. Se sentó a su lado a la mesa. Sintió su mano en la suya, pudo mirarla a los ojos y descubrir un hermoso espíritu, aunque no tan bello como las pupilas a través de las que brillaba, ni de la carne que le daba forma y expresión. Su cuerpo era algo más que el ropaje de un alma. Era una emanación de esa misma alma, una pura y graciosa cristaliza ción de su divina esencia. Le sobresaltó la idea de la divinidad. Le hizo descender de sus grandes sueños. Hasta entonces, nunca le había asaltado la menor sospecha de la divinidad, ni siquiera un destello. Nunca creyó en esas cosas. Fue siempre arreligioso, burlándose amablemente de quienes se preocupaban del cielo y de la inmortalidad del alma. Afirmaba taxativamente que no había vida en el más allá. Sólo teníamos aquí y ahora. Después, las sombras. Sin embargo, lo que vio en los ojos de la muchacha era un alma, un alma inmortal, que no podía desaparecer nunca. Nadie, entre todas las personas, hombres y mujeres, que llegara a conocer, logró transmitirle el mensaje de la inmortalidad. En cambio, ella sí. Se lo dijo en un susurro la primera vez que le miró. El rostro de Ruth brillaba de nuevo ante los ojos de Martin, mientras seguía su camino, pálido y serio, dulce y sensible, sonriéndole con una ternura que sólo un espíritu es capaz de sentir y más pura de lo que había imaginado que se pudiera ser. Al pensarlo, sintió como si le golpeasen. Le sobresaltó. Había conocido lo bueno y lo malo, pero no se le ocurrió nunca que la pureza pudiese ser un atributo de la existencia. Y, ahora, a través de ella, la comprendía como el superlativo de la bondad y de todo lo que es limpio, como la suma de cuanto constituye la vida eterna. Al instante, se despertó su ambición de alcanzar aquella vida eterna. No era digno ni siquiera de traerle agua, eso lo sabía; fue un milagro de la suerte el que le permitió conocerla, hablarle y estar a su lado aquella noche. Se trataba de un simple accidente. No había mérito alguno. No merecía tal suerte. Su estado de ánimo era eminentemente religioso. Se sentía empequeñecido y manso, dominado por el automenosprecio y la humildad. En esa disposición acuden los pecadores a la penitencia. Había pecado. Pero, así como los humildes y sumisos ante la penitencia reciben brillantes premoniciones de su existencia futura, así entrevió él la dicha que alcanzaría poseyendo a la muchacha. Sin embargo, ésta le resultaba imprecisa, casi nebulosa, y muy distinta a las otras posesiones que ya conociera. La ambición le encumbró con locas alas y pudo verse elevándose a las alturas en compañía de Ruth, compartiendo con ella sus pensamientos, gozando juntos de cosas hermosas y nobles. Soñaba con una posesión espiritual, exenta de grosería, una libre camaradería de las mentes, que no lograba precisar de manera concreta. En realidad, ni siquiera llegó a pensarlo. En esos instantes, no pensaba en nada. Las sensaciones vencían a la razón y se estremeció ante cosas que jamás experimentara, navegando con delicia por un mar de sensibilidad en el cual el sentimiento se exaltaba, para espiritualizarse, más allá de las cumbres de la vida.
Siguió adelante, tambaleándose como un borracho, mientras decía fervorosamente y en voz alta:
— ¡Por Dios, por Dios!
Un policía, de plantón en una esquina, le miró con aire suspicaz, advirtiendo entonces el cigarrillo, habitual en los marineros.
—¿Dónde la pescó? —quiso saber.
Martin Eden volvió a la tierra. Poseía un organismo en extremo flexible, que se adaptaba fácilmente a cualquier circunstancia y contingencia. Ante el saludo del policía, fue nuevamente el de costumbre, dándose cuenta en seguida de la situación.
—¿Qué le parece? —comentó riendo—. ¡Pues no estaba hablando en voz alta!
—Pronto comenzará a cantar —fue el diagnóstico del policía.
—No lo crea. Déme una cerilla y tomaré el primer tranvía.
Encendió el cigarrillo y dio las buenas noches.
—Bueno, que me aspen —murmuró—. El poli ese creyó que estaba borracho. —Sonrió, pensativo—. Y me parece que lo estoy —convino—, pero nunca creí que fuese a causa de un rostro de mujer.
Tomó un tranvía de Telegraph Avenue que se dirigía a Berkeley. Estaba repleto de muchachos y de jóvenes que entonaban canciones y lanzaban al aire los lemas de sus escuelas. Martin los estudió con atención. Eran universitarios. Asistían a la misma Universidad que ella, pertenecían a su misma clase social, quizá la conocieran y, de pretenderlo, podían tratarla a diario. Le sorprendió que no lo desearan, que hubiesen salido a divertirse en vez de pasar la velada con ella, habiéndole y rodeándola para adorarla. Su fantasía se desbordó. Se fijó en un estudiante de ojos achinados y boca floja. Era un mal bicho, decidió. A bordo de cualquier buque, aquel individuo sería un chivato, un quejica y un chismoso. Él, Martin Eden, era muy superior a todos ellos. Esto le causó una profunda alegría. Así semejaba acercarse más a Ruth. Comenzó a compararse con los estudiantes. A causa del mecanismo muscular de su cuerpo, estaba muy por encima de los componentes de aquel grupo. Pero ellos poseían conocimientos que les permitían hablar el mismo idioma que Ruth. Esto le deprimió. Sin embargo, se preguntó apasionadamente para qué servía el ce-rebro. Podía hacer lo mismo que ellos hicieron. Estudiaron la vida en los libros, mientras él se ocupaba en vivir la vida. También él poseía cono-cimientos, pero eran muy distintos. ¿Cuántos de aquellos muchachos serían capaces de hacer un nudo acollador, empuñar el timón o montar una guardia? Su vida se le apareció en una sucesión de imágenes de peligro y audacia, de penalidades y de esfuerzos. Recordó las heridas que sufriera y los errores que cometió mientras aprendía. Todo eso había adelantado. Más tarde, los estudiantes deberían comenzar a vivir la vida y pasar por la rueda, igual que él lo hizo. Muy bien. Mientras esto les ocupaba, él se dedicaría a aprender la Otra cara de la vida en los libros.
Cuando el tranvía cruzó la zona ocupada por unas cuantas viviendas, que separa Oakland de Berkeley, se mantuvo atento hasta descubrir un edificio de dos pisos, en cuya fachada campeaba el orgulloso rótulo: «Tienda de Higginbotham». En esta parada bajó Martin Eden. Se detuvo y contempló el letrero. Para el joven, tenía un significado más profundo que las meras palabras. De las propias letras, emanaba una personalidad mezquina, egocéntrica y de pequeñas raterías. Ber-nard Higginbotham se había casado con la hermana de Martin y éste le conocía bien. El joven abrió la puerta, con el llavín que poseía, y se encaminó al segundo piso. Allí vivía su cuñado. La tienda se encontraba en la planta. En el ambiente, flotaba un aroma a vegetales añejos. Mientras cruzaba, el recibidor, Martin tropezó con un carro de juguete, abandonado allí por alguno de sus numerosos sobrinos. Fue a chocar estrepitosamente contra una puerta. «¡Avaro! —se dijo—. Demasiado tacaño para gastarse dos centavos en una luz de gas y evitar que los inquilinos se par-tan el pescuezo.»
Buscó el tirador y entró en una habitación iluminada, en la que se encontraban su hermana y Bernard Higginbotham, Aquélla se ocupaba en re-mendar unos viejos pantalones del marido, mientras éste acomodaba su flaco cuerpo en dos sillas, dejando que sus pies, calzados con viejas pantuflas, colgasen de la segunda. Miró al recién llegado por encima del periódico que leía, descubriendo dos ojos oscuros, falsos y penetrantes. Martin Eden jamás pudo echarle la vista encima sin experimentar una especie de repulsión. No llegaba a comprender qué pudo ver su hermana en aquel hombre. El cuñado le producía siempre la sensación de una sabandija y nunca conseguía evitar el deseo de aplastarle con una bota. «Algún día le romperé la cara», era el modo como se consolaba por tenerle que soportar. Las crueles pupilas, semejantes a las de una comadreja, le miraban con aire de censura.
—¿Y bien? —le invitó Martin—. Suéltalo de una vez.
—Hice pintar la puerta la semana pasada —se lamentó Mr. Higginbotham reconviniéndole—. Ya sabes los precios que ha impuesto el sindicato. Deberías estar más atento.
Martin fue a contestarle, pero comprendió que sería inútil. Apartó la vista de aquella alma sórdida que era su cuñado, hasta un cromo clavado en la pared. Siempre le había gustado, pero, entonces, fue como si por primera vez lo viese. Era grosero, exactamente grosero, como todo cuanto había en la casa. Sus pensamientos volvieron a la mansión de la que regresaba y, de nuevo, vio los cuadros y, luego, a la muchacha, contemplándole con extrema dulzura, igual que en el momento en que se despidieron. Olvidó dónde se encontraba e, incluso, que existiese Bernard Higginbotham, hasta que ese caballero indagó:
—¿Has visto un fantasma?
Martin bajó de su sueño y contempló sus pupilas, semejantes a abalorios, de expresión burlona y, al mismo tiempo, truculentas y cobardes. De súbito, se le aparecieron aquellos mismos ojos cuando su propietario hacía una venta en el almacén del piso inferior y se mostraban serviles, farisaicos, húmedos y halagadores.
—Sí —convino Martin—. He visto un fantasma. Buenas noches. Buenas noches, Gertrude.
Se dispuso a abandonar la habitación, cuando se le enganchó el pie en un descosido de la alfombra.
— ¡No golpees la puerta! —le advirtió Mr. Higginbotham.
Martin sintió cómo se le encendía la sangre en las venas, pero se contuvo y cerró con mucho cuidado.
Mr. Higginbotham contempló a su esposa con aire triunfal.
—Ha estado bebiendo —declaró en voz baja—, Te lo anuncié.
Ella asintió, resignada.
—Le brillaban mucho los ojos —reconoció— y no llevaba cuello, aunque se lo puso para salir. Quizá sólo tomó un par de vasos.
—No mantenía el equilibrio —insistió su esposo—. Le estuve vigilando. No podía moverse sin tropezar con algo. Ya oíste que casi se caía cuando entró.
—Creo que tropezó con el carro de Alice —dijo Gertrude—. No lo vería en la oscuridad.
La voz y la cólera de Mr. Higghibotham comenzaron a alzarse. Durante toda la jornada, se anulaba a sí mismo en la tienda, reservando para las últimas horas, con la familia, mostrarse tal cual era.
—Te digo que ese precioso hermano tuyo está borracho.
Su voz sonaba fría, aguda y definitiva y sus labios pronunciaron cada palabra como el troquel de una máquina. Su esposa suspiró, por toda respuesta. Era una mujer grande y fuerte, vestida siempre con mucha limpieza y siempre cansada por el peso de la carne, de su trabajo y de su marido.
—Lo lleva dentro, te lo aseguro, heredado de su padre —siguió acusando Mr. Higgimbotham—. Y morirá en la calle, del mismo modo. Lo sabes muy bien.
Gertrude suspiró, asintiendo, para continuar con su tarea. Habían convenido que Martin regresó a casa borracho. No cabía en sus almas com-prender la belleza o hubiesen adivinado que aquellos ojos brillantes y el rostro iluminado denunciaban el primer amor de la juventud.
—Da un excelente ejemplo a los niños —dijo Mr. Higginbotham para romper el silencio, del que culpaba a su mujer. En ocasiones, deseaba que ella le hiciese frente más a menudo—. Como lo repita, tendrá que marcharse. ¿Comprendido?
No permitiré que ese mequetrefe desmoralice a inocentes criaturas con el alcohol. —A Mr. Higginbotham le había gustado cierta palabra, recientemente añadida a su vocabulario tras leerla en el periódico—. Eso es lo que pretende, desmoralizar. No tiene otro nombre.
Su mujer suspiró de nuevo, movió la cabeza apenada y continuó cosiendo. Mr. Higginbotham volvió a la lectura del periódico.
—¿Te pagó la pensión de la semana pasada? —indagó por encima de sus páginas.
Gertrude asintió, añadiendo:
—Aún le queda dinero.
—¿Cuándo vuelve a embarcarse?
—Cuando lo haya gastado, supongo —respondió ella—. Ayer se fue a San Francisco, para buscar algún buque. Pero todavía le queda dinero y es un poco especial acerca de las embarcaciones en las que se enrola.
— ¡Un rata de cubierta con mucho orgullo! —se burló el tendero—. ¡Especial!
—Me habló de una goleta que va a un país extraño en busca de un tesoro escondido. Dijo que se embarcaría si el dinero le duraba bastante.
—Si sentara la cabeza, yo le daría trabajo. Podría encargarse del reparto —anunció su esposo, sin trazas de benevolencia en la voz—. Tom se ha despedido.
Gertrude le miró alarmada.
—Me lo ha dicho esta noche. Va a trabajar con Carruthers. Le paga más de lo que yo puedo permitirme.
—Te advertí que le perderías —replicó ella—. Merecía más de lo que le dabas.
—Oye, vieja —gritó Mr. Higginbotham—. Por milésima vez te aconsejo que no metas las narices en mis asuntos. No volveré a,decírtelo.
—No me importa —contestó Gertrude—. Tom es un buen muchacho.
Su marido clavó en ella la mirada. Le estaba desafiando abiertamente.
—Si ese hermano tuyo valiese lo que come, podría sustituirle —insistió luego.
—Paga su pensión —le recordó—. Y es mi hermano y, mientras no te deba dinero, no tienes derecho a estarle pinchando de continuo. Aún me quedan sentimientos a pesar de llevar siete años casada contigo.
—¿Le avisaste de que le cobrarías el gas si continúa leyendo por las noches? —indagó el marido.
Mrs. Higginbotham no respondió. Su rebeldía se iba apagando conforme a los ánimos les dominaba el cuerpo cansado. Su esposo quedó triunfador. La había apabullado. Las pupilas le brillaron, al tiempo que oía con satisfacción los suspiros de Gertrude. Le complacía mucho zaherirla, lo que últimamente resultaba bastante fácil, aunque no fuese igual en los primeros tiempos de su matrimonio, antes de que la turba de hijos y sus continuos ataques la despojasen de toda energía.
—Bien, se lo dices mañana sin falta —ordenó el tendero—. Y, antes de que se me olvide, avisa a Marian para que se encargue de los niños. Sin Tom, yo mismo deberé hacer los repartos, por lo que tú atenderás a los clientes.
—Mañana es día de colada —objetó ella.
—Levántate antes y ponte a lavar en seguida. Yo no saldré hasta las diez.
Satisfecho, hizo crujir el periódico y reanudó su lectura.
CAPÍTULO IV
Martin Eden, con la sangre aún alterada por el contacto con su cuñado, se dirigió, por el corredor a oscuras, hacia su reducido dormitorio, en el que no cabían más que una cama, un lavabo y una silla. Mr. Higginbotham era demasiado tacaño para tener servicio cuando su esposa se podía encargar de todo el trabajo. Además, la habitación que hubiese ocupado una criada le permitía tener dos huéspedes en lugar de uno. Martin dejó los volúmenes de Swinburne y de Browning en una silla, se quitó el abrigo y fue a sentarse en la cama. Los muelles del viejo somier gruñeron bajo el peso de su cuerpo, como si estuviesen asmáticos, pero él no lo advirtió. Iba a quitarse los zapatos, cuando se detuvo para contemplar la blanca pared de enfrente, manchada por los oscuros churretes de la lluvia que se filtrara del techo. En aquel sucio ambiente, las visiones se volvieron a encender. Olvidó los zapatos, para quedar con la mirada fija, hasta que, al fin, sus labios comenzaron a moverse y murmuró:
—¡Ruth! ¡Ruth!
Nunca imaginó que una sencilla palabra pudiese ser tan hermosa. Le encantaba el oído y se emborrachó repitiéndola.
—¡Ruth!
Era como un talismán, cual un conjuro. Cada vez que la repetía, el rostro de la muchacha aparecía en la pared, borrando toda suciedad. Era como si irradiase un resplandor que no se limitaba a los muros. Semejaba extenderse hasta el infinito y, a través de sus dorados rayos, permitir que sus almas se buscaran. Cuanto bueno había en Martin, brotaba con la fuerza de un torrente. Sólo con pensar en ella, se purificaba y ennoblecía, haciéndole mejor e impulsándole a desear ser mejor. Esto constituía una novedad. Jamás conoció a una mujer que le despertase tales sentimientos. Por el contrario, tenían el efecto opuesto, de embrutecerle. Ignoraba que la mayoría se habían esforzado inútilmente por conseguirlo. Al no preocuparse de sí mismo, no sabía que tuviese algo que atrajera el amor de las mujeres, motivo de que éstas sólo buscasen su juventud. Aunque ellas se preocupaban frecuentemente de él, Martín no se preocupaba lo más mínimo de ellas; nunca llegó a sospechar que pudiese haber mujeres que ahora fuesen mejores por causa suya. Hasta aquel momento, había vivido con una absoluta despreocupación y, entonces, le parecía que todas tendían hacia él unas manos envilecidas. No era justo con ellas ni consigo mismo. Pero Martín, que comenzaba a tener conscíencia de su ser, no estaba en condiciones de juzgar y ardía en la vergüenza, mientras repasaba las visiones de su infamia.
Se puso en pie de súbito, para contemplarse en el sucio espejo del lavabo. Le pasó una toalla y, luego, se examinó con atención. Tenía ojos hechos para ver, pero, hasta aquel instante, es-; tuvieron demasiado ocupados contemplando un' mundo que cambiaba de continuo para mirarse a sí mismo. Descubrió en el espejo la cabeza, y el rostro de un muchacho de veinte años, pero, por falta de costumbre, no supo cómo valorarlos. Sobre una amplia frente, tenía una abundante cabellera castaña, con algunas ondas y rizos, que encantaban a las mujeres, haciendo que las manos les ardiesen con el deseo de acariciarlos. Pero Martín lo pasó por alto, considerando que para ella carecía de mérito y fijándose tan sólo en la frente, como si intentara penetrar allí y descubrir su contenido. Se preguntó varias veces qué clase de cerebro tenía. ¿De qué era capaz? ¿Hasta dónde podía llevarle? ¿Le iba a conducir a Ruth?
También se preguntó si habría espíritu en aquellos ojos acerados, que a veces parecían azules y que estaban fortalecidos por los vientos que azotaban el soleado mar. Le hubiese gustado saber qué le parecían a la muchacha. Intentó colocarse en su sitio para mirarlos, pero resultó inútil. Lograba fácilmente ponerse en el lugar de otros hombres, pero debía tratarse de gente cuya clase de vida conociese. E ignoraba totalmente la de ella. Ruth era como un misterio, por lo que le resultaba imposible adivinar sus pensamientos. Llegó a la conclusión de que sus ojos parecían honestos, sin que se descubriese el menor asomo de mezquindad o de doblez. Le sorprendió lo bronceado de su rostro. Nunca imaginó que fuese tan moreno. Se arremangó, comparándolo con la parte de la piel no alcanzada por el sol. Sí, al fin y al cabo, era un hombre blanco. Pero los brazos también estaban tostados. Los movió, acariciándose los bíceps con la otra mano, mientras miraba al lugar menos curtido. Era muy blanco. Se rió, al verse en el espejo, diciéndose que la cara fue, en una época, tan blanca como aquello. Tampoco soñó que en el mundo hubiese mujeres que se enorgullecían de tener una piel tan clara y suave como la suya, donde escapara a los efectos del sol.
Su boca tenía algo de la del querubín, de no cerrarse firmemente sobre los dientes. En ocasiones, lo hacía de tal modo que resultaba dura y casi ascética. Era la boca de un luchador y de un enamorado. Sabía apreciar las dulzuras de la vida, pero, al mismo tiempo, era capaz de sacrificarías, para dominar a esa misma vida. En esto le ayudaba la recia mandíbula, firmemente acusada. La fuerza se equilibraba con la sensualidad, tonificándola e impulsándole a amar la belleza sana y a que vibrase con las sensaciones más limpias. Y, entre los labios, se advertían dientes que nunca necesitaron del dentista. Al examinarlos, decidió que eran blancos, fuertes y regulares. Pero entonces comenzó a inquietarse. Vagamente, como si surgiese del fondo de la memoria, recordó que había quien se los lavaba a diario. Era gente de la clase alta, a la que Ella pertenecía. También Ruth debía hacerlo. ¿Qué pensaría de enterarse que él no se los había lavado ni una sola vez en toda su vida? Decidió comprarse un cepillo y adquirir esa costumbre. Comenzaría mañana mismo. No era únicamente con el triunfo personal con lo que iba a conquistarla. Debía reformarse por completo, incluido el lavarse los dientes y ponerse cuello y corbata, aunque esto último le pareciese renunciar a su libertad.
Martin alzó la mano, mientras se acariciaba la callosa palma con el pulgar y contemplaba la suciedad incrustada en la piel y que ningún cepillo podía limpiar. ¡Cuan distintas a las de Ruth! Sintió un delicioso escalofrío al recordarlas. Suaves como pétalos de rosa y frescas cual un copo de nieve. Jamás imaginó que las manos de una mujer pudiesen serlo hasta ese punto. Se dio cuenta de que deseaba que esas manos le acariciasen y se ruborizó. Era demasiado atrevimiento. En cierto modo, semejaba rebajar su gran espiritualidad. Ruth era un pálido espíritu, exaltado más allá de la carne. No obstante, la suavidad de sus manos se mantuvo en los pensamientos de Martin. Estaba acostumbrado a las endurecidas palmas de las operarías de fábrica. Sabía muy bien cómo llegaron a ser así; pero las de ella... Eran tan suaves porque nunca trabajaron. Ante la terrible realidad de que había gente que no tenía que trabajar para poder vivir, sintió que se ampliaba el abismo existente entre ambos. Entonces comprendió la distinción de la gente que no trabajaba. En la pared, semejó dibujarse una figura altiva, arrogante y poderosa. Él debía trabajar; sus primeros recuerdos parecían relacionados con el trabajo y toda su familia trabajaba. Estaba, por ejemplo, Gertrude. Cuando sus manos no resultaban duras a causa de las faenas caseras, se veían hinchadas y enrojecidas por la colada. También estaba su hermana Marian. El pasado verano figuró entre las operarías de una envasadora y sus esbeltas y finas manos lucían cicatrices de los cuchillos de cortar tomates. Además, se había dejado las puntas de dos dedos en la guillotina de la fábrica de papel en que estuvo empleada el invierno anterior. Recordaba las manos endurecidas de su madre, cuando yacía en el ataúd. Y su padre trabajó hasta el último aliento; al morir, los callos que tenía en las palmas debían medir ya la media pulgada. Pero las manos de Ruth eran suaves, lo mismo que las de su madre y las de sus hermanos. Esto último le causó una gran sorpresa. Era una clara señal de la distinción de su casta, de la gran distancia que había entre los dos.
Martin se sentó de nuevo en la cama, sonriendo con amargara., para quitarse los zapatos. Era un estúpido. Se había emborrachado con el rostro y con las suaves manos de una mujer. Y, entonces, súbitamente, ante sus ojos apareció una visión, como si se proyectase en la blanca pared. Martin se encontraba ante una humilde casa de vecindad. Era ya de noche, en el East End de Londres, y a su lado estaba Margey, una obrera de quince años. La había acompañado a su domicilio tras una fiesta. Vivía en aquel edi-ficio, ni siquiera apropiado para los cerdos. Martin tendió la mano a la muchacha para despedirse. Margey alzó la cabeza para que la besara,
pero él no pensaba hacerlo. En cierto modo, le asustaba. Luego, la endurecida palma de la chica se cerró sobre la suya, apretándosela con calor. Martin sintió sus callosidades y le invadió una ola de compasión. Contempló sus ojos hambrientos de cariño y su mal alimentado cuerpo, que había saltado de la infancia a una madurez temerosa y, al mismo tiempo, feroz. Entonces, la abrazó, a la vez que se inclinaba para besarla en los labios. Recordaba aún su grito de júbilo y el modo como se aferraba a él, igual que una gata. ¡Pobre muchacha hambrienta! Siguió contemplando aquella visión de algo ocurrido mucho tiempo atrás. La carne se le encendía como se le encendió aquella noche, cuando Margey le abrazaba, mientras el corazón se le henchía de piedad. Era una escena grisácea, de un gris sucio, Sobre un fondo de lluvia que caía sobre el empedrado. Pero, de pronto, un gran resplandor iluminó la pared y, a través de la otra visión, desplazándola, fue surgiendo el pálido rostro de Ruth, bajo su corona de cabellos dorados, remoto y tan inaccesible como una estrella.
Martin tomó los volúmenes de Browmng y de Swinburne de la silla para besarlos. Se dijo que, pese a todo, ella le había indicado que volviese pronto. Se miró nuevamente al espejo y se dijo, en voz alta, con toda solemnidad:
—Martin Edén, mañana, a primera hora, irás a la biblioteca pública a estudiar urbanidad. ¿Comprendido? —Apagó el gas y, luego, el somier crujió bajo su cuerpo—. Has de cuidarte el lenguaje, Martin, muchacho; has de cuidarte el lenguaje —añadió en voz alta.
CAPÍTULO V
A la mañana siguiente, Martin despertó de unos sueños color de rosa para sumergirse en una atmósfera enturbiada por el vapor, que olía a jabón y a ropa sucia y que vibraba a causa de la tensión de unas vidas atormentadas. Al salir del dormitorio, oyó que alguien chapoteaba en el agua, luego un grito y, por último, el ruido de un bofetón, con el que su hermana descargaba su mal humor en algún miembro de su nume-rosa prole. El alarido del pequeño se le clavó como un cuchillo. Martin se daba cuenta de que todo en aquella casa, incluido el aire que respiraban, era repulsivo y mezquino. Qué distinto, se dijo, de la atmósfera de belleza y reposo de la casa en que vivía Ruth. Allí todo era espíritu. Aquí todo materia y, además, materia sórdida.
—Ven, Alfred —invitó al niño que lloraba, mientras se metía la mano en el bolsillo donde guardaba el dinero. Dio al pequeño un quarter y le abrazó un instante, para calmar sus sollozos—. Anda, cómprate unos caramelos, pero dales también a tus hermanos. Compra lo que dure más. Su hermana alzó el enrojecido rostro de la tina en que lavaba, para mirarle.
—Hubiese bastado con un nickel —le dijo—. Eso es típico de ti, no valoras nunca el dinero. El crío se va a empachar.
—No te alteres —respondió Martin jovialmente—. Mi dinero es cosa mía. Si no estuvieses tan atareada, te daría un beso.
Deseaba demostrar su afecto por su hermana, que era muy buena, y la cual, según le constaba, le quería a su modo. Sin embargo, con el paso de los años había cambiado tanto que le desconcertaba. A juicio de Martin, se debía al mucho trabajo, a los numerosos hijos y a las continuas quejas de su marido. De improviso, se le ocurrió que se iba contagiando de las verduras rancias, del apestoso jabón y de las sucias monedas que recibía en la tienda.
—Anda, ve a desayunar —le indicó Gertrude bruscamente, aunque, en secreto, muy complacida. De todos sus hermanos, aquél era su favori-to—. Y ahora yo voy a besarte —dijo de pronto.
Se secó la humedad de un brazo y luego de otro. Martin la enlazó por la maciza cintura y besó su rostro empapado de sudor. Las lágrimas afluyeron a los ojos de Gertrude, no tanto por la fuerza de los sentimientos como a causa del excesivo trabajo.
Mientras ella le apartaba, Martin advirtió el llanto en sus pupilas.
—Tienes el desayuno en el horno —le advirtió ella con premura—. Jim ya debe haberse levantado. Yo tuve que hacerlo pronto para atender la colada. Anda, muévete y sal cuanto antes de la casa. No va a ser un día muy agradable al faltar Tom y tener Bernard que encargarse del reparto.
Martin se dirigió descorazonado a la cocina, sintiendo que el recuerdo de su semblante enrojecido y de su deformado cuerpo le corroían la mente, como si se tratase de algún ácido. Demostraría su cariño, se dijo, si tuviese ocasión. Pero el trabajo la estaba matando. Bernard Hig-ginbotham no le guardaba la menor consideración. Sin embargo, no pudo evitar decirse que por otra parte, el beso que ella le dio carecía de todo encanto. Cierto que no era una cosa frecuente. Durante años, Gertrude se limitó a besarle tan sólo cuando volvía de algún viaje o cuando se despedía para emprenderlo. Pero aquel beso sabía a jabón barato y su piel estaba marchita. Además, fue casi mecánico. Era el de una mujer cansada desde hacía tanto tiempo que incluso había olvidado darlos. Martin recordó cuando su hermana era una muchacha, antes de que se casara, capaz de pasarse toda una noche bailando, tras un día agotador en la lavandería y sin preocuparse de tener que volver a su trabajo al concluir la fiesta. Luego, Martin pensó en Ruth y en la dulce suavidad que debían poseer sus labios, igual a la que emanaba de toda su persona. Sus besos serían semejantes al modo como daba la mano o como miraba, firmes y sinceros. Se atrevió a imaginar los labios de la muchacha en los suyos y lo hizo tan vivamente que se mareó con sólo pensarlo, sintiendo como si anduviese a través de nubes de pétalos de rosas, que le intoxicaban la mente con su perfume.
En la cocina, encontró a Jim, el otro huésped, que comía sin prisas y en cuyos ojos había una mirada vacía y como enferma. Jim era aprendiz de fontanero, al cual su débil barbilla y su temperamento hedonista, junto con cierta estupidez nerviosa, prometían no llevarle muy lejos en el camino de la vida.
—¿Por qué no comes? —preguntó a Martin,, mientras éste contemplaba el poco apetitoso desayuno—. ¿Volviste a emborracharte anoche?
Martin negó con la cabeza. Le oprimía tanta mezquindad. Ruth Morse parecía más lejana que nunca.
—Yo sí —añadió Jim, riendo con fanfarronería—. Me llené hasta el cuello. ¡Fue estupendo! Billy me trajo a casa.
Martin asintió, pues instintivamente escuchaba a cuantos le hablaban, y se sirvió una taza de café caliente.
—¿Irás al baile del «Lotus Club» esta noche? —indagó Jim—. Habrá cerveza y, como aparezca esa pandilla de Temescal, tendremos jaleo. A mí no me importa. De todos modos, pienso llevar a mi chica. ¡Diablos, qué mal sabor de boca tengo!
Hizo una mueca e intentó quitárselo con café.
—¿Conoces a Julia?
Martin asintió de nuevo.
—Es mi chica —explicó Jim— y es una monada. Te la presentaría, pero ibas a quitármela. No comprendo qué te ven las mujeres, te lo aseguro, pero el modo como se las birlas a los otros da asco.
—A ti no te he quitado ninguna —recordó Martin sin mucho interés. De algún modo debía entretenerse el desayuno.
—Sí, en una ocasión —afirmó el otro—. ¿Te acuerdas de Maggie?
—Nunca tuve nada que ver con ella. Sólo bailamos una vez.
—Sí, y ésa fue la causa —advirtió Jim—. Sólo bailaste una vez con ella y sólo la miraste una vez, pero -a mí me fastidió para siempre. Yo ya no le interesaba lo más mínimo. No hacía más que preguntarme por ti. Hubiese salido encantada contigo de pedírselo.
—Pero no se lo pedí ni me interesaba.
—No hizo falta. Me dejaron en la orilla —Jim le miró con admiración—. ¿Cómo lo haces, Martin?
—No prestándoles atención —fue la respuesta.
—¿Quieres decir haciendo ver que no les prestas atención? —insistió el otro.
Martin meditó un instante antes de contestar.
—Quizás eso dé resultado, pero en mi caso es distinto. Nunca me he preocupado gran cosa de ellas. Si puedes simularlo, supongo que algo con-seguirás.
—Anoche debiste ir a casa de Riley —añadió Jim con volubilidad—. Varios de los chicos se pusieron los guantes. Había un tipo de West Oakland. Le llaman el Rata. Escurridizo como un silbido. No hubo manera de alcanzarle. Todos deseábamos que estuvieses allí. Por cierto, ¿a dónde fuiste?
—A Oakland —replicó Martin.
—¿Al teatro?
Martin apartó el plato y se puso en pie.
—¿Vendrás al baile esta noche? —insistió el otro.
—No, no lo creo —repuso.
Bajó a la otra planta y salió a la calle, respirando hondo. Se ahogaba en aquel ambiente, mientras que la conversación del aprendiz de fontanero le excitaba los nervios. Hubo momentos en que apenas podía contener el deseo de hundirle a Jim la cara en el plato. Cuanto más hablaba éste, más parecía alejarse Ruth. ¿Cómo iba a hacerse digno de ella, conviviendo con aquella clase de ganado? Le desanimaba el problema con el que se enfrentaba. Su condición de obrero constituía un gran lastre. Todo semejaba confabularse para retenerle abajo: su hermana, la familia de su hermana, su casa, Jim, cada una de sus amistades y cada uno de sus vínculos con la vida. La existencia no le proporcionaba un buen sabor de boca. Hasta entonces, aceptó las cosas tal como venían, considerando bueno cuanto le rodeaba. Nunca lo puso en duda, excepto al leer algún libro. Pero éstos no eran más que libros, cuentos de hadas acerca de un mundo mejor pero imposible. Sin embargo, ahora había comprobado que aquel mundo era real y posible, con una mujer como Ruth en su epicentro. En consecuencia, conocía el mal sabor y los anhelos, tan dolorosos como el dolor, así como la desesperación, que le torturaba porque se basaba en la esperanza.
Estuvo dudando entre ir a la Biblioteca Pública de Berkeley o a la de Oakland, decidiéndose por esta última, porque allí vivía Ruth. ¿Quién sabe? Era muy lógico que frecuentase una biblioteca y quizá pudiera verla. No conocía la organización de esas instituciones, por lo que estuvo recorriendo largas estanterías, repletas de volúmenes de novelas, hasta que la muchacha, de rasgos delicados y aire francés, que parecía ser la encargada, le advirtió que el fichero estaba arriba. No se le ocurrió consultar con el bibliotecario, de modo que comenzó sus aventuras en el departamento de filosofía, aunque no imaginaba que se hubiese escrito tanto acerca de ese tema.
Las altas estanterías, repletas de libros, le humillaban, pero, al mismo tiempo, eran como un estimulante. Allí había una tarea para el vigor de su mente. En el departamento de matemáticas, encontró obras de trigonometría, que hojeó, examinando las fórmulas y las cifras que para él carecían de significado. Sabía leer en inglés pero, lo que allí vio, le resultaba una lengua totalmente extraña. Norman y Arthur la conocían. Les oyó emplearla. Y eran sus hermanos. Abandonó el departamento con cierta desesperación. Desde todos los lados, los libros parecían írsele a caer encima para aplastarle. Jamás supuso que el fondo del saber humano alcanzase tales proporciones. Estaba asustado. ¿Cómo iba a dominarlo su mente? Luego, recordó que otros hombres, muchos hombres, habían llegado a conseguirlo; entonces, masculló un juramento en voz baja, prometiendo que su mente haría cuanto hicieron las de los demás.
Así estuvo paseándose, alternando la depresión con el entusiasmo al mirar las estanterías que contenían tanta sabiduría. En uno de los departamentos descubrió El epítome, de Norrie. Examinó las páginas, casi con reverencia. En cierto modo, usaba un lenguaje con el que estaba familiarizado. Trataba del mar. Luego, encontró un volumen de Bowditch y varios de Leckey y de Marshall. Martin estaba decidido. Iba a estudiar navegación. Abandonaría la bebida, trabajaría mucho y se haría capitán. En aquel momento, Ruth semejaba muy próxima. Como capitán, podría casarse con ella, si es que le aceptaba, claro. En caso contrario, pues bien, su vida sería mucho mejor, gracias a la muchacha y, de todos modos, dejaría de beber. Entonces, recordó a los aseguradores y a los propietarios, los dos amos a los que un capitán debe servir, y cualquiera de los cuales puede hundirle para siempre y cuyos intereses respectivos son tan opuestos. Contempló la amplia sala y cerró los ojos para tener una visión de diez mil libros. No, había acabado con el mar. En aquellos volúmenes se guardaba el poder y, si pretendía hacer grandes cosas, debía ser en tierra firme. Además, a los capitanes no se les permite que sus mujeres les acompañen en los viajes.
Llegó el mediodía y Martin olvidó comer, buscando un libro de urbanidad. Además de su carrera, su mente se enfrentaba a un problema simple y muy concreto. Si, al conocer a una señorita, ésta invita a volver, ¿cuánto hay que esperar para hacerlo? Así fue como se lo planteó. Sin embargo, al dar con lo que buscaba, se esforzó en vano para encontrar una respuesta. Le abrumó el número de obras de urbanidad, perdiéndose en la conducta a seguir con las tarjetas de visita entre las personas bien educadas. No halló lo que buscaba, pero sí se enteró de que costaba toda una vida ser verdaderamente educado y que iba a tener que vivir otra existencia anterior para llegar a serlo.
—¿Tenemos lo que le interesa? —quiso saber el bibliotecario cuando ya se iba.
—Sí, señor —repuso Martin—. Buena biblioteca es ésta.
El otro asintió.
—Nos alegraría verle de nuevo. ¿Es usted marino?
—Sí, señor —repuso Martin—. Y desde luego que volveré.
«¿Cómo adivinaría lo que soy?», se preguntó al salir a la calle.
Al principio, procuró andar muy derecho, casi rígido, hasta que se sumió en sus pensamientos y, poco a poco, recobró su antigua manera de andar.
CAPITULO VI
A Martin Edén le afligía una inquietud muy parecida al hambre. Estaba famélico por ver nuevamente a la muchacha que, con sus suaves manos, se había apoderado de su vida, con la fuerza de un gigante. No se decidía a visitarla. Temía que fuese demasiado pronto y, en consecuencia, cometer un delito contra eso que llamaban urbanidad. Pasaba largas horas en las bibliotecas de Oakland y de Berkeley, en las que había solicitado tarjetas de lector a su nombre, a los de sus hermanas Gertrude y Marian y al de Jim, cuyo consentimiento obtuvo por medio de varias jarras de cerveza. Con cuatro tarjetas distintas, podía solicitar más libros, de modo que la luz de gas ardía hasta muy tarde en su dormitorio, por lo que Mr. Higginbotham le cobraba otros cincuenta centavos semanales.
Los numerosos libros que leyó no hicieron más que avivar su inquietud. Cada una de sus páginas era tan sólo una breve ojeada en el reino del saber. Así, las lecturas aumentaron su deseo de instruirse. Sin embargo, no sabía por dónde comenzar y sufría de continuo a causa de su falta de preparación. Las más sencillas referencias, que comprendía estaban al alcance de cualquier lector, le resultaban ininteligibles. Lo mismo le ocurría con la poesía, pese a que le encendiera de entusiasmo. Leyó más versos de Swinburne de los que figuraban en el volumen que le prestara Ruth. Comprendió Dolores perfectamente. Pero decidió que a Ruth no le ocurriría lo mismo. ¿Cómo iba a entenderlo, con una vida tan refinada? Luego, Martin descubrió los poemas de Ki-pling y se sintió arrastrado por su cadencia y por el encanto que se daba a las cosas más sencillas. Quedó sorprendido por el entusiasmo que este autor sentía por la vida y por su incisivo instinto de la psicología. Era ésta una nueva palabra en el vocabulario de Martin. Había adquirido un diccionario, lo que rebajó considerablemente su reserva de dinero, adelantando el día en que de nuevo debería embarcarse. Además, indignó a Mr. Higginbotham, que hubiese preferido que lo invirtiera en alquileres.
De día, no osaba frecuentar el barrio de Ruth, pero, por las noches, merodeaba como un ladrón en torno a la residencia de los Morse, contem-plando las ventanas y sintiendo una gran veneración por los muros que albergaban a la muchacha. Varias veces estuvo a punto de que le sor-prendiesen sus hermanos y, en una ocasión, siguió a Mr. Morse hasta el centro de la ciudad, estudiando sus facciones a la luz del alumbrado público, mientras deseaba que algún vago peligro le amenazase de muerte, para poder salvar al padre de Ruth. Cierta noche, su vigilancia obtuvo recompensa al poder ver a la muchacha a través de una ventana del segundo piso. Tan sólo distinguió la cabeza, los hombros y los brazos de Ruth, que se peinaba ante un espejo. No fue más que un momento, pero que a él le pareció eterno, durante el cual la sangre semejaba convertírsele en vino y cantarle por las venas. Luego, Ruth corrió las cortinas. Se trataba de su dormitorio; esto, por lo menos, había descubierto. Desde entonces, contemplaba frecuentemente la ventana, ocultándose tras un árbol de la acera de enfrente, mientras fumaba innumerables cigarrillos. Otra tarde, vio a su madre salir de un Banco, lo que constituía una prueba más de la distancia entra ambos. La muchacha pertenecía a la clase que trata con Bancos. Martin jamás había pisado uno y tenía la idea de que únicamente los frecuentaba gente muy rica y poderosa.
En cierto modo, Eden había experimentado una revolución moral. Lo aseada que ella iba siempre, le hizo sentir el deseo de imitarla. De otro modo, nunca sería digno de respirar el mismo aire que Ruth. Se lavaba los dientes y se restregaba las manos con un estropajo, hasta que descubrió un cepillo de uñas en un escaparate, adivinando en seguida su uso. Al irlo a comprar, el dependiente, que no cesaba de mirarle las uñas, le sugirió una lima, con lo que se hizo con una nueva herramienta de tocador. En una librería, encontró un volumen dedicado al cuidado del cuerpo y, pronto, adquirió la costumbre de bañarse a diario, con gran sorpresa de Jim y estupefacción de Mr. Higginbotham, el cual no veía esas cosas con agrado y que discutió seriamente si no debería cobrarle tanto gasto de agua. Otro cambio sufrido por Martin fue el planchado de los pantalones. Ahora que se interesaba por tales asuntos, advirtió pronto la diferencia entre las rodilleras que lucían los obreros y la línea recta de las clases altas. También se enteró de la causa e invadió la cocina de su hermana, en busca de útiles para planchar. La primera vez fracasó, quemando los pantalones, por lo que tuvo que comprarse otros, adelantando nuevamente la fecha en que debería embarcarse.
Sin embargo, la reforma era mucho más profunda que la simple apariencia exterior. Seguía fumando, pero había dejado de beber. Hasta entonces, le pareció cosa de hombres e incluso se enorgullecía de tener una resistencia que le permitiese mantenerse en pie cuando otros habían ya caído. Ahora, al encontrarse con algún compañero de travesía, de los que había muchos en San Francisco, les invitaba, recibiendo, a su vez, invitaciones de ellos, igual que anteriormente, pero se limitaba a pedir gaseosa u otro refresco, soportando con buen humor sus bromas. Conforme los otros se cargaban, Martin les iba estudiando, para ver cómo surgía la bestia y les dominaba, y agradeciendo a Dios no ser ya como ellos. Tenían todos infinitas limitaciones y, al emborracharse, sus torpes espíritus semejaban dioses, reinando indiscutidos en sus paraísos de alcohol. Martin había perdido el deseo de las bebidas fuertes. Se sentía intoxicado de un modo distinto y más profundo, por Ruth, que le había encendido de amor, dándole la visión de una vida más amplia; por los libros, que pusieron en marcha miles de deseos, que ahora agitaban su mente, y por el ansia de limpieza personal, que le proporcionaba una nueva satisfacción y un gran bienestar físico.
Cierta noche, fue al teatro con la esperanza de verla y, efectivamente, la pudo ver, desde el segundo piso. La muchacha avanzaba por el pasillo, en compañía de Arthur y de un joven desconocido, de cabello muy corto y lentes, cuya presencia provocó en Martin miedo y celos. La contempló mientras se sentaba en la primera fila y poco más pudo ver, excepto unos hombros blan-cos y esbeltos y su mata de cabello dorado. Pero, en cambio, vio a otras personas y, mientras miraba en torno suyo, descubrió a dos muchachas que, en la fila de delante, a una docena de butacas, se volvían para sonreírle. Martin tenía una gran cordialidad. Nunca rechazaba a nadie. En otra época, hubiese devuelto la sonrisa, animándolas a seguir adelante. Pero ahora todo era distinto. Sonrió a su vez, pero desvió la vista, procurando no mirar a las dos muchachas. Sin embargo, en varias ocasiones, olvidando su presencia, se encontró de nuevo con sus sonrisas. Martin no podía cambiar totalmente en un solo día ni, tampoco, contrariar su naturaleza bondadosa. Nada de lo que allí ocurría le resultaba nuevo.
Sabía que las dos muchachas le estaban tendiendo las manos. Pero ahora todo era distinto. Allá abajo, en las primeras filas, estaba la única mujer en el mundo, muy diferente, terriblemente diferente, de aquellas dos muchachas, tanto que no pudo evitar compadecerlas. Martin deseó, en lo más íntimo del corazón, que pudiesen adquirir en una pequeña medida, algo del esplendor de Ruth. Y por nada del mundo las hubiese humillado a causa de su descaro. No le halagaba. Incluso sentía cierta vergüenza por tolerarlo. Le constaba que, de pertenecer a la misma clase de Ruth, aquellas muchachas no se le iban a insinuar. A cada una de sus miradas, advertía cómo tiraban de él las garras de su propia clase.
Martin abandonó su asiento antes de que cayese el telón en el último acto, con el propósito de ver a Ruth cuando salía. Ante los teatros, siempre había hombres en las aceras y podía mezclarse con ellos, bajándose la gorra de modo que la muchacha no le descubriese. Salió de los primeros del local, pero, apenas se había situado junto al bordillo, cuando aparecieron las dos muchachas. Sabía que le estaban buscando y, por un momento, maldijo su atractivo sobre las mujeres. Por el modo como cruzaron la acera, comprendió que le habían visto. Aminoraron el paso al acercársele. Una de ellas le rozó, simulando darse, por primera vez, cuenta de que existía. Era una muchacha esbelta y morena, 'de ojos oscuros y descarados. Le dirigió una sonrisa, que él devolvió.
—Hola —dijo Martin.
Fue casi automático. Lo había dicho innumerables veces bajo circunstancias parecidas. Además, no podía hacer otra cosa. Su carácter no le permitía comportarse de diferente manera. La muchacha le sonrió de nuevo, deteniéndose. Su compañera, que la llevaba del brazo, la imitó, conte niendo la risa. Martin decidió que no le convenía exponerse a que Ruth le viese hablando con ellas.
Con toda naturalidad, se situó junto a la morena y los tres echaron a andar, arrastrándolas. No se sintió torpe ni mudo. Allí estaba a sus anchas y supo desempeñar su papel dignamente, mos-trando el ingenio habitual en los preliminares de un encuentro. Al llegar a la esquina, fue a cruzar la calle, para mezclarse con los otros transeúntes. Pero la muchacha morena le sujetó por el brazo, para seguirle, arrastrando a su compañera, mientras le decía:
—¡Espera, Bill! ¿Qué prisa tienes? No vas a dejarnos ahora, ¿verdad?
Se detuvo, con una seca risa, volviéndose para mirarlas. Detrás de ellas, la multitud pasaba bajo el alumbrado público. Martin quedaba en las sombras, oculto a las miradas, y podría ver pasar a Ruth. Estaba seguro de que iba a pasar por allí, pues era el camino a su casa.
—¿Cómo se llama? —preguntó a la compa
ñera, señalando a la chica de los ojos oscuros.
—Pregúntaselo —fue la respuesta.
—Bien, ¿cómo te llamas? —repitió, volviéndose a la muchacha en cuestión.
—No me has dicho tu nombre —repuso ella. —No me lo preguntaste —dijo Martin sonriendo—. Lo adivinaste desde el primer momento. Me llamo Bill.
—Anda, vete por ahí. —Le miró a los ojos, con expresión apasionada e incitante—. De veras, ¿cómo te llamas?
Le miró de nuevo. En sus ojos asomaban, elocuentemente, siglos de femineidad. Martin la examinó con descuido y supo, seguro ya de su terreno, que la muchacha se iría replegando, tímida y delicada, en cuanto él comenzase a perse-guirla, pero, sin embargo, dispuesta a cambiar los papeles si él se desanimaba. Además, Martin era humano y no podía dejar de sentir su atractivo ni de apreciar su amabilidad. Conocía muy bien su tipo. Eran tan buenas como la bondad se medía entre las de su clase. Trabajaban por una miseria y desdeñaban venderse para obtener una vida más cómoda, pero ansiando siempre conseguir una brizna de felicidad en el desierto de su existencia. Se enfrentaban a un futuro que sólo les permitía elegir entre la sordidez de un esfuerzo inacabable o el pozo negro de mayores desgracias, aunque el camino para éste fuese más corto y mejor pagado.
—Bill —repitió Eden—. Eso es. Pete, Bill y nada más.
—¿Sin bromas? —indagó ella. —No se llama Bill —intervino la otra. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Martin—. No me habías visto nunca.
—No me hace falta para saber que mientes —fue la respuesta.
—De veras, Bill, ¿cómo te llamas? —insistió la morena.
—Basta con Bill —reconoció Martin. La muchacha le tomó del brazo, para sacudírselo alegremente.
—Sabía que mentías, pero me gustas lo mismo. Eden le tomó la mano que le ofrecían y, en la palma, descubrió las tan conocidas durezas. —¿Cuándo dejaste la envasadora? —preguntó. —¿Cómo lo sabes? —Pues mira que es un adivino. Mientras intercambiaba con ellas las tonterías propias de unos espíritus simples, ante la mente de Martin se alzaron las estanterías de una biblioteca, que atesoraban la sabiduría de los siglos. Sonrió con amargura ante esa situación tan incongruente y, de súbito, le asaltaron las dudas. Sin embargo, entre esa visión interior y la charla exterior, tuvo aún tiempo de contemplar a la gente que salía del teatro. Entonces, la vio a ella, a la luz del alumbrado público, entre su hermano y el joven desconocido, con lo que casi se le detuvo el corazón. Había esperado mucho aquel instante. Tuvo tiempo de advertir el velo ligero con que se cubría su majestuosa cabeza y la eleganda de su porte y de la mano con que se recogía las faldas. Luego, Ruth desapareció y Martin quedó frente a las dos operarías de la envasadora, a sus cursis intentos de distinción, a sus vanos esfuerzos de mostrarse limpias, a las ropas baratas, a las cintas baratas y a los baratos anillos que lucían en los dedos. Sintió que le tiraban del brazo, mientras una voz le decía:
— ¡Despierta, Bill! ¿Qué te ocurre?
—¿Qué decías? —preguntó Eden.
—Nada, nada —replicó la muchacha, moviendo la cabeza—. Sólo comentaba que...
—¿Qué?
—Pues sólo decía que sería buena idea que buscases un amigo para ella —indicando a su compañera— y que nos fuéramos juntos a tomar un helado, café o algo.
A Martin le acometieron unas náuseas espirituales. La transición de Ruth a las dos muchachas resultó demasiado brusca. Junto a los descarados ojos de la morena, vio las claras y luminosas pupilas de Ruth, cual las de una santa que le mirase desde las profundidades de su pureza. Y, sin embargo, sintió una gran sensación de poder. Era mejor que aquellas dos muchachas. La vida tenía para él mayor significado que para ellas, cuyos pensamientos no iban más allá de un helado y un amigo. Se dijo que, íntimamente, siempre había llevado una doble existencia. Quiso compartir sus ideas y pensamientos, pero jamás encontró a nadie que fuese capaz de comprenderle, ni hombre ni mujer. Cuantas veces quiso probarlo, sólo consiguió desorientar a sus interlocutores. Y, puesto que sus ideas fueron siempre superiores a las de los demás, decidió que también él lo era. Sintió que en su interior crecía la sensación de poder y apretó los puños. Si la vida tenía para él mayor significado, era, por tanto, justo que le exigiese mucho más a la vida. Sin embargo, no podía esperarlo de gente como aquellas dos muchachas. Sus ojos oscuros y descarados nada tenían que ofrecerle. Conocía bien las ideas que albergaban, un helado y algo más. Sin embargo, las otras pupilas ofrecían cuanto él deseaba y otras cosas que ni siquiera podía sospechar. Ofrecían una existencia más elevada. Conocía muy bien el proceso mental tras los ojos oscuros. Era como un mecanismo de relojería. Martin creía poder ver el movimiento de las rue-das, que sólo terminaba con la tumba. Pero en las otras pupilas había un misterio inimaginable y una existencia sin fin. En ellos pudo describir los destellos del alma, tanto de Ruth como de la suya propia.
—En ese programa sólo hay un inconveniente —dijo en voz alta—. Tengo ya una cita.
En los ojos de la muchacha brilló la desilusión.
—Supongo que vas a ver a un amigo enfermo —se burló.
—No, es de veras, se trata de una cita con... —titubeó un momento para añadir— con una chica.
—¿No te burlas? —le preguntó ella interesada.
La miró a los ojos para decirle:
—Es de veras. ¿Pero por qué no podemos vernos otro día? Aún no me has dicho tu nombre ni dónde vives.
—Lizzie —dijo ella, suavizándose y apretándole el brazo con la mano—, Lizzie Connolly. Vivo en el número cinco de la calle Market.
Hablaron unos minutos más, antes de despedirse. Martin no se fue a casa en seguida. Bajo los árboles en que solía montar su guardia, miró a una ventana, mientras susurraba:
—La cita era contigo, Ruth. Y la mantuve.
CAPITULO VII
Había transcurrido una semana de continuas lecturas desde la primera noche en que conoció a Ruth, y Martin aún no se atrevía a visitarla. Continuamente se proponía irla a ver, pero, ante las muchas dudas que le asaltaban, su decisión moría. Ignoraba el momento adecuado para presentarse en su casa y, como nadie se lo podía explicar, temía cometer una falta irremediable. Se había separado de sus antiguos compañeros y de sus antiguas costumbres, pero, como no había adquirido otros nuevos, nada le quedaba más que leer, y las muchas horas que a eso dedicaba hubiesen enfermado a una docena de ojos normales. Sin embargo, los suyos eran fuertes, apoyados por un cuerpo extraordinariamente musculoso. Además, su mente estaba limpia. Así se mantuvo durante toda su existencia en lo que se refería a los libros y, entonces, estaba madura para que la sembrasen. Jamás sufrió la fatiga del estudio y se aferraba al saber de los libros con fuertes dientes, que nunca soltaban la presa.
Al final de la semana, le parecía que habían pasado siglos, tan lejos quedaban sus antiguos hábitos y opiniones. Pero le desorientaba su incultura. Intentaba leer libros que requerían años de especialización. Un día se llevaba un libro de filosofía antigua y, al siguiente, otro ultramoderno, con lo que la cabeza comenzaba a darle vueltas a causa de las contradicciones. Lo mismo le ocurrió con los economistas. En una estantería de la biblioteca, encontró a Karl Marx, a Ander-son, a Adam Smith y a Miller y las complicadas ideas de uno no daba indicación alguna de que las del resto estuvieran periclitadas. Se sentía desconcertado, pero, así y todo, quería seguir aprendiendo. En una misma jornada, se sintió interesado por la economía, la industria y la política. Cierta mañana, al pasar por el City Hall Park, vio un grupo de hombres, en el centro de los cuales se advertía a una media docena de rostros encendidos, que, a gritos, sostenían una discusión. Se unió a los curiosos y descubrió una nueva lengua en boca de los filósofos del pueblo. Uno de ellos era un vagabundo, otro un agitador y el tercero un estudiante de leyes. El resto se componía de trabajadores. Por primera vez oyó hablar de socialismo, de anarquismo y del impuesto único, enterándose de que había varias doctrinas sociales en pugna. Oyó centenares de palabras técnicas, que le resultaban totalmente nuevas, pertenecientes a campos del pensamiento que no alcanzaron sus lecturas. Por tal motivo, no pudo seguir bien la discusión, limitándose a suponer lo que se expresaba en aquellos términos desconocidos. Había un camarero de ojos negros que era teósofo, un panadero que era agnóstico, un viejo que les sorprendió a todos con la extraña filosofía de que lo que es, está bien y otro anciano que discurseaba incansablemente acerca del cosmos y de los átomos.
La cabeza le estallaba a Martin Eden cuando, al cabo de varias horas, se dirigió a la biblioteca en busca de la definición de una docena de palabras. Al salir de allí, llevaba bajo el brazo cuatro volúmenes: las obras de Madame Blatvasky tituladas Doctrina secreta, Progreso y pobreza, La quintaesencia del socialismo y Guerra entre la religión y la ciencia. Por desgracia, leyó primero Doctrina secreta. En cada línea encontró palabras de muchas sílabas que no comprendía. Sentado en la cama, debía consultar el diccionario mucho más que el libro. Encontró tal cantidad de términos nuevos que, cuando volvían a aparecer, había olvidado su significado y debía buscarlo una vez más. Decidió anotarlos en una libreta y llenó así página tras página. Y seguía sin comprender nada. Estuvo leyendo hasta las tres de la madrugada, hora en que la cabeza le daba vueltas, pero apenas había comprendido una sola idea. Al levantar la vista, le pareció que la habitación se agitaba igual que un barco en alta mar. Entonces, lanzó Doctrina secreta al otro lado del dormitorio, junto con varias maldiciones, apagó el gas y, procurando tranquilizarse, se dispuso a dormir. Con los otros tres volúmenes no tuvo más suerte. No es que su mente fuese débil o incapaz. Podía pensar en todo aquello, pero no la habían entrenado a pensar ni, tampoco, le dieron las herramientas precisas para hacerlo. Martin se daba cuenta de esto y estuvo pensando en no leer nada más que el diccionario hasta conocer cada una de las palabras que contenía.
Sin embargo, la poesía era su gran distracción, por lo que leyó mucha, gozando en extremo con los autores sencillos, que le resultaban más com-prensibles. Amaba la belleza y la encontró en todos ellos. La poesía, lo mismo que la música, le emocionaban profundamente y, aunque lo ig-norase, preparaba su cerebro para las otras tareas más importantes que iba a emprender. Las páginas de su mente estaban en blanco y, sin mucho esfuerzo, gran parte de lo que leía y apreciaba se iba imprimiendo en ellas, de modo que muy pronto pudo tener la satisfacción de repetirse, en voz alta o en susurros, la belleza de lo que había leído. Luego, descubrió Mitos clásicos de Gayley y La era de las fábulas de Bullfinch, que estaban juntos en la misma estantería. Fue como una gran luz sobre su ignorancia, por lo que leyó poesía con mayor avidez.
El bibliotecario había visto a Martin con tanta frecuencia que se mostraba muy amable, saludándole con una sonrisa y una inclinación de cabeza cada vez que entraba. Por eso, Martin pudo reunir el necesario valor. Dejó unos libros sobre la mesa y, mientras el otro sellaba las tarjetas, murmuró:
—Oiga, quisiera preguntarle una cosa.
El bibliotecario le prestó atención, sonriendo.
—Cuando conoces a una señorita, que te invita a ir a visitarla, ¿cuánto se ha de esperar?
Martin sintió que le oprimía la camisa y que se le pegaba a la piel a causa del sudor.
—Pues yo diría que el que se quiera —respondió el otro.
—Sí, pero esto es distinto —objetó Eden—. Ella... Yo... Verá, la cuestión es ésta: quizá no la encuentre en casa. Estudia en la Universidad.
—Pues vuelva otro día.
—No me he expresado bien —confesó Martin nervioso, decidido a ponerse a merced de su interlocutor—. Soy un tipo poco educado, que nunca frecuentó la sociedad. Esa chica es todo lo que yo no soy, y yo no soy nada de lo que ella es, No creerá usted que estoy haciendo el tonto, ¿verdad?
—En absoluto, se lo aseguro —protestó el otro—. Su pregunta nada tiene que ver con mi departamento, pero celebraré mucho poderle ayudar.
Martin le contempló admirado.
—Si pudiese garlar así, estaría más tranquilo —confesó.
—¿Cómo dice?
—Quiero decir que quisiera hablar tan fino y claro como usted.
El bibliotecario asintió, comprendiendo.
—¿Qué hora es la mejor? Al mediodía, ¿no muy cerca de la comida? ¿Por la tarde? ¿Un domingo?
—Mire —respondió el bibliotecario con una súbita inspiración—. Llámela por teléfono y pregúnteselo.
—Eso haré —repuso Martin recogiendo los libros. Antes de irse, indagó— Cuando se habla con una señorita, por ejemplo, Miss Lizzie Smith, ¿hay que llamarla Miss Lizzie o Miss Smith?
—Miss Smith —afirmó el bibliotecario con decisión—. Llámela siempre Miss Smith, hasta que se conozcan mejor.
Así se resolvió el gran problema de Martin Eden.
—Venga cuando quiera; no voy a salir en toda la tarde —fue la respuesta de Ruth a su balbuceante pregunta de cuándo podría devolverle los libros que le prestara.
Ella misma le recibió en la puerta y sus ojos de mujer advirtieron, en seguida, sus planchados pantalones, así como un ligero pero indefinible cambio en mejor. También le sorprendió su rostro. Su salud resultaba casi violenta, como si emanase de él para alcanzarla en oleadas de fuerza. La muchacha volvió a sentir el deseo de apoyarse en Eden, en busca de protección, maravillándose del efecto que su presencia le producía. Y Martin, a su vez, experimentó aquella extraña sensación de arrobo al estrecharle la mano. La diferencia entre ambos era que Ruth se mantenía fría y serena, mientras que él se ruborizaba hasta las raíces del cabello. La siguió con su antigua torpeza, balanceando los hombros con riesgo para cuanto estaba en su camino.
Una vez sentados en la sala, comenzó a sentirse más tranquilo, mucho más de lo que imaginaba. Ruth le facilitó enormemente las cosas y la gentileza con que lo hizo le obligó a amarla mucho más. Primero, hablaron de los libros que la muchacha le prestara, de Swinburne, que a él tanto le gustaba, y de Browning, al que no comprendía. Ruth condujo la conversación de un tema a otro, mientras meditaba acerca del problema de cómo le podía ayudar. Había pensado mucho en eso desde su primer encuentro. Deseaba ayudarle. Martin despertaba su piedad y su ternura, de un modo como nadie lo hiciera antes, pero en eso no había humillación, sino instinto maternal. Su piedad no podía ser de las corrientes, cuando el causante era tan hombre que la asustaba y le hacía experimentar unas inquietantes y desconocidas sensaciones. Seguía allí la antigua fascinación del cuello, y a Ruth le resultaba agradable pensar en acariciarlo. Aún le parecía un deseo descocado, pero se iba acostumbrando a sentirlo. No imaginaba que el amor se mostrase bajo ese disfraz. Tampoco imaginaba que fuese amor lo que él le inspiraba. Ruth creía que se interesaba en Martin únicamente porque era un tipo poco habitual, que poseía grandes cualidades en potencia. Incluso lo miraba como un acto de filantropía.
También ignoraba que le deseara. Sin embargo, en Martin resultaba todo distinto. Sabía que la amaba y que la deseaba, como no deseara nada en su vida. Le atraía la poesía a causa de su belleza, pero, desde que la conoció, sus conceptos se habían ampliado enormemente. Ella se lo había hecho comprender, mucho mejor que Bullfinch y que Gayley. Había un verso, que una semana antes no le hubiese llamado la atención: «Y el enamorado loco dispuesto a morir por un beso.» Sin embargo, ahora no lo podía olvidar. Le maravillaba cuán cierto era. Al mirar a Ruth, se dijo que también él moriría por un beso. Se sentía como el enamorado loco y ninguna acolada de caballero podía producirle mayor orgullo. Ya comprendía el significado de las palabras y con qué fin había él nacido.
Conforme la escuchaba y la iba mirando, se fue haciendo más osado. Revivió el delicioso contacto de su mano en la puerta y deseó sentirlo
de nuevo. Su mirada se detenía con frecuencia en los labios de la muchacha y los ansiaba casi con dolor. Pero no había en ello nada grosero ni materialista. Le producía una grata sensación contemplarlos mientras se movían para articular palabras. No eran unos labios vulgares, como poseen todos los hombres y todas las mujeres. No estaban hechos de simple barro humano. Eran puro espíritu y su deseo por ellos semejaba muy distinto al que experimentó por los de otras mujeres. Quería besarlos, apoyar en ellos sus labios físicos, pero lo hubiese hecho con idéntico fervor con el que se besa el manto de Dios. No tenía consciencia del cambio de valores operado en su ánimo, por lo que no se daba cuenta de que la luz, que se encendía en sus ojos cuando la miraba, era la misma que en todos aquellos en quienes prende la llama del amor. Tampoco imaginaba lo ardiente y masculina que era su mirada ni el modo como su intensidad alteraba la alquimia del espíritu de Ruth. La frágil virginidad de la muchacha le exaltaba, disfrazando sus pensamientos, por lo que le hubiese sorprendido saber que el brillo de sus pupilas despertaba en ella idéntico calor.
Ruth se sentía ligeramente alterada y, en más de una ocasión, aunque ignorase la causa, tuvo que esforzarse para seguir el hilo de sus pensamientos. La muchacha tenía facilidad de palabra y tales interrupciones la hubiesen sorprendido de no decirse que se debía a que Martin era un tipo extraordinario. Se sabía muy sensible a toda clase de impresiones y nada tenía de particular que la afectase el aura emanada de aquel viajero de otro mundo.
Lo que inconscientemente más la preocupaba era cómo ayudarle, de modo que a ese fin dirigió la conversación. Sin embargo, fue Martin quien primero lo mencionó.
—Me pregunto si usted podría darme unos consejos —dijo y, al ver que ella asentía, el corazón le brincó en el pecho—. ¿Recuerda que la otra vez que estuve aquí dije que no podía hablar de libros y de cosas parecidas porque no sabía nada? Pues bien, desde entonces he estado pensando mucho. He pasado horas y horas en la biblioteca pública, pero la mayor parte de lo que he leído no me entraba. Quizá debí empezar por abajo. He tenido pocos estudios. Trabajé de firme desde que era un crío y al ir a la biblioteca, interesándome de modo distinto en los libros y leyendo libros distintos, he llegado a la conclusión de que no voy por buen camino. Verá, los que se encuentran en los campamentos ganaderos y a bordo de un buque, no son los mismos que, por ejemplo, hay en esta casa. Bien, pues a esa clase de lecturas me había acostumbrado. Sin embargo, y no es que presuma, soy algo distinto de la gente con la que trataba. No es que me crea superior a los marineros y a los vaqueros con los que he trabajado, pues también fui vaquero durante un tiempo, pero siempre me gustó leer y lo hacía en cuanto me era posible. Creo que tengo ideas distintas a las de ellos.
»Pero, al grano. Jamás había visitado una casa como ésta. Cuando vine hace una semana y la vi, junto con usted, su madre y sus hermanos, me gustó mucho. Algo había leído de eso en libros y, al darme cuenta de cómo vivían, me dije que en los libros no se mentía. Pero lo que quiero decir es que me gusta. Lo deseaba. Y sigo deseándolo. Deseo respirar el aire que hay en esta casa, un aire lleno de libros y de cuadros, donde la gente habla en voz baja, es limpia y tiene pensamientos limpios. El aire que yo siempre he respirado huele a comida, a alquileres, a riñas y a latigazos y, además, eso es de lo único que hablan. Cuando la vi a usted cruzando la habitación para besar a su madre, me dije que no había nada más hermoso. He visto bastante en este mundo y creo que incluso más que la mayoría de los que iban conmigo. Me gusta enterarme de las cosas y quiero saber más y verlo todo de modo distinto.
»Pero a lo que iba. Se trata de lo siguiente: Quiero entrar en la clase de vida que llevan en esta casa. En el mundo hay algo más que latigazos, trabajo e ir de un lado a otro. ¿Cómo voy a conseguirlo? ¿Por dónde empiezo? Estoy dis-puesto a ganarme el pasaje y le aseguro que consigo vencer a la mayoría si hace falta arrimar el hombro. Cuando me pongo, no descanso ni de día ni de noche. Quizá le sorprenda que se lo pregunte. Sé que es usted la última persona a quien debía pedírselo, pero no conozco otra... excepto Arthur. Puede que debiese hablar con él...
Se le ahogó la voz. Sus firmes propósitos se vieron detenidos al comprender que debía dirigirse al hermano y que se estaba poniendo en ridículo. Ruth tardó en contestar. La absorbía el intento de reconciliar aquellas palabras, y su sentido elemental, con lo que estaba viendo en el rostro de Martin. No recordaba unos ojos que expresaran mayor fuerza. Lo que en ellos leyó, fue que había allí un hombre capaz de todo, cosa que compaginaba mal con cuanto acababa de oír. Por otra parte, la mente de la muchacha era tan rápida y compleja que no sabía apreciar la sencillez en su justo valor. No obstante, percibía el poder en su interlocutor. Le dio la impresión de un gigante que se debatiera con las ligaduras que le mantenían sujeto. Cuando habló, su expresión era de profunda simpatía.
—Usted mismo se ha dado cuenta de lo que necesita. Se limita a la educación. Debe volver al colegio, para acabar la primaria y, luego, seguir hasta la Universidad.
—Para eso hace falta dinero —la interrumpió Eden.
—Claro —exclamó ella—. No se me había ocurrido. ¿No tiene usted parientes o alguien que le pueda ayudar?
Martin negó con la cabeza.
—Mis padres murieron. Tengo dos hermanas, una está casada y supongo que la otra no tardará en estarlo. Tengo, también, una serie de hermanos, pues soy el menor, pero nunca ayudaron a nadie. No hacen más que ir de un lado a otro en busca de fortuna. El mayor murió en la India. Dos están en África del Sur, otro va en un ballenero y otro con un circo; es trapecista. Supongo que soy igual que ellos. Me las he compuesto solo desde que tenía once años, que es cuando murió mi madre. Con los estudios, también tendré que arreglármelas solo y lo que quiero saber es por dónde he de empezar.
—Pues yo diría que lo primero es conseguir una gramática. Su forma de expresarse es... —la muchacha iba a decir «horrible», pero se contuvo— no demasiado correcta.
Martin se ruborizó mientras comenzaba a sudar.
—Sé que hablo una especie de jerga que a usted le resultará incomprensible. Pero no conozco otras palabras. Bueno, algunas sí, por haberlas visto en los libros, pero no consigo pronunciarlas bien y por eso no las uso.
—No es lo que dice, sino el modo como lo dice. ¿Le importa que le hable con franqueza? No deseo ofenderle.
—¡No, no! —se apresuró a decir Martin mientras interiormente la bendecía por su bondad—. Dispare. Debo saberlo y prefiero que sea con usted que con cualquiera otro.
Ruth le dio algunas explicaciones, tras lo cual dijo:
—Lo que necesita es una gramática. Voy a buscarla y le explicaré por dónde debe empezar.
Mientras la muchacha se ponía en pie, Martin recordó algo que había leído en los tratados de urbanidad y, a su vez, se levantó, confiando en haber acertado y que ella no lo tomase como un signo de que se iba.
—Por cierto, Mr. Eden - exclamó Ruth cuan-do salía de la habitación—. ¿Qué son latigazos? Se lo he oído decir varias veces.
— ¡Latigazos! —repitió él riendo—. Quiere de cir whisky y cerveza, cualquier bebida que maree.
—Otra cosa —advirtió ella riendo—. No emplee nunca pronombres cuando hable de modo impersonal. De ese modo, no queda demasiado claro lo que se pretende.
—No lo comprendo.
—Pues lo que acaba usted de decirme: «whisky y cerveza, cualquier bebida que te maree». Es decir, que me marease a mí. ¿Se da cuenta?
—Pues la marearía, ¿no le parece?
—Desde luego —asintió ella sonriendo—. Pero sería más correcto que no me mezclase en ese asunto. Suprima el pronombre y verá que suena mucho mejor.
Cuando Ruth regresó con una gramática, acercó su silla a la de Martin, que se preguntó si debía ayudarla, y se sentó a su lado. Mientras leían, sus cabezas estaban muy juntas. Eden apenas escuchaba las explicaciones que ella le estaba dando acerca de cómo debía estudiar, impresionado por su proximidad. Sin embargo, lo olvidó todo cuando Ruth entró en materia. Había muchas cosas de las que nunca había oído hablar y se sintió fascinado al ir comprobando las interioridades del lenguaje. Se acercó más para ver la página, y un mechón de cabello le rozó la mejilla. En toda su vida no se había desmayado más que en una ocasión y le pareció que entonces iba a ocurrirle de nuevo. Apenas podía respirar y el corazón le latía con violencia. Jamás la muchacha le había parecido tan accesible como en aquel momento. Semejaba que hubiesen superado el profundo abismo que les separaba. Pero no había cambiado lo que por ella sentía. No fue Ruth la que descendió hasta él. Le parecía a Martin que, a través de las nubes, había podido ascender hasta encontrarla. Sus sentimientos por ella tenían el fervor de lo religioso. Con cuidado y lentamente, Martin apartó la cabeza del contacto que le electrizaba y que ella no había advertido.
CAPÍTULO VIII
Pasaron varias semanas durante las que Martin Eden estudió la gramática, revisó los tratados de urbanidad y leyó cuantos libros le atraían. Las chicas del «Lotus Club» se preguntaban qué habría sido de él y abrumaban a Jim a preguntas. Los boxeadores aficionados que frecuentaban el gimnasio «Riley» se alegraban de que Martin tampoco fuese por allí. Éste había hecho otro descubrimiento en la biblioteca. Así como la gramática le había enseñado las interioridades del lenguaje, cierto libro hizo lo mismo con respecto a la poesía, por lo que estuvo aprendiendo métrica y construcción, enterándose del cómo y el porqué de aquella belleza que tanto amaba. En otro volumen, estudió la poesía como arte representativo, con numerosos ejemplos de los mejores autores. Nunca había leído novelas con tanto interés como esos libros. Y su mente ágil, que no conoció esfuerzos durante veinte años, impelida entonces por el deseo, asimilaba cuanto leía, con una firmeza poco común entre estudiantes.
Cuando, desde su nueva plataforma, Martin miraba atrás, le resultaba muy pequeño el mundo que había conocido, un mundo de tierras y de mares, de buques, marineros y arpías. Pero, no obstante, semejaba fundirse con el actual e irse ampliando. Su mente tendía a la unidad y le sorprendió mucho darse cuenta de los numerosos puntos de contacto que ambos tenían. Además, se sentía ennoblecido por los elevados pensamientos que de continuo aprendía en los libros. Esto le impulsó a creer, con mayor firmeza que nunca, que en las clases altas, como la de Ruth y su familia, los compartían todos, lo mismo hombres que mujeres, y que por ellos se guiaban. Aquí abajo, donde él vivía, estaba lo innoble y Martin quería purificarse de cuanto ensombreció su existencia, para elevarse hasta el reino sublime en que moraban las clases altas. Eden se había sentido presa de una vaga inquietud a lo largo de toda su infancia y de toda su adolescencia. Nunca supo lo que quería, pero quería algo que no le dejaba reposar, hasta que conoció a Ruth. Ahora, su inquietud casi resultaba aguda y dolorosa, pero, al fin, sabía con claridad que lo que quería era belleza, intelecto y amor.
Durante aquellas semanas, vio a Ruth una media docena de veces y en cada una de ellas se sentía más inspirado. La muchacha le ayudaba a pulir su manera de hablar y comenzó a enseñarle aritmética. Pero sus relaciones no se limitaban a los estudios elementales. Martin había vivido demasiado y su mente era demasiado madura para que se sintiera satisfecho con quebrados, raíces cuadradas y análisis. Por tanto, en ocasiones, la conversación se dirigía a otros temas, como el último libro por él descubierto o el poeta que estaba estudiando. Cuando Ruth le leía sus versos favoritos. Eden se sentía en el séptimo cielo de la dicha. Ninguna de las mujeres que trató tenían una voz como la suya. Su más leve sonido constituía un estímulo para su amor y se emocionaba con cualquiera de las palabras que pronunciaba. Era a causa de su calidad, de su decir pausado y de su modulación musical, consecuencia todo ello de una indefinible, suave y rica mezcla entre la cultura y un alma refinada. Mientras la escuchaba, no cesaban en sus oídos los gritos ásperos emitidos por bárbaras mujeres, por prostitutas y, en menor grado, por obreros y por muchachas de su clase. Luego, comenzaba el juego de las imágenes y todos desfilaban en su mente, como en una revista, multiplicando, por contraste, las cualidades de Ruth. También las aumentaba la certeza de que ella comprendía cuanto iba leyendo y que, a su vez, se exaltaba con la belleza de la palabra escrita. Una vez, la muchacha le leyó un largo poema y, en varias ocasiones, Martin pudo darse cuenta de que sus ojos se llenaban de lágrimas, hasta tal punto se excitaba su sentido estético. En aquellos momentos, las sensaciones de Ruth elevaban a Eden a sentirse casi como un dios y, cuando la miraba, mientras iba escuchándola, le parecía estar contemplando el rostro de la vida y leer sus más íntimos secretos. Entonces, al advertir la altura de sensibilidad alcanzada, comprendía que aquello era amor y que éste era lo mejor del mundo. Pasaba luego recuento, en los corredores de la memoria, a cuantas sensaciones había experimentado, borracheras, caricias de mujer, la violencia de las reyertas, y todas resultaban triviales comparadas con el sublime ardor que sentía. La situación era mucho más oscura para Ruth. La muchacha carecía de experiencia en asuntos sentimentales. Las únicas procedían de los libros, en que las cosas cotidianas se convertían en propias del reino de la fantasía. Poco sabía que aquel rudo marinero se le estaba clavando en el corazón y almacenando allí unas fuerzas que algún día iban a estallar, encendiéndola en llamas de fuego. Ruth desconocía el ardor de la pasión. Sus conocimientos eran puramente teóricos y concebía ese sentimiento como una centelleante llama, suave cual la caída del rocío o el murmullo del agua mansa, y tan serena como la oscuridad de las noches de verano. Su idea del amor era de un plácido efecto, al servicio de la persona amada, en una atmósfera en penumbra y perfumada por las flores, de calma etérea. Ni siquiera soñaba En las volcánicas convulsiones del amor, en su ardor lacerante y en sus amargas desilusiones. Tampoco conocía su propio potencial ni el del mundo, y las profundidades de la vida no eran para ella más que simples ilusiones. A juicio de Ruth, el afecto conyugal que existía entre sus padres constituía el mejor ejemplo de una afinidad amorosa y confiaba en que algún día, sin sobresaltos ni roces, iba a poder sumirse en una existencia igualmente plácida junto a la persona querida.
Por tanto, miraba a Martin Eden como a una novedad, a un ser extraño, y asociaba a esto los efectos que en su corazón producía. Simplemente, era lo natural. Experimentó sensaciones parecidas al contemplar a los animales salvajes en sus jaulas del zoológico o al presenciar una tormenta de nieve o la llamarada de un rayo. Había algo cósmico en todo eso y había algo cósmico en Martin. Llegaba hasta ella con el aliento de fuertes vientos y amplios espacios. En su semblante, relucía el resplandor del sol tropical y, en sus poderosos músculos, se advertía el vigor primario de la vida. Estaba marcado y cubierto de cicatrices del misterioso mundo de hombres y hechos violentos, cuyas fronteras comenzaban más allá del horizonte de Ruth. Era indomable y salvaje y, en lo más íntimo, la muchacha se sentía halagada en su vanidad por el hecho de que acudiese humildemente a ella. Asimismo, sentía el habitual impulso de domarle. Se trataba de algo inconsciente y Ruth estaba muy lejos de pensar que deseaba moldearle a semejanza de la imagen de su padre, que consideraba la mejor del mundo. A causa de su inexperiencia, la muchacha no tenía modo de saber que el sentimiento cósmico que Martin despertaba en ella era el más cósmico de todos, el amor, cuya fuerza atrae a hombres y mujeres de todo el mundo, impulsa, a los machos a matarse en la época del celo e, incluso, une a los elementos de manera irresistible.
La rapidez con la que Martin aprendía era un motivo de sorpresa y de interés para Ruth. Había percibido grandes cualidades en él, que entonces iban brotando lentamente, como las flores en un jardín. Solía leerle a Browning en voz alta y que. daba con frecuencia sorprendida por la interpretación que daba a ciertos párrafos. La muchacha no advertía que, a causa de su experiencia de los seres humanos y de la vida, estas conclusiones eran, muchas, veces, más correctas que las suyas, A Ruth, los juicios del marinero le parecían ingenuos, pero le sorprendía su enorme capacidad de comprensión, que, en ocasiones, tenía tal altura que no le podía seguir, limitándose a admirar su gran fuerza contenida. Luego, Ruth le entretenía, pero ya no se entretenía con él, tocando en el piano cosas que a ella le llegaban muy hondo. La naturaleza de Martin se abría a la música, cual una flor a los rayos del sol, y pronto saltó de las can-ciones populares a las piezas clásicas que la muchacha sabía casi de memoria. Sin embargo, demostró una democrática debilidad por Wagner y su obertura de Tanhäuser, una vez ella le hubo dado la clave, prefiriéndola a todas las demás. En cierto modo, personificaba su vida. Todo el pasado de Martin lo representaba el motivo de Ve-nusberg, mientras que a ella la identificaba con el motivo del «Coro de Peregrinos». De la exaltación que esto le producía, Eden iba elevándose hasta el reino de las sombras, habitado por espíritus, donde el bien y el mal están en guerra perpetua.
A veces, Martin le hacía preguntas, provocando en la muchacha dudas temporales acerca de lo correcto de sus definiciones y concepciones de la música. Sin embargo, el marinero nunca enjuició su manera de cantar. Entonces, era íntegramente ella y Martin se sentaba para escuchar su melo-diosa voz de soprano. No podía evitar compararla con las débiles y trémulas de las operarlas de las fábricas, mal alimentadas y peor educadas, o los roncos vagidos de las mujeres repletas de ginebra de las ciudades portuarias. A Ruth le gustaba tocar y cantar para él. En realidad, era la primera vez que lo hacía para alguien y le encantaba la elasticidad con que podía remoldearle. Ruth creía que le estaba remoldeando y sus intenciones eran buenas. Además, le agradaba estar a su lado. No la repelía. Aquella primera repulsión que sintió al conocerle, era, en realidad, miedo de sí misma, pero esto ya había desaparecido. Aunque lo ignoraba, Ruth tenía hacia él un instinto de propiedad. Martin la tonificaba. La mu-chacha estudiaba mucho en la Universidad y semejaba reforzarla el poder salir de entre los polvorientos libros para que la personalidad de Eden le causara el mismo efecto que la brisa marina. ¡Fuerza! Esto era lo que ella necesitaba y Martin semejaba dársela con toda generosidad. Reunirse con él en la misma habitación o esperarle a la puerta, era igual que aferrar el corazón de la vida. Una vez él se había marchado, la muchacha regresaba a sus libros, con mayor interés y más energía.
Ruth conocía muy bien a Browning, pero nunca se le ocurrió que pudiera resultar incómodo jugar con las almas ajenas. Conforme aumentaba su interés en Martin, remoldearle se fue convirtiendo en una pasión.
—Tomemos, por ejemplo, a Mr. Butler —le dijo a Martin cierta tarde, una vez hubieron concluido con la gramática, la poesía y la aritmética—. No tuvo educación de ninguna clase. Su padre había sido cajero de un Banco, pero no prosperó en absoluto y, al fin, murió tísico en Ari-zona. Cuando esto ocurrió, Mr. Butler, Charles Butler se llama, se encontró solo en el mundo. Su padre era australiano, por lo que no tenía parien-, tes en California. Se puso a trabajar en una imprenta, según le he oído contar muchas veces, con un sueldo de tres dólares a la semana. Hoy gana, por lo menos, treinta mil anuales. ¿Cómo lo ha conseguido? Pues al ser honrado, leal, laborioso y ahorrativo. Renunció a la mayoría de cosas que agradan a los niños. Adoptó la norma de ahorrar una cantidad fija a la semana, sacrificando lo que fuese. Pronto ganó más de tres dólares y, conforme le subían el sueldo, pudo ahorrar más.
«Trabajaba de día, y por las noches iba a una escuela. Siempre pensaba en el futuro. Más adelante, asistió a una escuela superior, pero siempre nocturna. A los diecisiete años, ganaba un buen sueldo como cajista, pero era ambicioso. Quería tener una carrera y no sólo un oficio y no le importaba lo que tuviese que hacer. Se decidió por las leyes y entró en el bufete de papá, como or-denanza. No cobraba más que cuatro dólares a la semana. Pero tenía el sentido de la economía y siguió ahorrando.
Ruth se interrumpió para respirar y para ver el efecto que su relato producía en Martin. Éste mostraba un gran interés en las aventuras juveniles de Mr. Butler, pero fruncía el entrecejo.
—Lo debió pasar muy mal de chico —comentó Eden—. Cuatro dólares semanales. ¿Cómo puede vivirse con eso? Seguro que no tuvo la menor ale-gría. Yo pago cinco dólares de pensión y créame que no es nada extraordinario. Debió vivir como un perro. La comida...
—Se cocinaba él mismo —le interrumpió la muchacha— en una estufa de petróleo.
—Pues comería peor que un marinero en un buque de altura, en que la sirven mala y créame que hay pocas cosas peores.
—Pero piense en él ahora —insistió Ruth con entusiasmo—. Piense en lo que le permiten sus ganancias. Ha visto recompensados sus sacrificios.
Martin la miró con fijeza.
—Le apuesto —exclamó luego— a que Mr. Butler no es hombre alegre. Se estuvo alimentando mal durante muchos años, mientras era sólo un chico, y seguro que ahora el estómago le da disgustos.
Ruth abatió las pupilas ante su firme mirada.
-¡Le apuesto a que tiene dispepsia! —insistió Martín.
—Sí, es cierto —reconoció ella—, pero...
—Y también apuesto —la interrumpió Martin— a que es más serio que un búho y que ni siquiera con sus treinta mil dólares procura pasarlo bien. Además, no debe hacerle gracia que los otros se diviertan. ¿Tengo razón?
La muchacha asintió, pero apresurándose a explicar:
—Pero no pertenece a esa clase de hombres. Simplemente, es que es serio y sobrio. Siempre fue así.
—No me cabe duda —convino Martin—. Tres o cuatro dólares de sueldo a la semana y, de niño, cocinándose en una estufa de petróleo para ahorrar. Trabajaba durante todo el día y estudiaba toda la noche, sin jugar ni divertirse y ni siquiera aprender a divertirse. Claro que los treinta mil le llegaron tarde.
Su ágil mente iba imaginando los más mínimos detalles de la vida de aquel muchacho y el modo como se desarrolló, de manera mezquina, hasta convertirse en un hombre que ganaba treinta mil dólares anuales. Rápidamente, con un simple esfuerzo, pudo suponer toda la vida de Charles Butler.
-¿Sabe una cosa? -añadió—.Me_da mucha pena ese hombre. Con toda esa cantidad,no puede ahora conseguir el placer que de niño le hu-biesen proporcionado diez centavos de caramelos o de cacahuetes o una entrada en el circo.
Eran estos puntos de vista los que sobresaltaban a Ruth. No es sólo que le resultasen nuevos y contrarios a todos sus conceptos, sino que, además, presentía que contenían tanta verdad como para desequilibrar o alterar sus convicciones. De haber contado catorce años, quizá la hubiesen hecho cambiar de ideas, pero tenía veinticuatro, era conservadora por temperamento y educación y había ya cristalizado dentro de la grieta de la vida en la que nació y la formaron. Cierto que las extrañas opiniones de Martin la desconcertaban, pero las atribuía a sus características personales y a la vida que había llevado, por lo que las olvidaba muy pronto. No obstante, si bien las desaprobaba, la fuerza con la que Martin las proclamaba, mientras le brillaban los ojos y el semblante se le encendía, la iban acercando a él. No podía imaginar que aquel hombre, venido del otro lado de sus horizontes, estaba, en aquellos momentos, ampliándoselos con unos conceptos más vastos y profundos. Los límites de Ruth eran los de sus propios horizontes, pero las mentes limitadas sólo reconocen limitaciones en los demás. Por tanto, Ruth consideraba los suyos muy amplios y que únicamente chocaban con los del marinero a causa de las limitaciones de éste. Soñaba con ayudarle a que viese las cosas tal como ella las veía y en ampliar sus horizontes hasta que coincidiesen con los suyos.
—Aún no he acabado la historia —le dijo—. Trabajaba, según dice mi padre, como ningún otro botones. Mr. Butler sólo deseaba trabajar. Nunca se retrasaba, sino que, por el contrario, solía llegar unos minutos antes de la hora indicada. Y, sin embargo, le sobraba tiempo. Dedicaba al estudio todos sus minutos libres. Estudió teneduría de libros y mecanografía y se pagó lecciones de taquigrafía, dictándole a un oficial de los juzgados, que necesitaba práctica. Pronto pasó a oficinista y se hizo insustituible. Mi padre le apreciaba mucho y comprendió que iría lejos. Fue él quien le aconsejó que estudiase leyes. Se hizo abogado y, poco después de volver al despacho, mi padre le asoció al bufete. Es un gran hombre. Varias veces ha rechazado un puesto en el Senado y mi padre dice que pertenecerá al Tribunal Supremo en cuanto haya una vacante, si lo desea. Una vida así constituye un ejemplo para todos nosotros. Demuestra que un hombre de voluntad puede elevarse muy por encima de su medio.
—Es un gran hombre —convino Martin sinceramente.
Sin embargo, le parecía que en aquella historia había algo que chocaba con su sentido de la belleza y de la vida. No hallaba un motivo adecuado que justificase la existencia de Mr. Butler, dedicada al sacrificio y al ahorro. De haberlo hecho por una mujer o para alcanzar la belleza, Martin lo hubiese comprendido. El amante loco debía hacer cualquier cosa por un beso, pero no por treinta mil dólares anuales. No le convencía la carrera de Mr. Butler. En el fondo, había algo mezquino. Treinta mil dólares anuales eran muy buenos de tener, pero la dispepsia y la incapacidad de ser humanamente feliz les restaban todo su valor.
Una buena parte de esto intentó explicárselo a Ruth, escandalizándola y convenciéndola de que era preciso remodelarle. La mente de la muchacha poseía esa tan extendida insularidad que hace creer a los seres humanos que su color, credo o ideas políticas son las mejores y las más justas y que los otros habitantes del mundo están en una posición equivocada. Fue esa misma insularidad mental la que hizo que un judío de la Antigüedad agradeciese a Dios el no haberle hecho nacer mujer y la que ha enviado a los modernos misioneros, sustitutos de Dios, a los confines de la Tierra. Entonces, impulsó a Ruth a conseguir que aquel hombre, de otras grietas de la vida, se asimilara a los hombres que vivían en la suya.
CAPITULO IX
De regreso del mar, Martin Eden llegó a California inflamado de amor. Al agotarse su reserva de dinero, se había embarcado en la goleta que iba en busca de un tesoro. Las Islas Salomón, al cabo de ocho meses de infructuosa búsqueda, presenciaron cómo se deshacía la empresa. A los tripulantes se les pagó en Australia y Martin se embarcó de nuevo en un buque de altura, con destino a San Francisco. Aquellos ocho meses no sólo le habían proporcionado suficiente dinero para permanecer en tierra durante varias semanas, sino que, además, le permitieron estudiar y leer mucho.
Poseía ya práctica y, tras su habilidad para aprender, estaban su temperamento indomable y su amor por Ruth. Repasó una y otra vez la gra-mática, que había llevado consigo, hasta dominarla por completo. Advirtió el modo incorrecto en que hablaban sus compañeros y se hizo el propósito de irles corrigiendo mentalmente. Con gran júbilo, comprobó que sus oídos se hacían más sensibles y que tenía ya el sentido de la gramática.
Una vez dominada esta materia, se lanzó sobre el diccionario, para añadir veinte palabras diarias a su escaso vocabulario. Descubrió que no era tarea sencilla y, tanto al timón o de guardia, repasaba sin prisas sus adquisiciones, pronunciándolas bien y repitiendo su significado, con lo que, inevitablemente, acababa por dormirse. Pronto, para su gran sorpresa, se dio cuenta de que comenzaba a hablar con mayor corrección que los oficiales e, incluso, que los caballeros aventureros que financiaban la expedición.
El capitán era un noruego, de ojos de pez, que, de algún modo, se había hecho con un volumen de las obras completas de Shakespeare, volumen que jamás leía. Martin le lavaba la ropa y, a modo de compensación, le permitió que lo usara. Durante un tiempo, tanto le absorbieron a Eden aquellas obras y ciertos de sus párrafos, aprendidos en seguida de memoria, que le pareció que todo el mundo adquiría la forma de los dramas y de las comedias isabelinas (1) e, incluso, sus pensamientos se expresaban en verso blanco. Además, le educaron el oído para mejor apreciar el idioma, aunque también adquiriese algunos arcaísmos.
Los ocho meses estuvieron bien invertidos, ya que, además de haber perfeccionado su manera de hablar, aprendió también mucho acerca de sí mismo. Junto a su humildad, debido a lo poco que sabía, fue alzándose una extraña sensación de poder. Advirtió que entre él y los demás tripulantes había una cierta diferencia de grados, pero comprendía que era en su potencialidad más que en lo conseguido. Los otros podían hacer lo mismo que él, pero, en su interior, sentía un confuso deseo de esforzarse que le indicaba poseer algo superior a cuanto hasta entonces había hecho. Le impresionaba la inmensa belleza del mundo y deseaba que Ruth estuviese con él para compartirla. Decidió que le describiría un buen número de las maravillas de los mares del Sur. Su espíritu creador se inflamó al pensarlo, por lo que decidió que iba a reconstruirlo para un auditorio mucho más amplio que Ruth. Y, luego, como una apoteosis, vino la gran idea. Lo escribiría. Iba a ser uno de los ojos a través de los cuales el mundo puede ver, uno de los oídos a través de los cuales oye, uno de los corazones a través de los cuales siente. Escribiría de todo, prosa, poesía, novela, descripciones y obras como Shakespeare. Aquélla era una carrera por la que podía llegar hasta Ruth. Los literatos eran los gigantes del mundo y Martin los consideraba mucho mejores que los Mr. Butler que ganaban treinta mil anuales y podían ser jueces del Supremo si lo deseaban.
La idea, en cuanto hubo germinado, le dominó por completo y el viaje de regreso a San Francisco fue como un sueño. Se sentía borracho de poder y con la sensación de ser capaz de todo. En medio del solitario y brumoso mar, ganó perspectiva. Por primera vez, vio claramente a Ruth y a su mundo. Se plasmaba en su mente como algo concreto, que podía tomar con las manos para desmenuzarlo y estudiarlo. Mucho había de confuso y nebuloso en aquel mundo, pero Martin lo veía como un todo y no en detalle, comprendiendo, además, el modo de dominarlo. ¡Escribir! Esta idea le encendía. Iba a comenzar en cuanto desembarcara. Primero, describiría el viaje en busca del tesoro. Luego, se lo vendería a algún periódico de San Francisco. Nada pensaba decirle a Ruth, para que se llevase una grata sorpresa al ver su nombre en letras de molde. Mientras escribía, podía seguir estudiando. El día tenía veinticuatro horas. Martin se sentía invencible. No le importaba esforzarse y, ante él, iban a desmoronarse todas las ciudadelas. Nunca más tendría que volver al mar, por lo menos como tripulante. Por un momento, tuvo la visión de un yate de vapor. Algunos escritores los poseían. Claro, reflexionó, que al principio iría despacio y, durante algún tiempo, debería conformarse con ganar lo suficiente para poderse mantener. Y luego, más adelante, en fecha imprecisa, cuando hubiese aprendido y se hubiera preparado, escribiría la gran obra y todos pronunciarían su nombre. Pero, más importante que esto, mucho más importante que todo, es que habría demostrado ser digno de Ruth.
Una vez en Oakland, con la bien provista paga en el bolsillo, se instaló en su dormitorio en casa de Bernard Higginbotham y se puso a trabajar. Ni siquiera informó a Ruth de su regreso. Iría a verla cuando concluyese el artículo sobre la búsqueda del tesoro. No resultaba tan penoso no verla, a causa de la alta fiebre creadora que le encendía. Por otra parte, lo que estaba escribiendo les uniría más. Ignoraba la extensión que debería tener, pero contó las palabras en un artículo, a doble página, del suplemento dominical del San Francisco Examiner y por eso se guió. En tres días, al rojo vivo, concluyó su trabajo. Pero, una vez lo hubo puesto en limpio, con una letra grande que era fácil de leer, se enteró, por un volumen de retórica que obtuvo en la biblioteca, que existía algo llamado signos ortográficos. Nunca había pensado en esas cosas y pronto se rehízo el artículo, ateniéndose siempre al volumen de retórica y aprendiendo más acerca de composición literaria que cualquier escolar medio en un año. Tras copiar nuevamente el artículo, lo enrolló, enterándose entonces, por un aviso del periódico a los escritores noveles, que los originales no debían enrollarse nunca y era preciso escribirlos por una sola cara. Había violado la ley en dos cosas. También se enteró, por la misma noticia, de que los periódicos de mayor circulación paga-ban un mínimo de diez dólares la columna. Por tanto, mientras copiaba el artículo por tercera vez, se consoló multiplicando diez columnas por diez dólares. El resultado fue siempre el mismo, cien dólares, y decidió que esto era mejor que ir embarcado. De no ser por sus equivocaciones, hubiese concluido el artículo en tres días. ¡Cien dóllares en tres días! En el mar, le hubiera llevado más de tres meses ganar una cantidad similar. Decidió que era tonto quien se embarcase pudien-do escribir, aunque el dinero, en sí mismo, nada significaba para él. Tenía valor por la libertad que iba a proporcionarle, la ropa elegante que podría comprar y porque le acercaría mucho a la pálida muchacha que supo cambiar toda su vida, al darle una desconocida inspiración.
Puso el original en un sobre y se lo envió al director del San Francisco Examiner. Creía que los periódicos publicaban en seguida cuanto aceptaban y, como había enviado su trabajo un viernes, imaginaba que saldría el siguiente domingo. Decidió que sería un excelente medio de que Ruth se enterase de su regreso. Mientras, se ocupaba de otra idea que juzgaba especialmente buena, sensata y modesta. Iba a escribir un relato de aventuras para el Youth Companion. Se dirigió a la biblioteca y estuvo examinando varios números de ese semanario. Solía publicar relatos en cinco capítulos, de unas tres mil palabras cada uno. También encontró varios que llegaban a los siete, extensión a la que decidió atenerse.
Una vez Martin se embarcó en un ballenero que iba a hacer un crucero de tres años por el Ártico, pero que terminó en naufragio a los seis meses. Aunque la imaginación se le desbordaba con frecuencia, tenía un sentido muy grande de la realidad, que le llevaba a tratar tan sólo de los asuntos y temas que le eran familiares. Conocía bien la pesca de la ballena y, empleándola como fondo, comenzó a crear las fantásticas aventuras de los dos muchachos que había elegido como héroes. El sábado por la noche decidió que era muy fácil. Había dado fin al primer capítulo de tres mil palabras, cosa que divirtió mucho a Jim y provocó el desdén de Mr. Higginbotham, quien, durante toda la comida, estuvo burlándose del «literato» que había surgido en la familia.
Martin se consolaba imaginando la sorpresa de su cuñado, el domingo por la mañana, cuando abriese el Examiner y viera su artículo sobre la búsqueda del tesoro. Aquella mañana, a primera hora, Martin salió en busca del periódico, examinando muy nervioso sus distintas páginas. Lo revisó por dos veces y, luego, lo dobló, para dejarlo en el mismo sitio. Se alegraba ahora de no haberle hablado a nadie de su artículo. Sin duda, estaba equivocado acerca de la rapidez con la que las colaboraciones llegaban a las páginas del periódico. Además, su trabajo no era de rabiosa actualidad y, sin duda, el director le hubiese avisado antes.
Después del desayuno, trabajaba en su narración. Las palabras le fluían de la pluma, aunque se interrumpía, con frecuencia, para buscar definiciones en el diccionario o consultar el libro de retórica. En ocasiones, leía o releía un capítulo durante esos intervalos, diciéndose que, mientras no escribía las grandes cosas que llevaba dentro, por lo menos aprendía composición y se entrenaba para dar forma y expresar sus ideas. Trabajaba hasta el anochecer, en que iba a la biblioteca, donde estudiaba distintas publicaciones hasta las diez, en que cerraban. Éste fue su programa durante siete días. En cada uno de ellos escribió tres mil palabras y, a última hora, volvía a la biblioteca a comprobar qué clase de artículos, relatos y poemas publicaban los directores de periódico. De una cosa estaba Martin seguro. Lo que aquellos escritores hacían, también él era capaz de hacerlo y, con el tiempo, haría lo que ellos no sabían hacer. Le animó mucho enterarse por el Book News, en una nota dedicada a los ingresos de los autores, no el hecho de que a Rudyard Kipling le pagasen un dólar por palabra, sino que las publicaciones de primera fila no pagaban menos de dos centavos por palabra. El Youth Com-panion era, desde luego, de primera fila y, en consecuencia, las tres mil palabras que aquel día había escrito significaban sesenta dólares, el sueldo de dos meses en alta mar.
El viernes por la noche concluyó su relato, de veintiuna mil palabras. A dos centavos cada una, según calculó, le proporcionarían cuatrocientos veinte dólares, lo que no estaba mal en una semana. Era mucho más dinero del que había visto reunido en toda su vida. No sabía cómo iba a gastarlo. Había dado con una mina de oro. Y podía seguir obteniendo mucho más. Martin se proponía comprarse ropas mejor cortadas, suscribirse a varias revistas y adquirir docenas de libros de consulta que, ahora, debía leer en la biblioteca. Y aún le quedaba por gastar una buena parte de los cuatrocientos sesenta dólares. Esto le mantuvo preocupado hasta que se le ocurrió contratar a una sirvienta para Gertrude y regalarle una bicicleta a Marian.
Envió el manuscrito al Youth Companion y, el sábado por la tarde, tras planear un artículo sobre los buscadores de perlas, fue a ver a Ruth. La había llamado por teléfono y ella misma le recibió en la puerta. Nada más verle, sintió como si le golpease la salud que de él emanaba. Semejaba penetrar en su cuerpo, para filtrársele en las venas y encenderla, igual que si le inoculase vigor. Martin se ruborizó al estrecharle la mano a la muchacha y mirar sus ojos azules, pero el bronceado de ocho meses en el mar lo ocultó, aunque no pudo disimular la señal roja que en la piel le producía el cuello duro. A Ruth le hizo gracia descubrirla, pero la olvidó al fijarse en las ropas del marinero. Le sentaban muy bien, pues eran las primeras que se hacía a la medida, y semejaba más esbelto y con mejor figura. Además, había sustituido la gorra por un sombrero flexible, que ella le rogó se pusiera, felicitándole, luego, por su buen aspecto. Ruth no recordaba haberse sentido tan feliz como en aquel momento. El cambio operado en el marino era obra suya y la embargaba la ambición de seguir ayudándole.
Sin embargo, lo más importante, y que a ella más le satisfizo, fue el cambio en su forma de hablar. Martin no sólo hablaba de manera más correcta, sino con mayor fluidez y mejor vocabulario. No obstante, cuando se entusiasmaba, inconscientemente, volvía a su antigua jerga. Asimismo, en ocasiones mostraba una ligera vacilación, como si ensayase las palabras nuevas que había aprendido. Por otra parte, se advertía una agilidad de pensamiento que la encantaba. No era más que su antiguo sentido del humor que hizo a Martin tan popular entre los de su clase pero que antes no pudo exhibir en presencia de la muchacha, al carecer de palabras adecuadas. Entonces, Eden comenzaba a orientarse y a darse cuenta de que no era totalmente un intruso. Pero tuvo sumo cuidado en asegurarse de que fuese Ruth la que tomase la iniciativa en todos los temas. Se mantuvo a su paso, pero sin adelantarla nunca.
Le explicó lo que había estado haciendo y, también, le expuso sus propósitos de escribir para mantenerse, mientras estudiaba. Le desanimó que la muchacha no lo aprobase. No consideraba muy acertado aquel plan.
—Verá —le dijo con toda franqueza—, escribir es un oficio, igual que cualquier otro. No es que yo sepa nada de eso, desde luego. Sólo me guío por el sentido común. No se puede ser herrero sin pasar por un aprendizaje de tres años o, a lo mejor, de cinco. Bien, los escritores ganan mucho más que los herreros, por lo que debe haber muchas más personas que desearían escribir o que, por lo menos, lo intentan.
—Sin embargo, ¿no podría yo estar básicamente constituido para escribir? —indagó, satisfecho del modo como lo había expuesto, mientras su desbordada fantasía colocaba aquella escena sobre una amplia pantalla, en la que aparecían muchas otras de su vida, escenas duras, violentas e incluso bestiales.
Toda esa secuencia, se compuso con la rapidez de la luz, sin que provocase una pausa en la entrevista ni tampoco interrumpiese el hilo de sus pensamientos. En la pantalla de su imaginación, se vio a sí mismo y a aquella dulce y hermosa muchacha sentados en una sala repleta de libros y de cuadros, hablando en un tono brillante, sereno y tranquilo, mientras, distribuidas por los extremos de la pantalla, se desarrollaban diferentes escenas, cada una de las cuales era independiente y que él, como espectador, podía elegir a su gusto. Las veía a través de una neblina e iluminadas por un rojo resplandor. Vio vaqueros reunidos en un saloon, bebiendo fuerte whisky y llenando la atmósfera de juramentos y de lenguaje grosero; El propio Martín figuraba entre ellos, bebiendo y charlando con los más violentos o sentado a una mesa, a la luz de humeantes lámparas de petróleo, al tiempo que las fichas de juego sonaban ruidosamente y se repartían las cartas. Se vio también con el torso desnudo, luchando con Liverpool Red en el castillo de proa del Sus-quehanna y, por último, la ensangrentada cubierta del John Rogers, aquella mañana en que hubo un conato de motín. El piloto se agitaba en los estertores de la muerte y el capitán disparaba con un revólver sobre los tripulantes, de rostros contraídos, que caían con una maldición. Luego, volvió a la realidad, en aquella sala, suavemente iluminada, junto a Ruth y cerca del piano, en el cual ella no iba a tardar en tocar para él. Y oyó el eco de sus propias palabras:
—Sin embargo, ¿no podría yo estar básicamente constituido para escribir?
—Por muy básicamente que un hombre estuviese constituido para ser herrero —objetó ella riendo—, no creo que pudiera serlo sin aprendizaje.
—¿Qué me aconseja? —indagó Martin—. Y no olvide que siento en mí esa capacidad de escribir. No puedo explicarlo; sé que la tengo.
—Ante todo, es preciso que estudie —fue la respuesta— llegue o no a convertirse en escritor. Resulta indispensable para cualquier carrera que elija y lo ha de hacer a fondo. Debía ir al high school.
—Sí... —comenzó a decir Martin, pero ella le interrumpió:
—Y, naturalmente, podría seguir escribiendo.
—No tendré más remedio —aseguró Martin con gravedad.
—¿Por qué?
Ruth le contempló algo sorprendida. No le agradaba la decisión con la que él se aferraba a sus propósitos.
—Porque si no escribo, no habrá estudios. Debo vivir y comprarme libros y ropas.
—Lo había olvidado —dijo Ruth sonriendo—. ¿Por qué no nació usted con una renta?
—Prefiero tener buena salud e imaginación —respondió Eden—. Me caería al pelo una renta, pero lo otro... —iba a decir «te» pero se corrigió a tiempo— nos lo han de hacer al pelo.
—No diga,«al pelo» —le corrigió ella con petulancia—. Es muy grosero.
Martin se ruborizó, añadiendo, con cierta vacilación:
—Se lo agradezco y le pido que me lo señale cada vez.
—Eso deseo —dijo Ruth, dudando a su vez—. Hay en usted tantas cosas buenas, que quiero que sea perfecto.
Martin se convirtió, al instante, en blando barro en sus manos, tan ansioso de que le reformasen como ella de convertirle en el hombre ideal. Cuando Ruth indicó que el momento era muy oportuno, pues los exámenes de ingreso comenzan el lunes siguiente, Martin convino en seguida en que iba a presentarse.
Luego, la muchacha cantó, acompañándose al piano, mientras el marino la escuchaba, con cre-ciente pasión, maravillándose de que no hubiese allí centenares de admiradores que sintieran lo mismo que él sentía.
CAPITULO X
Aquella noche se quedó a cenar y, para satisfacción de Ruth, causó una impresión excelente en su padre. Hablaron del mar y de cuanto a éste se refería, algo que Martin dominaba muy bien y, más tarde, Mr. Morse comentó que se trataba de un joven muy despierto. Para no caer en vulgaridades y emplear sólo las palabras apropiadas, Eden habló sin prisas, lo que le permitió analizar mejor sus ideas. Se sentía más a sus anchas que un año atrás y su modestia y prudencia incluso le ganaron el afecto de Mrs. Morse, a la que satisfizo lo mucho que había mejorado.
—Es el primer hombre en quien Ruth se ha Eden es capaz de despertar su interés por los hombres en general, puede sernos muy útil.
Mr. Morse la miró con curiosidad.
—¿Es que vas a usar a ese marinero para que la despierte? —indagó.
—No voy a permitir que muera soltera, si está en mis manos —fue la respuesta—. Si el joven Eden es capaz de despertar su interés en los hom-bres en general, puede sernos muy útil.
—Mucho —reconoció el marido—. Pero supón, y alguna vez debemos suponerlo, querida, ¿supón que el interés que le despierta sólo le concierne a él?
—Imposible —dijo Mrs. Morse riendo—. Ruth tiene tres años más que ese chico y, lo que temes, es totalmente imposible. Nada va a pasar. Confía en mí.
Así que dispusieron el papel que Martin debía interpretar, mientras éste, animado por Norman y por Arthur, planeaba una extravagancia. Los dos hermanos preparaban una excursión en bicicleta a las colinas próximas, cosa que no interesó a Martin hasta enterarse de que Ruth también les acompañaría. No tenía bicicleta ni sabía montarla, pero decidió que, si Ruth iba, era cosa de conseguirla y de aprender. Por tanto, al despedirse, se dirigió a una tienda próxima a su casa y se gastó cuarenta dólares en comprarse una. Era más de lo que ganaba en un solo mes, lo que reducía mucho su reserva de dinero, pero, al añadir los cien dólares que iba a pagarle el Exominer y los cuatrocientos veinte que recibiría del Youth Companion, consideró que no era lógica la inquietud causada por el súbito desembolso. Tampoco le importó que, mientras, camino de su casa, aprendía a montar la bicicleta, se destrozase la ropa. Desde el almacén de Mr. Higginbotham, llamó al sastre y le encargó otro traje. Luego, cargó la bicicleta hasta su cuarto, apartó la cama de la pared, quedando el sitio justo para ambos. Había pensado dedicar el domingo a prepararse para los exámenes de ingreso en el high school, pero le distrajo el artículo sobre los pescadores de perlas, por lo que invirtió la jornada en dar forma a todo cuanto ardía en su interior. No le desanimó que el Examiner de aquella mañana tampoco publicase su trabajo sobre la búsqueda del tesoro. Era tan grande su entusiasmo, que, al no atender a dos llamadas consecutivas, se quedó sin la copiosa comida dominical con la que Mr. Higginbotham invariablemente adornaba su mesa. Para Mr. Higginbotham, era una propagan-da de su prosperidad y de su posición en la vida y le hacía los honores soltando discursos, llenos de vulgaridades, acerca de las instituciones america-nas y de las oportunidades que dichas instituciones ofrecían a los hombres laboriosos para ir elevándose;] en este momento, señalaba siempre su ascenso, desde simple dependiente de un comercio a propietario de una tienda.
El lunes Martin Eden, con un suspiro, contempló su artículo inacabado, acerca de los pescadores de perlas y, luego, tomó el tranvía de Oakland, para ir al high school. Cuando, días más tarde, fue en busca de los resultados, se enteró de que le habían suspendido en todo menos en gramática.
—En eso es usted excelente —le informó el profesor Hilton, mientras le miraba a través de unos gruesos lentes—. Pero, en cambio, no sabe nada, absolutamente nada, de las otras materias, y su conocimiento de la historia de los Estados Unidos es abominable. No hay otra palabra, abominable. Le aconsejaría...
El profesor Hilton le miró con tan poca simpatía, como si fuese uno de sus tubos de ensayo. Enseñaba física en el high school, tenía una familia numerosa, un magro salario y una reserva de conocimientos aprendidos como un loro.
—Sí, señor —respondió Martin humildemente, al tiempo que deseaba que su amigo el bibliotecario estuviera en el lugar del profesor.
—Le aconsejaría que volviese a la primaria, por lo menos durante un par de años. Buenos días.
A Martin no le afectó mucho su fracaso, aunque quedó sorprendido por la expresión de asombro de Ruth cuando le comunicó el consejo del profesor Hilton. Se mostraba tan desengañada, que, entonces, lamentó haber suspendido.
—Como ve, yo tenía razón —dijo la muchacha—. Sabe usted muchísimo más que todos los estudiantes del high School, pero no ha conseguido aprobar en los exámenes. Se debe a que su educación es muy fragmentaria. Necesita usted la disciplina del estudio, que sólo un profesor experto puede darle. Debe tener una base firme. El profesor Hilton está en lo cierto y, en su lugar, me inscribiría en la escuela nocturna. En año y medio, se pondría usted al corriente. Además, así tendría todo el día para escribir, o, si es que no puede ganarse la vida con la pluma, para dedicarse a otra ocupación.
«Si trabajo durante el día y por las noches voy a la escuela, ¿cuándo podré verla?», fue lo primero que pensó Martin, pero se contuvo antes de decirlo. En su lugar comentó:
—Me parece muy infantil ir a la escuela nocturna. Sin embargo, no me importaría, de creerlo útil. Pero no es éste el caso. Puedo adelantar mucho más de lo que son capaces de enseñarme. No haría más que perder el tiempo —comentó pensando en ella y en su deseo de verla— y no puedo perderlo. En realidad, apenas me queda tiempo.
—Pero hay muchas cosas imprescindibles —Ruth le miró suavemente y a él le avergonzó oponerse a los deseos de la muchacha—. No se puede estudiar física y química sin un laboratorio. Y, sin alguien que le instruya, el álgebra y la geometría le resultarán ininteligibles. Necesita profesores expertos, especialistas en el arte de la enseñanza.,
Martin guardó silencio, mientras buscaba el modo más sencillo de expresarse.
—No crea que presumo —dijo al fin—. No es ése mi propósito. Pero tengo la impresión de que soy lo que podríamos llamar un estudiante nato. Puedo hacerlo solo. Me adapto a todo como un pato al agua. Usted misma ha podido comprobarlo con la gramática. Y también he aprendido tantas otras cosas, que usted no puede ni llegar a imaginar. Y esto no es más que el principio. Deme tiempo. Ahora sólo empiezo a husmearlo.
—No diga eso —le interrumpió la muchacha.
—Pues a verlo claro —se corrigió Martin.
—En realidad, eso nada significa —objetó ella.
Martin meditó un instante, en busca de una forma más apropiada.
—Lo que quiero decir es que empiezo a ver el paisaje.
Ruth, compadecida, lo soportó, permitiéndole continuar:
—La cultura me parece a mí como el cuarto de cartas marinas. Lo pienso cada vez que entro en una biblioteca. El papel de los profesores es enseñar, de un modo sistemático, cuanto allí hay. Los profesores no son más que los guías, eso es todo. Aquello no es obra suya. No lo crearon ni lo inventaron. Todo está en la sala de mapas, ellos saben desenvolverse y su trabajo es acompañar a los visitantes que se pierden. Bien, pues yo no me pierdo fácilmente. Tengo sentido de la orientación. Casi siempre sé por dónde me ando... ¿Qué he dicho mal?
—«Por dónde me ando.»
—Es verdad —reconoció agradecido—. Por dónde voy. ¿Pero por dónde voy ahora? Ah, sí, en la sala de cartas marinas. Bien, algunos tipos...
—Gente —le corrigió la muchacha.
—Hay gente que necesita que la guíen; la mayoría en realidad. Pero creo que yo puedo prescindir. Me he pasado muchas horas en la sala de cartas marinas y ya conozco el derrotero, sé qué he de buscar y qué costas exploraré. Y, tal como lo veo, voy a conseguirlo mucho más de prisa si lo hago solo. La velocidad de una flota la señala el buque más lento y a los maestros les ocurre lo mismo. No pueden adelantarse a sus alumnos. Yo, en cambio, puedo señalarme un paso mucho más vivo.
—Viaja más de prisa aquel que va solo —recordó la muchacha.
«Iría muy de prisa si usted me acompañase», fue lo que quería decir Martin al imaginarse un universo infinito, de lugares bañados por el sol y de noches estrelladas, que recorría con la muchacha en brazos, mientras el cabello rubio le acariciaba la cara. En aquel preciso instante, Martin se dio cuenta de lo inadecuado que, desgracia-damente, resultaba el lenguaje. ¡Buen Dios! ¡Si pudiera construir una frase para que ella viese lo mismo que él estaba viendo! Y, de súbito, sintió, cual la punzada del dolor, el deseo de describir y de pintar aquellas visiones que le cruzaban por la mente. ¡Así era! Entonces, había dado con el secreto. Era eso lo que hacían los grandes maestros de la prosa y de la poesía. Por eso eran como gigantes. Sabían cómo expresar lo que pensaban, lo que sentían y cuanto veían. Los perros dormidos al sol gruñen y ladran con frecuencia, pero no son capaces de explicar lo que han visto para comportarse así. Martin se lo había preguntado con frecuencia. Y él no era más que un perro dormido al sol. Le acudían hermosas visiones, pero sólo podía gruñirle a Ruth. Sin embargo, esto iba a concluir pronto. Se pondría en pie, con los ojos muy abiertos, para esforzarse y trabajar y aprender, hasta que, con los ojos muy abiertos y la palabra ágil, pudiese compartir con ella todos sus ensueños. Otros hombres habían descubierto el modo de expresarse, de hacer de las palabras obedientes servidores y a combinarlas de modo que juntas tuvieran más significado que separadamente. Le impresionó mucho haber descubierto el secreto y, de nuevo, se sumió en el ensueño de lugares bañados por el sol y de noches estrelladas... hasta que se dio cuenta de que reinaba un gran silencio. Entonces, vio que Ruth le miraba sorprendida y sonriendo.
—Acabo de tener una gran visión —dijo y, al sonido de aquellas palabras, el corazón le brincó en el pecho.
¿De dónde procedía aquella voz? Había expresado muy adecuadamente la pausa que el ensueño impusiera en la conversación. Era como un milagro. Jamás había sabido exponer sus pensamientos de manera tan precisa. Allí estaba. Ésa era la explicación. No lo había intentado nunca. Por el contrario, lo intentaron Swinburne, Tennyson, Kipling y todos los demás poetas. Recordó su artículo sobre los pescadores de perlas. No pretendió sacar a flote el sentido de la belleza que ardía en él. Aquel artículo iba a ser muy distinto cuando lo concluyese. Se sentía abrumado por la infinita belleza que, por derecho, le pertenecía. Entonces, a impulsos de su imaginación, se preguntó por qué no podía cantar la belleza igual que los grandes poetas. Y, también, estaban la misteriosa delicia y la maravillosa espiritualidad de su amor por Ruth. ¿Por qué no podía también cantar eso, igual que los poetas? Ellos habían cantado el amor. También él. ¡Maldito si...!
La exclamación retumbó en sus propios oídos, asustándole. A impulsos del entusiasmo, lo había dicho en voz alta. La sangre le afluyó a la cara, hasta vencer el bronceado de la piel, hasta que el resplandor de la vergüenza le dominó desde el cuello a las raíces del pelo.
—Perdóne...me —murmuró—. Estaba pensando.
—Me pareció que rezaba —repuso la muchacha, tranquila en apariencia, pero sintiéndose estremecer interiormente.
Era la primera vez que oía un juramento en boca de un amigo y estaba sobresaltada, no por cuestión de principio ni a consecuencia de su educación, sino a causa de la manera como aquel asomo de vida había irrumpido en el jardín de su cuidada doncellez.
Sin embargo, lo perdonó, sorprendiéndose del poco esfuerzo que le costaba. Por algún motivo, no le resultaba difícil perdonar a Martin. Éste no había tenido oportunidad de ser como otros hombres, pero lo intentaba con todas sus fuerzas y, además, lo estaba consiguiendo. Ni por un momento se le ocurrió a la muchacha que pudiese haber otra razón para mostrarse bondadosa con el marinero. Se sentía muy inclinada hacia él, pero lo ignoraba. Tampoco tenía medios de averiguarlo. La placidez de veinticuatro años sin un solo idilio no le permitían comprender sus propios sentimientos, y Ruth, que jamás se había abrasado de amor, no advertía que entonces se estaba encendiendo.
CAPÍTULO XI
Martin se dedicó de nuevo a su artículo sobre los pescadores de perlas, que hubiese concluido mucho antes de no interrumpirlo con sus intentos de escribir poesía. Todos sus poemas eran amorosos, inspirados en su pasión por Ruth, pero no terminó ninguno. En un solo día, no podía aprender a cantar en nobles versos. El ritmo, la métrica y la estructura eran de por sí difíciles, pero, además, Eden había percibido en la poesía algo intangible y sutil, que iba más allá y que no sabía inyectar en sus composiciones. Era el espíritu de la poesía que, pese a sentirlo y a buscarlo, no lograba alcanzar. Semejaba un vago espejismo, algo como un resplandor impreciso y fugaz, siempre fuera de su alcance, aunque, en ocasio-nes, Martin se hiciera con alguno de sus retazos, convirtiéndolos en frases que le resonaban en la mente o desfilaban rápidas por su imaginación. Resultaba desconcertante. Martin sufría ante la necesidad de expresarse y no podía hacer otra cosa más que balbucear, igual que todo el mundo. Solía leer sus composiciones en voz alta. La métrica era perfecta y el ritmo estaba bien marcado, pero faltaba la exaltación que en su interior sen-tía. No lograba comprenderlo y, una y otra vez, desesperado y deprimido, volvía a su artículo. La prosa era, indudablemente, un medio mucho más sencillo.
Después del de los pescadores de perlas, escri-bió uno acerca de la profesión de marinero, otro sobre la caza de tortugas y un tercero sobre los vientos alisios. Tras esto, decidió probar suerte con un relato breve y, antes de darse cuenta, había concluido seis, que envió a diversas revistas. Escribía sin descanso, intensamente, desde la mañana hasta bien entrada la noche, excepto cuando iba a la biblioteca o visitaba a Ruth. Se sentía feliz por completo. La vida tenía grandes alicien-tes. Le dominaba una fiebre que no amainaba nunca. Poseía entonces el goce de la creación, que sólo atribuían a los dioses. La vida que le rodeaba, el hedor de verduras rancias y de jabón barato, la deformada figura de su hermana y el semblante desdeñoso de Mr. Higginbotham, no cons-tituían más que un sueño. El verdadero mundo se encontraba en su mente y, cuantos relatos escribía, eran otros tantos fragmentos de esa realidad.
Los días resultaban demasiado cortos. ¡Había tanto que estudiar! Redujo a cinco las horas de sueño, comprobando que podía resistirlo. Luego, intentó dejarlo en cuatro y media, pero no tuvo más remedio que volver a lo anterior. Con gusto hubiera dedicado toda la jornada a una sola de sus actividades. Lamentaba dejar de escribir para dedicarse al estudio y, a su vez, lamentaba tener que interrumpir éste para irse a la biblioteca, costándole un gran esfuerzo marcharse de la sala de cartas marinas del saber humano, donde se guardaban los secretos de aquellos autores que sabían vender sus obras. Lo mismo le ocurría, al llegar el momento de separarse de Ruth, pero, luego, se dirigía a casa por unas oscuras callejuelas para llegar antes a sus libros. Y lo que más le costaba era poner a un lado los textos de álgebra y de física, guardar el cuaderno y el lápiz y cerrar sus fatigados párpados para dormirse. Le resultaba intolerable decirse que dejaría de vivir, aunque fuese por un breve tiempo, y sólo le consolaba haber dispuesto el despertador para dentro de cinco horas. Al cabo de ese espacio, el timbre del reloj le sacaría, nuevamente, de la inconsciencia e iba a tener ante sí otro magnífico día de diecinueve horas.
Mientras, pasaban las semanas, se iba agotando el dinero y no tenía ingresos. Al mes de haberla enviado, del Youth Companion le devolvieron la narración. La nota en que se le informaba que la rechazaban, estaba redactada con tal amabilidad que Martin se sintió agradecido al director. No le ocurrió lo mismo con el San Francisco Examiner. Martin le había escrito al cabo de dos semanas de espera. Volvió a hacerlo a la siguiente. A fines de mes, se presentó en el edificio del periódico para ver al director. No obstante, no logró entrevistarse con tan alto personaje a causa de una especie de cancerbero que, en la persona de un botones, de pocos años y cabello rojo, guardaba el portal. A la quinta semana, recibió el manuscrito, sin comentarios. No había explicación alguna. El resto de sus artículos estaban repartidos por diversos periódicos de San Francisco. Al devolvérselos, Eden los enviaba a revistas del Este, que no tardaban en hacer lo mismo, con la consabida nota.
Idéntica suerte corrieron sus cuentos. Martin los fue releyendo y le gustaron tanto que no pudo explicarse la causa de que los rechazasen, hasta que se enteró de que los originales debían ir siempre a máquina. Ésa era la explicación. Los directores estaban tan ocupados que no podían perder tiempo y energías en leer manuscritos. Martin alquiló una máquina e invirtió todo un día en aprender a manejarla. A diario copiaba cuanto había escrito, así como sus primeros trabajos en cuanto se los devolvían. Se sorprendió de que le ocurriese lo mismo pese a estar a máquina. La mandíbula se le hizo más cuadrada, la barbilla más agresiva y empaquetó los originales para enviarlos a otros editores.
Al fin se dijo que quizá no fuese un buen juez de su propio trabajo. Hizo la prueba con Ger-trude. Le leyó sus relatos en voz alta. Los ojos de su hermana brillaron y le contempló con orgullo al decirle:
—Es formidable que sepas escribir así.
—Bueno, bueno —indagó Martin impaciente—. ¿Qué te ha parecido el cuento?
—Formidable —le respondió—. Formidable y muy emocionante. Yo estaba sobre ascuas.
Martin se dio cuenta de que Gertrude no se había aclarado. En su bondadoso semblante se reflejaba la perplejidad. Por tanto, esperó.
—Dime una cosa, Martin, ¿cómo termina? ¿Se casa con ella ese chico tan bien hablado? —Una vez su hermano le hubo expuesto lo que imaginaba estar más que obvio, añadió—: Eso es lo que quería saber. ¿Por qué no lo escribiste así?
Una cosa aprendió Martin después de leerle algunos relatos; esto es, que a su hermana le agradaban los finales felices.
—El cuento me encanta —declaró Gertrude, con un suspiro de cansancio, mientras se enderezaba del lavadero y se secaba el sudor con una mano húmeda y enrojecida—, pero me ha dejado triste. Me dan ganas de llorar. Ya hay demasiadas cosas tristes en esta vida. Me anima el pensar en cosas alegres. Bueno, si el protagonista se hubiese casado con ella... ¿No te importa, Martin? —indagó con premura—. Yo lo siento así, quizá porque estoy muy cansada. Pero el cuento es formidable, sencillamente formidable. ¿A quién se lo vas a vender? ,
—Ésa es otra historia —comentó su hermano riendo.
—Si lo vendieras, ¿cuánto te iban a dar?
—Unos cien dólares, por lo menos, según están los precios.
—¡Vaya! Ojalá lo vendas.
—Dinero fácil, ¿eh? —Luego, añadió con orgullo—: Lo escribí en dos días.
Martin ansiaba leerle sus relatos a Ruth, pero no se atrevía. Decidió esperar a que le publicasen alguno y, entonces, la muchacha iba a comprender en qué se ocupaba. Mientras, seguía tra-bajando. Jamás había sentido con tanta fuerza la atracción de la aventura, como en esas exploraciones de su propia mente. Se compró libros de texto de álgebra, de física y de química, que estudiaba a conciencia, procurando resolver todos los problemas. Partiendo de las pruebas de laboratorio allí indicadas, su poderosa imaginación le permitía ver las reacciones de los cuerpos con más claridad que la mayoría de estudiantes en las prácticas. Martin se internaba en las páginas de aquellos volúmenes, abrumado por los numerosos datos que obtenía acerca de la naturaleza de las cosas. Había aceptado el mundo sin profundizar, pero ahora comprendía el juego interpuesto de la fuerza y de la materia. En su cerebro, brotaban espontáneamente continuas explicaciones acerca de asuntos muy conocidos. Le fascinaban las palancas y las grúas y no cesaba de pensar en los aparejos de los buques. Le resultó perfectamente clara la teoría de la navegación, que permite a las embarcaciones seguir, sin equivocarse de rumbo, su ruta por el mar. Se le aclararon los misterios de las tormentas, de la lluvia y de las mareas y la razón de que existiesen los vientos alisios, lo que le hizo preguntarse si no se habría apresurado al escribir su artículo sobre ellos. Ahora hubiese podido hacerlo mejor. Cierta tarde, acompañó a Arthur a la Universidad de California y, conteniendo la respiración en un recogimiento casi religioso, recorrió los laboratorios y asistió a las distintas pruebas, para, al fin, escuchar las explicaciones del profesor de física.
Pero no abandonaba el escribir. De su pluma, fluían continuos relatos y se lanzó a las formas más sencillas de la poesía, aquellas que veía im-presas en las revistas, si bien perdió la cabeza dedicando tres semanas completas a una tragedia en verso blanco, llevándose la mayor sorpresa de su vida cuando la rechazaron media docena de editores. Luego, descubrió a Henley y escribió «una serie de poemas acerca del mar, tomando por modelo sus Hospital Sketches. Eran muy sea-cilios, llenos de luz, de color y de aventuras. Los tituló Lírica marina, considerando que eran lo mejor que, hasta entonces, había hecho. Eran treinta en total y los compuso, en un mes, a razón de uno al día, tras concluir su trabajo habitual. De hecho, sus jornadas equivalían a toda una se-mana de esfuerzos de cualquier escritor consagrado. El esfuerzo nada le importaba a Martin. Para él, no lo era. Había descubierto el lenguaje y, cuantas maravillas y bellezas estuvieron durante años selladas tras sus inarticulados labios, pugnaban ahora por salir en un torrente impetuoso y viril.
A nadie mostró las Lírica marina, ni siquiera a los editores. Desconfiaba de ellos. Pero no era eso lo que le impidió ofrecérselos. Consideraba aquellos poemas tan hermosos, que quiso guardarlos para poderlos compartir con Ruth en algún lejano día en que, al fin, se atreviese a leerle cuanto había escrito. Hasta entonces, decidió conservarlos, releyéndolos con tanta frecuencia que llegó a saberlos de memoria.
Vivía intensamente cada minuto de las horas en que estaba despierto y no cesaba, durante las cinco de descanso, convirtiendo los pensamientos y sucesos del día en maravillas grotescas e imposibles. Sus visitas a Ruth se hacían más raras, pues se acercaba junio, en que la muchacha recibiría su título y abandonaría la Universidad. ¡Bachiller en artes! Al pensarlo, le parecía a Martin que ella se le escapaba mucho más de prisa de lo que la podía alcanzar.
Ruth le dedicaba una velada a la semana y, como llegaba tarde, solía quedarse a cenar. Luego, ella tocaba el piano. Ésos eran los únicos raías 'de fiesta Se Martin. La atmósfera de aquella casa, tan distinta a la suya, y el solo hecho de estar a su lado, le imprimía, en cada ocasión, mayor firmeza en su propósito de escalar las cumbres. Pese a toda la belleza que en Martin vivía y a su ansia de crear, era únicamente por Ruth por lo que se esforzaba. Era, en primer lugar y ante todo, un enamorado. El resto, lo subordinaba al amor. Mucho más intensa que su aventura en el campo de las ideas, lo era su aventura en el campo de los sentimientos. El mundo no era extraordinario a causa de las moléculas y de los átomos que lo componían, según las propulsiones de una fuerza irresistible. Lo que lo hacía más sorprendente era el hecho de que en él viviese Ruth. La muchacha era lo más extraordinario de cuanto él había conocido, soñado o imaginado.
No obstante, siempre turbaba a Martin el hecho de lo alejada que parecía de todo. Ni siquiera sabía cómo acercársele. Eden había tenido mucho éxito entre las chicas y las mujeres de su clase, pero no amó a ninguna de ellas, mientras que amaba a ésta, que no sólo pertenecía a otra clase. El propio amor de Eden la elevaba sobre todas las clases. Era un ser aparte, tanto que no sabía cómo aproximársele. Es cierto que, conforme Martin se educaba y mejoraba su léxico, se iban sintiendo más cerca, ya que hablaban el mismo idioma y descubrían y compartían ideas y satisfacciones. Pero esto no colmaba sus ansias de enamorado. Su imaginación la había sacraliza-do, espiritualizándola en exceso para que tuviesen relación carnal. Eran sus propios sentimientos los que la apartaban de él y le hacían creerla un imposible. El amor le negaba lo único que de veras deseaba.
Y, de súbito, sin previo aviso, un día salvaron el abismo durante un breve instante y, si bien luego volvió a abrirse, no era ya tan amplio. Habían estado comiendo cerezas, cerezas gordas y sabrosas, con un jugo del color del vino negro. Más tarde, la muchacha leyó en voz alta The Princess y Martin advirtió que ella tenía los labios manchados de aquella fruta. Por un momento, Ruth perdió toda su espiritualidad. Al fin y al cabo, no era más que barro, sujeta a las leyes del barro, lo mismo que él y lo mismo que todo el mundo. Sus labios eran de carne, igual que los suyos, y las cerezas los manchaban, como a los suyos. Y si eso ocurría con sus labios, lo mismo ocurría con todo. Era una mujer, nada más y nada menos que una mujer, igual que cualquier otra. A Martin se le ocurrió bruscamente. Fue como una revelación que le dejó estupefacto. Sintió lo mismo que si hubiese visto el sol caerse de los cielos.
Luego, Martin comprendió todo el significado de su descubrimiento y el corazón comenzó a latirle, impulsándole a comportarse como un enamorado ante esta mujer, que no era un espíritu de otro mundo, sino una simple mujer, cuyos labios manchaban las cerezas. Martin casi temblaba ante la audacia de sus pensamientos, pero el alma le cantaba, y la razón, con ánimo triunfal, le decía que estaba en lo cierto. Algo de lo que a Eden le ocurría debió alcanzar a la muchacha, ya que interrumpió su lectura y le miró sonriendo. La mirada del marino descendió desde sus ojos azules a sus labios y la mancha de cerezas casi le enloqueció. Sus brazos estuvieron a punto de enlazarla, como en los pasados días de su turbulencia. Ruth parecía inclinarse hacia él, igual que si lo esperase, y Martin necesitó de toda su fuerza de voluntad para contenerse.
—No ha entendido usted una sola palabra —dijo Ruth.
Entonces, rompió a reír, divertida por la confusión de Martin y, cuando éste la miró a los ojos, pudo comprobar que ella nada había adivinado de cuanto ocurría en su interior. Esto le humilló. Era cierto que sus pensamientos se hicieron demasiado audaces. Sin embargo, de cuantas mujeres conocía ninguna hubiese dejado de sentir lo que le ocurría, excepto aquélla. Ruth no supo adivinarlo. Ahí residía la diferencia. Ruth era distinta. Martin quedó anonadado por su grosería y por la gran inocencia de la muchacha y volvió a mirarla a través del abismo. El puente se había desplomado.
Sin embargo, el incidente no podía dejar de aproximarles. Su recuerdo se mantuvo y, en los instantes en que Martin se sentía más alejado de ella, lo recordaba con placer. El abismo ya nunca volvió a ser tan amplio. Martin había avanzado mucho más que de obtener un título de bachiller o una docena de títulos. Ruth era pura, ciertamente y mucho más de lo que él sabía de la pureza, pero las frutas le manchaban los labios. Estaba sujeta a las inexorables leyes de la Naturaleza, igual que todo el mundo. Necesitaba comer para sobrevivir y se resfriaba al mojarse los pies. Pero no se trataba de eso. Si Ruth sentía el hambre, la sed, el calor y el frío, asimismo podía sentir amor, amor por un hombre. Pues bien, él era un hombre. ¿Por qué no iba él a ser aquel hombre?
—Sólo de mí depende —solía murmurar—. Yo seré ese hombre. Yo conseguiré ser ese hombre. Voy a triunfar.
CAPITULO XII
Cierto atardecer, mientras luchaba con un soneto que no lograba expresar cuanto ocurría en su mente, llamaron a Martin al teléfono.
—Una voz de mujer, de una señorita elegante —se burló Mr. Higginbotham, que había respondido a la llamada.
Martin se dirigió al teléfono, que estaba en el otro extremo de la habitación, y sintió un súbito acaloramiento interior al oír la voz de Ruth. En su pugna con el soneto, Eden casi había olvidado su existencia y, ante el timbre de su voz, le golpeó el amor que por ella sentía. ¡Y qué voz! Delicada y suave, como una lejana música o, mejor aún, como una campanilla de cristal, de sonido perfecto. Una simple mujer no podía tener una voz semejante. Había en ella algo celestial, que venía de otros mundos. Martin apenas se enteró de lo que le decía, tanta era su emoción, pero procuró que su rostro no se alterase, pues sabía que Mr. Higginbotham le observaba atentamente.
No era mucho lo que Ruth tenía que decirle; simplemente, que Norman iba a acompañarla aquella noche a una conferencia, pero que se lo impedía una súbita jaqueca; estaba desolada, tenía las invitaciones y, de no haber contraído otro compromiso, ¿sería tan amable de acompañarla?
¿Que si quería? Tuvo que contenerse para que el entusiasmo no se advirtiese en su voz. Siempre había visto a la muchacha en su casa. Jamás se atrevió a pedirle que fuese con él a algún sitio. De un modo súbito, y mientras aún hablaban por teléfono, sintió el deseo de morir por ella, mientras en su mente se formaban y disolvían continuas imágenes de hechos heroicos. ¡La amaba tanto, de un modo tan ardiente y con tan pocas esperanzas! En aquel momento de loca felicidad, en que ella iba a ir a una conferencia con él, con Martin Eden, sentía a la muchacha tan por encima de sí, que no imaginó que le quedase otra cosa que morir por ella. Era el único modo en que podía expresar adecuadamente lo que por Ruth sentía. Era la sublime abnegación del amor verdadero, que acomete a todos los enamorados, y que a Martin le llegó allí, ante el teléfono, en un torbellino de fuego y de gloria; sintió que morir por ella equivalía a haber vivido y amado adecuadamente. Tenía veintiún años y nunca, hasta entonces, estuvo enamorado.
Le temblaba la mano al colgar el teléfono y se sentía débil a causa del orgasmo experimentado. Sus ojos brillaban como los de un ángel y su rostro aparecía transfigurado de toda escoria terrenal.
—Concertando citas, ¿eh? —se burló su cuñado—. Sé lo que eso significa. Aún vas a verte ante el tribunal.
Pero Martin no quiso descender de las alturas en que se encontraba. Ni siquiera la brutalidad de aquella alusión podían devolverle a la tierra. Estaba demasiado alto para que le hiriesen o le encolerizasen. Había tenido una gran visión y era casi como un dios, por lo que sólo podía sentir lástima por aquel gusano de hombre. Ni siquiera le miró, pese a que sus ojos le abarcaron, y, como en un sueño, salió de la habitación para vestirse. Hasta que se encontró en su habitación, anudándose la corbata, no se dio cuenta de que en los oídos le sonaba algo desagradable. Al pensarlo, advirtió que se trataba del último comentario de Bernard Higginbotham, que, por alguna razón, no había llegado a su mente.
Cuando a su espalda se cerró la puerta de los Morse y Martin salió a la calle en compañía de Ruth, se sentía muy alterado. Era una gran ventura acompañarla a una conferencia. Ignoraba lo que debía hacer. En las calles, había visto que las mujeres de la clase de la muchacha asían a los hombres del brazo. Pero también había visto lo contrario. Martin se preguntó si lo harían sólo por las noches y únicamente entre matrimonios o parientes.
Antes de llegar a la acera, recordó a Minnie. Era una muchacha muy puntillosa.. Le llamó la atención la segunda vez que salieron juntos porque él iba por la parte de dentro, advirtiéndole que un caballero va en el sitio opuesto al acompañar a una dama. Minnie solía darle una patada en la espinilla cuando cambiaban de acera para recordarle cuál era su puesto. Martin se preguntó dónde lo habría aprendido y si estaría en lo cierto.
Decidió que en nada iba a perjudicarse intentándolo, por lo que, al llegar a la acera, se retrasó un instante, para situarse en la parte exterior. Entonces, se planteó el otro problema. ¿Debía ofrecerle el brazo a Ruth? No lo había hecho en toda su vida. Las chicas que conociera nunca asían a los hombres del brazo. Las primeras veces que salían juntos, marchaban tranquilamente uno al lado del otro y, luego, se enlazaban mutuamente por la cintura, apoyando ellas sus cabezas en los hombros de sus acompañantes al pasar por una calle oscura. Pero esto era distinto. Ruth no pertenecía a esa clase. Algo tenía que hacer.
Arqueó el brazo simulando naturalidal, igual que si tuviese costumbre. Y, entonces, ocurrió la maravilla. Sintió que la mano de la muchacha se le apoyaba en el brazo. Al contacto, le recorrieron el cuerpo unos escalofríos y, luego, creyó haber abandonado la tierra para volar con ella por los aires. Pero regresó muy pronto, preocupado por una nueva complicación. Estaban cruzando la calle. Ahora, quedaba él en el interior, cuando su puesto estaba al otro lado. ¿Debería, acaso, soltarla y ponerse al revés? Pero, de hacerlo, iba a tener que repetir la maniobra en cada ocasión. Había un gran error en todo esto y Martin decidió no preocuparse más, simulando no darse cuenta. No obstante, le satisfizo poco esta decisión y, al quedar en el interior, comenzó a hablar con mucho interés, como si estuviese tan embebido en cuanto decía que no advirtiese nada más. Así, en caso de estar equivocado al no cambiar de sitio, lo achacarían más a su entusiasmo que a su descuido.
Cuando cruzaban Broadway, se enfrentó a un nuevo problema. Bajo la luz de los faroles, vio a Lizzie Connolly y a su amiga. Martin sólo dudó un instante y, luego, se descubrió. No podía ser desleal con los suyos y era por algo más que por Lizzie Connolly por lo que se quitaba el sombrero. Ella le saludó con una inclinación de cabeza y le miró con descaro, con ojos que no eran suaves, como los de Ruth, sino hermosos y duros, que examinaron a su acompañante detenidamente, estudiando su rostro, sus ropas y su clase social. Eden se dio cuenta de que Ruth miraba a su vez, con ojos tímidos como los de una paloma, para observar disimuladamente a la operaría, a su traje barato y al sombrero que todas ellas lucían entonces.
—¡Qué muchacha más bonita! —comentó luego Ruth.
Martin sintió deseos de darle las gracias, pero se limitó a decir:
—Pues no sé. Supongo que es cuestión de gusto, pero no me llama la atención.
—Pero si no encontraría usted una mujer en diez mil con unas facciones tan delicadas. Son espléndidas. Parece un camafeo. Y también tiene hermosos ojos.
—¿Lo cree de veras? —indagó Martin distraído, ya que para él no había mujer más hermosa que la que llevaba del brazo.
—¿Que si lo creo? Si esa muchacha pudiese vestirse bien y la enseñaran a andar como es debido, quedaría usted admirado, Mr. Eden, igual que todos los hombres.
—También deberían enseñarla a hablar —comentó el marino—, pues de otro modo no la iba a entender usted. Estoy seguro de que no comprendería ni una cuarta parte si hablase a su aire.
—¡Tonterías! Es usted peor que Arthur cuando quiere tener razón.
—Se olvida de cómo hablaba yo cuando me conoció. Desde entonces, he aprendido un nuevo idioma. Antes, hablaba igual que esa chica. Ahora puedo expresarme con suficiente claridad en el idioma de ustedes para decirle que no iba a comprender el de la muchacha en cuestión. ¿Sabe por qué anda de ese modo? Ahora pienso en tales asuntos, de los que nunca me había preo-cupado, y creo comenzar a entender muchas cosas.
—¿Por qué anda así?
—Durante años, ha pasado muchas horas pegada a una máquina. Los cuerpos jóvenes son moldeables y acaban por adaptarse a la clase de trabajo que realizan. Con sólo mirar a una persona, puedo adivinar su oficio. Fíjese en mí. ¿Por qué cree que me bamboleo de ese modo? Pues a causa de los años pasados en el mar. De haber sido vaquero durante el mismo tiempo, no me balancearía, pero tendría las piernas arqueadas. Eso le ocurre a mi amiga. Habrá advertido que tiene una mirada dura. Nadie la protegió jamás. Tuvo que cuidar de sí misma, y una muchacha joven no puede hacerlo y, a la vez, con-servar una mirada suave y dulce, como... como la de usted, por ejemplo.
—Creo que tiene razón —comentó Ruth en voz baja—. Y, es una pena. ¡Una muchacha tan bonita!
Martin la miró, descubriendo que sus ojos brillaban de compasión. Entonces, recordó que la amaba y se maravilló de su buena suerte, que le permitía acompañarla a una conferencia.
—¿Quién eres tú, Martin Eden? —se preguntó mirándose al espejo al regresar a su dormitorio. Se estuvo contemplando durante un buen rato con curiosidad—. ¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿Dónde está tu sitio? Por derecho, perteneces a muchachas como Lizzie Connolly. Perteneces a las legiones del trabajo, con todo lo que es bajo, vulgar y feo. Tu puesto está con los bueyes y con los esclavos, en lugares sucios, que huelen mal. Como esas verduras agrias. O esas patatas que se están pudriendo. ¡Huélelas, maldito, huélelas! Y, sin embargo, te atreves a abrir libros, a escuchar buena música, a que te gusten las buenas pinturas, aprendes a hablar bien, a pensar cosas que no se les ocurren a los de tu clase, a separarte de los bueyes y de las Lizzie Connolly y a amar a una mujer pálida y espiritual, que está a un millón de millas de ti y que vive en las estrellas. ¿Quién eres tú y qué eres? ¡Maldito seas! ¿Y tú vas a triunfar?
Amenazó con el puño a su imagen en el espejo y, luego, se sentó al borde de la cama, para soñar con los ojos abiertos. Al cabo de un rato, sacó una libreta y el álgebra, perdiéndose en las ecuaciones cuadradas, mientras las horas iban pasando, se apagaban las estrellas y, en la ventana, asomaba la luz grisácea del amanecer.
CAPITULO XIII
El gran descubrimiento se debió a los corros de socialistas parlanchines y de filósofos obreros que, en las cálidas tardes de verano, se formaban en el City Hall Park. Una o dos veces al mes, cuando cruzaba el parque en dirección a la biblioteca, Martin se detenía para escucharles y siempre le costaba separarse de ellos. El nivel de las conversaciones era bastante inferior a las de los Morse. No se mostraban graves ni dignos. Se enfurecían con facilidad y se insultaban, mientras los juramentos y las alusiones obscenas asomaban frecuentemente a sus labios. Les vio llegar a las manos por lo menos un par de veces. Y, sin embargo, aunque no lograse explicárselo, semejaba haber algo vital en lo que aquella gente pensaba. Su vocabulario atraía a Martin mucho más que el sereno, tranquilo y dogmático de Mr. Morse. Aquellos hombres, que destrozaban el idioma, gesticulaban como locos y se combatían con furia; parecían, no obstante, mucho más vivos que Mr. Morse y su amigo Mr. Butler,
Martin había oído citar a Herbert Spencer varias veces en las discusiones del parque, pero una tarde apareció uno de sus discípulos. Se trataba de un desmadrado vagabundo, que llevaba el sucio abrigo cerrado hasta el cuello, para ocultar que no tenía camisa. Se celebró un torneo verbal, amenizado con numerosos cigarrillos y muchos salivazos de tabaco, en el cual el vagabundo sostuvo triunfalmente su terreno, aunque se burlara de él un obrero socialista. «No hay dioses, sólo lo Desconocido y Herbert Spencer es su profeta.» A Martin le intrigó el motivo de la discusión, pero, al dirigirse a la biblioteca, llevaba un nuevo interés por Herbert Spencer. Puesto que el vagabundo mencionó varias veces sus Primeros principios, decidió solicitar ese libro.
Así comenzó el gran "descubrimiento. En otra ocasión había ya hecho la prueba con Spencer, pero, al elegir sus Principios de psicología, fracasó tan rotundamente como con Madame Bla-vatsky. No pudo entender nada y lo devolvió sin concluirlo. Sin embargo, aquella noche, después de estudiar álgebra y física y trabajar en un soneto, se acostó, abriendo Primeros principios. La mañana le sorprendió aún ensimismado en su lectura. Siguió en cama hasta tener el cuerpo dolorido e intentó tenderse en el suelo, con el libro en alto, o leerlo de lado. Durmió de un tirón la noche siguiente, pasó la mañana escribiendo y, luego, el libro le tentó de nuevo, dedicando la tarde entera a leer, olvidándose de todo, incluso de que le esperaba Ruth. Volvió al mundo cuando Bernard Higgmbotham abrió la puerta para preguntarle si creía que su casa era un restaurante.
A Martin Eden le había dominado la curiosidad durante toda la vida. Deseaba saber, y este deseo le lanzó a recorrer el mundo. Pero ahora aprendía de Spencer que nada sabía y que nada hubiese sabido, pese a continuar aquellos viajes. Se había limitado a pasar por la superficie de las cosas, observando fenómenos aislados, acumulando fragmentos de hechos y haciendo ligeras generalizaciones, todo independientemente, dentro de un universo desordenado. Había estudiado el mecanismo de vuelo de los pájaros, que llegó a comprender bien. Pero nunca se le ocurrió inten-tar explicarse el proceso por el que los pájaros llegaron a tener órganos voladores. Ni siquiera se le ocurrió que existiese tal proceso. Qué llegaran a ser los pájaros, estaba fuera de sus cálculos. Siempre habían existido. Eran así.
Y, lo mismo que con los pájaros, le ocurría con todo. Los primeros intentos de Martin para estudiar filosofía resultaron vanos, a causa de su ignorancia y de su falta de preparación. La metafísica medieval de Kant no le dio la llave de nada y sólo sirvió para hacerle dudar de sus capacidades intelectuales. Del mismo modo, sus intentos de estudiar el evolucionismo se habían limitado a un volumen muy técnico de Romanes. Nada pudo entender, por lo que llegó a la conclusión de que el evolucionismo no era más que la teoría particular de ciertos hombrecillos de incomprensible vocabulario. Y ahora se enteraba de que no era meramente una teoría, sino un proceso aceptado del desarrollo y que los científicos ya no la ponían en duda, discrepando, tan sólo, en su método.
Y, entonces, aparecía aquel hombre, Spencer, para ordenar, ante sus ojos, la inmensidad del saber humano, reduciéndolo todo a unidades, elaborando hasta los detalles más nimios, con lo que presentaba un universo tan concreto como las maquetas de barcos que los marineros meten en botellas. No existían el capricho ni la casualidad.
Todo se debía a unas leyes. Y al obedecerlas volaba el pájaro, al igual que en obediencia a esas mismas leyes cobró vida el pájaro, llegó a tener patas y alas y se convirtió en un ave.
Martin había ido ascendiendo de plano en la vida intelectual y, entonces, se encontraba en el más alto. Todos los secretos se le iban descubriendo. Se sentía borracho de comprensión. Por las noches, mientras dormía, convivía con los dioses en unas extrañas pesadillas y, despierto, durante el día, se movía como un sonámbulo, con la mirada ausente, contemplando el mundo que acababa de descubrir. En la mesa, no prestaba atención a las conversaciones acerca de cosas pequeñas e innobles, preocupado su inquieto cerebro en ir averiguando las causas y los efectos de cuanto ocurría ante sus ojos. En la carne que le ponían en el plato, veía el resplandor del sol y seguía todas sus transformaciones hasta el origen, cien millones de millas atrás, o acompañaba a esa misma energía hasta los flexibles músculos de sus brazos, que le permitían cortar la carne, o a la mente que ordenaba el movimiento de aquellos músculos para que cortasen la carne, con lo que imaginaba ver el resplandor del sol en su propia mente. Todo esto le tenía como en trance y no oía la palabra «manicomnio» que pronunciaba Jim ni se daba cuenta de la ansiedad que se reflejaba en el semblante de Gertru-de o del movimiento del dedo de Bernard Hig-ginbotham, al apoyárselo en la sien, con lo que sugería que a su cuñado no le funcionaba bien el cerebro.
Lo que en cierto modo más impresionó a Martin fue la correlación del conocimiento, de todo conocimiento. Siempre sintió curiosidad por saber cosas y, cuanto iba adquiriendo, lo archivaba en un departamento distinto de su mente. Así, acerca del mar y de los marinos, poseía muchísimos datos. Acerca de las mujeres, poseía bastantes. Sin embargo, ambos temas estaban separados por completo. No había la menor relación entre ellos. El hecho de que, en el campo de la ciencia, tuviesen algo que ver las mujeres histéricas con una goleta que se enfrentaba a una tormenta le hubiese parecido a Martin no sólo ridículo, sino, además, imposible. Sin embargo, Herbert Spencer, aparte de demostrarle que estaba equivocado, indicaba que era imposible que no existiese tal relación. Todas las cosas tenían que ver con otras, desde la estrella más lejana hasta las miríadas de átomos en el grano de arena que pisamos.
Este nuevo concepto, no dejaba de maravillar a Martin y, de continuo, se enzarzaba en buscar la relación entre cuanto hay bajo el sol e, incluso, más allá. Estableció listas de las cosas más incongruentes y no descansó hasta encontrar un parentesco entre todas, un parentesco entre el amor, la poesía, los terremotos, el fuego, las serpientes de cascabel, el arco iris, las piedras preciosas, las monstruosidades, los atardeceres, el rugido de los leones, la iluminación de gas, el canibalismo, la belleza, el asesinato, las palancas, las grúas y el tabaco. Así fue unificando el universo, de modo que pudiese examinarlo mejor. Recorría sus caminos, sus atajos y sus selvas, pero no como el viajero al que aterra lo desconocido, sino como aquel que va observando y anotando cuanto ve, para no olvidarse nunca.
—¡Estúpido! —le espetó a su imagen en el espejo—. Querías escribir, intentaste escribir, pero no tenías nada que escribir. ¿Qué llevabas en tu interior? Algunos conceptos infantiles, ciertos sentimientos mal concebidos, belleza poco concebida, mucha ignorancia, un corazón repleto de amor y una ambición tan grande como tu amor y tan frivola como tu ignorancia. ¡Y querías escribir! Sólo estás a punto de ir aprendiendo lo que debes escribir. Querías crear belleza, pero, ¿cómo ibas a hacerlo si nada sabes de su natu-raleza? Querías escribir acerca de la vida, cuando nada conoces de sus características. Querías escribir acerca del mundo y de los esquemas de la vida, cuando el mundo es, para ti, igual a un rompecabezas chino y sólo podrías haber escrito acerca de lo que ignoras del esquema de la vida. Pero alégrate, Martin, muchacho. Aún podrás escribir. Sabes poco, muy poco, pero vas por buen camino para saber más. Algún día, si tienes suerte, puede que estés a punto de saber cuanto debe saberse. Entonces, podrás escribir.
Comunicó su descubrimiento a Ruth, con el fin de compartir con ella tanta maravilla. Pero la muchacha no se mostró muy entusiasta. Lo aceptó tácitamente y, en cierto modo, parecía ya saberlo por estudios anteriores. Pero no le produjo impresión alguna, lo que hubiera sorprendido a Martin de no haberse dicho que para la muchacha no constituía la novedad que para él era. Arthur y Norman, según comprobó, creían en la evolución y habían leído a Spencer, pero sin darle mayor importancia, mientras que el joven de los lentes, Will Olney, se burlaba a conciencia de Spencer y repetía el epigrama: «No hay dioses, sólo lo Desconocido y Spencer es su profeta.»
Sin embargo, Martin se lo perdonó todo, pues había descubierto que Olney no estaba enamorado de Ruth. Más adelante, quedó estupefacto al comprobar, por una serie de detalles, que no sólo a Olney no le interesaba Ruth, sino que sentía por ella una profunda antipatía. Martin no lo pudo comprender. Era un fenómeno que no llegaba a relacionar con todos los demás del Universo. No obstante, sintió una gran compasión por el joven que, por un fallo temperamental, no podía apreciar debidamente la finura y belleza de Ruth. Varios domingos fueron a pasear por las colmas en bicicleta y Martin tuvo amplia oportunidad de advertir la tregua armada que existía entre Ruth y Olney. Éste solía ir siempre con Norman, lanzando a Arthur y a Martin a la compañía de Ruth, cosa que Eden agradecía profundamente.
Aquellos domingos fueron grandes ocasiones para Martin, ya que podía estar con Ruth y, además, le iban equiparando a los muchachos de su clase.
Pese a la diferencia de educación recibida, Eden se estaba convirtiendo en su par intelectual y, las horas que pasaba hablando con ellos, le permitían ejercitarse en la gramática que tanto había estudiado. Ya no consultaba los tratados de urbanidad, prefiriendo observar cómo se com-portaban los otros. Excepto cuando le vencía el entusiasmo, Eden estaba siempre en guardia, atento al menor movimiento y aprendiendo sus cortesías y deferencias más habituales.
El hecho de que a Spencer se le leyese muy poco, tuvo intrigado a Martin durante mucho tiempo.
—Herbert Spencer —comentó el biblioteca-rio—, una inteligencia excepcional.
No obstante, no parecía conocer nada de sus escritos. Cierta tarde, durante la cena y en presencia de Mr. Butler, Martin mencionó a Spencer. Mr. Morse criticó duramente el agnosticismo del filósofo inglés, confesando no haber leído nunca sus Primeros principios. Mr. Butler, por su parte, afirmó que no podía soportarle, y que, pese a no interesarse por sus obras, se desenvolvía muy bien en la vida. En la mente de Martin surgieron dudas y, de haber sido menos individualista, probablemente hubiese abandonado a Spencer para siempre. Pese a todo, sus explicaciones eran las únicas que le convencían y consideraba que abandonarle equivalía a un piloto que arrojase la brújula por la borda. Por tanto, Martin se dedicó a estudiar con mayor ahínco el tema de la evolución, dominándolo a fondo y viéndolo confirmado por distintos autores. Cuanto más estudiaba, más se iba internando en campos del saber hasta entonces inexplorados y lo único que lamentaba es que el día sólo tuviese veinticuatro horas, queja que en él se hizo crónica.
En una ocasión, decidió, por falta de tiempo, abandonar el álgebra y la geometría. Ya ni siquiera se le ocurrió probar con la trigonometría. Luego, tachó la química, limitándose a la física.
ni pretendo serlo. Hay demasiadas especialidades para que alguien intente, en una sola vida, I conocer algo de cada una de ellas. Lo que me I interesa son los conocimientos generales. Si ne- cesito ayuda de los especialistas, consultaré sus libros.
—Pero no es lo mismo que si uno domina la materia —protestó la muchacha.
—No se necesita. Nos beneficiamos de su obra. Para eso la hicieron. Al venir hacia aquí, vi a unos deshollinadores. Son especialistas y, cuan do acaben su trabajo, gozará usted de chimeneas limpias sin saber nada de cómo se construyen.
—Me temo que eso es sacar las cosas de qui cio.
Ruth le contempló con curiosidad y Martin advirtió, en su mirada, una nota de reproche. Sin embargo, estaba plenamente convencido de que tenía razón.
—Todos los pensadores que han estudiado los grandes problemas, en realidad nuestras mejores cabezas, han tenido que basarse en los especialistas. Así lo hizo Herbert Spencer. Generalizó, gracias a los descubrimientos de miles de inves-tigadores. Hubiese tenido que vivir mil vidas para averiguarlo todo personalmente. Lo mismo hizo Darwin. Aprovechó cuanto habían aprendido los floricultores y los ganaderos.
—Tienes razón, Martin —dijo Olney—. Tú sabes muy bien lo que buscas, al contrario de Ruth, que ni siquiera ha pensado en lo que pre-tende... Sí, desde luego —se apresuró a añadir adelantándose a las protestas de la muchacha—. Buscas eso que llaman cultura general. Pero en tal caso, no importa lo que se estudie. Puedes dedicarte al francés, al alemán, e, incluso, al esperanto. Lo mismo te dará un tono de cultura. Da igual que se estudie el latín o el griego. Seguirás siendo culto. Ruth se dedicó al sajón, lo que fue un acierto, y, aunque sólo hace dos años, únicamente recuerda algún verso. Pero consiguió ese barniz de cultura. Lo sé. Estábamos en la misma clase.
—Hablas de la cultura como si debiera ser un medio para conseguir algo —protestó Ruth. Le brillaban los ojos y en sus mejillas se habían encendido dos manchas de color—. La cultura es un fin en sí misma.
—Pero eso no es lo que Martin pretende.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué es lo que pretendes, Martin? —le preguntó Olney, volviéndose hacia él.
Eden se sintió incómodo y dirigió a Ruth una mirada de súplica.
—Sí, ¿qué es lo que quieres? —repitió la muchacha—. Así quedará solucionado.
—Naturalmente que deseo adquirir cultura —balbuceó el marino—. Me encanta la belleza, y la cultura me permitirá apreciarla mejor.
La muchacha asintió, con aire triunfal.
—Eso son tonterías y a todos nos consta —fue el comentario de Olney—. Lo que busca Martin es una carrera, no la cultura. Lo que ocurre es que, en su caso, la cultura va paralela a la carrera que ha elegido. No la necesitaría de querer ser químico. Martin quiere escribir, pero no se atreve a decirlo para que no tengas mala opinión de él.
»¿Y por qué quiere escribir Martin? —continuó—. Porque no tiene dinero. ¿Por qué te llenas tú la cabeza con literatura y cultura general? Porque no has de abrirte camino en el mundo. Tu padre se encarga de eso. Te compra la ropa y todo lo demás. ¿De qué te va a servir la educación recibida, o a mí, a Arthur y a Norman? Estamos ahítos de cultura general, pero si nuestros padres se arruinasen hoy, no aprobaríamos mañana un examen para maestro, A lo más que podías aspirar, Ruth, es a una escuela de pueblo o a dar clases de música en un internado de señoritas.
—¿Y qué ibas a hacer tu? —preguntó la muchacha.
—Nada. Quizá me ganara un dólar y medio como mozo en una empresa o puede, y fijaos en que digo «puede», que me aceptaran de vigilan-te en un colegio, para echarme a la semana por incapacidad.
Martin escuchó la discusión atentamente y, si bien creía que Olney estaba en lo cierto, le molestó el tono protector que empleaba con Ruth. Pero, mientras le escuchaba, se iba formando en su mente un nuevo concepto del amor. No im-I portaba que la mujer amada razonase justa o injustamente. El amor estaba por encima de la razón. El hecho de que la muchacha no com-prendiese sus motivos para desear una carrera, no la desmerecía a sus ojos. Ruth provocaba el amor, sin que esto tuviese nada que ver con sus opiniones.
—¿Qué has dicho? —exclamó a una pregunta de Olney que le sacó de su abstracción.
—Decía que confío en que no serás tan tonto como para estudiar latín.
—El latín es algo más que cultura —intervino Ruth—. Es una preparación.
—Bien, ¿piensas estudiarlo? —insistió Olney.
Martin estaba apurado. Se daba cuenta de que la posición de Ruth dependía de sus respuestas.
—Me temo que no va a quedarme tiempo —dijo al fin—. Me gustaría, pero no podré.
—Como ves, Martin no busca cultura —exclamó Olney-—. Pretende llegar a algún sitio, hacer algo.
—Pero eso constituye una disciplina mental. Te obliga a ejercitarla. —Ruth contempló a Martin, como si esperase que cambiara de opinión—-. Los futbolistas deben entrenarse antes de cada partido. Para el pensador, el latín es algo parecido. Entrena.
—¡Tonterías! Eso nos dijeron cuando éramos niños. Pero hubo algo que se callaron. Nos dejaron que lo descubriésemos por nuestra cuenta. —Olney hizo una pausa efectista y luego agregó—: Y lo que se callaron es que todo caballero debía haber estudiado latín, pero que ningún caballero debería saber latín.
—Eso no es justo —protestó Ruth—. Sabía que ibas a darle la vuelta a este asunto para reforzar tu teoría.
—No, no lo creas —fue la respuesta—. Los únicos que saben latín son los abogados, los farmacéuticos y los profesores de lenguas muertas. Si Martin quiere ser una de esas cosas, me habré equivocado. ¿Pero qué tiene todo eso que ver con Herbert Spencer? Martin acaba de descubrirlo y está entusiasmado. ¿Por qué? Pues porque Spencer le ayuda en sus propósitos. Ni a mí ni a ti podría ayudarnos. No tenemos propósitos. Tú te casarás algún día y yo no tendré otra cosa que hacer más que seguir a los abogados y administradores que se encargarán del dinero que va a dejarme mi padre.
Olney se puso en pie, encaminándose a la puerta, donde se detuvo para una descarga final.
—Deja en paz a Martin, Ruth. Sabe lo que le conviene. Fíjate en todo lo que ha hecho por sí mismo. Me pone enfermo... enfermo de vergüenza. Sabe mucho más acerca del mundo, de la vida, de los hombres y de todo lo demás que Arthur, Norman, tú o yo, pese a tanto latín, francés y lenguas nórdicas.
—Pero si Ruth es mi maestra —objetó Martin caballerosamente—. A ella le debo lo poco que he aprendido.
— ¡Tonterías! —Olney dirigió una maliciosa mirada a Ruth—. Supongo que vas a decirme que ella te recomendó leer a Spencer, lo que no es cierto. Ruth no sabe acerca de Darwin y del evolucionismo más que yo de las minas del rey Salomón. ¿Cuál fue esa definición de Spencer que me citaste el otro día? Aquello acerca de la homogeneidad, la incoherencia y lo indefinido.
Repítesela a Ruth, a ver si entiende algo. No es lo que llamamos cultura. Bien, adiosito, y, Martín, si te empeñas en el latín, te voy a perder el respeto.
Durante toda aquella discusión, Martin, pes e a estar muy interesado, sintió una especie de fastidio. Se debía al tono infantil con que se trataban los estudios y las lecciones, que contrastaba con las grandes cosas que se agitaban en su in terior, con el deseo de aferrar la vida, tan fuerte que le torcía los dedos como uñas de águila, con la emoción cósmica que le embargaba y con la incipiente consciencia de irlo dominando todo.
Eden se comparaba a un poeta, lleno de belleza y de poder que, habiendo naufragado en tierra extraña, se tambaleara y titubease al intentar, vanamente, cantar en la bárbara lengua de sus hermanos de aquel nuevo país. Eso mismo le ocurría a él. Estaba vivo, dolorosamente vivo, a todas las cosas del Universo y, no obstante, debía soportar la charla infantil acerca de si le convenía o no estudiar latín.
—¿Qué diablos me importa el latín? —se preguntó aquella noche ante el espejo—. Que los muertos sigan muertos. ¿Por qué han de gober narme a mí y a cuanto llevo conmigo? La belle za es una cosa viva y eterna. Los idiomas acaban por desaparecer. Son como el polvo de los muertos.
Pensó entonces que había expresado muy bien sus pensamientos y se acostó preguntándose el motivo de que no pudiese hablar de ese modo cuando estaba con Ruth. Entonces, no era más que un escolar, con léxico de escolar.
—Dadme tiempo —exclamó en voz alta—.
¡Dadme tiempo!
«Tiempo, tiempo, tiempo», ésa era su continua queja.
CAPITULO XIV
No fue a causa de Olney sino pese a Ruth y a su amor por Ruth, por lo que decidió no estudiar latín. El dinero representaba tiempo. Había tantas cosas mucho más importantes que el latín, tantos temas que exigían su estudio con voces imperiosas. Y debía escribir. Necesitaba ganar dinero. No le aceptaban nada. Unas dos docenas de originales hacían la ronda por los periódicos. ¿Cómo lo conseguían los demás? Martin pasaba largas horas en la biblioteca pública estudiando lo que otros habían escrito, revisando sus trabajos con meticulosidad y comparándolos fríamente con los suyos y preguntándose, preguntándose de continuo, cuál era el secreto de que pudieran vender sus obras.
A Martin le sorprendía la cantidad de cosas publicadas que carecían de vida. No habían sabido injertarles luz, ni vida ni color. Sin embargo, pese a todo, sus autores las vendían a dos centavos la palabra, veinte dólares el millar, según indicaban en aquella nota en el periódico. A Martin le asombraban tantos relatos, escritos con habilidad y ligereza, según debía reconocer, pero sin vida ni realismo. La vida era sorprendente y extraordinaria, llena de una inmensidad de problemas, de sueños y de esfuerzos heroicos, pero, sin embargo, aquellos relatos sólo trataban de sus aspectos más vulgares. Martin sentía la presión y la fuerza, sus fiebres y sus sudores, junto con sus violentas rebeldías. Esto era, sin duda, acerca de lo que debía escribirse. Quería glorificar a los cabecillas de la perdida esperanza, a los enamorados locos, a los gigantes qué luchaban contra la fatiga, el terror y la tragedia", haciendo que la vida se resquebrajase con el vigor de su empresa. Pero, en cambio, los relatos que aparecían en las revistas semejaban dedicados a glorificar a los Mr. Butler, sórdidamente ávidos de dinero, y a los idilios más vulgares de hombrecillos y de mujeres vulgares. ¿Acaso los directores de esas publicaciones eran vulgares? ¿O, acaso, tanto los directores como los escritores y lectores temían a la vida?
El principal problema de Martin era que no conocía a ningún director. Y no sólo tampoco conocía a ningún escritor, sino que, además, no conocía a nadie que hubiese intentado escribir. No tenía quien le aconsejara ni en el más mínimo detalle. Martin comenzó a dudar de que los directores fueran seres humanos Semejaban tuercas en una gran máquina. Y esto era aquello, una gran máquina. Eden vertía su alma en sus narra-ciones, en sus artículos y en sus poemas, para confiárselos a una máquina. Los doblaba como era debido, ponía unos sellos en el interior, junto con el original, cerraba el sobre, le ponía también sellos y lo depositaba en un buzón. Así cruzaban el país y, al cabo de un tiempo, el cartero se los devolvía en otro sobre, en el cual habían pegado los sellos que él enviara. Era similar a una de esas máquinas que, al introducir unas monedas y mover una palanca, te entregan una barra de chicle o de chocolate. Dependía de en qué ranura colocaras la moneda, para que saliera chicle o chocolate. Lo mismo ocurría con la máquina editorial. Por un lado, sacaba cheques, y por el otro, notas de devolución. Hasta entonces, Martin no había conseguido más que lo último.
Eran estas notas las que daban mayor apaciencia de ser una máquina a todo aquel horrible proceso. Estaban impresas, con una fórmula estereotipada. Martin las había recibido a centenares, algo así como una docena por cada uno de sus primeros escritos. De haber recibido una sola línea de tipo personal entre todas las notas, se hubiese sentido animado. Pero ni siquiera un solo director le dio esa prueba de su existencia. Por tanto, decidió que no había seres humanos al otro extremo de la línea tan sólo tuercas, bien engrasadas y ajustadas, en una máquina.
Martin era un excelente luchador, animoso y terco, y se hubiese decidido a seguir alimentando la máquina durante años. Pero se desangraba, y no en años, sino en unas cuantas semanas, concluiría la lucha. Cada sábado, el coste de su manutención le acercaba más a la destrucción, mientras que el franqueo de los cuarenta originales le sangraba con la misma intensidad. Martin ya no se compraba libros y procuraba economizar en cuestiones mínimas, aunque no tenía el sentido del ahorro y adelantó el fin varios días, al regalarle cinco dólares a su hermana Marian para que se comprase un vestido.
Eden siguió debatiéndose en la oscuridad, sin consejo, sin que le animasen y al borde de la desesperación. Incluso Gertrude comenzaba a mirarle con recelo. En un principio, toleró lo que, con amor fraterno, consideraba una tontería, pero, ahora, con solicitud fraterna, se sentía inquieta. Le parecía que la tontería de Martin se estaba convirtiendo en locura. Martin lo sabía y esto le hacía sufrir mucho más que el desdeñoso y punzante desprecio de Bernard Higginbotham. Martin tenía fe en sí mismo, pero estaba solo en su fe. Ni siquiera Ruth la compartía. La muchacha quería que estudiase y, si bien jamás le censuró por escribir, tampoco lo aprobaba.
Martin nunca pretendió mostrarle sus escritos. Se lo impedía cierta delicadeza. Además, la muchacha estudiaba mucho en la Universidad y Eden no quiso privarla del descanso. Sin embargo, una vez obtuvo su diploma, la propia Ruth le pidió que le dejase leer algo. Martin sintió un gran júbilo y, al mismo tiempo, una gran vergüenza. Allí tenía un juez. Ruth era bachiller en artes. Había estudiado literatura con profesores experimentados.
Puede que los que dirigían las revistas fuesen, también, jueces perspicaces. Pero ella iba a resultar distinta. Ruth no le enviaría una nota es-tereotipada, ni le diría que, por el hecho de que \ no publicasen su trabajo, éste no carecía de mé- rito. Ella, que era un ser humano, le hablaría, según su costumbre y, lo más importante, descubriría al verdadero Martin Eden. Por su trabajo, comprendería cómo eran su alma y su corazón y adivinaría algo, sólo algo, de sus sueños y de su vigor.
Martin reunió algunas de sus narraciones, copiadas a máquina, y, tras una breve duda, añadió su Lírica marina. Luego, Ruth y él tomaron las bicicletas cierta tarde de junio y se fueron a las colinas. Era la segunda vez que se encontraba a solas con ella y, mientras avanzaban bajo el calor, suavizado por la brisa del mar, Martin se sintió impresionado por el hecho de que era un mundo hermoso y bien ordenado y que resultaba magnífico ser joven y estar enamorado. Dejaron las bicicletas junto al camino y, luego, subieron hasta un montículo, en el que la hierba, quemada por el sol, olía a cosecha.
—Ya ha cumplido su misión —dijo Martin, cuando se sentaron. Ella lo hizo sobre su chaqueta y él en el suelo. Eden olió con placer la hierba pardusca, que fue penetrándole en la mente y poniendo en marcha sus razonamientos, desde lo particular a lo universal—. Ha cumplido su razón de existir —comentó mientras la acariciaba con afecto—. La movió la ambición bajo el invierno, se enfrentó a la primavera, floreció, alimentando a los insectos y a las abejas, se esparcieron sus semillas, ajustó sus cuentas con el mundo y el universo y...
—¿Por qué lo mira usted todo de un modo tan práctico? —le interrumpió Ruth.
—Porque he estudiado el evolucionismo, imagino. La verdad es que hace muy poco que empecé a ver claro.
—Me temo que haya perdido de vista la belleza al hacerse tan práctico. La destruye usted, igual que los niños que arrancan las alas a las mariposas.
Martin negó con un gesto.
—La belleza tiene un gran significado, pero nunca llegué a comprenderlo. La aceptaba, pero como algo carente de valor, que era así, sin razón y sin motivo. Nada sabía acerca de la belleza. Sin embargo, ahora ya lo sé o comienzo a saberlo. Esta hierba me resulta ahora más hermosa desde que conozco la química oculta del sol, de la tierra y de la lluvia que la convierte en hierba. Hay una gran novela en la biografía de la hierba y, también, una gran aventura. Sólo con pensarlo me estremezco. Al imaginarme la lucha entre la fuerza y la materia, me dan ganas de escribir un poema épico sobre la hierba.
— ¡Qué bien habla usted! —exclamó ella como ausente y Martin advirtió que le miraba con fijeza.
Se sintió dominado por la confusión, mientras la sangre le afluía a las mejillas.
—Confío en ir aprendiendo a expresarme —murmuró—. Creo que tengo muchas cosas que decir. ¡Pero resulta tan difícil! No consigo encontrar el medio para comunicar lo que llevo dentro. En ocasiones, me parece como si todo el mundo, toda la vida, todo, se hubiese instalado en mi interior, para que yo lo transmita a los demás. Siento, ¿cómo lo voy a describir?, siento su grandeza, pero, cuando hablo, no consigo hacerlo más que como un niño. Es una gran tarea el traducir el sentimiento en lenguaje, tanto hablado como escrito, que, a su vez, despertará, en el que lea u oiga, iguales sensaciones. Es una tarea superior. Vea, cuando hundo la cara en la hierba, el aroma que respiro me provoca miles de Meas y de fantasías. Se trata del aroma del Universo. Me hace concebir canciones, risas, el éxito, el dolor, el esfuerzo y la muerte, y tengo visiones que despierta en mi mente la esencia de la hierba, todo lo cual quisiera explicárselo a usted y al mundo entero. ¿Pero cómo hacerlo? Tengo la lengua atada. He intentado, con las palabras anterio-res, describirle el efecto que me produce el aroma de la hierba. Sin embargo, no lo he conseguido. Sólo lo he esbozado. A mí mismo me resulta confuso. Pero, a pesar de todo, ardo en deseo de comunicarlo. —Alzó las manos en un ademán de desesperación—. ¡Es imposible! ¡Nadie lo puede comprender! ¡No se puede explicar!
—Pero usted habla muy bien —insistió ella—. Piense cuánto ha mejorado en el poco tiempo que le conozco. Mr. Butler es un famoso orador. El comité del Estado le pide siempre que intervenga durante las campañas electorales. Acaba usted de hablar tan bien como él lo hizo en una reciente cena. La única diferencia es que él se domina-mejor. Usted se excita demasiado, pero, con práctica, acabará por superarle. Usted sería un magnífico orador. Puede llegar muy lejos... si se lo propone. Tiene usted dominio. Estoy segura de que puede usted dirigir a hombres, y no veo razón para que no triunfe en todo lo que intente, tal como ha triunfado en la gramática. Sería usted un buen abogado. Destacaría en política. Nada hay que le impida tener un éxito tan grande como el de Mr. Butler. Sin la dispepsia, claro —añadió la muchacha con una sonrisa.
Siguieron hablando, y ella, con su manera habitual, suave pero persistente, insistió en la necesidad de una amplia base de cultura y del latín para cualquier carrera. Ruth trazó su ideal del hombre triunfador, que se basaba en la imagen de su padre, con algunos toques inconfundibles de Mr. Butler. Martin la escuchaba atentamente, tendido de espaldas y gozando de cada uno de los movimientos de sus labios. Pero su mente no la recibía. No había el menor atractivo en las imágenes que ella evocaba y Eden sintió, junto a una punzada de desencanto, una mayor ansia amorosa por ella. En las palabras de la muchacha no hubo ni una sola mención a sus relatos, que yacían olvidados en la hierba.
Al fin, aprovechando una pausa, Martin miró hacia el sol, calculando su altura, y tomó los originales para recordárselos.
—Me había olvidado —dijo Ruth— y tengo mucho interés en conocerlos.
Eden le leyó uno de sus cuentos, que consideraba de los mejores. Lo titulaba El vino de la vida y ese vino, que se le había subido a la cabeza al escribirlo, volvió a subírsele mientras lo leía. Había cierta magia en la concepción original y creyó habérsela impreso en las frases y en la forma de desarrollarlo. El fuego y la pasión con que lo escribiera surgieron nuevamente para arrollarle, de modo que se le pasaron por alto sus muchos defectos. No le ocurría lo mismo a Ruth. Su entrenado oído detectó las debilidades y las exageraciones, el excesivo énfasis que le prestara, advirtiendo, al instante, cada vez que el ritmo de las frases se alteraba o fallaba. Apenas lo notaba cuando no resultaba demasiado pomposo, momentos en que se daba cuenta exacta de que era obra de un aficionado. Éste fue su juicio final, obra de un aficionado, aunque no se lo dijo a Eden. En su lugar, cuando él hubo concluido, le señaló algunos defectos menores, asegurando que el relato le había gustado.
A Martin le desilusionó. Ruth tenía razón en sus críticas. Esto se lo reconocía, pero no pensaba compartir con ella su trabajo, para que le hiciese una corrección de escolar. Los detalles importaban muy poco. Ya se corregirían. Aprendería a corregirlos. Martin imaginaba haber captado algo grande de la vida, para plasmarlo en su relato. Eso fue lo que le leyó a la muchacha, no un ejercicio de composición y ortografía. Deseaba que ella sintiera lo mismo que él, que advirtiese y viera aquello que supo arrancarle a la vida con las manos y con la mente para plasmarlo en aquellas páginas, con palabras escritas. Decidió que había fracasado. Quizá los directores de periódico tuviesen razón. La idea era buena, pero no sabía transmitirla al lector. Disimuló su desengaño y colaboró con ella en la crítica de la narración, cíe modo que la muchacha no se dio cuenta de que, en el fondo, Martin no estaba de acuerdo.
—A esta otra narración la titulo El recipiente —explicó Martin desdoblando las cuartillas—. Me la han devuelto de cuatro o cinco revistas, pero, así y todo, sigo creyendo que es buena. En realidad, no sé lo que creer, excepto que no he tenido mala idea. Quizás a usted no se lo parezca. Es corta;' cosa de dos mil palabras.
—¡Qué horror! —exclamó la muchacha cuando él hubo concluido—. ¡Es horrible, totalmente horrible!
Martin examinó el pálido rostro de Ruth, sus ojos desorbitados y los puños cerrados con secreta satisfacción. Lo había conseguido. Supo transmitir la fantasía y el sentimiento de su mente. Alcanzaba al lector. Le gustara o no, a Ruth la había dominado, obligándola a olvidar los detalles.
—Eso es la vida —afirmó Eden—, y la vida no siempre es bonita. Pero, quizá porque soy distinto, ahí encuentro algo hermoso. Me parece que la belleza aumenta al quedar al descubierto...
—¿Y no podía esa pobre mujer...? —comenzó a decir Ruth con vehemencia. Luego, dejó sin expresar su protesta y afirmó—: ¡Es degradante! ¡No es que no sea bonito! ¡Es que resulta asqueroso!
Por un momento, Martin sintió como si fuse a detenérsele el corazón, ¡Asqueroso! No se le había ocurrido. Tampoco era ése su propósito. Todo el relato apareció ante sus ojos, como en letras de fuego, y, a ese resplandor, estuvo buscando los detalles asquerosos. Luego, se le tranquilizó el corazón. No era culpable.
—¿Por qué no buscó un tema más grato? —le preguntaba la muchacha—. Sabemos que en el mundo hay cosas repugnantes, pero ésa no es una razón...
Siguió hablando indignada, pero él no la escuchó. Sonreía para sí al contemplar su rostro virginal, tan inocente, tan penetrantemente inocen-te, que su pureza parecía invadirle, librándole de toda escoria, para envolverle en una invisible capa, tan suave como el resplandor de las estrellas. Sabemos que hay cosas repugnantes en el mundo. Calculó lo que ella podía saber de eso, divirtiéndose como si se tratara de un chiste. Al instante, cual en una visión relámpago, se le apareció todo el océano de cosas repugnantes que hay en la vida, que él conocía muy bien y por las cuales tuvo que pasar o, por lo menos, ver, diciéndose que debía perdonarla por no comprender el relato. No era culpa suya. Martin agradeció a Dios que hubiese protegido de este modo la inocencia de Ruth. Sin embargo, él conocía la vida, la parte sucia lo mismo que la limpia, así como toda su grandeza pese al fango existente y, ¡por Dios!, que tenía algo que decirle al mundo. Los santos del cielo no podían ser más que limpios y puros. Eso carecía de mérito. Pero los santos del fango, ésa era la inextinguible maravilla. Y eso, también, era lo que hacía que la vida mereciese vivirse. Ver cómo la grandeza moral surgía de los pozos de la iniquidad, distinguir el esplendor lejano con ojos sucios de lodo, asistir a cómo, de la fragilidad y de todas las bajezas humanas, iban elevándose la fuerza, la verdad y el espíritu superior...
De pronto, Martin captó unas frases que en aquel momento repetía la muchacha.
—Su tono general es muy bajo, pese a todos los intentos.
Entonces, Ruth le citó un poema. Martin estuvo a punto de recomendarle otro, pero le absorbieron de nuevo sus visiones, por lo que se quedó mirando a la muchacha, a la hembra de la especie, a la que, desde el fermento primordial, ascendiendo durante miles y miles de siglos por la escalera de la vida, había llegado a la cúspide, para ser una sola, Ruth, pura, inocente y divina, dotada de poderes para hacer que él, Martin Eden, comprendiese el amor, aspirase a la pureza y deseara probar aquella divinidad. Él, Martin Edén, que, asimismo, había surgido de la masa y del fango, superando los incontables abortos y equivocaciones de la creación. Allí estaban lo ex-traordinario, la maravilla y la gran novela. Merecía escribirse, si es que encontraba las palabras adecuadas. ¡Santos del cielo! No eran más que santos y nada podían hacer. Pero él era un hombre.
—Tiene usted la fuerza necesaria —oyó decir a la muchacha—, pero es una fuerza incontrolada.
—Como la de un toro en una tienda de loza —sugirió Martin con una sonrisa.
—Y es preciso que aprenda a discernir. Debe usted consultar acerca del buen tono, de lo que es refinado y de gusto.
—Soy demasiado audaz —convino él.
Ruth sonrió con aprobación y se dispuso a escuchar otro relato.
—No sé lo que va a parecerle —advirtió Eden a modo de excusa—. Resulta un poco extraño. Quizá me haya pasado, pero mis propósitos eran buenos. No se preocupe de los detalles. Fíjese tan sólo, si capta lo importante. Resulta ambicioso y es sincero, pero ignoro si he sido capaz de hacerlo inteligible.
Comenzó a leer, sin dejar de observar a la muchacha. Había conseguido llegar a ella. Ruth sin respirar y totalmente absorbida, a juicio de Eden, por su creación. El relato se titulaba Aventura y era la apoteosis de la aventura, no como aparece en los libros, sino como es en realidad, el supremo esfuerzo, terrible con los vencidos igual que con los vencedores, sin lealtad para nadie, incomprensible y exigiendo una inagotable paciencia. Demanda días y noches de trabajo, en que casi domina la desesperación, ofreciendo, tan sólo, el resplandor de la gloria o la muerte negra después del hambre y de la sed o de la fiebre devoradora, a costa del sudor y de la sangre y a través de nubes de mosquitos feroces, al cabo de una interminable sucesión de tratos mezquinos e innobles, en el incierto camino hacia la cúspide y el triunfo absoluto.
Todo esto, y algo más, era lo que se exponía en su relato y Martin creyó que era lo que dominaba a la muchacha, al escucharle sin el menor comentario. Ruth tenía los ojos muy abiertos y se le enrojecían las mejillas. A Eden le pareció que jadeaba en los últimos párrafos. Es cierto que Ruth se sentía alterada, pero no por el relato, sino por el autor. No le interesó mucho el cuento, pero la obsesionaba la sensación de fuerza que emanaba de Martin, fuerza que acabó por arrollarla. La paradoja es que el relato se veía cargado con su fuerza y que, en aquel momento, constituía el canal transmisor. Ruth se daba cuenta únicamente de la fuerza, pero no del medio y, cuando semejaba más transportada por lo que él había escrito, estaba, en realidad, transportada por algo muy ajeno a esto, por un pensamiento terrible y peligroso, que, sin que ella se lo propusiera, había surgido inesperadamente. Se dio cuenta de que se preguntaba cómo debía ser el matrimonio y, la consciencia de que no podía desterrar esa curiosidad, cada vez más fuerte, la aterraba. Era impropio de una muchacha. No era propio de ella. A Ruth nunca la había torturado sueño adobado por la poesía de Tennyson , sin percibir el total significado de las delicadas alusiones del delicado maestro acerca de la realidad que interviene en la relación entre reinas y caballeros. Ruth estuvo siempre dormida y, ahora, la vida llamaba imperativamente a su puerta. Mentalmente, la asustaba descorrer los cerrojos, pero los instintos la impulsaban a abrir paso al extraño visitante.
Martin esperó su veredicto con satisfacción. No tenía dudas acerca de lo que iba a ser, por lo que quedó sorprendido al oírla decir: —Es muy bonito.
»Es muy bonito —repitió la muchacha tras una pausa.
Naturalmente que era bonito, pero había algo más en el relato que la simple belleza, algo mucho más espléndido, que hizo de ésta su simple acompañante. Martin se tendió nuevamente en el suelo, advirtiendo cómo en su interior crecía la forma gris de una duda. Había fracasado. Se mostró torpe. Había intuido algo muy grande, pero no lo supo expresar.
—¿Qué piensa usted de... —Martin se interrumpió, avergonzado de usar por primera vez una palabra tan extraña— ...del motif?
—Resulta confuso —reconoció Ruth—. En conjunto, ésa es mi única crítica. Seguí bien la historia, pero parecía haber demasiado. Demasiadas palabras. Interrumpe usted la acción al introducir excesivo material extraño.
—Ése era el motif —se apresuró a explicar Eden—, el gran motif subterráneo, cósmico y universal. Intenté que se mantuviese a tiempo con la anécdota, que es superficial. Estaba sobre la buena pista, pero creo que fallé. No conseguí sugerir lo que pretendía. Será cuestión de aprender.
Ruth no le entendió. Era bachiller en artes, pero Eden había sobrepasado sus limitaciones. La muchacha no había llegado a comprenderle, atri-buyéndolo a su incompetencia.
—Se muestra usted demasiado voluble —comentó—. Pero algunos párrafos son muy bonitos.
Martin la oyó vagamente, pues dudaba en sí debía leerle la Lírica marina. Eden quedó algo desesperado, mientras Ruth le contemplaba, dominada por aquellas ideas acerca del matrimonio.
—¿Quiere usted ser famoso? —le preguntó bruscamente.
—Un poco —confesó Eden—. Es parte de la aventura. No es el ser famoso, sino el proceso de conseguirlo lo que cuenta. Y, al fin y al cabo, no considero el ser famoso más que como un medio para otro fin. Por ese motivo y por esa razón, quiero ser muy famoso.
«Por ti», deseaba añadir y lo hubiese añadido de mostrarse ella entusiasmada con lo que le leyó.
Pero Ruth andaba demasiado preocupada, buscándole una carrera en la que pudiese destacar, para preguntarle cuál era esa última meta que Martin había insinuado. Eden no tenía porvenir en la literatura. De eso, la muchacha estaba convencida. Acababa de demostrárselo con sus composiciones de aficionado. Martin sabía hablar bien, pero era incapaz de expresarse de una manera literaria. Ruth le comparó a Tennyson, a Brown-ing y a sus prosistas favoritos, con clara desventaja para el marino. Sin embargo, Ruth no le confió sus pensamientos. El extraño interés que Martin le despertaba hizo que contemporizase. El deseo de escribir, que ahora sentía Martin, no le parecía más que una pequeña debilidad, a la que se sobrepondría con el tiempo. Entonces, se iba a ocupar de cosas mucho más serias. Y triunfaría. Eso le constaba a la muchacha. Era tan fuerte que no podía fracasar... si dejaba de escribir.
—Quisiera que me mostrase usted cuanto escribe, Mr. Eden —propuso Ruth.
Martin se ruborizó de placer. Ruth sé interesaba por sus cosas, como acababa de demostrar. Por lo menos, no le entregó la consabida nota de devolución. Había considerado bonitos algunos párrafos y eran éstas las primeras palabras de ánimo que recibía.
—Lo haré —dijo con entusiasmo—. Y le prometo, Miss Morse, que voy a triunfar. He llegado lejos, eso lo sé, y, también, que todavía tengo mucho que hacer, pero voy a conseguirlo aunque deba arrastrarme. —Alzó unas cuartillas escritas—. Esto es la Lírica marina. Cuando llegue a su casa, se lo daré para que lo lea tranquilamente. Y debe decirme lo que opina. Lo que necesito, por encima de todo, es crítica. Y, por favor, muéstrese franca conmigo.
—Seré muy franca —le prometió ella, con la desagradable impresión de que, no sólo no lo había sido, sino que, además, dudaba de que pudiera serlo.
CAPÍTULO XV
—La primera batalla ha concluido —le dijo Martin al espejo unos diez días más tarde—. Pero habrá una segunda y una tercera, y así indefinidamente a menos que...
No concluyó la frase. En vez de ello miró en torno suyo, para contemplar, con tristeza, los originales que le habían devuelto y que, aún en los sobres, se apilaban en un rincón. Ya no tenía se-líos para que continuasen su recorrido. Fueron llegando durante una semana entera. Al día siguiente, le devolverían más, y al otro y al otro, hasta que todos estuviesen allí. Pero ya no podría enviarlos de nuevo. Debía un mes de alquiler de la máquina, que no tenía manera de pagar, puesto que apenas le quedaba lo justo para su manutención y para inscribirse en la bolsa de trabajo.
Se sentó, contemplando pensativo la mesa. Estaba manchada de tinta y, de súbito, descubrió que el mueble le agradaba mucho.
—Querida mesa —murmuró—. He pasado horas muy felices contigo y has sido un buen amigo. Nunca me rechazaste y nunca te has quejado del excesivo trabajo.
Apoyó los brazos en el mueble y ocultó la cara entre ellos. Le dolía la garganta y quería llorar. Se acordó de su primera reyerta, cuando tenía seis años, en que estuvo dando puñetazos, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, al tiempo que el otro chico, dos años mayor, le iba golpeando hasta la fatiga. Le pareció ver de nuevo el círculo de niños, que aullaban como bárbaros cuando él cayó al fin, al borde de las náuseas, con la nariz ensangrentada y sintiendo cómo las lágrimas se le escapaban de los ojos hinchados.
—¡Pobre rapaz! —murmuró—. Y ahora también te han zurrado. Estás igual que entonces. Vencido y fuera de combate.
Pero la visión de su primera reyerta se mantuvo bajo sus párpados y vio cómo se disolvía para convertirse en la sucesión de reyertas que siguieron. Seis meses más tarde, Cheese-Face (1), su adversario, volvió a zurrarle. Pero Martin consiguió hincharle un ojo. ¡Algo había ganado! Vio todas las peleas, una tras otra, en todas las cuales resultaba siempre vencido y Cheese-Face siempre quedaba en pie. Pero Martin no huyó nunca. Esto le animó mucho. Se mantuvo siempre en su sitio, aguantando la paliza. En las peleas, Cheese-Face era un canalla, que no le demostró nunca la menor compasión. Pero Martin se quedaba siempre. ¡Aguantaba hasta el fin!
Luego, Eden vio un callejón, situado entre distintos edificios. Quedaba cortado por una construcción de ladrillos, de un solo piso, de la cual salía el rítmico traqueteo de las imprentas que tiraban la primera edición del Enquirer. Martin tenía once años y Cheese-Face trece y ambos vendían el periódico. Por eso esperaban allí, a que les diesen los ejemplares. Y, naturalmente, Cheese-Face comenzó a meterse con él, lo que degeneró en una inacabada pelea, porque, a las cuatro menos cuarto, se abrió la puerta y los chicos co-rrieron a recoger los periódicos.
Y al día siguiente acudió a toda prisa desde el colegio, adelantándose a Cheese-Face por dos minutos. Los demás chicos le dijeron que era un tío estupendo y le dieron varios consejos, señalando sus defectos como luchador y asegurándole la victoria si seguía sus instrucciones. Los mismos chicos dieron también consejos a Cheese-Face. ¡Cómo la gozaron con la pelea! Interrumpió sus recuerdos para envidiarles el espectáculo que él y Cheese-Face les proporcionaban. Luego, comenzó la pelea, que duró, sin descansos, unos treinta minutos, hasta que fueron a repartir los ejemplares.
Contempló su imagen infantil, apresurándose a diario desde el colegio al callejón del Enquirer. No podía ir muy de prisa. Cojeaba y se sentía envarado a causa de las continuas peleas. Tenía los brazos amoratados desde las muñeca hasta el codo a causa de los muchos golpes que había parado y, aquí y allá, la carne comenzaba a hincharse. Le dolían la cabeza, los hombros y la espalda, todo el cuerpo y tenía la mente pesada y como embotada. Ni jugaba ni estudiaba en el colegio. Incluso el permanecer sentado en su pupitre le resultaba un tormento. Le parecía una eternidad desde que había comenzado aquella serie de peleas diarias y el tiempo se convertía en otra eternidad de interminables peleas diarias. ¿Por qué no podía vencer a Cheese-Face?, se preguntaba con frecuencia. Con esto acabaría la tragedia de Martin. Nunca se le ocurrió dejar de pelear, permitir que Cheese-Face le venciese.
Por tanto, se dirigía al callejón del Enquirer, enfermo de alma y de cuerpo, pero adquiriendo la paciencia necesaria para enfrentarse a su eterno enemigo. Cheese-Face, que estaba tan harto como Martin, hubiese abandonado gustoso aquel juego de no ser por la pandilla de vendedores de periódicos, que convertían el orgullo en algo imprescindible y doloroso. Cierta tarde, al cabo de veinte minutos de esfuerzos desesperados para aniquilarse mutuamente, según las reglas establecidas que no permitían patearse, pegarse por debajo del cinturón ni golpear al caído, Cheese-Face, jadeando, sin aliento y echándose hacia atrás, propuso dejarlo correr. Martin, con la cabeza aún apoyada en los brazos, se enorgulleció ante el recuerdo de sí mismo en aquella tarde ya lejana. También a él le faltaba la respiración y se ahogaba a causa de la sangre de sus labios partidos. La escupió para poderle decir a Cheese-Face que él nunca abandonaría, pero que, si lo deseaba, Chee-se-Face podía rendirse. Éste no lo hizo y la pelea continuó.
El día siguiente, el otro y aun el otro fueron testigos de la reyerta habitual. Cuando Martin alzaba los brazos, al comenzarla, sentía un gran dolor y cada golpe, que diera o recibiese, le repercutía en el alma. Luego, se sentía embotado y luchaba ciegamente, como en un sueño en el que se agitaran y bailasen las facciones toscas y brutales de Cheese-Face. Todo su interés se centraba en aquel rostro; lo demás, era un vacío caótico. En el mundo no había más que aquel rostro y nunca iba a conocer el descanso, el bendito descanso, hasta que lo destrozase con sus nudillos ensangrentados o hasta que los ensangrentados nudillos, que, por alguna razón, pertenecían a aquel rostro, le destrozasen a él la cara. De un modo u otro, entonces tendría el descanso. Pero abandonar, abandonar él, Martin, eso era imposible.
Llegó un día en que, cuando acudió al callejón del Enquirer, no encontró a Cheese-Face. Tampoco vino más tarde. Los chicos le felicitaron, di-ciéndole que le había vencido. Pero Martin no estaba satisfecho. Ni había vencido a Cheese-Face ni éste le había vencido a él. No se solucionó el problema. Hasta mucho más tarde no se enteraron de que el padre de Cheese-Face había muerto aquel mismo día.
Martin saltó varios años hasta una noche en la general Sel «Auditorium». Tenía entonces diecisiete y acababa de desembarcar. Hubo una reyerta. Alguien agredía a alguien y Eden intervino, para encontrarse ante los ojos agresivos de Chee-se-Face.
—Te arreglaré cuando termine la función —silbó su antiguo enemigo.
Martin asintió. El acomodador de la general, un matón, se aproximaba hacia el lugar del disturbio.
—Te esperaré cuando esto termine —murmuró Eden, mientras no apartaba la vista de las bailarinas de la escena.
El acomodador miró en torno suyo y se fue.
—¿Tienes banda? —le preguntó Martin a Chee-se-Face al caer el telón.
—Claro.
—Pues me buscaré una —declaró Martin.
Entre los distintos números del espectáculo, fue reuniendo a sus auxiliares: tres individuos a los que conocía de una fábrica, un fogonero del ferrocarril, media docena de la pandilla Boo y otros tantos de la más temible, formada en las calles Dieciocho y Mercado.
Cuando concluyó la representación, las dos bandas se agruparon disimuladamente en aceras opuestas. Al llegar a una esquina tranquila, se reunieron para celebrar un consejo de guerra.
—El mejor sitio es el puente de la Calle Ocho —dijo un pelirrojo de los seguidores de Cheese-Face—. Puedes batirte bajo la luz eléctrica y, si llegan los pasmas, es fácil escapar.
—Me vale —asintió Martin, tras consultarlo con sus acompañantes.
El puente de la Calle Ocho, que cruzaba el estuario del San Antonio, se extendía durante unas tres manzanas. En el centro y a cada extremo, había unos faroles eléctricos. La Policía no podía pasar sin que la viesen. Era el lugar más seguro para la reyerta que Martin estaba reviviendo. Volvió a ver a las dos bandas, agresivas y calladas, que se mantenían algo aparte en torno a sus respectivos campeones, y se vio a sí mismo y a Cheese-Face quitándose las chaquetas. A corta distancia, se situaron centinelas, para vigilar las entradas del puente. Uno de la banda Boo sostenía la chaqueta, la camisa y la gorra de Martin, dispuesto a echar a correr con las prendas en caso de presentarse la Policía. Martin se vio a sí mismo situarse en el centro, ante Cheese-Face, oyéndose decir a modo de aviso:
—No vamos a darnos la mano. ¿De acuerdo? Eso es una tontería. Tampoco se tira la esponja. Tenemos una deuda y hay que batirse hasta el final. ¿Comprendido? A alguien le van a vapulear.
El otro iba a poner objeciones, Eden lo comprendía ahora, pero su antiguo y peligroso orgullo estaba en juego ante las dos bandas.
—Vamos ya, ¿a qué viene tanto cuento? Estoy listo.
Entonces, se agredieron, como toros jóvenes, con toda la gloria de la juventud, con los puños desnudos, con odio y con el deseo de herir, de lacerar, de destruir. Se desvanecieron todas las conquistas del hombre en sus miles de años de evolución. Tan sólo quedó la luz eléctrica, una simple cita en la gran aventura humana. Martin y Cheese-Face se habían convertido en dos salvajes de la Edad de Piedra. Se fueron hundiendo en el abismo fangoso, de vuelta a los comienzos de la vida, golpeándose ciega e instintivamente, igual que golpean los átomos, chocando entre sí y volviendo a chocar.
—¡Dios! ¡Éramos como animales, unas bestias salvajes! —murmuró Martin en voz alta al ir recordando el desarrollo de la pelea. Le resultaba, con su magnífico poder de imaginación, como ver una película. Era, a la vez, espectador y protagonista. Ante aquella visión, se estremecieron sus largos meses de cultura y de refinamiento. Luego, el presente desapareció de su consciencia, le dominaron los espectros del pasado y volvió a ser Martin Eden, recién llegado del mar, que se enfrentaba a Cheese-Face en el puente de la Calle Ocho. Sufrió, esforzándose y vertiendo sangre y sudores, mientras se exaltaba cada vez que sus puños desnudos daban en el blanco.
Eran como dos remolinos de odio que giraban uno en torno a otro. Pasaba el tiempo y las dos bandas rivales fueron callando. Jamás habían visto una ferocidad tan intensa y les asustaba. Los dos contendientes eran más brutos que ellos. La espontaneidad de la juventud desapareció y lucharon con mayor cautela y determinación. Ninguno de los dos llevaba ventaja. «No se sabe cuál va a ganar», oyó Martin cómo decía alguien a su espalda. De pronto, dos golpes seguidos fueron desviados y Eden sintió que le abrían la mejilla hasta el hueso. Las manos desnudas no podían hacerlo. Oyó comentarios de asombro ante la herida y, de pronto, comenzó a mancharse de sangre. Sin embargo, no se alteró. Se hizo más cauteloso, pues conocía la malicia y la astucia de su clase. Estuvo atento y esperó, hasta poder detener un golpe, ya que había percibido el brillo del metal.
—¡La mano quieta! —gritó—. ¡Me has dado con un puño inglés!
Las dos bandas dieron un paso adelante, gruñendo y amenazando. La lucha estaba a punto de generalizarse y le quitarían su venganza. Martin estaba furioso.
—¡Fuera todos! —gritó de nuevo—. ¿Compren
dido? ¡Decid que lo habéis comprendido!
Se apartaron. Eran unos brutos, pero él lo era más, alguien que inspiraba terror, que sobresalía por encima de todos y les dominaba.
—Ésta es mi pelea y nadie va a meterse. ¡Trae eso!
Cheese-Face, más tranquilo y algo asustado, entregó la herramienta.
—Tú se lo has dado, tú, Pelirrojo —continuó Martin al tirar el puño al agua—. Te vi y me preguntaba qué te proponías. Como intentes algo así otra vez, te mato. ¿Comprendido?
Siguieron luchando hasta el agotamiento y aún más allá, de un modo incomprensible. Al fin, el acompañamiento de brutos, saciada ya su sed de sangre, aterrados por lo que veían, les pidieron imparcialmente que cesaran. Y Cheese-Face, a punto de desplomarse, convertido en un monstruo horripilante, del que los golpes habían arrebatado todo parecido con Cheese-Face, vacilaba, como esperando. Pero Martin se le echó encima, atacándole una y otra vez.
Luego, tras lo que pareció un siglo, cuando ya su contrincante se debilitaba a marchas forzadas, hubo, durante un cuerpo a cuerpo, un crujido seco y a Martin el brazo le quedó inerte. Le habían roto un hueso. Todos lo habían oído y todos comprendieron. También Cheese-Face comprendió y se lanzó sobre el otro como un tigre, para descargarle golpe tras golpe. Los acompañantes de Martin se acercaron para intervenir. Aturdido por la rápida sucesión de puñetazos, Martin les ordenó volverse, con insultos y maldiciones, dominando su rabia y su desesperación.
Fue golpeando con la izquierda y, al tiempo que lo hacía, semiinconsciente, como desde lejos, oyó los comentarios de temor de las bandas y a uno que decía con voz temblorosa:
—Esto no es una pelea, chicos, esto es un asesinato y debiéramos pararlo.
Pero nadie se interpuso, de lo que él se alegró, por lo que siguió golpeando, con su única mano, la borrosa forma ensangrentada que tenía ante sí y que ya no era un semblante, sino algo sin nombre, que se agitaba ante sus enturbiados ojos, negándose a desaparecer. Continuó pegando, cada vez más despacio, conforme los últimos restos de vitalidad se le iban escapando, durante lo que semejaba siglos y vacíos en el tiempo, hasta que, vagamente, se dio cuenta de que aquella forma irreconocible se caía con lentitud, para desplomarse sobre el puente. Luego, quedó a su lado, en pie, tambaleándose sobre las piernas temblorosas, intentando apoyarse en el aire y diciendo en una voz que no reconocía:
—¿Quieres más? Dime, ¿quieres más?
Seguía diciéndolo, incansablemente, a modo de amenaza y, a la vez, de pregunta, cuando sintió que los miembros de su banda le daban palmadas en la espalda e intentaban ponerle la chaqueta. Y, de súbito, se sumió en un abismo de oscuridad y de olvido.
Sonó el despertador, pero Martin continuó con la cara oculta entre los brazos, sin oírlo. No oía nada. Ni siquiera pensaba. Había revivido aquel incidente con tal intensidad, que se desmayó, igual que se desmayara años antes en el puente de la Calle Ocho. Durante más de un minuto, se mantuvieron el vacío y la oscuridad. Luego, como alguien que vuelve de entre los muertos, se puso en pie, con los ojos encendidos y empapado en sudor, mientras gritaba:
—¡Te vencí, Cheese-Facel Me costó once años, pero acabé venciéndote.
Le temblaban las piernas; se sentía débil y tuvo que ir a sentarse en la cama. Aún le dominaba el pasado. Miró en torno suyo, perplejo y preguntándose dónde se encontraba, hasta que vio la pila de originales en un rincón. Entonces, los ejes de la memoria saltaron el lapso de cuatro años y volvió al presente, recordando los libros que había leído, el nuevo universo que de ellos obtuvo, sus sueños y ambiciones y su amor por aquella pálida y sensible muchacha, que hubiese muerto horrorizada de presenciar tan sólo un minuto de lo que acababa de revivir; un simple minuto de lo que fue su existencia.
Se puso en pie, para mirarse al espejo.
—Has salido del barro, Martin Eden —dijo con toda solemnidad—. Se te han abierto los ojos a un gran resplandor y quieres alzarte hasta las estrellas, con el propósito de conseguir lo que la propia vida ha hecho, matar al simio y al tigre, arrancándole tu herencia a los poderes supremos.
Se miró de nuevo y rompió a reír.
—Te has puesto histérico y has hecho un me-lodrama —se reprendió—. Bueno, no importa. Venciste a Cheese-Face y vencerás a los editores, aunque te lleve dos veces once años. No puedes detenerte. Has de seguir. Hasta el final.
CAPITULO XVI
Sonó el despertador, arrancando a Martin del sueño con tal brusquedad, que hubiese provocado una jaqueca en alguien menos fuerte. Aunque dormía profundamente, se despertaba al instante, igual que un gato, y lo hacía con presteza, contento de que hubieran concluido sus cinco horas de inconsciencia. Odiaba el vacío del sueño. Había demasiadas cosas que hacer, demasiado que vivir. Le dolía cada minuto de vida que le robaba el descanso y, antes de que el despertador hubiese callado, estaba de cabeza en la palangana, estre-meciéndose al contacto del agua fría.
Sin embargo, no siguió su programa habitual. No tenía que acabar un relato ni tampoco comenzar otro. Había estudiado hasta muy tarde y era hora de desayunar. Intentó leer un capítulo de Fiske, pero estaba muy inquieto y cerró el libro. Aquel día comenzaba la nueva batalla, a causa de la que pasaría algún tiempo sin escribir. Se dio cuenta de que sentía idéntica tristeza que el que abandona su hogar y a su familia. Contempló los originales apilados en un rincón. Allí estaban. Iba a apartarse de sus tristes y despreciadas criaturas, a las que no admitían en ninguna parte. Comenzó a examinarlos, leyendo algunos párrafos aquí y allí. A El recipiente lo distinguió haciéndolo en voz alta, igual que con Aventura y Júbilo, concluida la noche antes y que a nadie había enviado por falta de sellos. Este fue el que más le gustó.
—No lo comprendo —dijo—. Quizá sea en las revistas donde no comprenden. Son buenos. Cada mes publican cosas mucho peores. En realidad, casi todo lo que publican.
Después del desayuno, puso la máquina de escribir en su estuche y se fue a Oakland.
—Debo un mes de alquiler —le explicó al dependiente de la tienda—-. Dígale al encargado que voy a trabajar y que lo arreglaré muy pronto.
En el transbordador, se fue a San Francisco, hacia la bolsa de trabajo.
—Sin oficio, pero aceptaré cualquier cosa —le decía al empleado, cuando le interrumpió un hombre, vestido con cierta elegancia, al estilo de ciertos obreros que prosperan.
El empleado negó con la cabeza.
—No hay nadie, ¿eh? —dijo el otro—. Pues necesito encontrar a alguien hoy mismo.
Se volvió para mirar a Martin, que, a su vez, le miró, encontrándose ante un rostro apuesto, débil y descolorido, que indicaba que había mal-gastado la noche.
—¿Busca trabajo? —indagó el otro—, ¿Qué sabe hacer?
—Cualquier faena dura, soy marino, sé escribir a máquina, pero no taquigrafía, y puedo sostenerme a caballo.
El otro asintió.
—No me va mal. Me llamo Dawson, Joe Daw-son, y busco un lavandera.
—Me puede —dijo Martin, divertido, imaginándose a sí mismo planchando esas ropas vaporosas que llevan las mujeres. No obstante, su interlocutor le había caído bien—. Pero si se trata sólo de lavar, me atrevo. Lo aprendí en los barcos.
Joe Dawson quedó un instante pensativo.
—Mire, vamos a discutirlo. ¿Quiere?
Martin asintió.
—Se trata de una lavandería pequeña, en el inferior, en Shelley Hot Springs, un hotel, ¿sabe? ] Sólo trabajan dos hombres, el encargado y un ayudante. Yo soy el encargado. No trabajará para mí, sino conmigo. ¿Está dispuesto a aprender?
Martin lo pensó en silencio. La perspectiva no era mala. Unos meses allí y volvería a tener tiempo de estudiar. Podría trabajar de firme y estu-diar de firme.
—Comida buena y una habitación para usted solo —indicó Joe.
Esto decidió a Eden. Una habitación para él solo, en la que pudiese tener encendida su lámpara sin molestar a nadie.
—Pero se trabaja de verdad —advirtió el otro.
Martin se acarició los potentes hombros significativamente.
—Esto lo conseguí trabajando.
—Entonces, vamos —Joe se llevó una mano a la cabeza—. Diablo, parece que tengo una caldera dentro. Apenas veo nada. Anoche, la corrí de firme. Oiga las condiciones. El sueldo para dos, son cien dólares y manutención. Yo me quedaba con sesenta y mi ayudante cuarenta. Pero era del oficio. Usted, no. Si le enseño, tendré que hacer la mayor parte del trabajo. Supongamos que comienza con treinta y aprende hasta llegar a cuarenta. Seré justo. En cuanto sepa lo suficiente, le daré cuarenta.
—Acepto —anunció Martin tendiendo una mano que el otro estrechó—. ¿Me adelanta algo para los billetes del ferrocarril y varios extras?
—Me lo gasté todo —confesó Joe llevándose nuevamente la mano a la cabeza.—. No tengo más que el billete de vuelta.
—Estoy sin un clavo y debo la pensión.
—No la pague —aconsejó Joe.
—Imposible. Se la debo a mi hermana.
Joe lanzó un silbido y se esforzó por encontrar una solución.
—Aún puedo invitarle a un trago —dijo agobiado—. Venga y veremos si lo arreglamos.
Martin declinó la oferta.
—¿A ración de agua?
Esta vez asintió Martin y Joe se lamentó:
— ¡Ojalá lo estuviese yo! Pero no lo consigo. —Luego, dijo con tristeza—: Después de toda una semana de agotarme, necesito unos latigazos. De no hacerlo, me cortaría el cuello o incendiaría la casa. Pero me alegro que esté usted a ración de agua. No la abandone.
Martin comprendió el enorme abismo que le separaba de aquel hombre, un abismo provocado por los libros, pero no tuvo dificultad en cruzar a la otra orilla. Había pasado toda su vida en el mundo de la clase obrera, y la camaradería del trabajo era para él como una segunda naturaleza. Martin resolvió el problema de los transportes, que era superior a la jaqueca que Dawson padecía. Enviaría su baúl a Shelley Hot Springs aprovechando el billete de vuelta de Joe. Martin se dirigiría allí en bicicleta. No había más que setenta millas, que cubriría el domingo, y el lunes estaría a punto para trabajar. Mientras, volvería a casa a preparar el equipaje. No tenía de quién despedirse. Ruth y su familia estaban pasando el verano en la Sierra (1), en el lago Tahoe.
Llegó a Shelley Hot Springs el domingo por la noche, cansado y sucio. Joe le recibió con muestras de cordialidad. Había pasado el día trabajando, con la cabeza envuelta en una toalla húmeda.
—Quedaba por hacer parte de la colada de la semana anterior, ya que tuve que ir a buscarte —explicó—. Tus cosas llegaron bien. Están en tu cuarto. Yo no me atrevería a llamarlo baúl. ¿Qué guardas allí? ¿Lingotes de oro?
Joe se sentó en la cama, mientras Martin deshacía el equipaje. Éste consistía en una caja de madera, cedida por Mr. Higgimbotham, previo pago de medio dólar. Martin le clavó unas asas de cuerda, convirtiéndola así en una maleta que podía figurar en el vagón de equipajes. Joe, con ojos saltones, presenció cómo sacaba de ellas unas pocas camisas y varias mudas interiores, seguida de libros y de más libros.
—¿Ya sólo hay libros? —indagó.
Martin asintió, mientras los iba colocando en la mesa de cocina que hacía las veces de lavabo.
—¡Vaya! —exclamó Joe. Luego, hizo una pausa para que se le aclarase la mente. Al fin, supo expresarlo—, Oye, ¿a ti no te interesan mucho las chicas?
—No —le respondió Martin—-. Las perseguía mucho antes de dedicarme a los libros. Desde entonces, ya no me queda tiempo.
—Y aquí no vas a tenerlo. Aquí sólo se puede trabajar y dormir.
Martin pensó en sus cinco horas de descanso y sonrió. El cuarto se encontraba encima de la lavandería y en el mismo edificio que la máquina que sacaba el agua, generaba la electricidad y daba fuerza a las lavadoras. El mecánico, que ocupaba la habitación contigua, entró a saludar al nuevo empleado y ayudó a Martin a tender un cable eléctrico, de modo que la bombilla pudiera moverse de la mesa a la cama.
Al día siguiente, despertaron a Martin a las seis y cuarto, pues el desayuno se servía media hora después. Había una bañera para los empleados en el mismo edificio y Martin sobresaltó a Jos tomando un baño de agua fría.
—¡Qué ocurrencias tienes! —exclamó Joe, cuando se sentaron a desayunar en un rincón de la cocina.
Les acompañaban el mecánico, el jardinero, su ayudante y dos o tres empleados de las cuadras. Comieron de prisa y enfurruñados, hablando muy poco, y Martin, al escucharlos, se dio cuenta de lo mucho que había avanzado. Su débil calibre mental le deprimía y deseaba alejarse de ellos. Por tanto, engulló su desayuno, bastante mal preparado por cierto, tan de prisa como sus compañeros y dio un suspiro de alivio al cruzar la puerta de la cocina.
La lavandería era pequeña, pero de instalación de vapor muy moderna, en la que las máquinas hacían la mayor parte del trabajo, Martin, tras unas breves instrucciones, comenzó a clasificar la ropa sucia, mientras Joe ponía en marcha la lavadora y preparaba continuas reservas de agua de jabón, a base de un compuesto que le obligaba a protegerse la boca, la nariz y los ojos con toa-llas, lo que le daba el aspecto de una momia. Concluida la clasificación, Martin le ayudó a escurrir las ropas. Se hacía esto arrojándola a un recipiente giratorio, que se movía a unos millares de revoluciones por minuto, exprimiendo el agua de las prendas por medio de fuerza centrífuga. Luego, Martin alternó entre el secador y el escurridor y en atender los calcetines y las medias. Por la tarde, uniendo sus esfuerzos, los dos operarios habían acabado con ellos, mientras las planchas se calentaban. Luego, estuvieron planchando prendas interiores hasta las seis, en que Joe dijo pensativo:
—Vamos retrasados. Habrá que trabajar después de la cena.
Estuvieron trabajando, con luz eléctrica, hasta las diez, hora en que todas las prendas estuvieron planchadas y dispuestas a entregarse. Era una noche muy cálida, propia de California, y, aunque tenían abiertas las ventanas, la sala, con la estufa en que se calentaban las planchas, era como un horno. Martin y Joe, en camiseta, sudaban jadeando por falta de aliento.
—Es como descargar un buque en el trópico —comentó Martin cuando subían al otro piso.
—Tú me servirás —replicó Joe—. Arrimas el hombro como un buen compañero. De seguir así, cobrarás treinta dólares un solo mes. Al segundo, ya tendrás tus cuarenta. Pero no me digas que no habías planchado antes. Eso lo conozco bien.
—Te aseguro que no he planchado ni un trapo hasta hoy —protestó Martin.
Eden se sorprendió ante la fatiga que experimentaba, olvidándose de que llevaba catorce ho ras en pie y sin un solo momento de descanso. Puso el despertador a las seis y calculó que podía leer hasta la una. Tras descalzarse, para aliviar sus hinchados pies, se sentó a la mesa con sus libro. Abrió el de Fiske, donde lo dejara dos días antes. Pero le resultó difícil entenderlo y tuvo que volver atrás. De súbito, se despertó con el cuerpo dolorido y los músculos envarados. Se había enfriado a causa del aire que llegaba desde las montañas. Miró el despertador. Eran las dos. Había dormido cuatro horas. Se quitó la ropa y se metió en cama, cerrándosele los ojos nada más apoyar la cabeza en la almohada.
El martes fue un día de trabajo similar. La celeridad con la que Joe trabajaba le ganó la admiración de Martin. Era como un demonio. Se concentraba totalmente en su faena y en el modo de ahorrar tiempo, indicando a Martin de continuo que, lo que hacía en cinco movimientos, se podía hacer en tres o que, lo que hacía en tres, se podía en dos. Martin lo llamaba «eliminación de esfuerzos inútiles» y se guiaba por esas indicaciones. Era un buen operario, rápido y hábil, que tuvo siempre el puntillo de que nadie tuvie-se que hacer su trabajo y nadie se esforzara más que él. Por tanto, se centró en sus deberes, muy atento a las sugerencias de su compañero. Alisaba los cuellos y los puños, asegurándose de que luego, cuando los plancharan, no quedasen arrugas, todo lo cual merecía elogios de Joe.
Jamás tuvieron un momento sin nada que hacer. Joe no descansaba nunca, no se distraía jamás y saltaba de una faena a otra. Almidonaban doscientas camisas, de manera que sólo se empaparan los puños y el cuello, sosteniéndolas de modo que el cuerpo no lo alcanzara. Cierto día trabajaron hasta las diez para hacer lo mismo con unas delicadas enaguas femeninas.
—Desde ahora, lo mío es el trópico y sin ropa —dijo Martin riendo.
—Y lo mío quedarme sin trabajo —opinó Joe muy serio—. Y nada sé hacer fuera de los lavaderos.
—Pero lo sabes muy bien.
—Es lógico. Comencé en Contra Costa, en Oakland, cuando tenía once años. De eso hace ya dieciocho y nunca me he dedicado a otra cosa. Pero éste es el empleo más duro que he conocido. Debiera tener otro ayudante, por lo menos. Mañana por la noche deberemos trabajar también.
Martin puso el despertador en hora, se sentó a la mesa y abrió el volumen de Fiske. Ni siquiera concluyó el primer párrafo. Las letras aparecían borrosas y se le doblaba la cabeza. Se puso en pie, para pasear, golpeándose la frente con furia, para librarse de la pesadez del sueño. Se sentó de nuevo, manteniendo los párpados abiertos con ayuda de los dedos, pero así y todo le vencía el cansancio. Al fin, se rindió y, casi sin darse cuenta, se quitó la ropa y se acostó. Durmió siete horas, pesadamente, con la profundidad de un animal, despertándose al sonar el reloj y con la sensación de que no había tenido suficiente.
—¿Lees mucho? —preguntó Joe.
Martin negó con la cabeza.
—No importa. Hoy habrá que darle duro, pero el jueves lo vamos a dejar a las seis. Entonces, tendrás tiempo.
Martin lavó, a mano, prendas de lana con un aparato de fabricación casera.
—Lo inventé yo —dijo Joe con orgullo—. La ropa queda mejor y ahorra unos quince minutos a la semana, cosa que no es para despreciar en este lío.
Aquella noche, mientras trabajaban con la luz eléctrica, explicó:
—Hay que esforzarse así, de querer terminar el sábado a las tres de la tarde. Yo sé hacerlo. Ésa es la diferencia. Es preciso conseguir el calor apropiado y la presión justa. Míralo. —Alzó un puño postizo para que el otro lo viese—. No se haría mejor a mano.
El jueves, Joe se enfureció. Había llegado un envío de prendas de fantasía.
—Me voy —declaró—. No aguanto más. Les dejo plantados. ¿De qué me sirve matarme durante toda la semana y ahorrar los minutos si luego me envían trabajo extra? Éste es un país libre y le voy a decir a ese gordo holandés lo que pienso. Y no se lo diré en francés. Me basta con el americano. ¡Mira que enviarnos ropa extra!
»Hemos de trabajar por la noche —dijo al poco rato, cambiando de idea y rindiéndose a su suerte.
Martin no leyó aquella noche. En toda la semana no había visto un periódico y, por extraño que parezca, no lo deseaba. Se sentía demasiado agotado y harto para interesarse por nada, aunque se proponía marcharse el sábado por la tarde, si concluían a las tres, e ir en bicicleta hasta Oakland. Había setenta millas y otro tanto para el regreso el domingo por la noche, con lo que no iba a tener mucho descanso. Hubiese sido más cómodo ir en tren, pero los billetes costaban dos dólares y medio y se proponía ahorrar cuanto le fuese posible.
CAPITULO XVII
Martin aprendió a hacer muchas cosas. Durante la primera semana, en una sola tarde, Joe y él dieron cuenta de doscientas camisas blancas.
Era un trabajo agotador, que debían realizar, hora tras hora, a toda velocidad. Fuera, en las amplias terrazas del hotel, hombres y mujeres, ataviados con frescas ropas de verano, bebían refrescos y mantenían baja la circulación de la sangre. Sin embargo, en la lavandería, el aire era sofocante. La estufa se ponía al rojo y, luego, llegaba al blanco, mientras las planchas, al pasar sobre la ropa húmeda, despedían nubes de vapor. El calor de estas planchas era distinto al de las que usan las amas de casa. Aquellas que resisten la prueba de un dedo humedecido resultaban de-masiado frías para Joe y Martin, por lo que nunca las usaban. Debían acercarlas a la mejilla, calculando su temperatura por un proceso mental, que Martin admiraba pero no lograba comprender. Cuando resultaban demasiado calientes, era preciso sumergirlas en agua fría. Esto también requería un juicio muy sutil. Una fracción de segundo de más en el agua y se habría perdido la temperatura necesaria. A Martin le maravilló la precisión que iba adquiriendo, algo automático, fundado únicamente en el criterio, pero seguro como una máquina.
Sin embargo, le quedaba poco tiempo para maravillarse. Todas sus ideas se centraban en su trabajo. Sin descansar un solo momento, tanto de mente como de cuerpo, convertido en una máquina inteligente, cuanto en él constituía un hombre se dedicaba a alimentar esa inteligencia. No quedaba espacio para el universo y sus grandes problemas. Todos los amplios y espaciosos corredores de su cerebro se hallaban obstruidos y sellados herméticamente. La receptiva cámara que era su alma se había convertido en un cuartucho estrecho y cerrado, desde el que se dirigían los músculos del hombro y del brazo, sus diez embotados dedos y los movimientos de la humeante plancha, a lo largo de su camino de ida y vuelta, para que no pasara más veces de las necesarias y no llegase una pulgada más allá de lo justo, alisando inacabables mangas, costados, espaldas y faldones, tras lo cual, sin arrugarlas, apartaba las prendas, listas para que se distribuyesen. Y, en seguida, debía hacerse con otra camisa. Esto ocurría hora tras hora, mientras, en el exterior, el mundo languidecía bajo el sol de California. Pero no había reposo en la caldeada lavandería. Los descansados huéspedes del hotel necesitaban ropa limpia.
El sudor brotaba de continuo de Martin. Bebía enormes cantidades de agua, pero, tan grande era el calor, que el líquido se escapaba, al instante, por sus poros. Casi siempre había trabajado en el mar, excepto por breves intervalos, pero su tarea le daba amplias oportunidades de comulgar consigo mismo. El capitán del barco era el señor de todo su tiempo, pero el gerente del hotel lo era también de sus pensamientos. Nada podía pensar fuera de su agotador trabajo. Le resultaba materialmente imposible. Ni siquiera sabía si aún amaba a Ruth. No existía ya, pues su alma atosigada no tenía tiempo para recordarla. Tan sólo al acostarse por las noches o durante el desayuno, se le presentaba en brevísimos retazos de recuerdo.
—Esto es un infierno, ¿verdad? —comentó Joe cierto día.
Martin asintió, aunque experimentó una súbita irritación. Aquello resultaba demasiado obvio e innecesario. Nunca hablaban durante su trabajo. La conversación les hacía perder el ritmo, como ocurrió esta vez, obligando a Martin a dar unas pasadas extra con la plancha.
Dos veces por semana, debían lavar las sábanas y demás ropa del hotel, como almohadas, manteles o servilletas. Una vez concluido con esto, debían dedicarse nuevamente a la ropa interior de fantasía. Era una tarea delicada y fastidiosa, que a Martin le costó dominar. Además, no podía arriesgarse. Las equivocaciones resultaban caras.
—¿Ves esto? —le dijo José sosteniendo un cubrecorsé muy ligero, que hubiese cabido en una mano—. Si lo rasgas, te descuentan veinte dólares del sueldo.
Por tanto, Martin procuró no estropearlo y relajó un poco la tensión muscular, aunque la nerviosa se hizo más alta, y escuchó con simpatía las blasfemias del otro, mientras dedicaba sus esfuerzos y sufrimientos a las cosas hermosas que lucen las mujeres, cuando no han de hacer personalmente la colada. Estropear algo «bonito» era la pesadilla de Martin y, también, la de Joe. Esas prendas les robaban sus minutos mejor ganados. Les dedicaban todo el día hasta las siete, en que comenzaban con la ropa del hotel. A las diez, mientras dormían los huéspedes, los operarios de la lavandería sudaban con las prendas delicadas hasta la medianoche e, incluso, hasta la una o las dos. Luego, lo dejaban.
El sábado por la mañana sólo atendían prendas delicadas y cosas sencillas y, a las tres de la tarde, concluían el trabajo semanal.
—¿Vas a irte hasta Oakland en esto? —exclamó Joe mientras se sentaban en la escalera para fumar un merecido cigarrillo.
—-No me queda otro remedio —fue la respuesta.
—¿Y para qué vas... por una chica?
—No, para ahorrar dos dólares y medio del tren. Quiero renovar algunos libros de la biblioteca.
—¿Por qué no los envías con el mandadero? Así no te costará más que un quarter de ida y otro de vuelta.
Martin lo pensó.
—Y descansas mañana —continuó Joe—. Lo necesitas. Sé que yo lo necesito. Estoy agotado.
Esa impresión daba. Indomable, sin reposar un instante, luchando siempre por ahorrar unos minutos, sobreponiéndose de continuo a los retrasos y a los obstáculos, fuente de inagotable energía, motor humano y un demonio para el trabajo, ahora que había concluido su tarea semanal, Joe semejaba al borde del colapso. Se le veía cansado y abatido y su apuesto semblante se le contraía de fatiga. Daba chupadas al cigarrillo sin ánimos y hablaba en tono muerto y monótono. Todo el fuego le había abandonado. Su victoria era muy triste.
—Y la semana que viene vuelta a empezar —dijo con pena—. ¿Y de qué sirve? En ocasiones quisiera ser un vagabundo. No trabajan y, sin embargo, viven. Me apetece un vaso de cerveza, pero me faltan fuerzas para ir al pueblo a pedirlo. Quédate y envía los libros por el mandadero o serás un imbécil.
—¿Y qué voy a hacer aquí todo el domingo? —indagó Martin.
—Reposar. No sabes lo cansado que estás. ¡Me siento tan agotado los domingos, que ni siquiera soy capaz de leer el periódico! Una vez estuve enfermo, de tifoidea. Pasé en el hospital dos meses y medio. No di golpe en todo ese tiempo. Fue formidable.
»jFue formidable! —añadió minutos después.
Martin tomó un baño, tras el cual descubrió que Joe había desaparecido. Sin duda, debía estar en la taberna tomando un trago, decidió Eden, pero la media milla, hasta el pueblo, semejaba un trayecto demasiado largo para irlo a averiguar. Se tendió en la cama, sin zapatos, mientras lo pensaba. Ni siquiera buscó un libro. Estaba demasiado cansado, incluso para dormirse, y siguió tendido, casi sin pensar, en estado de semi-estupor hasta la hora de la cena. Joe no se presentó y, al oír al jardinero decir que debía estar recorriendo los bares, Martin comprendió. Se acostó en seguida y, a la mañana siguiente, consideró que había descansado mucho. Joe seguía sin aparecer, y Martin, haciéndose con un periódico dominical, fue a tenderse a la sombra de unos árboles. No se dio cuenta de que pasaba la mañana. Martin no durmió, nadie le distrajo y no concluyó el periódico. Lo tomó de nuevo por la tarde y se durmió.
Así pasó el domingo, y el lunes por la mañana reemprendió el trabajo, separando las prendas, mientras Joe, con la cabeza envuelta en una toalla, preparaba el agua y la mezclaba con el jabón, entre gruñidos y blasfemias.
—No puedo evitarlo —explicaba—. Tengo que beber la noche del sábado.
Transcurrió otra semana, la gran batalla continuó cada noche bajo la luz eléctrica, que culminaba el sábado por la tarde a las tres en punto, en que Joe gozaba de su triunfo y se iba al pueblo a olvidar. Los domingos de Martin eran siempre iguales. Dormía a la sombra de los árboles, leía superficialmente el periódico y pasaba varias horas tendido, sin hacer nada, sin pensar en nada. Se sentía demasiado aturdido para pensar, aun-que se daba cuenta de que no se agradaba. Advertía una autorrepulsión, igual que si se hubiese degradado o fuera intrínsecamente malo. Había desaparecido cuanto tenía de divino. Se enmohecía el acicate de la ambición y no le quedaba vitalidad para afilarlo. Semejaba muerto. Incluso su alma parecía muerta. No veía ya la belleza en Jos rayos del sol que se desgranaban entre las hojas verdes ni, tampoco, el azul del cielo le hablaba, como antes, de la inmensidad del cosmos y de sus secretos, que esperaban que los descubriesen. La vida resultaba intolerablemente monótona y estúpida y le dejaba un profundo mal sabor de boca. Una cortina negra envolvía su luz inte-rior y su fantasía estaba encerrada en una sala de hospital, en la que no entraba ni un destello de luz. Envidiaba a Joe, que, allá en el pueblo, recorría los bares, roído por los gusanos, llorando acerca de cosas tristes y fantásticas, y gloriosamente borracho, olvidándose de que el lunes le esperaba otra tanda de trabajo agotador.
Transcurrió una tercera semana y Martin se odió a sí mismo y a la vida. Le oprimía una gran sensación de fracaso. Los directores de periódico tenían razón al rechazar sus escritos. Ahora lo veía con toda claridad y se burlaba de sus sueños. Ruth le devolvió por correo su Lírica marina. Martin leyó la carta con angustia. La muchacha se esforzaba por convencerle de que le habían gustado los poemas y de que eran excelentes. Pero no sabía mentir y no pudo ocultarse la verdad a sí misma. Le constaba que eran intentos fallidos y Martin supo leer la censura en cada una de las líneas de su poco entusiasta y super-ficial carta. Y la muchacha tenía razón. Martin quedó completamente convencido al releer los poemas. Habían perdido todo encanto y se sorprendió preguntándose en qué pensaría al escribirlos. Su audacia en las formas le parecía ahora grotesca, y sus frases más felices, simples monstruosidades. Todo resultaba absurdo, irreal e imposible. Hubiera quemado la Lírica marina de haber tenido suficiente fuerza de voluntad para prenderle fuego. Cierto que estaba la caldera de la calefacción, pero el esfuerzo de ir hasta allí no merecía la pena. Toda su energía se empleaba en lavar la ropa de otras personas. Nada le quedaba para su vida privada.
Decidió que el domingo se sobrepondría a su inercia y contestaría a Ruth. Pero el sábado por la tarde, una vez concluyeron el trabajo y se hubo bañado, le dominó el deseo de olvidar. «Me parece que iré a ver cómo le va a Joe», fue lo que se dijo, pero sabía que estaba mintiendo. No obstante, le faltaba energía para reconocerlo. De haberla tenido, hubiese hecho lo mismo, ya que deseaba olvidar. Echó a andar hacia el pueblo, sin prisas y distraídamente, pero acelerando el paso, a pesar de sí mismo, conforme se acercaba al bar.
—Creí que estabas a dieta de agua —le saludó Joe.
Martin no se dignó dar excusas y pidió una botella de whisky, llenando su vaso antes de pasarle al otro la botella.
—No te pases la noche hablando —invitó.
Joe se entretuvo un poco con la botella, y Martin, decidido a no perder más tiempo, vació el vaso de un trago, para volverlo a llenar en seguida.
—Ahora puedo esperarte —anunció—, pero date prisa.
Joe obedeció y bebieron juntos.
—Por culpa del trabajo, ¿verdad? —indagó el primero.
Martin se negó a discutirlo.
—Reconozco que es un infierno —continuó el otro—, pero me duele que abandones la dieta de agua, muchacho. De todos modos, salud.
Martin bebió en silencio, pidiendo secamente otra botella al encargado del mostrador, un joven campesino, de aire afeminado, con ojos azules y el pelo partido por la mitad.
—Es escandaloso el modo como explotan a los pobres diablos —comentaba Joe—. Si no me echara al vaso, me volvería loco y acabaría por incendiar el local. Te aseguro que lo único que les salva es que me emborrache.
Martin no respondió. Al cabo de unos pocos tragos más, sintió cómo empezaban a moverse dentro de su mente los gusanos de la borrachera. jAquello era vivir! Constituía el primer signo de vida en tres semanas. Volvieron sus ensueños. La fantasía salió del cuarto oscuro y le fue guiando con su resplandor. Su luz interna era clarísima. Lo maravilloso y cuanto era bello, le acompañaban y se sentía todopoderoso. Intentó explicárselo a Joe, pero éste tenía sus propias visiones, grandes proyectos por medio de los cuales escaparía de la esclavitud de la lavandería al convertirle en propietario de una gran empresa.
—Te lo aseguro, Martin, en mi lavandería no trabajarán niños; puedes apostarte la vida. Y, después de las seis de la tarde, nadie se quedará para hacer el trabajo retrasado. ¡Escúchame! ¡Habrá suficientes máquinas y empleados para que se haga durante la jornada! Y, así Dios me ayude, te nombraré superintendente del lío, de todo ese lío. Mira lo que he pensado. Voy a ponerme a dieta de agua y ahorrar dinero durante dos años. Luego...
Pero Martin se apartó, dejándole que se lo contara al encargado del mostrador, hasta que ese digno caballero tuvo que servirles sus bebidas a dos granjeros que, nada más entrar, aceptaron una invitación de Eden. Éste se mostró espléndido, invitando a todo el mundo, a granjeros, a un caballerizo, al ayudante del jardinero del hotel, al encargado del mostrador y al inevitable vagabundo que entró furtivamente, cual una sombra, y que, cual una sombra, se situó en un rincón del bar.
CAPITULO XVIII
El lunes por la mañana, Joe gruñó al recibir el primer cargamento de ropa.
—Oye... —comenzó a decir.
—¡No me hables! —replicó Martin.
—Lo siento, Joe —rogó al mediodía, cuando iban a comer.
Los ojos del otro se llenaron de lágrimas.
—No importa, viejo —exclamó—. Estamos en el infierno y no hay quien nos ayude. Y conste que te aprecio mucho. Eso es lo que me dolió. Me caíste bien desde que te conocí.
Martin le estrechó la mano.
—Dejemos esto —propuso Joe—. Dejémoslo y vamonos por ahí, como vagabundos. Nunca lo he hecho, pero debe ser muy fácil. Sin nada que hacer. ¡Piénsalo; sin nada que hacer! Una vez estuve enfermo de fiebre tifoidea, y me enviaron al hospital. Era estupendo. Quisiera estar enfermo otra vez.
La semana fue transcurriendo. El hotel estaba atestado y las prendas delicadas les llovían de continuo. Hicieron prodigios de habilidad y de esfuerzos. Trabajaban cada noche, con luz eléctrica, se saltaban las comidas e, incluso, le dedicaban media hora antes del desayuno. Martin ya no se bañaba en agua fría. Había que superarse de continuo, a cada minuto, y Joe era como un pastor que vigilara los momentos, cuidándolos con atención, contándolos igual que un avaro cuenta el oro, trabajando en una especie de frenesí, como una máquina enloquecida, a la que ayudaba aquella otra máquina, que en cierta época creyó ser Martin Eden, un hombre.
Éste sólo lograba pensar en algunos breves instantes. La mansión de las ideas estaba cerrada, con las ventanas clavadas, y él no era más que el vigilante. Se había convertido en una sombra. Joe estaba en lo cierto. Ambos no eran más que sombras y la lavandería constituía el infinito limbo del trabajo. ¿Acaso era un sueño? A veces, en medio de aquel insoportable calor, mientras pasaba las planchas sobre las ropas blancas, a Martin se le ocurría pensar que quizá sólo se tratase de un sueño. En breve, o, quizá, dentro de mil años, iba a despertarse en su diminuto cuarto, con la mesa manchada de tinta, para seguir escribiendo. O puede que también eso hubiera sido un sueño y que le llamasen al cambio de guardia, en que saltaría de su litera del castillo de proa, dirigiéndose a ¿cubierta, bajo las estrellas tropicales, donde empuñaría el timón y sentiría cómo los alisios se le clavaban en la carne.
Llegó el sábado, con su triste victoria a las tres de la tarde.
—Me parece que me voy al pueblo a tomarme una cerveza —dijo Joe en el monótono tono de voz que señalaba el desfallecimiento semanal.
Martin pareció despertar de improviso. Fue a su cuarto para limpiar y engrasar la bicicleta. Joe estaba a medio camino de la taberna cuando vio pasar a Martin, inclinado sobre el manillar, pedaleando rítmicamente, dispuesto para cubrir setenta millas de camino, de grava y de polvo. Durmió aquella noche en Oakland y, a última hora del domingo, volvió a cubrir las setenta millas de vuelta. El lunes comenzó su trabajo ya cansado. Pero se había mantenido sobrio.
Pasó una quinta semana y una sexta, durante las que Martin vivió y trabajó como una máquina, conservando tan sólo una chispa en su inte» rior, un débil destello de alma, que le impulsaba cada fin de semana a un viaje de ciento cuarenta millas. Pero eso no era descansar. Constituía un medio mecánico para mantener despierto lo que en él quedaba de su antigua existencia. Al final de la séptima semana, sin pretenderlo, demasiado débil para resistirse, se fue al pueblo con Joe, para ahogar la vida y, así, hallar la vida hasta el lunes por la mañana.
De nuevo, en los fines de semana, recorría las ciento cuarenta millas, venciendo el embotamiento de un esfuerzo excesivo con el embotamiento que producía un esfuerzo aún mayor. Al cabo de tres meses, fue por tercera vez al pueblo y, al volver a la vida, vio la bestia en que se estaba convirtiendo, no a causa de la bebida sino del trabajo. La bebida era el efecto, no el motivo. Seguía inevitablemente al trabajo, como la noche sigue al día. El whisky le indicó que no era convirtiéndose en bestia de trabajo como conquistaría las alturas. Martin estuvo de acuerdo. El alcohol era sabio. Revelaba muchos secretos.
Pidió papel y lápiz e invitó a todo el mundo y, mientras los demás bebían a su salud, se apoyó en el mostrador para escribir.
—Un telegrama, Joe —dijo—. Léelo. Joe obedeció con una sonrisa aturdida, de bo-rracho. Pero lo que leyó pareció serenarle. Contempló a su amigo con aire de reproche, al tiempo que las lágrimas afluían a sus ojos y le caían por las mejillas.
—¿No irás a abandonarme, verdad, Martin? —preguntó angustiado.
Martin asintió, llamando luego a uno de los camareros para que cursara el mensaje. — ¡Espera! —rogó Joe—. Déjame pensar. Se apoyó en el mostrador, porque las piernas se le doblaban. Martin le sostuvo, dándole tiem-po a que meditase.
—Que sean dos los despidos —dijo de pronto—. Yo lo arreglaré.
—¿Por qué te despides? —indagó Martin.
—Por lo mismo que tú.
—Yo me voy al mar. Tú no puedes.
—No —repuso el otro—, pero puedo ser un vagabundo.
Martin se le quedó mirando un instante y, luego, exclamó:
—¡Por Dios, que tienes razón! Más vale ser un vagabundo que una bestia de trabajo. ¡Por lo menos vivirás! Y es mucho más de lo que has hecho hasta ahora.
—Una vez estuve en el hospital —corrigió Joe—. Fue estupendo. Fiebre tifoidea. ¿Te lo he contado?
Mientras Martin corregía el telegrama, Joe siguió:
—En el hospital nunca sentía deseos de beber. Es raro, ¿no te parece? Pero cuando trabajo toda la semana como un esclavo, tengo que emborracharme. ¿No te has fijado en que los cocineros beben más que un demonio; igual que los panaderos? Es por su trabajo. No les queda otro remedio. Oye, yo pago la mitad del telegrama.
—Echémoslo a suertes —propuso Martin.
—Vamos, todos a beber —invitó Joe, mientras lanzaban los dados sobre el mostrador.
El lunes por la mañana, a Joe aún le duraba el entusiasmo. No le importaba la jaqueca ni se interesaba por su trabajo. Rebaños y manadas de momentos se perdían, mientras el indiferente encargado contemplaba, a través de la ventana, el sol y los árboles.
—¡Míralo! —exclamó—. ¡Todo mío! Es gratis. Puedo tenderme a la sombra y dormir durante mil años, si quiero. Anda, Martin, vamos a dejarlo. ¿Para qué esperar más? Ahí fuera está el país del ocio y ya tengo el billete, sin la vuelta.
Minutos después, mientras echaba la ropa sucía en la lavadora, Joe descubrió la camisa del gerente del hotel. Con plena consciencia de la libertad, la arrojó al suelo y comenzó a patearla.
—« ¡Así estuvieses dentro, cerdo holandés! —gritó—. En este momento y donde la tengo ahora. ¡Toma eso y eso y maldito seas! ¡Suje-tadme, sujetadme!
Martin se echó a reír, obligándole a que trabajase. El martes por la noche, llegaron los nuevos operarios e invirtieron el resto de la semana en ponerles al corriente. Joe, cómodamente sentado, se limitó a enseñarles su sistema, pero no movió ni un dedo.
—Ni golpe, ni golpe —afirmaba—. Pueden despedirme si quieren, pero, en ese caso, renunciaré. No quiero más trabajo, muchas gracias. Para mí, la sombra de los árboles y la carretera. ¡A la faena, esclavos! ¡Eso es.A sudar! Y, cuando llegue la muerte, os pudriréis igual que yo y, entonces, ¿qué puede importar cómo se ha vivido? Decídmelo, ¿qué importa a la larga?
El sábado cobraron su paga y llegó el momento de separarse.
—¿Vale la pena que te pida que cambies de opinión y vengas conmigo? —indagó Joe sin mucha esperanza.
Martin negó con la cabeza. Tenía ya dispuesta la bicicleta, a punto de marcharse. Se estrecharon la mano, que Joe retuvo un instante, mientras le decía:
—Volveremos a vernos, Martin, antes de morir. Eso es seguro. Lo siento en los huesos. Adiós, chico, y pórtate bien. Sabes que te aprecio.
Se quedó en el centro de la carretera, triste y solitario, contemplando a Martin, hasta que el marino desapareció en una curva.
—Ése es un buen chico —murmuró—. Un buen chico.
Luego, echó a andar hacia el tanque de agua, junto al que media docena de vagabundos descansaban en la hierba, esperando el tren.
CAPÍTULO XIX
Ruth y su familia habían vuelto a casa, y Martin, al regresar a Oakland, la vio con frecuencia. La muchacha había obtenido su título, por lo que ya no estudiaba, y Edén, agotada por el trabajo toda la vitalidad de su cuerpo y de su mente, no escribía. Esto les permitió disponer de más tiempo del que nunca habían tenido, por lo que su intimidad aumentó.
Al principio, Martin no hizo nada. Durmió mucho y pasó largas horas pensando y meditando. Semejaba reponerse de alguna calamidad. Los primeros síntomas de recuperación fue al notar que sentía mayor interés por los periódicos. Luego, volvió a leer, novelas ligeras y poesía, y poco después, se enzarzaba nuevamente con el abandonado Fiske. Su magnífico cuerpo y su salud generaron la necesaria vitalidad, ya que poseía toda la resistencia de la juventud.
Ruth no pudo ocultar su desilusión cuando él le anunció que volvería al mar en cuanto hubiera descansado lo suficiente.
—¿Por qué se marcha? —quiso saber la muchacha.
—Por dinero —fue la respuesta—. Tengo que reunir una reserva para mi próximo ataque a los editores. El dinero es la fuente de la guerra y, en mi caso, el dinero y la paciencia.
—Pero, si sólo quiere dinero, ¿por qué no se quedó en la lavandería?
—Porque allí me convertía en una bestia. El trabajo excesivo empuja a la bebida.
Ella le miró, con una expresión de horror.
—¿Quiere decir que...?
A Martín le hubiese resultado fácil desviar la cuestión, pero era sincero por naturaleza y, además, recordó su decidido propósito de decir siempre la verdad, pasara lo que pasara.
—Sí —respondió-—. Eso es. Varias veces.
La muchacha, con un estremecimiento, se apartó.
—Ninguno de los hombres que he conocido hizo nunca eso; nunca.
—Entonces es que ninguno trabajó en la lavandería —dijo él con amargura—. El trabajo es bueno. La salud del hombre lo necesita, según afirman los predicadores, y el Cielo sabe muy bien que a mí nunca me ha asustado. Pero, a veces, lo bueno resulta excesivo y eso es lo que ocurre en la lavandería. Por tal motivo, vuelvo al mar. Creo que va a ser mi último viaje, ya que, cuando regrese, me abriré camino en las revistas. Estoy seguro.
Ruth guardó un silencio frío y Martin la contempló en silencio, dándose cuenta de lo imposible que a ella le era comprender lo que tuvo que soportar.
—Algún día escribiré La degradación del trabajo o Psicología de la bebida en la clase obrera o un título parecido.
Jamás, desde su primer encuentro, se habían sentido tan lejos uno de otro como aquel día. La confesión de Martin, provocada por un espíritu de rebeldía, la había repelido. Sin embargo, la horrorizaba más la repulsión en sí misma que sus causas. Le indicaba a la muchacha cuánto se había interesado en él, lo que, una vez aceptado, abrió el camino para una mayor intimidad. También se le despertaron a Ruth la piedad e idealísticos propósitos de reforma. Iba a salvar a aquel muchacho áspero, que tanto había adelantado. Iba a salvarle de la maldición de su ambiente originario y de sí mismo y a pesar de sí mismo. Todo esto le parecía una actitud muy noble, sin que soñara que, detrás y bien oculto, estaban los celos y los deseos del amor.
Paseaban mucho en bicicleta, aprovechando el delicioso clima otoñal, y en las colinas leían poesía en voz alta, alternándose» pero siempre poesía muy elevada, que mejoraba los sentimientos y las ideas. Renuncia, sacrificio, paciencia, diligencia y esfuerzo eran los principios que la muchacha predicaba indirectamente, abstracciones que, en su mente, inculcaron su padre, Mr. Butler y An-drew Carnegie, el cual se había convertido, de un humilde inmigrante, en el gran librero del mundo.
Todo esto lo apreciaba y gozaba Martin. Seguía ahora con mucha más claridad el proceso mental de Ruth y su alma ya no le resultaba una incógnita. Se encontraba a su misma altura intelectual. Sin embargo, los puntos de divergencia no afectaban su amor. Éste se hacía mucho más ardiente que nunca, pues la amaba por lo que era, e incluso su fragilidad física añadía un nuevo encanto a sus ojos. Había leído algo acerca de la enfermiza Elizabeth Browning, que pasó años sin poner los pies en el suelo hasta el día de la llama, en que se escapó con Browning y pudo mantenerse erecta sobre la tierra y bajo el cielo. Lo que con ella hizo Browning, Martin estaba decidido a hacerlo con Ruth. Pero antes, ella debía amarle. El resto sería fácil. Le iba a dar fuerza y salud. Vio algunos retazos de su vida en años venideros, en los que, sobre un fondo de trabajo, comodidad y bienestar general, leía y dis-cutía poesía con Ruth. La muchacha, en el suelo, recostada sobre varios almohadones, declamaba versos en voz alta. Ésa era la clave de la vida que llevarían. Siempre veía esa misma imagen. En ocasiones, era él quien leía, enlazándola por la cintura, mientras la muchacha le apoyaba la cabeza en el hombro. Otras, recorrían juntos las páginas impresas. Pero, además, a ella le agradaba la Naturaleza y, con generosa imaginación, cambiaba el escenario de sus lecturas. En ocasiones, la situaba en valles cerrados por altas paredes o en verdes prados, situados en las cimas de las montañas, y, asimismo, sobre dunas de arena. También lo imaginaba en islas del trópico, donde las cataratas se iban convirtiendo en neblina, llegando al mar como si fuesen olas de vapor, que ondulaban al impulso del viento. Sin embargo, siempre en primer plano, cual señores de la belleza, estaban él y Ruth, leyendo ininterrumpidamente, y, en el fondo, pero, sobre todo, en el trasfondo, se hallaban su trabajo, el éxito y el dinero, que les hacían libres del mundo y de sus tesoros.
—Debería recomendar a mi hijita que tuviese cuidado —le dijo su madre a Ruth una tarde.
—Sé a lo que te refieres. Pero eso es imposible. Él no pertenece...
Ruth se ruborizaba, pero era un rubor virginal, provocado por aquella primera discusión acerca de cosas de la vida que una madre también considera sagradas.
—A tu clase —añadió Mrs. Morse.
Ruth asintió.
—No quería decirlo, pero es la verdad. Se trata de un hombre rudo, brutal y fuerte... demasiado fuerte. Su vida...
Titubeó y no pudo continuar. Constituía una nueva experiencia el tratar de estos asuntos con su madre. Y fue nuevamente ésta la que acabó la frase.
—Lo que quieres decir es que su vida no ha sido limpia.
Ruth asintió otra vez y, nuevamente, se ruborizó.
—Eso es —dijo—. No es culpa suya, pero ha jugado demasiado con...
—¿Con el cieno?
—Sí, con el cieno. Y me asusta. En ocasiones me causa terror, cuando habla con tanta naturalidad de las cosas que ha hecho, igual que si no tuviesen importancia. "¿Verdad que la tienen?
Estaban sentadas, enlazándose por la cintura, y en aquella pausa su madre le acarició la mano.
—Pero me interesa mucho —siguió la muchacha—. En cierto modo, es mí protegido. Además, es mi acompañante, aunque sería mejor decir mi amigo. Una mezcla de todo. A veces, cuando me asusta, me da la impresión de ser un bulldog, con el que me distraigo como otras chicas, y que me enseña los dientes y quiere soltarse.
De nuevo esperó la madre.
—Supongo que me interesa igual que lo haría un bulldog. Y en él hay muchas cosas buenas. Pero otras no me gustarían si... fuésemos de distinto modo. Lo he pensado mucho. Es mal hablado, fuma, bebe y se ha peleado con las manos. Así me lo ha confesado y, además, le gusta, según él mismo dice. Es todo lo que no debe ser un hombre, sobre todo el que yo elija como... —bajó a voz para añadir— ...como marido. Por otra parte, es demasiado fuerte. Mi príncipe debe ser alto, esbelto y moreno, un príncipe gracioso y agradable. No, no hay peligro de que me enamore de Martin Eden. Sería la peor desgracia que pudiera ocurrirme.
—Pero no era de eso de lo que quería hablarte —dijo su madre a modo de excusa—. ¿Has pensado en él? No te conviene en absoluto pero, ¿y si se enamora de ti?
—Ya lo está.
—Era de esperar —-comentó Mrs. Morse con suavidad—. ¿Cómo podía ser de otro modo con los que te conocen?
—¡Olney me odia! —exclamó la muchacha con pasión—. Y yo le odio a él. Me pongo en guardia en cuanto le veo. Y tengo ganas de mostrarme desagradable, aunque no lo sea con. los otros.
Y l siempre lo es conmigo. Con Martin Eden me siento feliz. Nadie me había querido antes; me refiero a un hombre. Y es agradable que te quieran de ese modo. Sabes a lo que me refiero, mamá, es bonito sentirse de veras mujer. —Ocul tó la cara en el regazo de su madre con un so llozo—. Te pareceré un monstruo, ya lo sé, pero prefiero ser sincera y decirte lo que siento.
Mrs. Morse se sintió, a la vez, extrañamente feliz y triste. Su bija niña, que era bachiller en artes, había desaparecido, pero en su lugar encontraba a una hija mujer. El experimento dio resultado. El extraño vacío en la naturaleza de Ruth se había llenado, sin peligros ni riesgos. Aquel rudo marinero fue el medio y, aunque Ruth no le amaba, la hizo tomar consciencia de su condición de mujer.
—Le tiembla la mano —siguió explicando Ruth, con la cara aún oculta a causa de la vergüenza—. Resulta divertido y ridículo, pero me da mucha pena. Y cuando lo veo así, pues le doy consejos acerca del modo como debe enmendar cuanto ha hecho. Sé que me adora. Sus ojos y sus manos no mienten. Me hace sentir mujer con sólo pensarlo. Siento que poseo algo muy mío, que me hace igual a las otras chicas y mujeres. Pero también sé que antes no era igual a ellas y que a vosotros os preocupaba. Creísteis que no me había dado cuenta, pero lo supe siempre y quería... «hacerlo bien», como dice Martin Eden.
Fue una hora decisiva para la madre y la hija, y los ojos se les humedecían conforme hablaban en la penumbra. Ruth se expresaba con enorme inocencia, mientras su madre, atenta y comprensiva, se limitaba a explicar y a guiarla.
—Tiene cuatro años menos que tú —le dijo—. Yno pertenece a tu mundo. Carece de posición e, incluso, de sueldo. No es práctico. Puesto que te quiere, en nombre del sentido común, debería hacer algo que le diese el derecho a casarse, en vez de perder el tiempo con la literatura y con sus sueños. Me temo que Martin Eden no madurará nunca. No acepta sus responsabilidades, trabajando como lo hizo tu padre o todos sus amigos; Mr. Butler, por ejemplo. También me temo que Martin Eden nunca ganará dinero. Y el mundo está ordenado de un modo que el dinero es necesario para la feliciad. No, no me refiero a esas grandes fortunas, sino a lo suficiente para permitirnos una razonable comodidad y una vida decente. ¿No te ha hablado nunca?
—Nunca, ni una sola palabra. No lo ha intentado siquiera, pero, de hacerlo, no se lo permitiría, porque yo no le quiero.
—Me alegro. Me dolería que mi hija, mi única hija, tan limpia y tan pura, se enamorase de un hombre como ése. Hay muchos hombres en el mundo, limpios, dignos y viriles. Espera. Algún día conocerás a uno, os enamoraréis y seréis felices como tu padre y yo. Otra cosa debes tener siempre en cuenta...
—Sí, mamá.
Mrs. Morse suavizó la voz para decir:
—Los hijos.
—He... pensado mucho en ellos —confesó Ruth recordando ciertas cosas. La ruborizaba estar hablando de eso con su madre.
—Son precisamente los hijos los que anulan a Mr. Eden —insistió Mrs. Morse—. Su herencia debe ser limpia, y me temo que la suya no lo sea. Tu padre me ha contado cosas de la vida de los marineros y... Tú me comprendes.
Ruth oprimió la mano de su madre en señal de asentimiento, segura de haber comprendido, aunque sólo concebía algo remoto y terrible, que estaba mucho más allá de su imaginación.
—Sabes muy bien que nada hago sin decírtelo —advirtió—. Pero debes preguntármelo, como ahora has hecho. Quería explicártelo, pero no sabía cómo. Sé que se trata de falsa modestia, pero tú puedes facilitarme las cosas. De vez en cuando, pregúntame, dame una oportunidad. ¡Tú también eres mujer, mamá! -—exclamó exaltada, mientras se ponían en pie, mirándola en la penumbra y sorprendida por aquella afinidad—. Nunca lo hubiese pensado de no haber hablado como ahora. Para comprenderlo, he tenido que descubrir que yo lo soy.
—Las dos somos mujeres —le dijo su madre, al tiempo que la besaba—. Las dos somos mujeres —repitió cuando salían de la habitación, enlazadas por la cintura y animadas por un nuevo compañerismo.
—Nuestra niña se ha convertido en mujer —le dijo orgullosamente Mrs. Morse a su marido una hora más tarde.
—Eso significa —comentó él tras contemplar a su esposa— que está enamorada.
—No, pero sabe que la aman —le respondió con una sonrisa—. El experimento ha dado resultado. Al fin despertó.
—Entonces, deberemos librarnos de él —comentó Mr. Morse secamente.
Pero su esposa negó con la cabeza.
—No va a ser necesario. Ruth me ha dicho que va a embarcarse dentro de poco. Cuando regrese, no la encontrará aquí. La enviaremos a casa de su tía Clara. Además, un año en el Este, con el cambio de clima, de gente y de ideas, va a ser cuanto necesite.
CAPITULO XX
A Martin volvía a dominarle el deseo de escribir. En su mente, se agitaban relatos y poemas, que buscaban crearse, y tomaba notas con vistas al día en que iba a darles expresión. Pero no escribía. Estaba de vacaciones, que decidió dedicar al descanso y al amor, y en ambas cosas se desenvolvía bien. Recobró su antigua vitalidad y veía a Ruth a diario. Al encontrarse, la mucha-cha experimentaba, de nuevo, la impresión de su fuerza y de su salud.
—Ten cuidado —la advirtió otra vez su madre—. Me temo que tratas demasiado a Martin Eden.
Pero Ruth se sentía muy segura. Tenía confianza en sí misma y, además, Martin iba a embarcarse en breve. Cuando regresara, ella se encontraría en el Este. Pero, sin embargo, había cierto encanto en la fuerza y en la salud de Eden. También a Martin le habían informado de aquel viaje al otro extremo del país y sentía la necesidad de apresurarse. Sin embargo, no sabía cómo debe cortejarse a una muchacha de aquella clase. Además, lo complicaba todo su mucha experiencia con otras muy distintas. Éstas, sabían lo que eran el amor y la vida y se mostraban coquetas, mientras que Ruth lo ignoraba todo. Su prodigiosa inocencia sobrecogía a Martin, helando en sus labios toda frase apasionada, convenciéndole, a pesar de sí mismo, de que no era digno de ella. Tenía, también, otro inconveniente. Martin no había estado enamorado nunca hasta entonces. Le gustaron muchas mujeres en su época de marinero y se sintió fascinado por algunas, pero a ninguna amó. Supo atraerlas, sin preocuparse demasiado. Fueron simples diversiones, parte del juego varonil, pero no la más importante. Y, ahora, por primera vez, era él quien suplicaba, y se mostraba tierno y tenía dudas. No sabía cómo expresar sus sentimientos y le asustaba la inocencia de su amada.
Martin, conforme se familiarizaba con un mundo desconocido, en continuo cambio, aprendió la regla de que, al intervenir en un nuevo juego, había que dejarle la iniciativa al oponente. Esto le resultó útil en infinitas ocasiones, entrenándole, además, como un buen observador. Sabía la forma de estudiar un fenómeno con el que no estuviese familiarizado y esperar el momento de debilidad, para abrirse paso. Era igual a los primeros tanteos en un combate pugilístico. Y, cuando la ocasión se presentaba, la experiencia le había enseñado a lanzarse a fondo.
Por tanto, en el caso de Ruth, esperó, deseando descubrir su amor, pero sin atreverse. Temía desagradarla y no estaba seguro de sí mismo. Aunque lo ignoraba, Martin iba por el buen camino. El amor vino al mundo antes que el idioma articulado y, durante su infancia, aprendió formas y medios que jamás olvidara. Martin cortejaba a Ruth en ese estilo primitivo. En un principio, no se dio cuenta de que lo hacía, aunque luego lo adivinase. El contacto de su mano sobre la de la muchacha tenía mayor potencia que cuantas palabras pudiese decirle, la impresión que a ella le causaba su fuerza era más seductora que los poemas impresos o los discursos apasionados de miles de generaciones de amantes. Lo que expresase su lengua, afectaría al juicio de Ruth, pero el contacto de su mano, por muy furtivo que fuese, iba directamente a sus instintos. Los juicios de Ruth tenían su misma edad, pero los instintos eran tan antiguos como su raza y aún más. Fueron jóvenes al mismo tiempo que el amor y eran más sabios que los convencionalismos, que las opiniones y que todo lo nuevo. Por tanto, sus juicios no intervinieron. No había razón para que lo hiciesen y Ruth no se dio cuenta de lo profundamente que Martin iba despertando su naturaleza. Por otra parte, que él la amaba resultaba tan claro como el día, y la muchacha, con toda consciencia, gozaba ante sus muestras de admiración, con sus brillantes ojos, de tierna mirada, sus temblorosas manos y el inevitable rubor que nacía bajo su piel bronceada. Ruth incluso osó incitarle con timidez, pero, al mismo tiempo, con tal delicadeza que Martin no llegó a sospecharlo, y haciéndolo de manera casi inconsciente, de modo que tampoco ella lo sospechó. Se emocionaba con esas pruebas de su poderío, que demostraban que era una mujer y, como todas las hijas de Eva, se divertía atormentándole y jugando con él.
Martin, enmudecido por la inexperiencia y por su arrolladura pasión, cortejándola torpe y desmañadamente, se limitaba a fiarlo todo en el contacto. El de su mano le resultaba a la muchacha deliciosamente más que agradable. Martín lo ignoraba, aunque se diese cuenta de que a ella no le era molesto. No es que se estrecharan las manos con frecuencia, excepto al encontrarse y en las despedidas. Pero, además, existían muchas oportunidades al manejar las bicicletas y dar vueltas a las páginas de los libros de poesía que llevaban a las montañas. Y, también, tenía ella muchas ocasiones de rozarle la mejilla con el cabello o de apoyarle el hombro mientras leían algún verso. Ruth debía contener la sonrisa al sentir vagos impulsos, que no sabía de dónde procedían, de despeinarle, mientras él deseaba, al cansarse de leer, que le permitiera apoyar la cabeza en su regazo y soñar, con los ojos cerrados, acerca de su futuro. En otras épocas, durante ciertas excursiones a Shellmound Park y Schuetson Park, se había recostado en muchos regazos y, por lo general, se dormía con todo egoísmo, mientras las muchachas le protegían del sol y le contemplaban embelesadas, sorprendidas ante su gran desprecio por su amor. Apoyar la cabeza en el regazo de una muchacha, había sido lo más sencillo para Eden hasta entonces, en que el de Ruth le resultaba inaccesible. Y, sin embargo, era precisamente en su reticencia donde estaba el secreto de su fuerza. Ésa fue la causa de que jamás la alarmase. Tímida y muy puntillosa, la muchacha nunca se dio cuenta del peligro que entrañaban sus relaciones. Así, inadvertidamente, fue sintiéndose más próxima a él, mientras que Martin, presintiendo esa aproximación, ansiaba atreverse, pero tenía miedo.
Sólo una vez se atrevió, cierta tarde en que la encontró en la sala a oscuras, a causa de una jaqueca.
—Nada puede aliviarme —respondió ella a sus preguntas—. Y, además, no tomo remedios. El doctor Hall no me lo permite.
—Creo que yo puedo hacerlo y sin necesidad de medicinas —repuso Martin—. No tengo la seguridad, naturalmente, pero quisiera intentarlo. Se trata de un masaje. Lo aprendí de los japoneses. Son especialistas en eso. Luego, los hawaia-nos me enseñaron algunas variantes. Lo llaman lomi-lomi. Surte el mismo efecto que las medicinas y algunas cosas más.
Apenas había comenzado Martin a acariciarle la cabeza, cuando Ruth lanzó un profundo suspiro.
—¡Qué agradable! —dijo.
Media hora más tarde, la muchacha volvió a hablar para preguntarle:
—¿No se cansa usted? La pregunta era innecesaria y conocía de antemano la respuesta. Luego, la muchacha se dejó arrastrar por el bálsamo de su fuerza. La vida semejaba emanar de las puntas de los dedos del marino, ahuyentando el dolor, o, por lo menos, así se lo parecía a ella, hasta que, aliviada, se durmió. Entonces, Eden se fue.
Aquella tarde, Ruth le telefoneó para darle las gracias.
—Dormí hasta la hora de comer —le explicó—. Me ha curado usted, Mr. Eden, y no sé cómo agradecérselo.
Martin se sentía entusiasmado y locuaz al responderle y, durante toda la conversación telefónica, no le abandonaba el recuerdo de Brow-ning y de la enfermiza Elizabeth Barret. Cuanto se había hecho, podía repetirse, y él, Martin Eden, iba a hacerlo en bien de Ruth Morse. Volvió a su habitación, en la que, sobre la cama, descansaba la Sociología de Spencer. Pero fue incapaz de leer. El amor le atormentaba y se imponía a su voluntad, de modo que, pese a sus propósitos, se encontró sentado a la mesa manchada de tinta. El soneto que aquella noche compuso fue el primero de un ciclo amoroso de cincuenta, que concluyó en dos meses. Trabajó en las mejores condiciones, a impulsos de su propia pasión.
Las muchas horas que no pasaba con Ruth las dedicaba a su Ciclo de amor, a sus lecturas y a la biblioteca pública, donde se ponía en contacto con las revistas y con su contenido. Las que pasaba con la muchacha resultaban enloquecedoras por lo que parecían prometer, y que jamás se cumplía. Una semana después de curarla de la jaqueca, Norman propuso un paseo nocturno en barca por el lago Merritt, propuesta que en seguida apoyaron Arthur y Olney. Como Martin era el único capaz de dirigir una embarcación, se le in-cluyó en el proyecto. Ruth se sentó a su lado junto al timón, mientras los tres jóvenes se reunían en el centro del bote, para hablar de asuntos de la Universidad.
La luna aún no había salido, y Ruth, mientras contemplaba la bóveda estrellada del cielo, se sintió terriblemente sola. Miró a Martin. Un golpe de aire impulsaba la embarcación, que se ladeaba hasta casi tocar el agua, y Eden, con una mano en la caña y la otra en la vela, la enderezaba, enfilando hacia la orilla norte. Martin no se dio cuenta de nada, por lo que ella le pudo seguir observando, preguntándose qué extraña fuerza hacía que un hombre como él, con tantas cualidades, perdiese el tiempo escribiendo relatos y poemas, condenándose, así a la mediocridad.
La mirada de Ruth se detuvo en el cuello, vagamente entrevisto a la luz de las estrellas, y en la erguida cabeza, y la muchacha volvió a experimentar el deseo de acariciarlo. La fuerza, que tanto odiaba, la atraía. La sensación de soledad se hizo más intensa, al sentirse cansada. Resultaba muy incómoda su posición en el bote y recordó cómo el marino le había curado la jaqueca y la serenidad que de él emanaba. Entonces, Eden se sentaba a su lado, muy cerca, y la inclinación del bote semejaba empujarla hacia él. De súbito, Ruth sintió el deseo de apoyarse en Martin, de descansar en su fuerza, impulso que, apenas expresado, la dominó, obligándola a obedecerlo. ¿Quizá se debió a la inclinación del bote? No lo sabía; no lo supo nunca. Sólo se dio cuenta de que se apoyaba en él y de que se sentía agradablemente relajada. Puede que la embarcación tuviese la culpa, pero Ruth no hizo nada para evitarlo. Se apoyó en el hombro de Martin con ligereza, pero se apoyó, y siguió haciéndolo cuan-do él cambió de postura para que estuviese más cómoda.
Era una locura, pero Ruth se negó a tenerlo en cuenta. Ya no era la misma, sino, simplemente, una mujer, llena de ansias femeninas, que, pese al contacto, no parecían satisfacerse. Ruth no se sentía cansada. Martin no habló. De haberlo hecho, habría roto el encanto. En cambio, su reserva lo prolongó. Eden se encontraba aturdido y casi mareado. No comprendía lo que estaba ocurriendo. Era demasiado extraordinario para ser otra cosa que un delirio. Tuvo que dominar un loco deseo de soltar la caña, para abrazar a Ruth. Su intuición le indicaba que sería un error y se alegraba de que el timón y las velas le mantuviesen ocupadas las manos, para vencer las tentaciones. Guió el bote descuidadamente, malgastando el viento en las velas, de modo que el viaje durase más. Al llegar a la otra orilla, debería desembarcar y terminaría aquel contacto. Navegó con habilidad, sin soltar demasiado trapo y procurando que no lo advirtiesen sus compañeros. Mentalmente, agradeció a sus largas travesías que hubiesen hecho posible aquella noche maravillosa, de modo que pudiese sentirla a su lado y sobre su hombro.
Cuando los primeros rayos de la luna acariciaron la vela, bañando el bote en una luz perlada, Ruth se apartó de Martin. Y, al hacerlo, advirtió que él, a su vez, también se apartaba. Fue mutuo el impulso de evitar que les viesen. El incidente era tácita y secretamente íntimo. Ruth se sentó alejada de él, sintiendo que le ardían las mejillas, mientras percibía el total alcance de lo sucedido. Era culpable de algo que no deseaba que viesen ni sus hermanos ni Olney. ¿Por qué lo había hecho? Nunca, en toda su vida, hizo nada semejante, pese a haber paseado de noche en bote con otros hombres. Jamás experimentó el deseo de hacerlo. La dominaron la vergüenza y la sorpresa ante su primera reacción de mujer. Dirigió una furtiva mirada a Martin, que parecía muy atareado maniobrando el bote, sintiendo que podía llegar a odiarle por impulsarla a hacer algo tan inmodesto y vergonzoso. ¡Y precisamente él, de cuantos hombres conocía! Quizá su madre tuviese razón y se estaban viendo con demasiada frecuencia. Decidió que no volvería a ocurrir y que, en el futuro, iba a evitarle un poco. Se le ocurrió el loco propósito de darle una explicación la primera vez que se encontrasen. Le mentiría, indicando, como por casualidad, que casi se había desmayado en el bote. Luego, recordó que se separaron al unísono en cuanto salía la indiscreta luna y comprendió que iba a saber que mentía.
En los días que siguieron, Ruth no fue la misma, sino una extraña y desconcertante criatura, que se negaba a razonar, a cualquier clase de autoanálisis y a pensar en el futuro o a dónde se dirigía. Se sentía como presa de una estreme-cedora y desconocida fiebre, que, alternativamente, la asustaba o la encantaba, manteniéndola en un continuo estado de desconcierto. Sin embargo, tenía una idea fija, que aseguraba su seguridad. No iba a permitirle a Martin que le confesara su amor. Mientras mantuviese esa decisión, no había peligro. Eden iba a embarcarse en breves días. Y, aunque se lo confesara, tampoco importaría. No podía ser de otro modo, ya que ella no le amaba. Cierto que resultaría una penosa media hora para él y una media hora muy embarazosa para ella, pues era la primera vez que esto le ocurría. Al pensarlo, se estremeció casi con placer. Era, en verdad, una mujer, a la que un hombre estaba a punto de pedirla en matrimonio. Constituía un cebo para cuanto era fundamental en su sexo. Se estremecieron el propio tejido de su vida y todas las esencias de su ser.
Este pensamiento revoloteaba en su mente como una mariposa atraída por una llama. Llegó, incluso, a imaginarse a Martin declarándose, suponiendo lo que iba a decir, así como su respuesta, suavizada por la bondad y exhortándole a ser mejor y más noble. Ante todo, debía abandonar el tabaco. Insistiría mucho en eso. Pero no, era preferible que no le dejase hablar. Ruth podía impedírselo y le había dicho a su madre que lo iba a hacer. Ruborizada y encendida, apartó, con cierta pena, aquella escena de su fantasía. Su primera declaración de amor debería retrasarse a fecha más a propósito y a un pretendiente más elegible.
CAPITULO XXI
Llegó un hermoso y cálido día, que palpitaba con el flujo del cambio de estaciones, uno de esos días del veranillo indio californiano, con un sol perezoso y una ligera brisa que no libra a la atmósfera de su modorra. Unas leves neblinas cárdenas, que no eran vapores sino tejidos de color, se ocultaban en los pasos de las colinas. San Francisco se extendía, como una mancha de humo, en sus alturas. La amplia bahía semejaba una plancha reluciente de metal, en la que descansaba algún buque o se movía al compás de la lenta corriente. Tamalpaís apenas se distinguía bajo el plateado resplandor y la Golden Gate hacía honor a su nombre, bajo el sol. Más allá, el Pacífico, mortecino e inmenso, reunía en su horizonte masas de nubes, que iban avanzando hacia la costa, como un aviso del inminente invierno.
Estaba a punto de concluir el verano. Sin embargo, se mantenía, débil y claudicante entre las colinas, aumentando el cárdeno de sus valles, haciendo girar la bruma y muriendo calmosamente, satisfecho de haber vivido y de haber vivido con esplendor. Y, en las montañas, en su lugar predilecto, Martin y Ruth se sentaban muy juntos, con la cabeza inclinada sobre la misma página, mientras é1 leía los sonetos de amor de la mujer que había amado a Browning, como a pocos hombres les aman.
La lectura languidecía. Resultaba demasiado fuerte la belleza que les rodeaba. El año moría como había vivido, lleno de hermosura y de vo-luptuosidad, y los recuerdos pesaban en el aire. Fue dominando a los dos jóvenes, soñador y lánguido, debilitando las fibras de la resolución, y ocultando el rostro de la moral, o de la razón, con la neblina cárdena. Martin sentía una profunda ternura y, de vez en cuando, le acometían espasmos. Tenía la cabeza muy cerca de la de Ruth y, cuando la brisa le agitaba a ella el pelo y le rozaba la mejilla, las letras impresas le bailaban ante los ojos.
—Me parece que no se ha enterado usted ni de una sola palabra —le dijo la muchacha en una de las ocasiones en que perdió el punto.
Eden la miró con ojos encendidos y estaba a punto de quedar como torpe, cuando se le ocurrió una respuesta.
—Me parece que usted tampoco lo sabe. ¿De qué trataba el último soneto que hemos leído?
—Lo ignoro —confesó ella riendo—. Me he olvidado. No leamos más. El día es demasiado bonito.
—Será el último que, en mucho tiempo, pasaremos en las colmas —anunció Martin gravemente—. En el mar se está preparando una tormenta.
El libro se deslizó de sus manos y ambos siguieron sentados en el suelo, mirando hacia la bahía, con ojos que soñaban, pero que no veían. Ruth dirigió la vista al cuello de Martin. No se inclinó hacia él. Se vio atraída por algo exterior, más fuerte que la gravitación, tan fuerte como el destino. Sólo les separaba una pulgada y ella la cubrió sin proponérselo. Su hombro se apoyó en el de Martin, tan suavemente como una mariposa roza una flor, e idéntica suavidad hubo en la respuesta. Sintió que el hombro de Martin oprimía el suyo y la dominó un gran temblor. Era el momento de apartarse. Pero se había convertido en una autómata. Sus actos estaban más allá del alcance de su voluntad. Ruth no pensó en la voluntad ni en dominarse, en medio de aquella deliciosa locura que la embargaba.
El brazo de Martin fue situándose detrás de ella, hasta rodearla. La muchacha esperó, en un tormento delicioso. Esperaba, no sabía exactamente qué, jadeando, con los labios secos y ardientes, el pulso alterado y fiebre en la sangre. El brazo se alzó, atrayéndola hacia el marino, lentamente, como en una caricia. Ruth no podía esperar más. Con un suspiro y un movimiento espontáneo, impremeditado, espasmódico, le apoyó la cabeza en el pecho. Él se inclinó a su vez y, conforme se acercaban sus labios, la muchacha salió a su encuentro.
En el momento irracional de la entrega, Ruth se dijo que aquello debía ser el amor. De no serlo, resultaba demasiado vergonzoso. No podía ser otra cosa que el amor. Amaba al hombre que la enlazaba con sus brazos y cuyos labios oprimían los suyos. Se apretó más contra él, con un rápido movimiento del cuerpo. Y, un instante después, se soltó de su abrazo, para, de súbito y con satisfacción, rodear el cuello de Martin Eden con ambas manos. Tan exquisito resultaban el amor y el deseo satisfechos, que gimió, descansando luego entre sus brazos.
Nada se habían dicho y nada se dijeron durante un buen rato. Por dos veces Eden se inclinó a besarla y, en cada una, ella le recibió tímidamente, mientras se iba estrechando contra él. Se aferró a Martin, incapaz de separarse, y el marino siguió sentado, sosteniéndola en sus brazos, contemplando, con ojos que no veían, la ciudad, al otro lado de la bahía. Por una vez, en su mente no había visiones. Allí, tan sólo se agitaban luces y resplandores, tan cálidos como el día y como su amor. Se inclinó hacia ella. La muchacha le estaba hablando.
—¿Cuándo te enamoraste de mí? —le preguntó en un susurro.
—Desde el principio, desde el primer momento en que te vi. Fue como si me volviese loco y, en todo el tiempo que ha pasado, no he hecho más que empeorar. Y ahora, amor mío, estoy peor. La cabeza me da vueltas de júbilo.
—Me alegro de ser mujer, Martin, querido —dijo Ruth tras un suspiro.
Martin la estrechó de nuevo entre sus brazos y preguntó:
—¿Y tú? ¿Cuándo lo supiste?
—Casi desde el principio.
—He estado tan ciego como un murciélago —respondió Eden vejado—. Ni siquiera llegué a imaginarlo hasta ahora, en que... que te besé.
—No me refería a eso. —La muchacha se apartó un poco para mirarle—. Quiero decir que yo supe desde el principio que me querías.
—¿Y tú? —indagó él.
—Lo comprendí de pronto. —Ruth hablaba muy despacio, con los ojos encendidos y tiernos y un rubor en las mejillas que no desaparecía—. No lo supe nunca hasta ahora, cuando... me abrazaste. Jamás pensé en casarme contigo, Martin, hasta este momento. ¿Cómo me enamoraste?
—No lo sé —se rió Martin—. Quizá fue queriéndote, pues te quería lo bastante como para fundir un corazón de piedra, cuanto más uno de mujer. '
—Esto es tan distinto de lo que yo imaginaba que era el amor... —exclamó la muchacha.
—¿Cómo lo imaginabas?
—No creí que fuese así. —Ella le miraba a los ojos, pero abatió la vista al añadir—: No sabía cómo era.
Martin la fue a estrechar de nuevo. Sin embargo, se contuvo por temor a asustarla. Entonces, sintió que el cuerpo de la muchacha se le rendía otra vez y volvieron a enlazarse, mientras sus labios se unían.
—¿Qué dirá mi familia? —comentó ella en una de las pausas.
—No lo sé. Podemos averiguarlo en seguida.
—¿Y si mi madre se opone? Tengo miedo de decírselo.
—Yo lo haré —se ofreció Martin—. Creo que tu madre no me tiene simpatía, pero puedo ganármela. Si te he ganado a ti, puedo ganar a cual-quiera. Y si no lo consigo...
—¿Qué?
—Pues nos tendremos uno al otro. Pero no creo que haya peligro de que tu madre se oponga. Te quiere demasiado.
—No desearía destrozarle el corazón —comentó Ruth pensativamente.
Martin iba a asegurarle que a las madres no se les destroza el corazón con demasiada facilidad, pero, en vez de ello, dijo: -
—El amor es lo más grande del mundo.
—Martin, a veces me asustas. Estoy asustada ahora, al pensar en ti y en lo que has sido. Debes ser bueno conmigo, muy bueno. Recuerda que, al fin y al cabo, soy una niña y que nunca había estado enamorada.
—Ni yo tampoco. Somos dos niños. Y tenemos la suerte de haber encontrado, uno en el otro, su primer amor.
—¡Pero eso no es posible! —exclamó Ruth soltándose de sus brazos con un brusco y apasionado movimiento—. Para ti, es imposible. Has sido marinero, y los marineros, según he oído decir, son... son...
En este momento, a ella le falló la voz.
—Son aficionados a tener un amor en cada puerto —sugirió Eden—. ¿Era eso lo que querías decir?
—Sí —respondió ella en voz baja.
—Pero eso no es amor. —Martin hablaba con conocimiento de causa—. He estado en muchos puertos, pero ni siquiera he sentido un atisbo de amor hasta verte a ti, aquella primera noche. ¿Sabes que, tras salir de tu casa, me querían detener?
—¡Detener!
—Sí. Un policía creyó que estaba borracho y, en realidad, lo estaba... de amor por ti.
—Me has dicho que éramos como niños y yo aseguraba que a ti te era imposible y, ahora, te apartas del asunto.
—Lo que he afirmado es que no he querido a nadie más que a ti —repuso él—. Eres, absolutamente, mi primer amor.
—Pero has sido marinero —insistió ella.
—Lo que no me impide haberte amado a ti sola.
—Pero has tenido otras mujeres... ¡Otras mujeres!
Y, ante la sorpresa de Martin Eden, Ruth estalló en una tormenta de lágrimas que, para calmarla, requirió más de un beso y muchas caricias. Mientras, el marino se decía que todas las mujeres eran hermanas bajo la piel, aunque las novelas le indujeran a creer lo contrario. Supuso, por culpa de éstas, que en las clases altas sólo se conseguía algo con una declaración formal. Era corriente, en el mundo del que Martin procedía, que los muchachos y las muchachas intentaran conquistarse por medio del contacto, pero esto resultaba inconcebible entre las personas distinguidas, situadas en lo alto. No obstante, las novelas se equivocaban. Aquí tenía la prueba. Las mismas caricias y ligeros roces, hechos en silencio, que daban resultado entre las chicas de la clase trabajadora, tenían idéntico efecto con las de la clase no trabajadora. Todas ellas eran de una misma carne, hermanas bajo la piel, cosa que él, como lector de Spencer, no debió olvidar. Mientras abrazaba a Ruth y la iba consolando, le tranquilizó pensar que todas, en el fondo, eran iguales. Esto le acercaba a la muchacha y a ésta la hacía asequible. La carne de Ruth era como la de todos, como la suya propia. No había impedimentos para su matrimonio. La única diferencia era la de clase y eso era extrínseco. Fácilmente se podía suprimir. Según Martin había leído, un esclavo alcanzó la púrpura romana. En consecuencia, también él podía alcanzar a Ruth. Ésta, bajo su pureza, inocencia, cultura y etérea belleza, era fundamentalmente humana, como Lizzie Connolly y todas las Lizzie Connolly. Cuanto era posible en ellas, era posible en Ruth. Era capaz de amar y de odiar, de sufrir ataques de histeria y, desde luego, de sentir celos como, entonces, los sentía, mientras sollozaba en sus brazos.
—Además, soy mayor que tú —exclamó de pronto la muchacha abriendo los ojos y mirándole—. Tengo cuatro años más.
—Calla, eres sólo una niña y yo tengo cuarenta años en experiencia —repuso él.
En realidad, eran como dos niños, en lo que al amor se refiere, inocentes e inexpertos en la forma de expresarlo, pese a que ella tuviese un título universitario, y él, la cabeza llena de filosofía científica y conociera la vida muy a fondo.
Pasaron allí el resto de la tarde, hablando de lo que hablan los enamorados y maravillándose de las excelencias del amor y del destino que les uniera, seguros de que nadie se había querido tanto como ellos. Una y otra vez, volvieron a explicarse sus primeras impresiones, intentando, en vano, analizar lo que sentían y cómo lo sentían.
Los cúmulos de nubes, agrupados en el horizonte, recibieron los rayos del sol del atardecer, mientras el cielo se teñía de una tonalidad rosá-cea, excepto en el cenit, que conservó su esplendorosa luz. Estas tonalidades les fueron envolviendo, mientras ella cantaba:
—! Adiós, dulce y hermoso día!
Ruth cantaba suavemente, mecida en los brazos de Martin, con las manos unidas a las suyas y los corazones en las manos.
CAPÍTULO XXII
A Mrs. Morse no le hizo falta la intuición de una madre para leer la noticia en el rostro de Ruth, cuando ésta llegó a casa. El rubor, que no abandonaba sus mejillas, era bastante elocuente, así como sus ojos encendidos, que reflejaban una gran ilusión interna.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Mrs. Morse, que estuvo esperando hasta que la muchacha se acostó.
—¿Lo sabes ya? —repuso ésta, con labios temblorosos.
Por toda respuesta, su madre le pasó el brazo por los hombros y le acarició suavemente el cabello.
—No me ha dicho nada —estalló Ruth—. Yo no quería que ocurriese y no le hubiera dejado hablar... pero nada dijo.
—Pues, si no habló, nada puede haber ocurrido.
—Sí, ocurrió.
—En nombre del cielo, criatura, ¿qué es lo que dices? —exclamó Mrs. Morse estupefacta—. No me he enterado de nada. ¿Qué es lo que ha sucedido?
Ruth miró a su madre sorprendida.
—Creí que lo sabías. Pues que Martin y yo estamos comprometidos.
Mrs. Morse dejó escapar una risa irritada.
—No, no habló —le dijo Ruth—. No hizo más que amarme. Quedé tan sorprendida como tú. No dijo ni una palabra. Se limitó a abrazarme. Y... no fui la misma. Luego, me besó y yo le besé. No pude evitarlo. Tenía que hacerlo. Y, entonces, supe que le amaba.
Ruth hizo una pausa, esperando la bendición de su madre, en forma de beso, pero Mrs. Morse estaba fríamente callada.
—Sé que es una sorpresa desagradable —insistió Ruth con voz ahogada—. E ignoro cómo vais a poder perdonarme. Pero no pude evitarlo. Hasta aquel momento, ni siquiera soñaba que le amase. Debes decírselo a papá.
—¿No sería mejor no decirle nada a tu padre? Yo veré a Martin Eden y le hablaré, explicándoselo todo. Cuando comprenda, te librará de tu compromiso.
—¡No, no! —se opuso Ruth sobresaltada—. No quiero que me libre. Es a él a quien amo y el amor es algo muy grande. Me casaré con él... si es que me dejas, claro.
—Tu padre y yo tenemos otros proyectos para ti, Ruth y... ¡No, no, no te hemos designado ya un marido! Nuestros proyectos se limitan a que te cases con alguien de tu propia clase social, con algún caballero bueno y honorable, que elegirás cuando te enamores.
—Pero ya estoy enamorada de Martin —fue la protesta.
—No vamos a influirte en lo más mínimo, pero eres nuestra hija y no soportaríamos esa clase de matrimonio. A cambio de toda tu educación y delicadeza, no puede ofrecerte más que brutalidad y grosería. No es un buen partido para ti. No podría mantenerte. No nos ciega la riqueza, pero la seguridad es algo muy distinto y nuestra hija debería casarse con alguien que, por lo menos, se la pueda asegurar, en vez de un aventurero, navegante, vaquero, contrabandista y quién sabe qué más, sin un penique, que, por si fuera poco, es un irresponsable, que no tiene dos dedos de frente.
Ruth permanecía callada. Debía reconocer que cada una de aquellas palabras era cierta.
—Pierde el tiempo escribiendo, intentando conseguir lo que sólo algunos pocos hombres de genio, con títulos universitarios, a veces llegan a conseguir. Un hombre que piensa en casarse, se debería preparar para el matrimonio. ¡Pero él no! Tal como he dicho, y sé que tú estás de acuerdo, es un irresponsable. ¿Y cómo no iba a serlo? Es el modo de vivir de los marineros. No aprendió a ser sobrio ni a economizar. Los años turbulentos le han marcado. No es culpa suya, desde luego, pero eso no cambia la cuestión. ¿Y has pensado en esos años licenciosos que ha vivido? ¿Has pensado en eso, hija? Sabes lo que el matrimonio significa.
Ruth se estremeció, acercándose más a su madre.
—Lo he pensado. —La muchacha esperó a que la idea cobrase forma—. Y es terrible. Me pongo enferma. Ya te dije que era una desgracia haberme enamorado de él, pero no puedo evitarlo. ¿Pudiste tú dejar de querer a papá? A mí me ocurre lo mismo. Hay algo en mí, en él, que hasta hoy no supe que existía, pero que me hace quererle. No creí nunca llegar a amarle, pero, ahora, sé que le amo —dijo al fin, con un cierto tono triunfal en la voz.
Madre e hija hablaron durante mucho rato, sin conseguir nada, llegando, al fin, a la conclusión de que lo mejor era esperar un tiempo indeterminado antes de hacer nada.
Idéntico resultado obtuvieron, poco después, Mrs. Morse y su marido, cuando aquélla le confesó el fracaso de sus proyectos.
—Era difícil que resultara de otro modo —fue el juicio de Mr. Morse—. Ese marinero es el único hombre con el que ha tenido contacto. Antes o después, Ruth iba a despertar y así lo hizo. En ese momento, allí estaba el marinero, el único a mano, de modo que se enamoró de él o creyó que se enamoraba, que viene a ser lo mismo.
Mrs. Morse decidió actuar lenta e indirectamente sobre Ruth, en lugar de combatirla de frente. Tiempo quedaba para esto último, ya que Martin no estaba en posición de casarse.
—Que le vea cuanto desee —fue el consejo de Mr. Morse—. Estoy seguro de que cuanto más sepa de él, antes acabará su enamoramiento. Y ofrécele mucho contraste. Procura que haya siempre en casa gente joven, tanto muchachos como muchachas, pero, sobre todo, muchachos, muchachos inteligentes, que hayan hecho cosas o que las estén haciendo, y que sean de su clase, caballeros. Así podrá calibrarle. Ellos pondrán a Martin Eden en evidencia. Y, al fin y al cabo, no es más que un chico de veintiún años. Y ella es todavía una niña. Para los dos, es un enamoramiento infantil y se les pasará.
Y así quedó la cosa. En el seno de la familia, se aceptó que Ruth y Martin estaban prometidos, pero no lo anunciaron oficialmente. No lo creyeron necesario. También se aceptó, de manera tácita, que iba a ser un noviazgo muy largo. No le pidieron a Eden que se pusiera a trabajar y dejase de escribir. No pretendían animarle a que se enmendara. Y él, por su parte, colaboró en sus poco amistosos planes, ya que ponerse a trabajar estaba muy lejos de sus pensamientos.
—A ver qué te parece lo que he decidido —le dijo Martin a Ruth unos días más tarde—. He pensado que me sale muy caro estar de pensión en casa de mi hermana y voy a vivir por mi cuenta. He alquilado un cuarto en la parte norte de Oakland, donde viven muchos retirados, y me he comprado una estufa de petróleo para cocinarme yo mismo.
Ruth quedó encantada. Lo de la estufa de petróleo le gustó en extremo.
—Así empezó Mr. Butler —dijo.
Martin frunció las cejas a la mención de ese digno caballero y continuó:
—Les he puesto sellos a todos mis originales y acabo de enviarlos, de nuevo, a los periódicos. Hoy me he mudado y mañana comienzo a trabajar.
—¡Un empleo! —gritó la muchacha, incapaz de ocultar su júbilo ante aquella sorpresa y acercándose más a él, muy sonriente, mientras le estrechaba las manos—. ¿Cómo no me lo dijiste? ¿De qué se trata?
Ј1 negó con la cabeza.
—Quiero decir que voy a trabajar escribiendo. —Ruth quedó muy seria y Martin continuó con premura—: No me interpretes mal. Esta vez, no voy con ideas tan elevadas. Se trata de un planteamiento puramente comercial. Es preferible a volver a embarcarme y ganaré más dinero del que le reportaría, en Oakland, cualquier empleo a un hombre sin oficio.
»Verás, las vacaciones que me tomé, me han dado cierta perspectiva. Antes, no trabajaba a fondo ni escribía para que me lo publicasen. En realidad, no hice más que quererte y pensar. También leía, pero eso era para pensar, y, sobre todo, leía revistas. Estuve generalizando un poco acerca de mí mismo, del mundo, de mi puesto en él y de mis posibilidades de conseguir un sitio digno de ti. Además, he leído Filosofía del estilo, de Spencer, y creo haber descubierto lo que me ocurría o lo que le ocurría a mis escritos. Asimismo, a lo que le ocurre a la mayoría de lo que se publica.
»Pero el resultado de todo esto, de mis meditaciones, mis lecturas y de mi amor, es que voy a instalarme en la calle de la Abundancia. Dejaré en paz las obras de arte y haré trabajo de batalla, chistes, artículos vacíos, versos festivos, etc., toda esa tontería para la que parece haber tanta demanda. Hay que tener en cuenta que existen las cadenas de periódicos, las de revistas y las agencias. Sé que puedo hacer la clase de trabajo que necesitan y ganar el equivalente a un buen suel do. Hay algunos que ganan hasta cuatrocientos o quinientos al mes. No pretendo ser como ellos, pero puedo conseguir un buen medio de vida, disponiendo, además, de tiempo libre, lo que no tendría en un empleo.
»Y eso me permitirá continuar con mis estudios y hacer un trabajo serio. ¡Me sorprendo yo mismo al pensar lo mucho que he adelantado! Cuando comencé a escribir, apenas tenía temas, excepto algunas experiencias personales de poca importancia, que no entendía muy bien ni alcanzaba en todo su significado. Pero me faltaban ideas, totalmente. Incluso me faltaban las palabras apropiadas para pensar. Así, todas mis experiencias resultaban imágenes sin significado. Pero, conforme iba ampliando mi cultura y ad-quiriendo nuevo vocabulario, vi algo más en mis experiencias que simples imágenes. Conservé éstas, pero hallé su interpretación. Fue entonces cuando comencé a hacer buen trabajo y escribí Aventura, Júbilo, El recipiente, El vino de la vida, La calle de los codazos, el Ciclo amoroso y la Lírica marina. Escribiré otras igual, y aún mejores, pero lo haré en mis ratos libres. Ahora tengo los pies en tierra. Trabajo de batalla e ingresos, primero; luego, grandes obras. Para que veas, anoche escribí varios chistes para las revistas humorísticas y, al acostarme, se me ocurrió probar suerte con unos pareados, de tipo festivo, y en una hora había hecho cuatro. Deben pagarlos a un dólar cada uno. Cuatro dólares por un ratito, al terminar el día.
»Claro que carecen de valor, no son más que esfuerzos sórdidos y aburridos, pero no lo es más que llevar la contabilidad, a sesenta dólares al mes, sumando interminables columnas de cifras, que nada significan, hasta que uno se muere. Además, el trabajo de batalla me mantiene en contacto con el mundo literario y me da tiempo para probar algo de mayor envergadura.
—¿Y de qué sirven esas cosas de mayor envergadura, esas grandes obras? —indagó Ruth—. No consigues venderlas.
—Sí, puedo —comenzó a decir Martin, pero ella le interrumpió.
—De todas las que acabas de mencionar, y que afirmas ser tan buenas, no has vendido ni una sola. No podemos casarnos con obras maes-tras que no se venden.
—Entonces, nos casaremos con cuartetas que se vendan —atajó Martin pasándole un brazo por los hombros para atraer a una novia muy envarada.
—Escucha esto —continuó, intentando alegrarse—. No es arte, pero quizá sea un dólar.
Entró, cuando yo salía, para buscar un poco de comida, que no encontró y, por eso, salió cuando yo volví, al mediodía.
El tono festivo que intentó darle a la cuarteta contrastaba con el desprecio que se reflejó en su semblante. No había hecho sonreír a Ruth. La muchacha le contemplaba con expresión inquieta.
—Puede que valga un dólar —dijo al fin—, pero es la paga de un bufón, de un payaso. Martin, todo eso es degradante. Quiero que el hombre al que amo y respeto, sea algo más que el autor de chistes y cuartetas.
—¿ Quieres que sea como Mr. Butler? —sugirió Martin.
—Ya sé que no te cae bien Mr. Butler... —jco-menzó a decir la muchacha.
—Nada tengo en contra de Mr. Butler —la interrumpió él—. Sólo encuentro mal sus digestiones. Pero, ni por mi salvación soy capaz de ver la diferencia entre escribir chistes y versos humorísticos y llevar una contabilidad. Sólo son medios para un fin. Tu teoría es que me haga tenedor de libros, para acabar en abogado de fama y hombre de negocios. La mía, es comenzar con trabajo de batalla, para llegar a ser escritor.
—Hay una diferencia —objetó la muchacha.
—¿Cuál?
—Pues que tu trabajo serio, que consideras bueno, no se vende. Lo has intentado y te consta que los editores no lo quieren.
—Dame tiempo, cariño —rogó él—. El trabajo de batalla me servirá de entrenamiento. Dame dos años y los editores estarán encantados de comprar mis trabajos. Estoy seguro. Tengo fe en mí mismo. He descubierto lo que llevo dentro. Ahora, conozco la literatura. Sé, también, la cantidad de porquería que escriben una serie de hombrecillos y me consta que, dentro de dos años, estaré en el camino del éxito. Pero nunca triunfaría en los negocios. No me atraen. Los encuentro estúpidos, aburridos, mercenarios y sucios. No tengo aptitudes y nunca llegaría más allá de escribiente. ¿Cómo ibas a ser feliz con la mísera paga de un escribiente? Para ti, quiero lo mejor del mundo. Y voy a conseguirlo. Los beneficios de un autor consagrado dejan pálidos los de Mr. Butler. Una novela de éxito proporciona entre cincuenta y cien mil dólares, a veces más y a veces menos, pero algo así.
Ruth callaba; estaba, evidentemente, desilusionada.
—¿Y bien? —le preguntó Eden.
—Tenía otros proyectos. Creía, y sigo creyendo, que lo mejor es que estudiaras taquigrafía, puesto que ya sabes escribir a máquina, y entrases en el bufete de mi padre. Eres inteligente y tengo la seguridad de que te abrirías camino como abogado.
CAPITULO XXIII
Que Ruth tuviese poca fe en sus condiciones de escritor, no la disminuyó a los ojos de Martin. En el intervalo de las vacaciones que se tomó, Eden había pasado bastantes horas de autoanálisis, enterándose, así, de muchas cosas acerca de sí mismo. Descubrió que amaba la belleza mucho más que la fama y que, si deseaba ésta, era, tan sólo, por Ruth. A causa de ella, se esforzaba por lograrla. Quería destacar a los ojos del mundo, para que la mujer que amaba se sintiera orgullosa de él y le admirase.
Pero, personalmente, amaba la belleza con pasión y el goce de servirla era suficiente recompensa. Sin embargo, más que a la belleza, amaba a Ruth. Consideraba el amor como lo mejor del mundo. Era este sentimiento el que provocó la revolución que le había convertido, de un tosco marinero, en un estudiante y un artista. Por tanto, a su juicio, lo más importante de todo, incluso que la cultura y que el arte, era el amor. Martin había comprobado que su mente ya sobrepasaba la de Ruth, lo mismo que sobrepasaba a la de sus hermanos y a la de su padre. Pese a la ventaja de una educación universitaria y al título de bachiller en artes, su inteligencia era superior a la de la muchacha y, el año y medio que Eden llevaba estudiando por su cuenta, le permitían dominar temas y materias del mundo, del arte y de la vida que ella jamás conocería, De todo esto, Martin se daba perfecta cuenta, pero no afectaba su amor por Ruth, como no afectaba el amor de ésta por Eden. El amor era algo noble y digno y el marino lo sentía con. demasiada sinceridad para empañarlo con críticas. ¿Qué tenía el amor que ver con los puntos de vista de Ruth, tan opuestos a los suyos, acerca del arte, de la conducta humana, la Revolución Francesa o el sufragio igualitario? Se trataba de procesos mentales, pero el amor estaba más allá de la razón; era suprarracional. Martin no podía despreciar el amor. En realidad, lo veneraba. El amor se encontraba en las cumbres más altas, por encima del valle del razonamiento. Era una condición sublime de la existencia, la cúspide de la vida, y aparecía muy raramente. Por la escuela de filosofía científica, de la que era partidario, Eden conocía el significado biológico del amor. Sin embargo, la razón le indicaba que el organismo humano alcanzaba su máximo objetivo a través del amor, que éste no debía discutirse, sino aceptarse como el mayor galardón de la vida. En consecuencia, Eden consideraba al enamorado como a la más afortunada de las criaturas y le agradaba imaginarla desprendiéndose de las cosas terrenas, como fortuna, opinión pública, aplauso y admiración, elevándose sobre la propia vida, para morir por un beso.
Mucho de esto lo había pensado Martin, y el resto lo fue pensando después. Mientras, trabajaba, sin otro descanso que las visitas a Ruth y llevando una vida espartana. Por la habitación, le pagaba dos dólares y medio mensuales a su patrona portuguesa, María Silva, viuda y virago, muy trabajadora y malhumorada, que se esforzaba en sacar adelante a su numerosa prole y ahogaba sus penas, a intervalos irregulares, con un galón de cierto vino áspero, que, al precio de quince centavos, adquiría en la tienda de la esquina. En un principio, Martin la detestaba, a causa de su mala lengua, pero llegó a admirarla, al ir comprobando cómo se enfrentaba a las dificultades. Su casita no disponía más que de cuatro habitaciones; tres al instalarse Martin. Una era la sala, animada por una alfombra teñida, pero, a la vez, de aspecto fúnebre a causa del recordatorio y de la fotografía de uno de los numerosos hijos muertos, y que se reservaba para las visitas. Estaban siempre cerrados los postigos y la descalza tribu tenía terminantemente prohibido entrar, excepto en muy raras ocasiones. María pasaba las horas en la cocina, donde incluso comían, y donde ella lavaba, almidonaba y planchaba ropas durante toda la semana, excepto el domingo. Sus principales ingresos provenían de atender a la colada de vecinos más afortunados. Los dos dormitorios, ambos tan reducidos como el de Martin, los ocupaban la viuda y sus siete hijos. Para Martin, resultaba un milagro que pudiesen lograrlo y, por la noche, a través de la pared, oía cada detalle de cuando se acostaban, los gritos, las disputas, las conversaciones y unos murmullos semejantes al trinar de pájaros. Otra fuente de ingresos de María eran sus dos vacas, que ordeñaba cada noche y cada mañana, y que, subrepticiamente, se ganaban el sustento en los solares sin edificar y con la hierba que crecía en las calles, siempre bajo la vigilancia de sus harapientos hijos, vigilancia que consistía en asegurarse de que no venían los empleados municipales.
En su cuartucho, Martin vivía, dormía, estudiaba, escribía y se cocinaba. Junto a la única ventana, que daba al porche delantero, había una tosca mesa, que le servía, a la vez, de librería y de acomodo para la máquina de escribir. La cama, adosada a la pared trasera, ocupaba dos tercios del espacio total de la habitación. La mesa estaba flanqueada, en uno de sus lados, por un vistoso pupitre, hecho con vistas al beneficio y no a su buen rendimiento, cuya pintura verde se iba cayendo día tras día. Se encontraba en una esquina y, en la opuesta, en el otro flanco de la mesa, estaba la cocina, consistente en un fogón de petróleo, sobre una caja, en cuyo interior guardaba platos y utensilios de cocina, un estante en la pared, para colocar las provisiones y un cubo de agua en el suelo. Martin debía traerse esa agua de la cocina de la casa, pues no había grifo en su cuarto. En las ocasiones en que, al guisarse la comida, hacía más humo de lo habitual, resultaba abundante la cosecha de barniz del pupitre. Sobre la cama, pendiente del techo, se veía su bicicleta. Al principio, intentó guardarla en la planta, pero se lo impidió la tribu Silva, aflojando los tornillos y pinchándole los neumáticos. Entonces, probó en el porche delantero, hasta que una tormenta le estuvo empapando los engranajes durante toda una noche. Por fin, se la llevó a su cuarto y la colgó del techo.
En un pequeño armario guardaba sus ropas y los libros que había reunido y para los que no quedaba sitio ni en la mesa ni bajo la mesa. Martin había adquirido la costumbre de ir tomando notas al mismo tiempo que leía y lo hacía con tal profusión, que no le hubiese quedado espacio en su reducido dormitorio de no haber extendido unas cuerdas, de las cuales las colgaba. Así y todo, el cuarto se veía tan atestado que resultaba difícil cruzarlo. Martin no podía abrir la puerta sin antes cerrar la del armario y viceversa. Le resultaba imposible cruzar la habitación en línea recta. Para ir de la puerta a la cabecera del lecho, tenía que andar en zigzag, lo que no conseguía nunca a oscuras sin chocar con algo. Después de haber evitado aquellas puertas tan conflicti-vas, Martin debía virar bruscamente a la derecha, para no tropezar con la cocina. Luego, iba a la izquierda, para escapar a los pies de la cama y, de dar un rodeo demasiado amplio, se lanzaba sobre la mesa. Entonces, debía girar de nuevo a la derecha, hacia un canal formado por la cama y por la mesa. Cuando la única silla del dormitorio estaba en su sitio, el canal resultaba innavegable. Cuando no la usaba, la ponía sobre el lecho, si bien, en ocasiones, se sentaba para cocinar. Además, tan estrecho era el rincón en que estaba la cocina, que desde allí podía alcanzar cuanto necesitaba.
Al poseer un estómago que digería cualquier cosa, sabía muchos platos que, a la vez, resultaban nutritivos y baratos. El puré de guisantes figuraba mucho en su dieta, lo mismo que las patatas y las alubias, guisadas al estilo mexicano. También aparecía en la mesa de Martin, por lo menos una vez al día, arroz, cocinado como no sueñan las amas de casa que pueda cocinarse y como no son capaces de aprender a cocinarlo. Las frutas secas eran mucho más económicas que las frescas, por lo que siempre tenía una lata. En ocasiones, se obsequiaba con carne o con sopa. Dos veces al día tomaba café negro, sin leche, sustituyendo al té. Sin embargo, estaba hecho a conciencia.
Martin tenía necesidad de ahorrar. Las vacaciones le habían consumido casi todo cuanto ganara en la lavandería y, estaba tan lejos de sus posibles mercados, que pasarían semanas antes de que pudiese esperar remuneración por su trabajo. Excepto cuando veía a Ruth o iba a visitar a su hermana Gertrude, vivía como un recluso, realizando en cada jornada el trabajo de tres días de cualquier persona. Dormía escasamente cinco horas y sólo alguien con una constitución de hierro podía resistir, como Martin lo hacía, diecinueve horas diarias de esfuerzos. Eden no perdía un solo minuto. En el espejo, había listas de definiciones y de pronunciación. Al lavarse, mientras se afeitaba o se iba peinando, las revisaba y repetía. Otras listas similares estaban prendidas en la pared, sobre el fogón de petróleo, y las estudiaba al cocinar o lavar los platos. Nuevas listas desplazaban de continuo a las viejas. Llevaba algunas en los bolsillos, para aprenderlas cuando se encontraba en la calle o iba de compras.
Fue más allá en sus análisis. Al leer los escritos de quienes habían triunfado, anotaba cada uno de los resultados que obtuvieron y el modo como lo obtuvieron; anotaba también su forma de narrar, de exponer, su estilo, sus puntos de vista, etc., todo lo cual estudiaba atentamente. Pero no les imitaba. Sólo buscaba principios por los que guiarse. De todas esas notas, sacadas de distintos autores, fue capaz de idear sus propios métodos. También fue reuniendo frases del lenguaje vivo, frases que mordían o quemaban o, bien, que alegrasen el monótono lenguaje habitual. Siempre buscaba lo que no se veía. Deseaba saber cómo se hacían las cosas. No le bastaba el aspecto exterior. En el laboratorio de su cuartucho, en el que los hedores de la cocina alternaba con el escándalo de la tribu Silva, lo iba desmenuzando todo, y así se sentía mejor preparado para una obra de creación.
Martin sólo era capaz de trabajar cuando comprendía las cosas. Le resultaba imposible ir a ciegas, ignorando lo que producía y debiendo confiar en la suerte y en la buena estrella de su genio para obtener un resultado aceptable. No quería nunca confiarse a la suerte. Deseaba saber siempre el cuándo y el cómo. Tenía un firme genio creador y, antes de comenzar un relato o un poema, la idea vivía en su mente, bien concebido el final, así como los medios para llegar a ese fin. De otro modo, el intento estaba condenado al fracaso. Por otra parte, advertía el efecto de la suerte en las frases y en las palabras que le acudían, conforme iba escribiendo, para mejor expresar sus ideas. No obstante, cuanto más analizaba las cosas, más comprendía que resultaba imposible llegar al más íntimo misterio de la belleza. Sabía, por sus lecturas de Spencer, que el Hombre no puede alcanzar el conocimiento definitivo de nada y que el misterio de la belleza no es inferior al de la vida. En realidad, iban unidos y el mismo era una consecuencia de ese incomprensible proceso.
A impulsos de esas ideas, escribió un artículo titulado Polvo de estrellas, en el cual atacaba no los principios de la crítica, sino los de ciertos críticos. Era brillante, profundo, filosófico y con deliciosos toques de humor. Lo rechazaron de todas las revistas tan pronto como lo ofreció. Pero, habiéndose librado de esas ideas, continuó tranquilamente su camino. Tenía por costumbre ir madurando un proyecto y, luego, correr a la máquina de escribir para plasmarlo. Que nunca se vieran en letra impresa, le importaba poco. Escribir, para Martin, era la culminación de un largo proceso mental, durante el que reu-nía ideas muy dispersas y exponía puntos de vista acerca de cuanto le llenaba la cabeza. Escribir un artículo era un esfuerzo consciente para despejarse la cabeza y dejarla a punto para nuevas ideas y temas. En cierto modo, tenía mucho que ver con la costumbre de tantos hombres y mujeres, abrumados por problemas reales o ficticios, que, periódicamente, rompen su largo y sufrido silencio para «echar la parrafada» hasta el final.
CAPITULO XXIV
Pasaron las semanas. A Martin se le acabó el dinero y los cheques de las revistas estaban tan lejos como de costumbre. Todos sus originales importantes habían regresado y el trabajo de batalla no tenía mejor suerte. En su reducida despensa ya no había víveres. Le quedaba algo de arroz y alubias, por lo que ambos constituyeron su dieta durante cinco días. Entonces, quiso vivir a crédito. El tendero portugués, al que Martin siempre pagó en efectivo, le cortó el suministro cuando la cuenta de Eden alcanzó la magnífica suma de tres dólares y ochenta y cinco centavos.
—Tú verás —le dijo el tendero—, tú no coges trabajo, yo pierdo el dinero.
Y Martin nada pudo objetar. Carecía de argumentos. No era de buena política comercial darle crédito a un hombre joven y robusto, perteneciente a la clase obrera, pero demasiado vago para trabajar.
—Tú coge empleo, más comida te doy —le aseguró el tendero a Eden—. No trabajo, no comida. Eso es comercio. —Luego, para demostrar que no era más que un principio de negocios pero nada personal, añadió—: Bebe, que la casa te invita. Amigos como siempre.
De modo que Martin bebió, para demostrar que seguían siendo amigos, y, después, se acostó sin cenar.
La verdulería, en la que Martin compraba, era propiedad de un americano, de ética comercial tan débil, que no le cortó el suministro hasta los cinco dólares. El panadero lo hizo a los dos dólares y el carnicero a los cuatro. Martin sumó todas sus deudas, descubriendo que su único crédito en el mundo ascendía a catorce dólares y ochenta y cinco centavos. También debía el alquiler de la máquina, pero creía poder estirarlo otros dos meses, con lo que sumaría ocho dólares. Entonces, habría concluido todo.
Su última compra en la verdulería fue un saco de patatas y, durante toda una semana, no tuvo nada más para comer. Una cena inesperada en casa de Ruth, contribuyó a mantener su fuerza, pero resultó un tormento tener que negarse a repetir, cuando el hambre le mordía a la vista de una mesa tan bien provista. De vez en cuando, aunque roído por una secreta vergüenza, se presentaba en casa de su hermana a la hora de comer y devoraba cuanto se atrevía, mucho más que ante los Morse.
Trabajaba a diario y, a diario, el cartero le traía sus originales rechazados. Carecía de dinero para comprar sellos, por lo que los originales se amontonaban bajo la mesa. Al fin, pasó cuarenta y ocho horas sin probar bocado. No podía esperar que le invitaran en casa de Ruth, pues la muchacha se había ido a San Rafael, a pasar dos semanas con una amiga, y, a causa de la vergüenza, ya no se atrevía a presentarse en casa de su hermana. Para colmo, aquella tarde, el cartero le entregó cinco originales rechazados. En-tonces, Martin se fue a Oakland, con el abrigo puesto, y regresó sin él, pero con cinco dólares tintineándole en el bolsillo. Pagó un dólar a cuenta a cada uno de los cuatro tenderos y, en su cocina, se frió un bistec con cebolla, se hizo café y se calentó una lata de prunas. Una vez hubo cenado, se sentó a la mesa y escribió, antes de medianoche, un artículo titulado La dignidad de la usura. Tras pasarlo a máquina, lo dejó bajo la mesa, pues nada le quedaba para adquirir sellos.
Más tarde, empeñó su reloj y, luego, la bicicleta, reduciendo la cantidad destinada a comida con la compra de sellos, para enviar todos sus escritos. Estaba desilusionado con su trabajo de batalla. Nadie quería comprarlo. Lo comparó con cuanto veía en los periódicos y en las revistas, decidiendo que el suyo era mejor, mucho mejor. No obstante, no lograba venderlo. Un día des-cubrió que la mayor parte de lo que publicaban procedía de una agencia, cuya dirección obtuvo. Le devolvieron cuanto trabajo les enviara, con una nota informándole de que el personal de redacción suplía debidamente sus necesidades.
En una publicación juvenil, descubrió varias columnas de anécdotas. Aquélla podía ser su oportunidad. Se las devolvieron todas y, pese a inten-tarlo, no logró colocar nada. Más tarde, cuando ya no importaba, se enteró de que los directores y redactores jefes aumentaban sus ganancias escribiendo esas columnas. Las revistas humorísticas devolvieron sus chistes y sus versos festivos. Todo se lo rechazaban, pese a lo cual, Martin seguía creyendo que su trabajo era mucho mejor que lo que solía publicarse. Al fin, llegó a la con-clusión de que no era buen juez, que se autohip-notizaba con sus escritos y estaba totalmente engañado.
La inhumana máquina periodística continuaba funcionando con toda normalidad. Martin colocaba los sellos con el original y, al cabo de tres semanas o de un mes, el cartero se lo devolvía. Con toda seguridad, no había seres humanos al otro extremo de la línea. Tan sólo ruedas, engranajes y tuercas, un mecanismo perfecto, que se movía automáticamente. Eden llegó a momentos de desesperación, en los que dudaba de que, efectivamente, hubiese directores en los periódicos. Jamás tuvo pruebas de su existencia y, a causa de la falta de juicio en las notas de devolución, le parecía plausible que los directores de periódico o de revista no fuesen más que mitos creados y mantenidos por los botones, los cajistas y los impresores.
Sus únicas horas felices eran las que pasaba con Ruth y ni siquiera éstas lo eran por completo. Martin se sentía de continuo dominado por una viva inquietud, peor que en los días en que aún no poseía el amor de la muchacha. Ahora, en que esto lo tenía, el tenerla a ella estaba tan lejos como entonces. Había pedido un plazo de dos años. El tiempo volaba y nada había conseguido. Además, seguía dándose cuenta de que ella no aprobaba lo que hacía. Si bien Ruth no lo decía abiertamente, se lo daba a entender de manera tan clara y definitiva como si se lo expresara de palabra. No es que se mostrara irritada, aunque una mujer menos dulce lo estaría, en lugar de tan sólo desilusionada. Esta desilusión residía en el hecho de que el hombre que había decidido remodelar, se negaba a que le remodelasen. Hasta un cierto momento, le resultó como un barro muy maleable. De improviso, opuso una tenaz resistencia a que le formasen a imagen de su padre o de Mr. Butler.
Ruth no advertía cuanto había en él de grande y de fuerte y, lo que es peor, lo interpretaba mal.
Aquel hombre, tan dúctil, que podía vivir en infinitos nidos de la existencia humana, a ella le resultaba obstinado y voluntarioso porque no lograba obligarle a que se instalase en el único que conocía. No lograba seguir los razonamientos de su mente y, cuando sus ideas la sobrepasaban, le juzgaba inestable. Esto no le ocurría con nadie. Podía muy bien seguir los razonamientos de su padre, de su madre, de sus hermanos y de Olney. Por tanto, al no poder hacer lo mismo con Martin, creía que la culpa era de éste. Se trataba de la antigua tragedia de la insularidad pretendiendo ser la mentora del universalismo.
—Te inclinas ante el altar de lo establecido —de dijo Eden en una ocasión en que hablaban de los críticos—. Casi todos son excelentes como materia de referencia. Pero sus trabajos son la esencia de la vaciedad. Sus trabajos están excelentemente escritos, pero no critican nada. En Inglaterra, tienen un nivel más alto.
»Pero lo grave es que contentan al público y lo hacen de forma magistral. La mayoría de críticas recuerdan los domingos británicos. Por ellos, habla la mayoría. Apoyan a los profesores de literatura y los profesores de literatura les apoyan a ellos. Y no tienen una sola idea original. Ünicamente aceptan lo establecido. En realidad, son lo establecido. Tienen una inteligencia débil y lo establecido se les imprime, como la marca del destilador en las botellas de cerveza. Y su papel es el de ir desanimando a los jóvenes que entran en la Universidad, para eliminar de sus mentes cualquier idea original que puedan tener y estamparles las establecidas.
—Creo que estoy yo más cerca de la verdad —repuso Ruth— cuando defiendo lo establecido, que tú, que te portas como un indígena iconoclasta.
—Fueron los misioneros quienes destruyeron los ídolos —se burló él—. Y, por desgracia, todos están entre los paganos, por lo que no pueden destruir las imágenes falsas que tenemos.
—En esto incluyes a los profesores de universidad —añadió la muchacha.
Martin negó con la cabeza.
—No, habría que dejar vivir a los de ciencia. Son extraordinarios. Pero no sería mala cosa partirles la cabeza a nueve décimas de los de literatura, que son una partida de loros de mente estrecha.
Se mostraba demasiado severo con los profesores, pero, a Ruth, aquello le sonaba a blasfemía. No podía por menos de comparar a los profesores, limpios, eruditos, de ropas elegantes, que hablaban con voces bien moduladas, transpirando cultura y refinamiento, con aquel joven casi indescriptible, al que, no obstante, amaba, cuyas ropas nunca le iban a la medida, cuyos potentes músculos hablaban del esfuerzo degradante y que se excitaba al hablar, sustituyendo la calma por el insulto y el autodominio por la pasión. Ellos, los profesores, por lo menos ganaban buenos sueldos y eran, no tuvo más remedio que admitirlo, verdaderos caballeros, mientras que Martin no ganaba un penique, ni se parecía en nada a ellos.
Ruth no pesó las palabras de Martin ni juzgó sus argumentos. Su decisión de que estaba equivocado, se debía, inconscientemente, desde luego, a motivos externos. Ellos, los profesores, tenían razón en sus juicios literarios porque triunfaban. Los de Martin estaban equivocados, porque no lograba vender sus obras. Además, no parecía lógico que Eden tuviese razón, un hombre que, muy poco tiempo antes, se" encontraba en aquella misma sala, ruborizándose cuando les presentaron, mirando inquieto en torno suyo, por miedo a romper los jarritos con sus bamboleantes hombros, que preguntaba cuánto hacía que murió Swinburne y presumía de haber leído Excelsior y El salmo de la vida.
Sin darse cuenta, la propia Ruth demostró que, como él decía, veneraba lo establecido. Martin siguió muy bien la línea de los pensamientos de la muchacha, pero decidió no proseguir. No la amaba por lo que pensara de los críticos y de los profesores de literatura. Además, se iba dando cuenta de que ella nunca llegaría a comprender algunas de sus ideas y que ni siquiera sabía que existiesen.
En materia de música, ella le consideraba poco razonable y, con respecto a la ópera, además quisquilloso.
—¿Te ha gustado? —le preguntó cierta noche en que volvían de una representación.
Fue Martin quien la invitó, a costa de un mes de economizar en la comida. Después de esperar en vano a que hablase, Ruth, trémula e impresionada por lo que acababa de oír, decidió hacerle la pregunte.
—Me gustó la obertura —repuso él—. Fue espléndida.
—Sí, ¿pero qué hay de la ópera?
—Fue también espléndido; bueno, lo fue la orquesta, aunque me hubiese gustado más de no haber aparecido en escena esos titiriteros.
Ruth quedó horrorizada.
—¿No te referirás a la Tetralini o Barillo? —indagó.
—A todos, a todo el equipo.
—¡Pero si son grandes artistas! —protestó la muchacha.
—Pues, así y todo, estropearon la representación con sus aspavientos.
—¿Es que no te gusta la voz de Barillo? —quiso saber Ruth—.. Dicen que está a la altura de Caruso.
—Claro que me gusta, y la de la Tetralini aún más. La de ésta es exquisita, por lo menos para mí.
—Entonces —balbuceó Ruth— no entiendo lo que quieres decir. Admiras sus voces y, sin embargo, afirmas que estropearon la representación.
—Exactamente eso. Daría cualquier cosa para oírles en un concierto y, todavía más, para no oírles cuando toca la orquesta. Me temo que soy demasiado realista. Los grandes cantantes no son buenos actores. Resulta arrebatador oír a Barillo, con esa voz de ángel, en una escena amorosa, y a la Tetralini respondiéndole como otro ángel, acompañados de la orquesta en una perfecta orgía de luces y de colores;1 arrebatador, sencillamente arrebatador. No es que lo reconozca. Es que lo afirmo. Pero todo ese efecto se desvanece al mirarles; a la Tetralini, con cinco pies, diez, desdescalza, y un peso de ciento noventa libras y a Barillo, apenas cinco pies cuatro, de piel aceitunada y el torso de un herrero achaparrado y enano. Pero lo peor es verles gesticular, golpearse el pecho, agitar los brazos en el aire, como un par de locos salidos del manicomio. No puedo aceptar que se me exija tomarles por una hermosa y esbelta princesa y por un apuesto y romántico príncipe. ¡No puedo! ¡Eso es todo! ¡Resulta absurdo! ¡Irreal! Exactamente eso, irreal. No me digas que nadie hizo jamás así el amor. De haberlo hecho yo de ese modo, me hubieses corrido a bofetadas.
—No lo entiendes —protestó Ruth—. En cada forma de arte hay unas limitaciones. (La muchacha intentaba recordar una conferencia a la que asistió en la Universidad acerca del convencionalismo de las artes.) En pintura, la tela no tiene más que dos dimensiones', pero, sin embargo, se acepta la ilusión de tres que la habilidad del artista sabe darle. Asimismo, en literatura, el escritor debe ser omnipotente. Aceptamos como perfectamente legítimo el relato que nos hace acerca de los pensamientos de la heroína, aunque se sepa que ésta se hallaba sola y que nadie pudo oírlos. Igual ocurre con el teatro, la escultura, la ópera y toda forma de arte. Hay cosas irreconciliables, que se deben aceptar.
—Sí, eso lo comprendo —repuso Martin—. Todas las artes tienen sus convencionalismos. (A Ruth le sorprendió que usara esa palabra. Parecía como si Martin, a su vez, hubiese estudiado en la Universidad, en lugar de tener una deficiente preparación, limitada a la consulta de algunos libros en la biblioteca pública.) Pero incluso esos convencionalismos deben ser reales. Aceptamos que representen un bosque un par de árboles, pintados sobre cartón y situados a ambos lados del escenario. Se trata de un convencionalismo bastante real. Pero, en cambio, no íbamos a poder aceptar que un decorado marino representara un bosque. No nos es posible. Va contra nuestros sentidos. Ni tampoco debes, o mejor dicho, debieras aceptar las exageraciones de los dos perturbados que acabamos de ver como la representación convincente de una escena de amor.
—¿Es que te consideras superior a todos los críticos musicales? —protestó ella.
—No, ni por un momento. Sólo deseo mantener mis derechos como individuo. Te he expuesto mi punto de vista, para que comprendas por qué los ejercicios elefantíacos de la Tetralini me han estropeado la partitura. Los críticos musicales de todo el mundo pueden tener razón. Pero yo soy yo y no voy a someter mi gusto personal al juicio unánime de la Humanidad. Si algo no me gusta, no me gusta y eso es todo. Y no veo una sola razón por la que debo simular lo contrario porque la mayoría de mis semejantes opinen de otro modo. No puedo seguir modas en lo que me agrada o disgusta.
—Es que la música es una cuestión de entrenamiento —arguyó Ruth— y la ópera todavía más. ¿No será que...?
—¿Que no estoy preparado para la ópera? —la interrumpió él.
La muchacha asintió.
—Exacto —convino Eden—. Y me considero afortunado de que, en mi juventud, no me prendiesen en el engranaje. De haberlo sido, hoy hubiese llorado un mar de lágrimas y las payasadas de esa preciosa pareja habrían aumentado la belleza de sus voces y de la música. Tienes razón. Es una cuestión de entrenamiento y de costumbre. Ya soy demasiado viejo. Me gusta la realidad o nada. Una ilusión que no convence no pasa de ser una mentira y eso es lo que me parece la ópera cuando el pequeño Barillo sufre un ataque, abraza a la majestuosa Tetralini, como en otro ataque, y le dice cuán apasionadamente la adora.
Nuevamente, Ruth midió sus razonamientos por comparación con cuestiones externas y de acuerdo con su adhesión a lo establecido. ¿Quién era él para pretender estar en lo cierto en contra de todo el mundo civilizado? No la impresionaron ni sus palabras ni sus ideas. Ruth estaba demasiado atrincherada en lo establecido para mirar con simpatía las ideas revolucionarias. Tenía costumbre de oír música, gozaba con la ópera desde niña y todo su mundo gozaba igual. Entonces, ¿con qué derecho surgía Martin Eden, tal como acababa de surgir del ragtime y de las canciones de la clase obrera, para enjuiciar el mundo de la música? Se sentía humillada y, mientras iba por la calle, a su lado, tenía una vaga sensación de escándalo. Consideraba, haciendo acopio de toda su tolerancia, que, en el mejor de los casos, los puntos de vista de Martin no pasaban de un capricho, de una salida de tono. Pero cuando, a la puerta de su casa, él la tomó en brazos, para darle las buenas noches apasionadamente, la muchacha se olvidó de todo a impulsos de su amor. Más tarde, mientras yacía en cama, incapaz de dormir, se preguntó, cosa que ahora hacía con mucha frecuencia, cómo se habría enamorado de un hombre tan extraño, pese a la oposición de su familia.
Al día siguiente, Martin Eden dejó a un lado el trabajo de batalla y, a toda máquina, escribió un artículo titulado La filosofía de la ilusión. Un sello lo puso en camino, pero estaba destinado a recibir muchos sellos y a comenzar numerosos viajes durante los meses que siguieron.
CAPITULO XXV
María Silva era pobre y conocía muy bien todas las realidades de la pobreza. Para Ruth, esta palabra significaba, tan sólo, una situación poco agradable. Eso era cuanto sabía acerca del asunto. Le constaba que Martin era pobre y, mentalmente, asociaba esa situación a la infancia de Abraham Lincoln, de Mr. Butler y de otros hombres que habían triunfado. Asimismo, aunque consciente de que la pobreza resultaba totalmente indeseable, compartía el cómodo concepto burgués de que era, en cierto modo, conveniente, de que constituía un fino acicate para espolear hacia el éxito a cuantos hombres no eran unos inútiles degradados. Por tanto, la noticia de que Martin estaba en tan difícil situación que tuvo que empeñar su reloj y su abrigo, no la alteró en absoluto. Incluso lo consideró como provechoso, segura de que iba a obligarle, antes o después, a abandonar la literatura.
Ruth nunca advirtió el hambre en el rostro de Martin, que se hizo más enjuto, destacándose las mejillas hundidas. En realidad, la muchacha recibió con satisfacción el cambio en su cara. Semejaba darle un aire más refinado, eliminando carne y aquel aspecto de vigor casi animal que tanto la impresionaba pese a detestarlo. A veces, cuando estaban juntos, Ruth advertía un extraño brillo en sus ojos, que le gustaba mucho, pues le daba aire de poeta y de erudito, lo que él deseaba ser y lo que ella hubiese deseado que fuera.
En cambio, María Silva veía algo muy distinto en las hundidas mejillas y en los ardientes ojos, siguiendo sus cambios a diario, con lo que, también, seguía los cambios de fortuna de Eden. Se dio cuenta de que Martin salía de casa con el abrigo y que regresaba sin él, pese a que el día era frío, y» asimismo que las mejillas volvían a llenarse un poco y su mirada perdía el fuego del hambre. También advirtió cómo desaparecían su bicicleta y su reloj y que, tras cada una de las desapariciones, recobraba parte de su vigor.
Del mismo modo, se daba cuenta de lo mucho que trabajaba, al medir el aceite de lámpara que gastaba por las noches. ¡Trabajar! María sabía que la superaba a ella, aunque fuese otra clase de trabajo. Y la sorprendía que, cuanto menos comida tuviese, trabajase con más ardor. A veces, con toda naturalidad, cuando creía que el hambre de Martin era más aguda, le enviaba un pedazo de pan recién salido del horno, disimulando la ayuda con la presunción de que él no lo hacía tan bueno. Otras, le mandaba, con uno de sus hijos, un cuenco de sopa, mientras se preguntaba si estaba justificada en quitárselo de la boca a sus familiares. Martin no era desagradecido, pues conocía la penuria de los pobres, y le constaba que, si en el mundo había caridad, era la de María Silva.
Cierto día, una vez hubo alimentado a su prole con lo que tenía en casa, María invirtió sus últimos quince centavos en un galón de vino barato. Invitó a Martin, que entraba en aquel momento a buscar agua, a que se sentara y bebiese. Eden brindó a su salud, y ella, a su vez, brindó a la suya. Luego, la viuda brindó por el éxito de sus esfuerzos, y Martin, para que James Grant apareciese y pagara lo que le debía por sus coladas. James Grant era un carpintero nómada, que no siempre pagaba sus facturas, y que debía tres dólares a María.
Tanto Eden como la viuda Silva bebían con el estómago vacío, por lo que pronto se les subió a la cabeza. Pese a ser muy distintos, ambos se sentían muy solos en su miseria y, aunque procurasen ignorarlo, éste fue el lazo que les unió. A María la sorprendió enterarse de que Eden había estado en las Azores, donde ella vivió hasta los once años. Se sorprendió aún más de que Martin hubiese estado, también, en las islas Hawai, a las que emigró con su familia. Pero su sorpresa no tuvo límites cuando el marino le dijo que conocía Maui, donde ella creció y se casó. En Kahuli, donde María conociera a su esposo, Martin había estado dos veces. Sí, la mujer recordaba los cargueros de azúcar, en uno de los cuales iba Martin embarcado. ¡El mundo era muy pequeño! ¿Conocía Eden al capataz de la plantación? Sí, habían bebido unas copas juntos.
Así, recordando, ahogaron el hambre con el amargo vino. A Martin, el futuro no le parecía tan sombrío. El éxito se agitaba ante sus ojos. Estaba a punto de alcanzarlo. Contempló, entonces, las facciones duras de aquella mujer, abrumada por el trabajo, y recordó la sopa y el pan, sintiendo que despertaba en él una profunda gratitud y amistad.
—María —exclamó de pronto—. ¿Qué le gustaría tener?
Ella le miró sin comprenderle.
—¿Qué le gustaría tener en este momento, de poder conseguirlo?
—Zapatos para todos mis chicos, siete pares de zapatos.
—Las tendrá —declaró Edén, mientras ella asentía gravemente—. Pero me refería a algo muy importante, que usted desee.
Los ojos de la viuda brillaron divertidos. Martin quería bromear con ella, con María, que tan poco bromeaba en los últimos tiempos.
—Piénselo —la invitó él cuando iba a abrir la boca.
—Muy bien —repuso María—. Lo pienso. Me gustaría que la casa, esta casa, sea mía, para no pagar alquiler, los siete dólares al mes.
—La tendrá —aseguró Martin— y muy pronto. Pero desee algo muy grande. Imagine que soy Dios y le digo que puede tener cuanto quiera. Luego, usted me lo dice.
María lo estuvo pensando muy seriamente.
—¿No da miedo? —indagó animada.
—No —rió él—. No da miedo. Siga.
—Es muy grande —le advirtió la viuda.
—De acuerdo. Dispare.
—Bueno... —María aspiró hondo, al igual que una niña, antes de proclamar lo que más deseaba en la vida—. Me gustaría tener una granja, una granja de vacas. Muchas vacas, mucha tierra, mucho pasto. Me gustaría que esté cerca de San Leandro; mi hermana vive allí. Yo vendo la leche en Oakland y hago mucho dinero. Joe y Nick no vigilan vacas. Van al colegio. Quizá sean ingenieros y trabajan en el ferrocarril. Sí, me gustaría una granja.
Se interrumpió para mirar a Martin con los ojos brillantes.
—La tendrá —aseguró Eden.
María asintió, mientras se llevaba la mano a los labios, para besar el vino y al dador de aquel obsequio que, le constaba, nunca iba a ser realidad. Martin tenía el corazón en su sitio y ella, íntimamente, apreciaba sus buenos propósitos igual que si le hubiera ya dado el regalo.
—No, María —siguió Martin—. Ni Nick ni Joe deberán vender leche, y todos los chicos podrán llevar zapatos e ir al colegio. Será una granja de primera, con todo comprendido. Habrá una casa, para que vivan en ella, con cuadras y establos para las vacas. Habrá también gallinas, cerdos, huertos y árboles frutales y todo lo necesario. Dará lo suficiente para que alquilen a un bracero o dos. Así no tendrá otra cosa que hacer más que cuidar de sus hijos. Y, si encuentra a un buen hombre, cásese y descanse, mientras él dirige la granja.
Y, tras ese desprendimiento basado en su futuro, Martin fue a buscar su traje nuevo para empeñarlo. Era un acto de desesperación, pues le aislaba de Ruth. No tenía otra ropa presentable y, si bien podía ir a la panadería y a la carnicería e, incluso, a casa de su hermana, era inconcebible pensar en mostrarse ante los Morse tan mal vestido.
Siguió trabajando, cada vez con menos esperanzas. Comenzaba a creer que había perdido la segunda batalla y que no le quedaba otra solución que buscarse un empleo. Con eso, iba a satisfacer a todo el mundo, al tendero, a su hermana, a Ruth e, incluso, a María, a la que debía un mes de alquiler. Debía, también, dos meses de la máquina y la agencia no hacía más que exigir el pago o la devolución del artefacto. Desesperado, a punto de rendirse, estableció una tregua con la suerte, hasta que pudiese empezar de nuevo, presentándose a los exámenes para el servicio postal ferroviario. Para su sorpresa, obtuvo el primer puesto. Tenía el empleo asegurado, pero nadie sabía cuándo iban a llamarle para que comenzase su trabajo.
Fue en ese momento, en que se encontraba más abajo, en que falló el engranaje periodístico. Debió desprenderse un tornillo o agotarse una bujía, pues una mañana el cartero trajo un sobre muy delgado. Martin lo examinó, descubriendo en un extremo el membrete del Transcontinental Monthly. El corazón le dio un brinco y sintió como si fuera a desmayarse, al tiempo que le temblaban las rodillas. Entró en su habitación, para sentarse en la cama, sin atreverse aún a abrir el sobre. Entonces, comprendió que hubiese gente que cayera muerta al recibir unas noticias excepcionalmente buenas.
Y se trataba de buenas noticias. El sobre no contenía un original, por lo que significaba que le habían aceptado un escrito. Recordaba el relato que enviara al Transcontinental. Se titulaba El tañido de las campanas, una historia de terror, que sumaría unas cinco mil palabras. Y, puesto que las publicaciones de primera fila pagaban siempre al adquirir una colaboración, en el sobre debía haber un cheque. A dos centavos por palabra, veinte por mil, el cheque sería de cien dólares. ¡Cien dólares! Mientras abría la carta, fue recordando todas sus deudas: tres dólares, ochenta y cinco centavos, al tendero; al carni-cero, cuatro, dos al panadero y cinco en la verdulería. Total, catorce, con ochenta y cinco. Luego, el alquiler de la habitación, dos y medio. Un mes adelantado, otros dos y medio. Dos meses de la máquina de escribir, ocho, y cuatro de un mes por adelantado. Total, treinta y un dólares, con ochenta y cinco. Luego, quedaba el asunto del prestamista, con sus correspondientes intereses: el reloj, cinco dólares y medio, el abrigo, cinco treinta, la bicicleta siete con setenta y cinco y la ropa cinco cincuenta. (Le imponían el sesenta por ciento de interés, pero no importaba.) En total, cincuenta y seis dólares con diez centavos. Vio ante sus ojos, como impreso en el aire, los números y la operación de sumar y restar y, tras liquidarlo todo, le quedaban aún cuarenta y tres dólares con noventa centavos. Y, además, tendría cubierto un mes de alquiler del cuarto y otro de la máquina.
Había ya abierto la carta y sacado una cuartilla mecanografiada. No había cheque. Examinó el sobre, incluso a contraluz, pues no se fiaba de la vista, y lo rasgó totalmente. No había cheque. Leyó la misiva, estudiándola línea a línea, saltando los elogios del firmante, en busca de la razón por la que no le enviaban un cheque. No lo encontró, pero lo que allí decía le dejó aturdido. Se le cayó la carta. Sus ojos perdieron el brillo.
y tuvo que echarse en la cama, cubriéndose con la manta.
¡Cinco dólares por El tañido de las campanas, cinco dólares por cinco mil palabras! ¡En vez de dos centavos por palabra, uno por cada diez! Y, además, el director de la revista alababa su trabajo. Y no recibiría el cheque hasta la publicación del relato. Así que todo era mentira, lo de los dos centavos por palabra como mínimo y el pago por adelantado. Era mentira y a él le había seducido. De saberlo, no hubiese intentado escribir. Habría buscado trabajo, como Ruth quería. Recordó el primer día en que se puso a escribir, quedando horrorizado ante la cantidad de tiempo perdido, a cambio de un centavo por cada diez palabras. Entonces, cuanto leyera acerca de los grandes ingresos de ciertos autores debía, también, ser mentira. Todas sus ideas prestadas respecto a esta materia eran un puro error y allí tenía la prueba. El Transcontinental se vendía a veinticinco centavos y la cubierta, artísticamente realizada, aseguraba estar entre los primeros del país. Era una publicación formal y respetable, que circulaba desde mucho antes de que él naciese. En cada número, se incluían las palabras de cierta gran figura de la literatura mundial alabando la gran obra del Transcontinental. Este autor había publicado por primera vez en aquellas mismas páginas. ¡Y el elevado y culto Transcontinental pagaba tan sólo cinco dólares por cinco mil palabras! Aquel gran escritor había muerto en el extranjero, en la máxima pobreza, según recordaba Martin, cosa nada de extrañar considerando los grandes beneficios de los autores.
Bien, se había tragado el anzuelo, creyendo los embustes de los periódicos acerca de los beneficios que proporcionaba la literatura. Pero había concluido. No iba a escribir ni una sola línea más. Haría lo que Ruth quería que hiciese, lo que todo el mundo quería que hiciese: buscarse un empleo. Al pensarlo, se acordó de Joe, de Joe que vagaba por el país del ocio. Martin suspiró de envidia. Le pesaba la reacción de una jornada de diecinueve horas, durante muchos días. Pero Joe no estaba enamorado, carecía de las responsabilidades del amor y podía pasearse por el país del ocio. Él, Martin, tenía un motivo para trabajar y trabajaría. Al día siguiente, a primera hora, iría a buscar un empleo. Y también le haría saber a Ruth que se había enmendado y estaba dispuesto a entrar en el bufete de su padre.
¡Cinco dólares por cinco mil palabras, un centavo por cada diez palabras, el precio del arte! Le pesaban el desengaño, las mentiras y la infamia de todo aquel asunto. Con los párpados cerrados, veía, cual en números de fuego, los tres dólares con ochenta y cinco centavos que debía al tendero. Se estremeció, consciente de que le dolían los huesos. También le dolía la espalda. Lo mismo le ocurría en la cabeza. Sentía un intenso dolor en todas partes e incluso en el cerebro, que semejaba hinchársele. Resultaba intolerable. Y, como grabado en los párpados, veía siempre la implacable cifra: 3,85 dólares. Abrió los ojos para alejarla, pero la luz blanca de la habitación semejaba lacerarle las pupilas, obligándole a cerrarlos de nuevo, por lo que tuvo que enfrentarse, otra vez, a los 3,85 dólares.
¡Cinco dólares por cinco mil palabras, a centavo las diez palabras! No podía dejar de pensar lo. Se le instaló en la mente con tanta fuerza como la deuda del tendero. A fuerza de darle vueltas, se le apareció la cifra de dos dólares. Se dijo que ése era el panadero. Luego, vio dos dólares y medio. Le intrigó y lo estuvo meditando, como si de ello dependiese su vida. Le debía a alguien dos dólares y medio, de eso no tenía duda, pero, ¿a quién? Un imperioso y maligno universo le impulsaba a averiguarlo. Con este propósito, estuvo recorriendo los interminables corredores de su mente, abriendo profundos desvanes, en los que almacenaba retazos de recuerdo y toda clase de datos. Al cabo de varios siglos, se le ocurrió que la deuda era con María. Martin experimentó un profundo alivio. Había resuelto el problema; podía descansar. Pero no fue así. Desaparecieron los dos dólares y medio, para verse sustituidos por ocho dólares. ¿Quién era ése? Debía comenzar de nuevo el tormento, hasta averiguarlo.
No supo cuánto invirtió en eso, pero, al cabo de lo que le pareció un enorme lapso de tiempo, le devolvió a la realidad un golpe en la puerta. Era María, que le preguntaba si se sentía enfermo. Contestó con una voz que no pudo reconocer, para decir que estaba descansando. Se sorprendió al advertir la oscuridad que reinaba en la habitación. Había recibido la carta a las dos de la tarde. Entonces, se dio cuenta de que estaba enfermo.
Una vez más, la cifra de ocho dólares comenzó a quemarle las pupilas y, de nuevo, se sintió sujeto. Pero se hizo más astuto. No tenía necesidad de ir revisando su propia mente. Había sido un estúpido. Pulsó una palanca e hizo que el cerebro le girase, hasta convertirse en una gigantesca rueda de la fortuna, una especie de tiovivo de los recuerdos, una gran esfera de la sabiduría. Fue moviéndose más y más de prisa, hasta que el vértice le arrastró, hacia un inmenso caos negro.
De súbito, cosa que le pareció muy natural, se encontró en una lavandería, almidonando puños. Advirtió que en ellos había escritas unas cifras. Dedujo que sería un modo de marcarlos, hasta que, al acercarse, comprobó que decía tres dólares y ochenta y cinco centavos. Recordó que era su deuda con el tendero y vio que todas las que tenía revoloteaban por la habitación. Entonces, tuvo una idea. Las tiraría al suelo y así no debería pagarlas. Dicho y hecho. Fue arrugando todos los puños para arrojarlos al suelo, especialmente sucio. Iban formando un montón, pues cada deuda estaba repetida más de mil veces, pero sólo había una de dos dólares y medio, que era la de María. Esto significaba que ella no le iba a apremiar para que le pagase. Decidió que, por tanto, era la única que iba a liquidar. Comenzó a revolver el montón, para buscarla. Estuvo siglos buscándola y aún la buscaba cuando apareció el gordo holandés, propietario del hotel. A éste, el semblante le ardía de coraje y gritaba con voz estentórea, que resonaba por todo el Universo:
—¡Te deduciré el precio de esos puños de tu sueldo!
La pila de puños se convertía en una montaña y Martin supo que debería trabajar mil años para pagarlos. No le quedaba otra solución que matar al propietario y prenderle fuego a la lavandería. Pero el enorme holandés se lo impidió, asiéndole por el cuello y obligándole a bailar por todo el local. Le arrastró sobre las mesas de plancha, la estufa, el secadero, los lavaderos y los secadores. Le obligó a saltar hasta que le castañetearon los dientes y le dolió la cabeza, maravillándose de lo fuerte que era el holandés.
Y, de súbito, Martin se encontró ante una lavadora, de donde salían los puños. El director de una revista echaba la ropa. Cada puño era un cheque y Martin los examinó febril, expectante, pero todos estaban en blanco. No obstante, se quedó allí, recibiéndolos durante un millón de años, sin perder uno solo, por miedo de que estuviese extendido. Al fin, encontró uno. Con mano temblorosa lo acercó a la luz. Era por cinco dólares. El director de la revista rompió a reír.
—Muy bien —dijo Martin—. Ahora te mataré.
Se fue a la lavandería en busca del hacha y se encontró a Joe que astillaba los originales. Pero la herramienta quedaba en el aire y Martin se encontraba, de pronto, en el cuarto de plancha, en medio de una tormenta de nieve. No, no eran copos lo que caía, sino cheques por grandes cantidades, el menor de ellos por mil dólares. Comenzó a cazarlos al vuelo, para ir formando paquetes de cien, que ataba con un cordel.
De súbito, Martin alzó la cabeza, para ver a Joe, que hacía juegos de manos con las planchas, las camisas y sus originales. De vez en cuando, se inclinaba para recoger un paquete de cheques, que, luego, lanzaba al aire y que salía por el techo, formando un círculo inmenso. Martin le agredió, pero el otro, haciéndose con el hacha, la incluyó en sus malabarismos. Más tarde, agarró a Martin, para que corriese la misma suerte. Eden atravesó el techo, mientras iba a la caza de los originales, de modo que, al caer, tenía toda una brazada. Pero en cuanto tocó el suelo, volvió a subir, de modo que continuó en el círculo volador durante mucho rato. A lo lejos, oía una voz infantil que repetía el estribillo:
—Valsemos, Willy, valsemos, girando y girando.
En medio de aquella Vía Láctea de cheques, Martin pudo alcanzar el hacha y, al volver al suelo, se dispuso a matar a Joe. Pero éste no apareció. En su lugar, a las dos de la madrugada, María, que había oído sus lamentos a través del tabique, entró en su cuarto para ponerle ladrillos calientes junto al cuerpo y paños húmedos sobre los ojos.
CAPITULO XXVI
Aquella mañana, Martin Eden no salió a buscar un empleo. Era ya muy tarde cuando dejó de delirar y miró en torno suyo con ojos doloridos. Mary, un miembro de la tribu Silva, de ocho años, montaba guardia y, al ver que recobraba el conocimiento, lanzó un grito. María, que estaba en la cocina, entró en el cuarto. Le apoyó la callosa mano en la frente y le tomó el pulso.
—¿Quiere comer? —indagó.
Martin negó con la cabeza. Comer era lo más alejado de sus pensamientos y le sorprendió que alguna vez hubiese tenido hambre.
—Estoy enfermo, María —dijo con voz débil—. ¿Qué debo tener? ¿Lo sabe usted?
—La gripe —repuso ella—. Dos, tres días y usted bueno. Mejor no coma ahora. Mañana, sí, mucho.
Martin no tenía costumbre de estar enfermo y, cuando salieron María y su hija, intentó levantarse y vestirse. Con un supremo esfuerzo de la voluntad, con la mente vacilante y los ojos que le ardían, consiguió salir de la cama, para ir a caer sobre la mesa. Media hora más tarde, pudo volver a la cama, contentándose en yacer con los ojos cerrados, mientras analizaba sus dolores y debilidades. María acudió varias veces para cambiarle los paños húmedos de la frente. Por lo demás, le dejó tranquilo, comprendiendo que no debía molestarle con su charla. Esto despertó la gratitud de Martin, que se dijo:
—María, tendrás la granja, seguro que sí.
Entonces, Eden recordó su lejano pasado de ayer mismo. Semejaba haber transcurrido toda una vida desde que recibiera la carta del Transcontinental, toda una vida desde que pusiera fin a una etapa y comenzara una nueva página. Forzó la marcha en exceso y, ahora, estaba agotado. De no haber pasado hambre, no le habría pillado la gripe. Se encontraba muy débil y no fue capaz de vencer el germen que había invadido su organismo. Aquél era el resultado.
—¿De qué le sirve a nadie escribir toda una biblioteca y perder la vida? —indagó en voz alta—. Aquí no hay lugar para mí. De ahora en adelante, la teneduría de libros y una casita con Ruth.
Dos días más tarde, tras comer un huevo y unas tostadas y beber una taza de té, pidió el correo, pero los ojos aún le dolían demasiado para intentar leerlo.
—Léamelo usted, María —rogó—. No se preocupe de las cartas más grandes. Échelas bajo la mesa. Lea sólo las pequeñas.
—No puede —fue la respuesta—. Teresa, ella ha ido colegio. Ella puede.
Por tanto, Teresa, que sólo tenía nueve años, abrió el correo y le leyó las cartas. Martin escu-"chó distraído una larga misiva de los propietarios de la máquina de escribir, mientras pensaba en el modo de hallar un empleo. De pronto, volvió a la realidad.
—«Le ofrecemos cuarenta dólares por los derechos de serialización de su cuento —leía Teresa lentamente—, siempre que nos permita hacer las correcciones que le indicamos.»
—¿De qué revista es eso? —gritó Martin—. Trae, dámelo.
le ofrecía cuarenta dólares por El remolino, uno de sus primeros relatos de terror. Leyó la carta varias veces. El director le decía con toda franqueza que no había tratado adecuadamente la idea del cuento, pero que le compraban ésta porque era original. De permitirles quitarle un tercio de su extensión, le enviarían un cheque de cuarenta dólares a su respuesta.
Pidió papel y pluma y le dijo al director de la revista que podía cortar un tercio del relato y mandarle los cuarenta dólares.
Una vez enviada la respuesta, que Teresa echó al correo, Martin se tendió en cama nuevamente. Al fin y al cabo, no era mentira. El White Mouse pagaba al contratar una colaboración. El remolino tenía tres mil palabras. Si le quitaban un tercio, quedaban dos mil. A cuarenta dólares, serían dos centavos por palabra. Pagado al aceptarlo y a dos centavos por palabra. ¡Los periódicos decían la verdad! Martin había creído que el White Mouse era de tercer orden. Por lo visto, no estaba muy al corriente de las revistas. Consideró de primera categoría al Transcontinental y sólo pagaba un centavo por cada diez palabras. No le dio importancia al White Mouse, pero pagaba veinte veces más que el otro y al aceptar un trabajo.
Bien, una cosa era cierta: no iría a buscar trabajo. En la cabeza, Martin tenía muchos otros relatos tan buenos como El remolino y, a cuarenta dólares cada uno, iba a ganar más que en cualquier empleo. Cuando creía haber perdido la batalla, acababa de ganarla. Había demostrado sus condiciones. El camino estaba claro. Comenzaría con el White Mouse y, luego, iría añadiendo, una tras otra, todas las publicaciones a su lista de clientes. Se había acabado el trabajo de batalla. Además, fue una pérdida de tiempo, ya que no le proporcionó ni un centavo. Iba a dedicarse a escribir de verdad, cosas buenas, y pondría en ellas lo mejor de sí mismo. Deseó que Ruth estuviese allí, para compartir su alegría, y, al revisar las otras cartas que yacían en la cama, encontró una suya. La muchacha le reprochaba dul-cemente el que se hubiese mantenido apartado de ella durante tanto tiempo. Martin la leyó varias veces, recreándose en cada una de sus frases, contemplando con amor cada rasgo de la pluma, para acabar besando la firma. Al contestarle, le dijo a Ruth, con toda claridad, que no había ido a verla porque tenía empeñado el traje bueno. También le explicó que había estado enfermo, pero que ya se encontraba casi recuperado y que en cosa de diez días o dos semanas, tan pronto como una carta tardaba en ir y volver de la ciudad de Nueva York, iba a rescatar sus ropas y la visitaría.
Pero Ruth no pudo esperar diez días o dos semanas. Además, su novio estaba enfermo. A la tarde siguiente, en compañía de Arthur, se presentó en el coche de los Morse, para delicia de la tribu Silva y de todos los pilletes de la calle y la consternación de María. Ésta ahuyentó a sus hijos, que se agolpaban en el porche, y, con mayor torpeza que nunca, intentó excusarse por su abandonado aspecto. Las mangas arremangadas, sobre unos brazos húmedos de jabón, y un saco, empapado en agua, en torno a la cintura, indicaban muy a las claras lo que estaba haciendo. Tanto la impresionaron aquellos dos elegantes jóvenes, que venían a ver a su huésped, que olvidó invitarles a que pasaran a la sala. Para dirigirse al dormitorio de Martin, debieron cruzar la cocina, húmeda, caldeada y llena de vapor a causa de la colada que María estaba lavando. En su turbación, la viuda atrancó las puertas del dormitorio y del armario, por lo que, durante cinco minutos, el vapor, que olía a jabón barato, fue penetrando en el cuarto del enfermo.
Ruth consiguió establecer bien el rumbo, virando hábilmente a derecha e izquierda, hasta llegar al canal que conducía junto a Martin. Pero Arthur calculó mal y acabó chocando en el rincón donde Eden cocinaba, con un gran estruendo de platos y sartenes. No se quedó allí mucho rato. Ruth ocupaba la única silla y, tras cumplir su cometido, Arthur salió, permaneciendo junto a la verja de la calle y convirtiéndose en el centro de atracción de siete maravillados Silva, que le miraban como hubiesen contemplado un espectáculo de circo. En torno al coche, se congregaron niños de una docena de edificios, que parecían esperar algún acontecimiento extraordinario. En aquel barrio, los coches sólo se veían en las bodas y en los entierros. Entonces, no había ni lo uno ni lo otro, por lo que era de esperar algún suceso trascendental, que merecía presenciarse.
Martin estaba encantado de ver a Ruth. Tenía una naturaleza esencialmente afectuosa, por lo que tenía más necesidad de lo habitual de cariño.
Estaba hambriento de cariño, lo que, para él, sig nificaba comprensión inteligente. Le faltaba ave riguar que el cariño de Ruth era, ante todo, sentimental, lleno de tacto, y que nacía de una con dición amable, más que de la comprensión del objeto que lo inspiraba. Por tanto, cuando Martin le estrechaba la mano y le hablaba, su amor por la impulsó a oprimirle a su vez la mano, mien tras los ojos se le humedecían al verle tan aban donado y con las señales del sufrimiento impre sas en el semblante.
Pero no le pudo seguir cuando él le contó que !e habían aceptado dos relatos, su desesperación ante la carta del Transcontinental y el lógico júbilo ante la del White Mouse. Oyó las palabras y entendió su significado literal, pero no compartía su desesperación ni su alegría. No podía dejar de ser ella misma. A Ruth no le interesaba que vendiese relatos a las revistas. Lo que de veras le importaba era el matrimonio. De esto, no obstante, no se daba cuenta, como de que su deseo de que Martin alcanzase una posición, obedecía al impulso instintivo de la maternidad. Se hubie-
Se ruborizado de decírselo alguien con estas palabras y, luego, se habría indignado, asegurando que su único interés radicaba en el hombre del que estaba enamorada y en su deseo de que triunfase en la vida. En consecuencia, mientras Martin le descubría el corazón, animado por los primeros éxitos que obtenía en el trabajo elegido, ella sólo escuchaba las palabras, al tiempo que miraba en torno suyo, horrorizada por lo que sus ojos descubrían.
Por vez primera, Ruth se enfrentaba a la sordidez de la pobreza. Siempre había considerado románticos a los enamorados hambrientos, pero no tenía ni idea de cómo vivían. Jamás imaginó que pudiera ser de aquel modo. De continuo, la mirada de la muchacha iba de Martin a su habitación. La enfermaba el maloliente vapor de la ropa sucia, que la venía siguiendo desde la cocina. Ruth decidió que Eden debía estar empapado en él si aquella horrible mujer lavaba con frecuencia. Al mirar a su novio, creía descubrir la marca que el medio ambiente le dejara. Nunca le había visto sin afeitar, y la barba de tres días le resultaba repulsiva. No era sólo que le diese el mismo aspecto lóbrego y oscuro de la casa de los Silva, sino que, además, semejaba destacar su fuerza casi animal, que ella tanto detestaba. Y, entonces, se veía animado en su locura por la venta de los dos relatos, que, con tanto orgullo, le contaba. Un poco más y se hubiese rendido, buscando un empleo. Ahora, seguiría escribiendo en aquella horrible casa y pasando hambre durante otros varios meses.
—¿Qué es ese olor? —indagó la muchacha, de pronto.
—Supongo que la colada de María —fue la respuesta.
—No, no es eso. Se trata de otra cosa, algo pegajoso, que marea.
Martin olió el aire antes de contestar.
—No noto nada, excepto el tabaco —declaró.
—Eso es. !Qué terrible!¿Por qué fumas tanto, Martin?
—No lo sé, excepto que fumo mucho más cuando me siento solo. Y, además, es una costumbre ya antigua. Comencé de chico.
—Es un hábito detestable —le reprobó Ruth—. Huele mal.
—Eso es por culpa del tabaco. Sólo puedo comprar el más económico. Pero espera a que me manden el cheque de cuarenta dólares. Usaré una marca que no molestará ni a los ángeles. Pero no me ha ido mal, ¿verdad? Dos trabajos vendidos en tres días. Esos cuarenta y cinco dólares cubrirán todas mis deudas.
—¿Con el trabajo de dos años? —preguntó ella.
—No, por menos del de una semana. Por favor, pásame ese libro de cuentas que está en la mesa; el de las tapas grises. —Lo abrió y fue pasando las páginas a toda prisa—. Sí, tenía razón. Cuatro días por El tañido de las campanas y dos por El remolino. Eso representa cuarenta y cinco dólares por una semana de trabajo, ciento ochenta al mes. Supera al mejor sueldo que puedo esperar. Y, además, estoy empezando. Mil dólares mensuales no es demasiado para comprarte todo lo que quiero que tengas. Uno de la mitad resultaría pequeño. Esos cuarenta y cinco dólares no son más que el principio. Espera a que coja el paso. Entonces, echaré humo.
Ruth no entendió la frase y volvió al tema de los cigarrillos.
—Ya fumas demasiado, y que cambies de marca no significa nada. Es el hecho de fumar lo que resulta desagradable. Eres una chimenea, un volcán ambulante y una perfecta desgracia, cariño; lo sabes muy bien.
Ruth se inclinó hacia él, con una mirada de súplica, y, al contemplar sus delicadas facciones y sus límpidas pupilas, Martin sintió, como siempre, que no era digno de ella.
—Quisiera que no fumases más —murmuró la muchacha—-. Hazlo por mí.
—De acuerdo, no fumaré —afirmó él—. Haré todo lo que me pidas, cariño mío, también tú lo sabes.
Una gran tentación asaltó a Ruth. Con sus peticiones, la muchacha había descubierto el aspecto amable del carácter de Martin y tenía la seguridad de que, de pedirle que dejara de escribir, él atendería su deseo. Durante un breve instante, las palabras le bailaron en los labios. Pero no llegó a pronunciarlas. Le faltaba valor y no se atrevió. En vez de ello, se inclinó hacia Martin para, una vez en sus brazos, murmurar:
—Sabes que no es por mí, Martin, sino por tu bien. Estoy segura de que el fumar te hace daño. Además, no es bueno estar esclavizado a nada y menos a una droga.
—Siempre seré tu esclavo —dijo Eden sonriendo.
—En cuyo caso, comenzaré a dar órdenes.
Le miró con malicia, aunque en el fondo lamentaba no haber expresado su mayor deseo.
—Vivo para obedeceros, majestad.
—Bien, pues mi primera orden es: no olvidarás afeitarte ni un solo día. Mira cómo me has arañado la cara.
Y todo acabó en caricias y risas. Pero Ruth había conseguido una cosa y no podía esperar lograr más de una sola cada vez. Se sentía satisfecha de haberle obligado a que dejase de fumar. Algún día iba a lograr persuadirle de que buscase un empleo, pues, ¿acaso no había dicho que haría cuanto ella le pidiese?
La muchacha se separó de su novio para explorar la habitación, examinando las cuerdas, de las que pendían las notas, enterándose del uso de los ganchos, de los que antes colgara la bicicleta, y entristeciéndose de los muchos originales que se amontonaban bajo la mesa y que para ella sólo representaban tiempo perdido. El fogón de petróleo despertó su admiración, pero, luego, descubrió que en las estanterías no había víveres.
—Pero si no has comido nada, pobrecito mío —dijo con cierta compasión—. Debes estar hambriento.
—Lo guardo todo en la despensa de María —le mintió él—. Allí se conserva mejor. Pero no temas que me muera de hambre. ¡Fíjate en esto!
Ruth se había reunido nuevamente con él y le vio doblar el brazo por el codo y cómo, bajo la manga de la camisa, los bíceps se hinchaban, para formar un nudo de pesados y duros músculos. Esto la repelió. Le molestaba, desde un punto de vista sentimental. Pero sus pulsos, su sangre, cada una de sus fibras lo amaban y lo deseaban e, inexplicablemente, se inclinó hacia él, en vez de apartarse. Y, en los minutos que siguieron, mientras Martin la estrechaba entre sus brazos, la mente de la muchacha, preocupada tan sólo por los aspectos superficiales de la vida, se rebelaba, al tiempo que su corazón, su esencia de mujer, preocupado por la esencia de la vida, se exaltaba triunfalmente. Era en ocasiones como aquélla, cuando experimentaba al máximo la grandeza de su amor por Martin, ya que la envolvía una oleada de placer al sentirse rodeada por sus fuertes brazos, estrujándola, hiriéndola casi con su fervor. En esas ocasiones, se veía justificada por haber traicionado a su clase, por la violación de sus altos ideales y, sobre todo, por la tácita desobediencia a sus padres. No querían que se casara con ese hombre. Les horrorizaba que le amase. A veces, también la horrorizaba a ella, sobre todo cuando no estaban juntos y se convertía en una persona fría y razonadora. Cuando estaba con él, simplemente le amaba, con un amor, a veces humillante e inexplicable, pero, pese a todo, un amor más fuerte que ella.
—La gripe no tiene importancia —afirmaba Eden—. Duele un poco y da jaqueca, pero no se puede comparar con la malaria.
—¿También has tenido eso? —indagó Ruth distraída, atenta tan sólo a la justificación que encontraba entre sus brazos.
Y, así, con preguntas que no le interesaban, la muchacha le fue animando hasta que, de súbito, sus palabras la sobresaltaron.
Había tenido la malaria en la colonia, establecida por treinta leprosos, en una de las islas Hawai.
—¿Pero por qué fuiste allí? —quiso saber Ruth.
Un desprecio tan olímpico del cuerpo le parecía criminal.
—Porque no lo sabía —repuso él—. No imaginaba que, por allí, hubiese leprosos. Cuando deserté de una goleta y llegué a la playa, me fui hacia el interior, en busca de un sitio en el que ocultarme. Durante tres días, me estuve alimentando de frutas silvestres. Al cuarto, encontré un sendero, no más que un rastro de pies. Conducía al interior y lo seguí. Era hacia donde quería di-rigirme y se advertía que alguien había pasado por allí recientemente. En un sitio, cruzaba sobre un risco y era muy estrecho. No tenía más de tres pies de ancho y a ambos lados había profundos precipicios. Un solo hombre, con muchas municiones, hubiera podido defenderlo contra cien mil.
»Era la única entrada al escondite. Llegué tres horas después de encontrar el sendero. Formaba un pequeño valle, entre las montañas de lava. Estaba muy bien cultivado. Había árboles frutales y ocho o diez chozas de hierba. Pero, en cuanto vi a los habitantes, me di cuenta de dónde había caído. Me bastó una sola ojeada.
—¿Qué hiciste? —indagó Ruth, que le escuchaba como cualquier Desdémona, llena de horror y, a la vez, fascinada.
—Nada podía hacer. El cacique era un anciano bondadoso, muy dominado por el mal, pero que gobernaba como un rey. Había descubierto el valle y establecido el poblado, todo lo cual era contrario a la ley. Tenía armas y municiones, y aquellos canacas, que se entrenaban cazando cerdos y ganado salvaje, tenían una puntería certera. No, Martin Eden no podía huir. Tuvo que quedarse durante tres meses.
—¿Y cómo lograste salir de aquel lugar?
—Pues aún estaría allí de no haber sido por una muchacha, medio china, un cuarto blanca y y un cuarto hawaiana. Era una verdadera belleza, pobre china, y estaba muy bien educada. Su madre, en Honolulú, tenía una fortuna de millones. Bueno, esa chica me ayudó a salir. Su madre era la que financiaba el poblado, por lo que no corría peligro de que la castigasen. Antes, sin embargo, me hizo jurar que a nadie revelaría aquel escondite y nunca lo hice. Ésta es la primera vez que hablo de eso. La chica tenía sólo los primeros síntomas del mal. Los dedos de la mano derecha comenzaban a torcérsele y se advertía una mancha en el brazo. Eso era todo. Supongo que ya habrá muerto.
—¿Pero no tenías miedo? ¿No te alegraste de huir sin haber contraído esa terrible enfermedad?
—Bueno —confesó Martin—, al principio estaba bastante nervioso, pero acabé acostumbrándome. Sin embargo, aquella pobre chica me daba mucha pena. Eso me quitaba el miedo. ¡Era tan bonita, lo mismo de alma que de cuerpo! Pero, aunque sólo tenía unos ligeros síntomas, estaba condenada a vivir allí, igual que un salvaje, y a irse pudriendo poco a poco. La lepra es mucho más horrible de lo que puedes imaginarte.
—¡Pobre chica! —murmuró Ruth suavemente—. Me sorprende que te dejara marchar.
—¿Qué quieres decir? —indagó Martin con cierta inconsciencia.
—Porque debía estar enamorada de ti —explicó Ruth en voz baja-—. Con franqueza, ¿no es así?
La piel bronceada de Eden se había ido aclarando a consecuencia del trabajo en la lavandería y de la vida de reclusión que llevaba, mientras que el hambre le había dado una intensa palidez. Y, sobre ella, se extendió de improviso un vivo rubor. Abría la boca para contestar, cuando Ruth le interrumpió.
—No, no contestes. No es preciso —dijo riendo.
Pero a Martin le pareció advertir un tono metálico en la voz y que la luz de sus ojos era fría. Le recordó una tormenta que presenciara en el norte del Pacífico. En el mismo instante, se le apareció ante los ojos el comienzo de la galerna, en una noche clara, de luna llena, con un mar resplandeciente. Luego, vio nuevamente a la muchacha del refugio de los leprosos y recordó que era porque le amaba por lo que le ayudó a escapar.
—Se trataba de una mujer muy noble —dijo simplemente—. Me devolvió la vida.
Así concluyó el incidente, pero Martin oyó cómo Ruth ahogaba un sollozo, advirtiendo que volvía la cara, para mirar por la ventana. Cuando, nuevamente, le dirigió la vista, en sus pupilas no había rastro de tormenta.
—Soy muy tonta —dijo a modo de excusa—. Pero no lo puedo remediar. Te quiero mucho, Martin, de veras. Con el tiempo, me acostumbraré, pero, de momento, no consigo dominar los celos de esos fantasmas del pasado y te consta que tu pasado está lleno de fantasmas. Ha de estarlo —añadió acallando sus protestas—. No podría ser de otro modo. El pobre Arthur me hace señas de que baje. Está cansado de esperar. Y, ahora, adiós, querido. Los farmacéuticos hacen una pócima que ayuda a dejar el tabaco —añadió ya junto a la puerta—. Te mandaré un frasco. —Cerró la puerta, abriéndola nuevamente casi al instante—. Te quiero, te quiero —murmuró y, luego, se fue de verdad.
María la acompañó al coche, con una mirada de admiración, que no por eso dejaba de advertir la calidad y el corte de las ropas de Ruth (un corte desconocido que causaba un efecto extraor-dinario). La turba de desilusionados chiquillos siguió el coche con la mirada basta que "desapareció, para, luego, volverla hacia María, que, de súbito, se había convertido en el personaje más importante de la calle. Sin embargo, fue uno de los vástagos de la viuda el que deshizo su nueva reputación, al anunciar que las elegantes visitas eran para su huésped. Entonces, María volvió a su antigua oscuridad y Martin comenzó a notar el respeto que le demostraban los chiquillos del vecindario. En cuanto a María, su estimación por Martin subió un cien por cien y, si el tendero portugués hubiese visto a los visitantes, habría concedido a Eden otros tres dólares y ochenta y cinco centavos de crédito.
CAPITULO XXVII
Para Martin, se alzó el sol de la buena suerte. Al día siguiente de la visita de Ruth, recibió un cheque de tres dólares de una revista de Nueva York, que le compraba unos pareados. Dos más tarde, un periódico, que se publicaba en Chicago, aceptó su artículo sobre la búsqueda del tesoro, prometiéndole diez dólares a su publicación. Era un precio muy bajo, pero se trataba de su primer trabajo, de su primer intento de exponer sus ideas por escrito. Para redondearlo, el serial de aventuras para muchachos lo adquirió, antes de que acabase la semana, una revista que aparecía cada mes, titulada Youth and Age. Cierto que el serial tenía veintiuna mil palabras y que sólo le ofrecían dieciséis dólares, lo que equivalía a setenta y cinco centavos las mil, pero también era cierto que se trataba de su segundo intento en la literatura y que él mismo se daba ahora cuenta de su torpeza.
Pero ni siquiera sus primeros escritos estaban marcados por la mediocridad. Lo que los caracterizaba era la torpeza de una excesiva fuerza, como la del que intenta matar mariposas con mazas y graba madera a golpes de hacha. En consecuencia, Martin se alegró de vender sus primeros esfuerzos por lo que le diesen. Sabía lo que valían y no tardó en adquirir ese conocimiento. En lo que más confiaba era en su trabajo posterior. Había intentado ser algo más que un simple escritor de relatos. Intentaba equipararse con las herramientas del arte. Pero, sin embargo, no sacrificó la fuerza. Tampoco se había separado de su amor por el realismo. Su trabajo era realista, aunque intentase fundirlo con la fantasía y la belleza de la imaginación. Lo que buscaba era un ardiente realismo, visto a través de la naturaleza humana. Lo que deseaba plasmar, era la propia vida, con todas sus peculiaridades.
En el curso de sus lecturas, había descubierto dos escuelas de ficción. Una, trataba al hombre cual a un dios, ignorando sus orígenes terrenos; la otra, como a simple fango, despreciando sus sueños celestiales y sus posibilidades divinas. Ambas escuelas se equivocaban a juicio de Martin, y se equivocaban a causa de seguir una sola línea. Había un término medio, mucho más próximo a la verdad, si bien no halagaba a la escuela de los dioses, mientras que desafiaba la brutalidad de los otros. Martin creía que en su relato Aventura, que impresionó a Ruth, había alcanzado su propósito de la verdad en cosas de la imaginación. Estos puntos de vista, los había expresado en un artículo titulado Dios y fango.
Pero Aventura, y cuanto imaginaba su mejor obra, seguía el recorrido por las publicaciones. Sus primeros escritos carecían de importancia, excepto por los beneficios que le proporcionaban, y los relatos de terror, de los cuales había vendido dos, no le parecían buenos. A su juicio, eran pura fantasía, aunque los hubiese investido con el encanto de una realidad que les daba su fuerza. Esta combinación de lo grotesco y lo imposible con la realidad, no era, para Martin, más que un truco, un truco hábil. La gran literatura nada tenía que ver con eso. Juzgaba que poseían calidad artística, pero no creía que el arte mereciese la pena si se lo divorciaba del hombre. El truco residía en darles una máscara de humanidad. Supo hacerlo con la media docena de relatos que escribiera antes de alcanzar las cimas superiores de Aventura, Júbilo, El recipiente y El vino de la vida.
Los tres dólares, que recibió por sus pareados, le sirvieron para aliviar su precaria existencia hasta que llegara el dinero del White Mouse. Le hizo efectivo el talón el suspicaz tendero portugués, al que pagó un dólar a cuenta, dándoles los otros dos al panadero y al verdulero. Martin no era lo bastante rico para comprar carne, y estaba a una dieta muy rigurosa, cuando llegó el cheque de la otra revista. Estaba indeciso acerca del modo de cobrarlo. Nunca había estado en un Banco, y menos por motivos comerciales, por lo que sentía un deseo infantil de entrar en uno de los más importantes de Oakland y presentar el talón al cobro. Por otra parte, el sentido común le indicaba que debía entregárselo al tendero, con lo que le impresionaría, aumentando así su crédito. De mala gana, Martin se rindió a esto último, pagando, además, la cuenta entera y recibiendo una gran cantidad de monedas. También liquidó sus deudas con el resto de comerciantes, rescató su ropa y su bicicleta, y satisfizo el alquiler atrasado de la máquina, así como cuanto debía a María, más otro mes adelantado por su cuarto. Esto redujo sus efectivos, para emergencias, a casi tres dólares.
Esa cantidad le parecía una fortuna. En cuanto recuperó su ropa, fue a ver a Ruth. Durante el trayecto, no pudo evitar ir tintineando el puñado de plata que guardaba en el bolsillo. Se había visto privado de dinero durante tanto tiempo, que, lo mismo que un hombre al que rescatan a punto de morir de hambre no puede dejar comida en el plato, Martin no lograba apartar la mano de la plata. No era mezquino ni egoísta, pero el dinero significaba algo más que dólares y centavos. Era el triunfo, y las águilas estampadas en las monedas se le figuraban otras tantas victorias.
Casi sin darse cuenta, llegó a la conclusión de que era un mundo magnífico. A él, por lo menos, le parecía muy hermoso. Durante semanas, fue triste y sombrío, pero ahora, con casi todas las deudas pagadas, tres dólares tintineando en el bolsillo y la seguridad del triunfo en su ánimo, el sol resplandecía con calor e, incluso, un chaparrón, que empapó a los descuidados transeúntes, le pareció a Martin un divertido acontecimiento. Cuando pasaba hambre, pensaba mucho en los centenares de miles que, como bien sabía, sufrían del mismo mal en todo el mundo. Pero ahora, en que se había hartado, su recuerdo ya no le perseguía. Se olvidó de ellos y, al estar enamorado, sólo pensaba en cuantos amaban a lo largo del Universo. Sin proponérselo, varios motivos para poemas comenzaron a bailarle en la cabeza. Dominado por este impulso creador, se apeó, sin sentirse humillado, dos manzanas más allá de su parada.
Encontró a mucha gente en casa de los Morse. Las dos primas de Ruth, que vivían en San Rafael, habían venido de visita, y Mrs. Morse, con el pretexto de agasajarlas, ponía en práctica el plan de rodear a su hija de gente joven. La campaña comenzó durante la forzada ausencia de Martin y estaba entonces en todo su apogeo. Mrs. Morse se esforzaba en tener en la casa hombres que hicieran algo. Así, además de las primas Dorothy y Florence, Martin encontró a dos profesores de la Universidad, uno de latín y otro de literatura, a un joven militar, de regreso de las Filipinas, a un antiguo condiscípulo de Ruth, un joven llamado Melville, secretario de Joseph Perkins, presidente de la «San Francisco Trust Company» y, por último, a un cajero de Banco, lleno de vitalidad, llamado Charles Hapgood, de aspecto más joven que los treinta y cinco años que tenía, graduado de la Universidad de Stanford, miembro del «Nile Club» y del «Unity Club» y orador muy circunspecto del Partido republicano durante las campañas electorales; es decir, un joven que prometía en todos los aspectos. Entre las mujeres, había una que pintaba retratos, otra que era concertista y una tercera que tenía el grado de doctor en sociología, habiendo alcanzado cierta fama local por su trabajo en los barrios humildes de San Francisco. Pero las mujeres contaban poco en los planes de Mrs. Morse. En el mejor de los casos, eran accesorios necesarios. De algún modo había que atraer a los hombres a la casa.
—No te excites al hablar —le advirtió Ruth a Martin, antes de iniciar las presentaciones.
En un principio, Martin se mantuvo algo envarado, inquieto por su habitual sensación de torpeza, en especial por los hombros, que parecían, nuevamente, amenazar todos los adornos. Asimismo, le impresionaba la reunión. Nunca hasta entonces se había relacionado con gente tan distinguida, por lo menos con tantos a la vez. Melville, el cajero de Banco, le fascinaba, por lo que deci-dió hablarle a la primera oportunidad. Pues, bajo su timidez, se alzaba el ego de Martin, que experimentaba la urgente necesidad de medirse con aquellos hombres y mujeres, para averiguar lo que habían aprendido de los libros y que él aún ignoraba.
La mirada de Ruth le buscaba con frecuencia, para comprobar cómo se desenvolvía, y la muchacha quedó muy complacida al ver con la facilidad con la que entró en relación con sus dos primas. Martin no se excitó, ya que, al estar sentado, no debía preocuparse por los hombros. Ruth sabía que sus primas eran listas y superficialmente brillantes, pero no comprendió que ellas le elogiasen tanto después de la reunión. Por su parte, Martin, que era ingenioso entre los de su clase y un alegre conversador en los bailes y excursiones dominicales, había descubierto el modo de diver-' tir y romper el hielo en su nuevo ambiente. Aquella tarde, tuvo al éxito a su lado, diciéndole al oído que iba bien y que podía reír y hacer reír a los demás, sin miedo al ridículo.
Al cabo de un rato, Ruth se sintió inquieta, Martin y el profesor Caldwell se habían retirado a un rincón y, si bien no agitaba las manos en el aire, a Eden, a juicio de la muchacha, los ojos le brillaban demasiado, hablaba muy de prisa y con excesivo calor y la sangre le fluía intensamente a las mejillas. Consideró ella que le faltaban deco-ro y autodominio, en lo que ofrecía un vivo con-traste con el joven profesor de literatura.
Pero a Martin no le importaba su aspecto. Advirtió, en seguida, que su interlocutor era hombre culto y capacitado. El profesor Caldwell no se dio cuenta de la opinión que Eden tenía de sus colegas en general. El joven quería hacerle hablar de su trabajo y, aunque el otro, en un principio, no semejaba muy dispuesto, acabó por conseguirlo. Martin no entendía el motivo de que nadie quisiera hacerlo.
—Es absurdo e injusto —le había dicho a Ruth semanas antes— esa aversión a hablar del propio trabajo. ¿Por qué otra razón se reúne la gente, sino para intercambiar lo mejor que hay en ellos? Y lo mejor que hay en ellos, son las cosas que les interesan, sus profesiones, la tarea en que se han especializado, en la que han invertido días y noches de esfuerzo y con la que, incluso, llegaban a soñar. Imagina que Mr. Butler, en un intento de cumplir con la etiqueta, comienza a opinar acerca de Paul Verlaine, del teatro alemán o de las novelas de D'Annunzio. Nos íbamos a morir de aburrimiento. Por lo que a mí respecta, si es que debo soportar a Mr. Butler, prefiero oírle hablar de leyes. Es lo mejor que hay en él, y la vida resulta tan corta que deseo descubrir lo mejor de cada persona que conozco.
—Pero —había protestado Ruth—, hay temas de interés general.
—En eso te equivocas —añadió Martin-. Cuantos forman la sociedad, todos los grupos sociales, o, bien, casi todas las personas y casi todos los grupos, imitan a sus mejores. Pero, ¿quiénes son sus mejores? Los ricos ociosos. Éstos, por lo general, ignoran las cosas que saben los que se ocupan en algo. Se iban a aburrir mucho si asistieran a una conversación acerca de esas cosas, por lo que han decretado que no son de buen gustó. Asimismo, han decidido lo que es de buen gusto y acerca de lo que se puede hablar, como son las últimas óperas, las últimas novelas, las cartas, el billar, las reuniones, coches, caballos, pesca, caza, los yates, etc. Pero ten en cuenta que eso es precisamente de lo que los ricos ociosos entienden. En realidad, hablan de su trabajo, que en los otros consideran de mal gusto. Y lo raro es que la gente inteligente y la gente que debería ser in-teligente permite que los ricos ociosos se les impongan. Por lo que a mí respecta, deseo descubrir lo mejor de cada persona, sea o no de buen gusto tratarlo.
Ruth no le había entendido. Este ataque de Eden a lo establecido le pareció simplemente otra cabezonería.
Pero Martin había contagiado al profesor Cald-well, animándole a que expusiera sus opiniones sinceras. Al pasar a su lado, Ruth oyó decir a su novio:
—¿No debe proclamar tales herejías en la Universidad, de California?
El profesor se encogió de hombros. —Ya sabe, están el honrado contribuyente y los políticos. En Sacramento se confieren los puestos y, por tanto, nos inclinamos ante Sacramento, la junta de directores y la Prensa del partido o la de los dos partidos.
—Eso lo comprendo, ¿pero y usted? —apremió Martin—. Debe sentirse como un pez fuera del agua.
—Cuento con pocas simpatías en la charca de la Universidad. En ocasiones estoy seguro de que me encuentro fuera del agua y que debería irme a París, a una cueva a hacer de ermitaño, o asociarme con algún grupo de bohemios para beber vino, o rojo dago como le llaman en San Francisco, cenar en restaurantes baratos del barrio latino y exponer a gritos mis puntos de vista más radicales. En realidad, tengo la certeza de que nací para ser un radical . Pero, sin embargo, hay tantas cosas acerca de las que no estoy seguro... Me vuelvo tímido al enfrentarme con la fragilidad humana, que me impide abarcar todos los factores de cualquier problema, problemas vitales, quiero decir.
Mientras le escuchaba, Martin se dio cuenta de que a la memoria le acudía la Canción de los alisios:
Soy más fuerte al mediodía, pero, por la noche, impulso las recias vetas.
Casi pronunció esas palabras en voz alta, ocu-rriéndosele que el otro le recordaba los alisios, en especial los del nordeste, firmes, fríos y fuertes. El profesor era ecuánime, digno de confianza y, no obstante, había en él cierta frustración. A Martin le pareció que su interlocutor no era nunca totalmente sincero, como tantas veces había tenido la sensación de que los alisios no soplaban nunca a su máxima potencia, reservando parte de ella, que jamás usaban. Actuaba con viveza la facilidad de Martin para las visiones. Su mente era como un almacén de recuerdos y de fantasías, con todo su contenido ordenado y dispuesto para la inspección. Ante cualquier cosa que le ocurriera, Eden extraía, al instante, similitudes o antítesis, que, signa a los españoles. Éstos, muy numerosos allí, cultivabanlas cepas y pusieron de moda el clarete, que los anglosajones llaman «claret».
por lo general, se presentaban en forma de visiones. Era algo automático que nunca dejaba de acompañar al presente. Así como el semblante de Ruth, en momentos de celos, despertaba la imagen de una noche de luna y el profesor Caldwell le hizo ver nuevamente el alisio, agitando la espuma blanca sobre el mar, así, poco a poco, nuevas visiones se iban presentando en su consciente, no de modo desordenado, sino bien clasificadas y precisas. Tales visiones venían de actos y de experiencias del pasado, de cosas y de hechos de los libros, de ayer y de la semana anterior, como una interminable hueste de espectros que, dormido o despierto, vivían siempre en su mente.
Así, mientras escuchaba la fluida conversación del profesor Caldwell, la de un hombre inteligente y culto, no dejaba de verse a sí mismo, tal como era en el pasado. Se vio en la época en que no era más que un matón, ataviado con un sombrero de ala ancha y rígida y una chaqueta cruzada, y se contoneaba, imbuido del ideal de ser tan duro como le permitiese la Policía. No lo quiso disimular y ni tan siquiera paliarlo. En cierta etapa de su vida, no fue más que un matón vulgar, cabecilla de una banda que molestaba a la Policía y aterrorizaba a los obreros honrados. Pero sus ideas habían ido cambiando. Miró en torno suyo, a las personas educadas y bien vestidas, y se llenó los pulmones con la atmósfera de cultura y refinamiento, mientras, en el mismo instante, veía cómo el fantasma de su primera juventud, con aquel atavío, contoneándose y presumiendo, cruzaba la sala. Luego, vio cómo aquella imagen de un matón de barrio se fundía con su actual personalidad, al tiempo que hablaba con un profesor de literatura.
Al fin y al cabo, Martin nunca había encontrado su lugar definitivo. Se adaptó en todas partes donde le tocó estar, convirtiéndose siempre en un favorito gracias a su capacidad para mantenerse en su puesto, tanto en el trabajo como en el juego, y a su habilidad para luchar por sus derechos y a ganarse el respeto ajeno, Pero jamás echó raíces. Se había adaptado lo suficiente para satisfacer a sus compañeros, pero no para satisfacerse a sí mismo. Siempre se sintió perturbado por una vaga inquietud, como una llamada lejana, y pasó por la vida buscando, hasta encontrar los libros, el arte y el amor. Y, ahora, allí estaba, en el centro de aquella reunión, el único de todos sus compañeros de aventura que era elegible para frecuentar la casa de los Morse.
Pero tales pensamientos y visiones no le impidieron seguir de cerca al profesor Caldwell. Mientras le escuchaba, comprensivo y, a la vez, crítico, se dio cuenta de la amplitud de los conocimientos del otro. Acerca de sí mismo, la entrevista le fue descubriendo sus fallos y las muchas lagunas, pues de numerosas materias no tenía la menor noción. No obstante, advirtió, también, que, gracias a sus lecturas de Spencer, dominaba el esquema de la cultura. Era sólo cuestión de tiempo que fuese llenando los vacíos. Entonces, se dijo, que todos se apartasen. ¡Despejen la cubierta! Tuvo ganas de sentarse a los pies del profesor, casi con adoración, pero, conforme le escuchaba, comenzó a percibir cierto fallo en los juicios del otro, un fallo tan débil y fugaz, que, quizá no lo hubiese notado de no hallarse siempre presente. Y, en cuanto lo hubo advertido, volvió a sentirse su igual.
Ruth se acercó a ellos nuevamente, en el momento en que Martin comenzaba a hablar.
—Le diré en qué se equivoca o, mejor dicho, qué es lo que debilita sus juicios —afirmó—. Le falla la biología. No tiene sitio en su esquema. Me refiero a la biología verdaderamente interpretativa, desde abajo, desde los laboratorios y los tubos de ensayo y las vidas inorgánicas, hasta la gene-ralización más amplia y sociológica.
Ruth quedó horrorizada. Había asistido a dos ciclos de conferencias del profesor Caldwell y le consideraba como la imagen viva del conocimiento humano.
—No le entiendo —comentó éste sorprendido.
Martin estaba muy seguro de lo contrario.
—Intentaré explicarme. Recuerdo haber leído en un tratado de historia egipcia que no podía entenderse el arte de ese país sin antes estudiar el terreno.
—Muy cierto —convino el profesor.
—Y a mí me parece —continuó Martin— que el conocimiento del terreno en cuestión, no puede tenerse sin antes conocer la materia y la constitución de la vida. ¿Cómo vamos a entender las leyes, las instituciones o las religiones y costumbres sin antes entender, no tan sólo la naturaleza de quienes las hicieron, sino la naturaleza de la materia de la que salieron esas mismas personas? ¿Acaso la literatura es menos humana que la arquitectura y la escultura egipcias? ¿Hay una sola cosa en el universo conocido que no esté sujeta a las leyes de la evolución? Ya sé que se ha reconstruido una evolución muy elaborada de las distintas artes, pero la encuentro demasiado mecánica. El hombre, en sí mismo, queda fuera. Se ha elaborado muy bellamente la evolución de las herramientas, de las arpas, de la música, del canto y de la danza, ¿pero qué hay de la evolución del ser humano, del desarrollo de lo que había en él antes de que hiciese su primera herramienta o compusiera su primera canción? Esto es lo que usted no tiene en cuenta y lo que yo llamo biología. Biología en su aspecto más amplio.
»Ya sé que me expreso con cierta incoherencia, pero intento explicarle mi punto de vista. Se me ocurrió conforme le oía a usted, por lo que no estaba preparado para exponerlo. Habló usted de la fragilidad humana que impide abarcar todos los factores. Y usted, a mi entender, deja a un lado el factor biológico, el punto de partida de todas las artes, la materia de donde salieron todas las acciones humanas.
Para sorpresa de Ruth, a Martin no le fulminó el rayo y el modo como respondió el profesor le pareció a la muchacha simple condescendencia a la juventud del marino. El profesor Caldwell permaneció sentado y en silencio durante todo un minuto, mientras jugueteaba con la cadena del reloj.
—¿Sabe? —exclamó al fin—. Esa misma crítica me la hizo, hace ya algún tiempo, un gran hombre y científico, el evolucionista Joseph le Conté. Ha muerto y supuse que nadie más iba a darse cuenta. Y, ahora, viene usted a descubrirme. Sinceramente, y esto es una confesión, creo que hay mucha verdad en sus afirmaciones, una gran verdad. Soy demasiado clásico, no estoy bastante al día en las ramas interpretativas de la ciencia. Sólo puedo disculparme con las desventajas de mi educación y una pereza temperamental, que me impide ponerme a estudiar. ¿Creerá usted que nunca he entrado en un laboratorio de física o de química? Sin embargo, es cierto. Le Conté tenía razón, como, también, la tiene usted, Mr. Eden; por lo menos, hasta un cierto punto que no puedo determinar.
Ruth se llevó a Martin con un pretexto y, una vez lejos, murmuró:
—No debes monopolizar al profesor Caldwell de este modo. Puede haber otros que también quieran hablar con él.
—La culpa fue mía —reconoció Martin contrito—. Pero conseguí animarle y resultaba tan interesante que no pensé en nada más. ¿Sabes?, es el hombre más culto y más brillante de cuantos he conocido. Y te diré otra cosa. Antes, yo creía que todos los que habían ido a la Universidad u ocupaban puestos importantes en la sociedad eran tan brillantes y cultos como él.
—Se trata de una excepción —respondió ella.
—Desde luego que sí. ¿Con quién quieres que hable ahora? Oye, preséntame a ese cajero.
Martin estuvo departiendo con él durante quince minutos y Ruth no hubiese podido desear mejor comportamiento por parte de su novio. Ni una sola vez le brillaron los ojos ni, tampoco, se le encendieron las mejillas, mientras que la sorprendieron la calma y compostura que demostraba. Pero, en la estima de Martin, la casta de cajeros de Banco descendió un cien por cien y, durante el resto de la tarde, estuvo bajo la impre» sión de que ser cajero de Banco era equivalente a hablar con frases hechas. A Eden, el militar le pareció un buen muchacho, sencillo, fuerte y sano, satisfecho de ocupar en la vida el puesto al que su nacimiento y la suerte le habían empu-jado. Al enterarse de que había cursado dos años en la Universidad, Martin se preguntó dónde los habría almacenado. Sin embargo, le resultó más simpático que el cajero de Banco, que hablaba con frases hechas.
—En realidad, nada tengo contra eso —le confió más tarde a Ruth—. Lo que me quiebra los nervios es la seguridad pomposa con la que se expresan y el tiempo que invierten en hacerlo. Podría haberle explicado a ese hombre todo el proceso de la Reforma en el tiempo que empleó para contarme que el partido Unión-Laborista se había fusionado con los demócratas. Si te fijas, verás que extrae las palabras igual que un jugador profesional extrae las cartas. Algún día te enseñaré lo que quiero decir.
—Lamento que no te cayera bien —fue la respuesta—. Es uno de los predilectos de Mr. Butler. Éste dice que es seguro y honrado, le llama la Roca, y afirma que, basándose en él, cualquier Banco puede prosperar.
—No me sorprende, por lo poco que he visto de él y lo menos que he oído. Pero ya no opino de los Bancos lo mismo que antes. ¿No te importa que diga lo que siento, verdad, cariño?
—No, no, es muy interesante.
—Sí —continuó Martin muy animado—. No soy más que un bárbaro, que tiene sus primeras impresiones de la civilización. Y esas impresiones han de resultarle una novedad curiosa a las personas civilizadas.
—¿Qué te parecieron mis primas? —indagó Ruth.
—Me gustaron más que las otras mujeres. Son divertidas y no simulan.
—¿Es que no te gustaron las otras?
Martin negó con la cabeza.
—La mujer aferrada al estamento social no es más que un loro. Te aseguro que, si las agitaras, no ibas a encontrar en ellas una sola idea original. La pintora, es un latazo. Haría buena pareja con el cajero. ¡Y la concertista! No me importa lo ágiles que sean sus dedos, lo perfecto de su técnica y lo magnífico de su expresión; nada sabe de música.
—Toca muy bien —protestó Ruth.
—Sí, indudablemente, debe dominar la gimnasia externa de la música, pero nada conoce de su espíritu intrínseco. Le pregunté lo que para ella significaba la música, ya sabes que siempre siento curiosidad por eso, y no lo sabía, excepto que la adoraba, que la creía la más importante de las artes y que significaba más que su propia vida.
—Les obligaste a hablar de su trabajo —le acusó Ruth.
—Lo confieso. Y si fracasaron al tratar de eso, imagina mis sufrimientos de haber comenzado a tratar de otros asuntos. Antes, suponía que aquí arriba, donde se gozaba de todas las ventajas de la educación... —Hizo una momentánea pausa, para contemplar la imagen juvenil de sí mismo, con el sombrero y la chaqueta cruzada, que paseaba por la sala con aire de desafío—. Como iba diciendo, creía que aquí arriba todos eran brillantes e ingeniosos. Pero ahora, por lo poco que he visto, me parecen, en su mayor parte, una banda de cabezas vacías, y el resto, unos pelmazos. Ahora bien, el profesor Caldwell es distinto. Es un hombre, de cabeza a pies.
El semblante de RutH se animó.
—Háblame de él —apremió—. No de sus grandes cualidades, ésas ya las conozco, sino de lo que consideres negativo. Siento una gran curiosidad.
—Puede que me meta en un lío —opuso Martin divertida—. ¿Por qué no hablas tú primero? Pero, a lo mejor es que sólo le ves cualidades.
—He asistido a dos ciclos de conferencias suyas y le conozco desde hace un par de años. Por eso deseo saber cuáles han sido tus primeras impresiones.
—Malas impresiones, querrás decir. Bien, ahí va. Creo que es todo lo bueno que imaginas; por lo menos, es el mejor ejemplo de intelectual que he conocido. Pero tiene una vergüenza oculta.
»¡No, no! —se apresuró a agregar—. Nada deshonesto ni vulgar. Lo que quiero decir es que me parece alguien que ha llegado al fondo de las cosas y le asustó tanto lo que veía, que se ha convencido de no haber visto nada. Quizá no sea ése el modo más claro de expresarlo. A ver así: Un hombre que ha hallado el camino para el templo oculto, pero que no lo ha recorrido, que incluso pudo ver los contornos del templo, pero que, luego, se convenció a sí mismo de que no era más que un espejismo. Y aun de otra manera: Alguien que pudo haber hecho cosas, pero que no concedió valor a hacerlas y que, de continuo, en lo más íntimo, lamenta no haberlas hecho, que, en secreto, se burló de la recompensa de hacer cosas y, más en secreto aún, ansió las recompensas y la satisfacción de haberlas hecho.
—No lo creo yo así —repuso Ruth—. Y, además, no sé lo que quieres decir.
—Es sólo una impresión mía —contemporizó Martin —. No tengo motivos para pensar de este modo. Ya he dicho que no pasa de una impresión mía y que, probablemente, está equivocada. Tú debes saberlo mejor que yo.
Aquella tarde en casa de Ruth, Martin se vio abrumado por una extraña confusión y sentimientos contradictorios. Estaba desilusionado de su objetivo, de las personas a las que había ascendido a tratar. Pero, por otra parte, le animaba su triunfo. La escalada había resultado mucho más sencilla de lo que imaginara. Él era superior a la escalada y (no se lo ocultaba a sí mismo a impulsos de una falsa modestia) superior, también, a la gente con la que había llegado a tratarse, ex-cepto, naturalmente, el profesor Caldwell. Sabía más que todos ellos acerca de los libros y de la vida y se preguntaba en qué escondrijos habrían ocultado sus estudios. Ignoraba que poseyera un musitado vigor mental y, asimismo, que las personas que llegaban hasta lo profundo y tenían ideas definitivas, no se encontraban nunca en los salones de los Morse de este mundo. Tampoco so-ñaba que tales personas eran como águilas solitarias, que volaban solas a través del cielo azul, muy por encima de la Tierra y de su vida gregaria.
CAPÍTULO XXVIII
El éxito había olvidado la dirección de Martin y sus mensajeros ya no acudían a su puerta. Durante veinticinco días, domingos y festivos incluidos, trabajó en La vergüenza del sol, un artículo muy largo, de unas treinta mil palabras. Era un ataque certero al misticismo de la escuela de Mae-terlinck, dirigido, desde el campo de la ciencia positiva, contra los fabricantes de sueños, pero manteniendo que la belleza es compatible con la realidad. Poco después, insistió en esos mismos puntos de vista en unos artículos más cortos, titulados Los soñadores de maravillas y La medida del ego. Y con sus artículos, tanto largos como cortos, comenzó a pagar las tarifas de viaje de revista en revista.
Durante los veinticinco días que invirtió en La vergüenza del sol, vendió trabajo de batalla por valor de seis dólares, cincuenta centavos. Un chiste le reportó cincuenta centavos y otro, vendido a una importante publicación humorística, un dólar. Luego, dos poemas festivos significaron dos y tres dólares respectivamente. Por tanto, al haber agotado su crédito con los tenderos (aunque el de la verdulería se lo amplió a cinco dólares), Martin volvió a la casa de empeños con el traje y la bicicleta. Los de la máquina de escribir protestaban nuevamente por la falta de pago, recordando que los meses se abonaban por adelantado.
Animado por las distintas ventas, Martin se ocupó otra vez del trabajo de batalla. Quizá, pese a todo, se pudiera vivir de él. Bajo su mesa, había veinte relatos breves, rechazados por la agencia que abastecía a los periódicos. Los volvió a leer, para averiguar cómo no debían escribirse, y así dio con la fórmula perfecta. Descubrió que los relatos para la Prensa no debían ser trágicos, debían tener un final feliz y no había que darles belleza de lenguaje, profundidad de ideas ni sentimientos delicados. Éstos debían figurar, desde luego, pero de la clase que, en su primera juventud, le hicieron aplaudir desde la general de los teatros, los sentimientos al estilo de Por Dios, mi patria y el zar y Soy pobre pero honrado.
Al llegar a esas conclusiones, Martin consultó el relato titulado La duquesa y puso la fórmula en práctica. Esta fórmula consistía en tres partes: 1.a Unos enamorados deben separarse; 2.a, un acontecimiento fortuito les reúne; 3.a, suenan las campanas de boda. La última era invariable pero las otras dos permitían toda clase de cambios e innovaciones. Así, los enamorados podían separarse por algún malentendido, por un capricho de la suerte, por un rival celoso, por unos airados padres, por tutores ambiciosos, por parientes intri-gantes, es decir, hasta el infinito. Podían reunirse por algún acto heroico del enamorado, por un hecho similar de la enamorada, por cambio de sentimientos en uno de los dos, por la forzada confesión del tutor ambicioso, del pariente intrigante o del celoso rival, por la confesión voluntaria de los mismos, por descubrirse un increíble secreto, por los sacrificios del enamorado y etcétera, también hasta el infinito. Resultaba atractivo que la muchacha se declarase al reunirse y, poco a poco, Martin fue descubriendo otros trucos igualmente atractivos e ingeniosos. Pero las campanas de boda del final eran lo único con lo que no podía tomarse libertades. Aunque el cielo se rasgara y las estrellas se desplomaran, las campanas de boda debían sonar. Acerca de la cantidad, la fórmula prescribía una dosis mínima de mil doscientas palabras y de mil quinientas, como máximo.
Antes de lanzarse a fondo con estos relatos, Martin esbozó una docena de fórmulas, que siempre consultaba al ir a comenzar. Tales fórmulas eran como las tablas que emplean los matemáticos y que pueden usarse desde cualquier lado y de las que se extraen miles de conclusiones, sin necesidad de cálculo, todas ellas exactas y ajustadas. Así, en media hora y con ayuda de las fórmulas, Martin podía planear alrededor de una docena de relatos, que luego desarrollaba a su gusto. Comprobó que resultaba fácil escribir uno, tras toda una jornada de trabajo serio, en la hora que precedía al acostarse. Según más adelante le confesó a Ruth, las podía escribir incluso durmiendo. Lo complicado era idearlas y eso constituía una faena mecánica.
No tenía dudas acerca de la eficacia de dichas fórmulas y, por una vez, conocía el gusto de los periódicos, por lo que estaba seguro de que las dos primeras iban a proporcionarle sendos cheques. Y así fue, a cuatro dólares cada una, al cabo de doce días.
Mientras, estaba realizando nuevos y alarmantes descubrimientos acerca de las publicaciones. Pese a que el Transcontinental había publicado El tañido de las campanas, no le enviaron cheque alguno. A Martin le hacía falta y escribió reclamándolo. Recibió una excusa y la demanda de más trabajo. Eden pasó dos días sin comer, en espera de la contestación, y tuvo que empeñar la bicicleta. Escribía a la revista regularmente dos veces por semana, reclamando sus cinco dólares, aunque sólo en muy raras ocasiones recibía una respuesta. Martin ignoraba que el Transcontinental se estaba tambaleando desde hacía años, de que era de cuarta o, incluso, de décima categoría, sin ningún prestigio, con un tiraje absurdo, que se mantenía gracias a las presiones y a las llamadas patrióticas y con unos anuncios que eran poco más que caridad. Tampoco sabía Martin que el Transcontinental constituía el único medio de vida del director y del administrador y que sólo lo lograban evitando pagar el alquiler del local y cuantas facturas les era posible. Así mismo, no podía suponer que los cinco dólares que le pertenecían se los quedó el administrador para pintar su casa de Alameda. Él en persona se encargaba de hacerlo los fines de semana por la tarde, ya que no llegaba a los precios impuestos por el sindicato y porque al primer esquirol que contrató le quitaron la escalera mientras trabajaba y tuvieron que llevarle al hospital con el cuello roto.
Los diez dólares por los que Martin había vendido el artículo sobre la búsqueda del tesoro a un periódico de Chicago no llegaron nunca. Su trabajo se había publicado, según comprobó en la biblioteca pública, pero no consiguió ponerse en contacto con la empresa. Simplemente, ignoraron sus cartas. Incluso las certificó, para asegurarse de que las recibían. Se decía que aquello era un robo, un robo en frío y premeditado. Mientras* pasaba hambre, le escamoteaban su mercancía, que era el único modo de ganarse el pan.
Youth and Age era un semanario y había publicado dos tercios de su serial, cuando quebró. Con eso, desaparecieron todas sus esperanzas de conseguir los dieciséis dólares.
Para agravar la situación, perdió El recipiente, que consideraba como su mejor obra. Desesperado, en busca de nuevas revistas, lo mandó a The Billow, un semanario elegante de San Francisco. El principal motivo de habérselo enviado fue que sólo tenía que cruzar la bahía desde Oak-land para ponerse en contacto con ellos. Dos semanas después, recibió una gran alegría al ver, en el número a la venta, su relato, ilustrado y en el lugar de honor. Volvió a casa con el pulso más vivo, preguntándose cuánto le pagarían por su mejor trabajo. También le satisfacía la rapidez con la que lo aceptaron y publicaron. La sorpresa era más completa por el hecho de que el director no le hubiese advertido. Tras esperar dos semanas y media, escribió a The Billow, sugiriendo que quizá, por algún error de administración, no había atendido sus honorarios.
«Aunque sólo sean cinco dólares —se decía Martin— me permitirán comprar suficientes alubias y puré de guisantes para escribir otras iguales y quizá tan buenas.»
Recibió una fría carta del director que, por lo menos, despertó la admiración de Eden.
«Le agradecemos —decía— su excelente colaboración. Nos gustó mucho a todos y, como ha podido ver, se le concedió el lugar de honor y una publicación inmediata. Confiamos en que le agradaron las ilustraciones.
»A1 leer su carta, nos pareció que estaba usted bajo el error de que pagamos las colaboraciones no solicitadas. No es ésa nuestra costumbre, y la suya, desde luego, no fue solicitada. Al recibir el relato, supusimos que estaba usted al corriente de la situación. Sólo podemos lamentar este ma-lentendido y hacerle patente nuestro respeto. Agradeciéndole nuevamente su colaboración y en la confianza de recibir otras suyas, quedamos, etcétera.»
Había una posdata diciéndole que, aunque The Billow no regalaba números, se complacían en enviarle una suscripción gratuita para el año próximo.
Después de esa experiencia, Martin escribía en la primera página de todos sus originales «A sus tarifas de costumbre».
«Algún día —se consolaba— lo harán a mis tarifas.»
Se le despertó en esa época una pasión perfeccionista, al influjo de la cual rehízo La calle de los codazos, El vino de la vida, Júbilo, Lírica marinera y otros de sus primeros escritos. Como antaño, diecinueve horas diarias de trabajo le resultaban cortas. Escribió prodigiosamente y leyó prodigiosamente, olvidando con el esfuerzo la angustia de haber renunciado al tabaco. El brebaje contra el vicio de fumar, según rezaba en el frasco que Ruth le regalara, quedó olvidado en un rincón del cuarto. Durante los momentos en que el hambre era más aguda, más sufría por la falta de cigarrillos y, por mucho que la dominase, el ansia continuaba. Martin lo consideraba como su mayor triunfo. El punto de vista de Ruth es que hacía lo debido. Le compró el brebaje antitabaco, adquirido con sus ahorros, y en pocos días lo olvidó.
Sus relatos breves, aunque los odiaba y se burlaba de ellos, resultaron un éxito. Gracias a ellos, pudo pagar casi todas sus deudas, desempeñar sus propiedades y ponerle neumáticos nuevos a la bicicleta. Estos relatos breves le permitían subsistir, dándole tiempo para trabajos de mayor envergadura. Pero lo que sostenía su ánimo eran los cuarenta dólares que recibió del White Mouse. Aferró a ellos su esperanza, confiando en que todas las publicaciones de primera clase pagarían, por lo menos, lo mismo a un autor desconocido. Lo difícil era introducirse en las publicaciones de primera clase. Sus mejores relatos, artículos y poemas resultaban rechazados de continuo y, sin embargo, cada mes leía en ellos cosas de muy escasa calidad. «Si un solo director —se decía a veces— descendiera de su alto sitial para escribirme una línea, una triste línea... No importa que mi trabajo sea desacostumbrado, no importa que no les convenga, debe haber algo en él que merezca apreciarlo.» Y, luego, leía nuevamente alguno de sus escritos, como Aventura, por ejemplo, en un vano intento de vengarse del silencio de la Prensa.
Conforme se aproximaba la suave primavera californiana, concluyó la etapa de prosperidad de Martin Eden. Durante varias semanas estuvo preocupado por el silencio de la agencia a la que vendía sus relatos breves. De súbito, un día, el correo le devolvió diez de ellos. Los acompañaba una carta indicando que la agencia estaba sobrecargada de originales y que deberían pasar varios meses antes de poder aceptar otros. Martin se había mostrado algo extravagante fiando en esas narraciones. La agencia llegaba a pagarle cinco dólares por cada una y le aceptaba cuantas enviara. Por tanto, consideró aquellas diez como vendidas, viviendo igual que si tuviese los cin-cuenta dólares en el Banco. De este modo, entró en un período de estrechez, durante el que vendió sus primeras producciones a revistas que no pagaban y entregando las más recientes a periódicos que no las compraban. Asimismo, reanudó sus visitas al prestamista de Oakland. Unos cuantos chistes y versos festivos, que le compraron en Nueva York, le permitieron subsistir. Fue en esta época cuando escribió cartas a los grandes semanarios y revistas, respondiéndole todos que raramente tenían en cuenta los artículos que no encargaban y que casi todo lo que se publicaba se debía a especialistas, verdaderas autoridades en sus diversos campos.
CAPÍTULO XXIX
El verano fue muy duro para Martin. El personal de las redacciones estaba de vacaciones y las revistas que solían tardar unas tres semanas en devolverle los originales, invertían ahora tres meses. Eden se consolaba al pensar que esto significaba un ahorro en sellos de correos. Tan sólo las publicaciones pirata semejaban continuar en la brecha y Martin les cedió todos sus primeros trabajos, como los artículos sobre los pescadores de perlas, acerca de la profesión de marino, de los cazadores de tortugas y de los alisios. Por todos ellos no obtuvo ni un penique. Cierto que, al cabo de seis meses de correspondencia, llegaron a un compromiso. Recibió una maquinilla de afeitar por los cazadores de tortugas y el Acrópolis, que se había comprometido a pagarle cinco dólares y una suscripción para cinco años por el artículo sobre los alisios, sólo cumplió la segunda parte del pacto.
Por un soneto sobre Stevenson, Eden logró arrancarle dos dólares a una revista de Boston, de gustos a lo Matthew Arnold y escasa bolsa. El hada y la perla, un poema de unos doscientos versos, recién concluido, aún caliente, lo pudo vender al director de una revista de San Francisco, patrocinada por la compañía de ferrocarriles. Cuando le escribieron ofreciéndole pagarle en transportes, Martin indagó si eso era transferíble.
Al no serlo y, por tanto, no resultar venal, pidió que le devolviesen el poema. Llegó, con los lamentos del director, enviándolo Martin nuevamente a San Francisco, esta vez a The Hornet, una pretenciosa revista mensual, a la que lanzó a primera magnitud el prestigioso periodista que la fundara. Pero el esplendor de The Hornet había comenzado a apagarse mucho antes de que Martín naciese. El director le prometió a Martin quince dólares por el poema, pero, una vez publicado, pareció olvidarlo. Al ver que ignoraban sus cartas, Martin les escribió una bastante fuerte, que consiguió respuesta. La contestó el nuevo director, que informó a Martin que se negaba a hacerse responsable de los errores de su predecesor y, además,, le gustaba muy poco El hada y la perla.
Pero el mayor disgusto se lo dio a Eden The Globe, una revista de Chicago. Eden se resistió a dar a publicar su Lírica marina, hasta verse obligado por el hambre. Tras rechazarlo una docena de revistas, fue a parar a la redacción de The Globe. Consistía en treinta poemas y debía recibir un dólar por cada uno. Al primer mes se publicaron cuatro y le enviaron el cheque consabido. Pero al leer la revista, Martin quedó horrorizado ante la degollina efectuada. En algunos casos, habían alterado los títulos. Finís, por ejemplo, se llamaba El final y La canción del arrecife exterior, La canción del arrecife de coral. En ocasiones, le habían puesto un título totalmente distinto y muy poco apropiado. Cambiaron La luz de la medusa por El camino de regreso. Pero la degollina en el texto de los poemas era mucho peor. Martin gemía, gruñía y se mesaba los cabellos. Frases, versos y hasta estrofas enteras estaban mal puestas, de un modo incomprensible. Incluso otras sustituían a las suyas. No podía creer que de esto fuese culpable un director en su sano juicio y su hipótesis favorita era que de los poemas se había encargado el botones o la mecanógrafa. Martin escribió en seguida, diciéndole al director que dejaran de publicarlo y le devolvieran los poemas. Volvió a escribir una y otra vez, rogando, exigiendo y amenazando, pero no le hicieron caso. Mes tras mes, continuó la degollina, hasta que aparecieron los treinta poemas y mes tras mes fue recibiendo el cheque por lo que se incluía en el número en curso.
Pese a todas estas desventuras, el cheque de The White Mouse le sostenía, aunque debía dedicarse más y más al trabajo de batalla. Descubrió un buen modo de ganarse el sustento con las revistas de agricultura y de otras especiali-zaciones y comprobando que, con las religiosas, resultaba fácil morirse de hambre. En uno de los peores momentos, cuando tenía el traje bueno empeñado, acertó un pleno, según creía, en un concurso organizado por el Comité Republicano del Condado. Había tres premios y él concurrió a todos, riendo con amargura de las cosas que se veía obligado a hacer para sostenerse. Su poema ganó el primero, de diez dólares, su himno a la campaña electora el segundo, de cinco, y su artículo sobre los principios del Partido Republicano el de veinticinco, lo que le satisfizo mucho hasta que intentó cobrar. Algo funcionaba mal en el Comité del Condado y, pese a que en él figuraban un prominente banquero y un senador, el dinero no aparecía. Mientras debatían esto, Martin demostró conocer los principios del Partido Demócrata ganando el primer premio de artículos en un concurso similar. Y, además, cobró los veinticinco dólares señalados. Pero los cuarenta del otro concurso no llegaron jamás.
Obligado a trasladarse para ver a Ruth y con-prendiendo que el paseo a pie desde Oakland del Norte hasta su casa, ida y vuelta, le robaba mucho tiempo, dejó el traje oscuro empeñado en lugar de la bicicleta. Con ésta podía hacer ejercicio, ahorraba tiempo y le permitía ver a la muchacha. Unos pantalones con medias y un jersey constituían un presentable atavío de deportista, con lo que podía ir a pasear con Ruth. Además, apenas la veía en su casa, donde Mrs. Morse pro-seguía a conciencia su campaña de diversiones, La gente distinguida que allí conociera, y a la que respetaba tanto hacía muy poco, le aburría aho-ra enormemente. Ya no le parecían distinguidos. Martin estaba nervioso e irritable, a causa de las muchas dificultades, desengaños y esfuerzos, y la conversación de aquella gente le resultaba enloquecedora. En su actitud, había cierto egotismo, Medía la capacidad de los cerebros por aquellos que escribieron los libros que leía. En casa de Ruth, nunca encontró a una mente en verdad amplia, excepto al profesor Caldwell, al que sólo viera una vez. Los demás, eran todos vacíos, de inteligencia estrecha, superficiales, dogmáticos e ignorantes. Esto último era lo que más sorprendía a Eden. ¿Qué les ocurría? ¿Qué hicieron de sus estudios? ¿Cómo no habían sacado nada de ellos? Le constaba que existían las grandes mentes, los pensadores profundos. Tenía la prueba en los libros, en esos libros que le educaron por encima del nivel de los Morse. Y, también, sabía que un intelecto superior al del círculo de los Morse podía encontrarse en otras partes. En las novelas inglesas que había leído, y que se desarrollaban en el seno de la alta sociedad, encontró descripciones de hombres y mujeres que hablaban y discutían de política y de filosofía. Y también había leído acerca de las reuniones en ciudades importantes, allí mismo, en los Estados Unidos, a las que asistían artistas e intelectuales. Con toda inocencia imaginaba, en el pasado, que cualquier persona bien acomodada, superior a la clase obrera, tenía inteligencia y sensibilidad. A su juicio, la cultura y el cuello duro iban emparejados y llegó a creer que el haber asistido a la Universidad y dominar muchas cosas eran lo mismo.
Bien, se iría abriendo paso hacia arriba. Y se iba a llevar a Ruth. La amaba tiernamente y estaba seguro de que la muchacha destacaría en todas partes. Así como Martin se daba cuenta de que le había mal condicionado su medio ambiente, comprendía, ahora, que lo mismo le ocurría a Ruth. No le dieron ocasión de desarrollarse. Los libros de su padre, los cuadros de las paredes, las partituras del piano, no eran más que simples oropeles. Los Morse y sus iguales estaban muertos para la verdadera literatura, la verdadera pintura y la verdadera música. Y aún más importante que todo esto era la propia vida, de la que parecían ignorarlo todo. Pese a su actitud y a su pretensión de ser comprensivos, estaban dos generaciones atrás con respecto a la ciencia interpretativa. Sus procesos mentales eran todavía del medievo, mientras que sus ideas acerca de los últimos descubrimientos de la existencia y del Universo resultaban similares al método me-tafísico que fue nuevo con las primeras razas y resultaba tan antiguo como el hombre de las cavernas. Era el mismo que hizo que los humanoi-des del Pleistoceno temiesen la oscuridad, que unos hebreos salvajes identificasen a Eva con la costilla de Adán, que impulsó a Descartes a construir una teoría universal basada en su insignificante ego y que hizo que aquel famoso clérigo inglés criticase el evolucionismo con tal sátira que le valió un aplauso inmediato y situarse en las páginas de la Historia.
Todo esto pensaba Martin, hasta que comprendió que entre los abogados, soldados, hombres de negocios y cajeros de Banco que conociera y los miembros de la cíase trabajadora entre los que se crió, que eran por completo iguales, no existía otra diferencia que lo que comían, las ropas que vestían y los barrios que habitaban. A todos ellos les faltaba algo, que Martin halló en sí mismo y en los libros que había leído. Los Morse le mostraron lo mejor de cuanto podia producir su clase social y a Eden no le deslumhraron. Pese a ser casi un mendigo y un esclavo del prestamista, Martin se sabía muy superior a todos los que conociera en aquella casa. Cuando no estaba empeñada su ropa buena, se movía entre esa gente como el señor de la vida, dominado por una sensación de furia, muy semejante a la de un príncipe obligado a convivir con rebaños de cabras.
—Odia y teme usted a los socialistas —le dijo a Mr. Morse cierta vez, mientras cenaban—. ¿Por qué? No los conoce, como tampoco sus doc-trinas.
La conversación había tomado ese camino a causa de que Mrs. Morse estuvo contando, con gran parcialidad, las alabanzas de Mr. Hapgood. Éste era la bestia negra de Martin y se irritaba en seguida en cuanto se hacía referencia al hombre de las frases hechas.
—Sí —repuso—. Charlie Hapgood es lo que se llama un joven que promete. Alguien me lo dijo hace poco. Y es cierto. Acabará de gobernador y, ¿quién sabe?, quizás incluso llegue al senado.
—¿En qué se funda? —indagó Mrs. Morse.
—Le oí en un discurso electoral. Era tan inteligentemente estúpido y poco original, pero tan convincente, que los líderes del partido no pueden por menos que considerarle seguro y sin riesgos, mientras que los lugares comunes que maneja se parecen tanto a los del elector medio que... Bueno, ya saben que se halaga a cualquiera ordenándole sus pensamientos y presentándoselos de forma clara.
—Se diría que estás celoso de Mr. Hapgood —sugirió Ruth.
—¡Dios no lo permita!
La expresión de horror de Martin incitó a Mrs. Morse al ataque.
—¿No querrá decirme que Mr. Hapgood es estúpido? —indagó fríamente.
—No mucho más que el republicano medio —fue la respuesta— o el demócrata medio. Todos son estúpidos cuando no astutos, y de éstos hay muy pocos. Los únicos republicanos listos son los millonarios y sus auxiliares. Saben lo que les conviene y por qué.
—Yo soy republicano —recordó Mr. Morse con ligereza—. ¿Dónde me clasifica?
—Usted es un auxiliar consciente.
—¡Auxiliar!
—Sí. Trabaja usted para las empresas. No pertenece a la clase obrera ni, tampoco, tiene experiencia criminal. Sus beneficios no dependen de quienes apalean a sus esposas o roban carteras. Sus ingresos provienen de los amos de la sociedad, y el que nos proporciona nuestros ingresos se convierte en nuestro amo. Su interés consiste en aumentar la potencialidad del capi-talismo al que sirve.
El rostro de Mr. Morse estaba al rojo.
—Joven, habla usted como un pervertido socialista —dijo.
Fue entonces cuando Martin comentó:
—Teme y odia a los socialistas. ¿Por qué? No los conoce, como tampoco sus doctrinas.
—Sus opiniones suenan a socialistas —repuso Mr. Morse, al tiempo que Ruth miraba con inquietud a uno y a otro y Mrs. Morse sonreía satisfecha ante aquella oportunidad de provocar la indignación de su esposo.
—Por el hecho de sostener que los republicanos son estúpidos y que libertad, igualdad y fraternidad son meras pompas de jabón, no soy, forzosamente, socialista —advirtió Martin sonriendo—. Por el hecho de poner en duda a Jef-ferson y a los poco científicos franceses que le formaron, no tengo, forzosamente, que ser socialista. Créame, Mr. Morse, usted está mucho más cerca del socialismo que yo, que soy su enemigo declarado.
—'Ahora pretende hacerse el gracioso —fue todo lo que el otro pudo responder.
—En absoluto. Hablo muy seriamente. Usted sigue creyendo en la igualdad, pero trabaja para las grandes empresas, que se esfuerzan de continuo en enterrarla. Me califica usted de socialista simplemente porque niego la igualdad, porque afirmo aquello que usted lleva a la práctica. Los republicanos son enemigos de la igualdad, aunque la mayoría la combatan usándola como lema. En nombre de la libertad, matan la libertad. Por eso les llamo estúpidos. En cuanto a mí, soy individualista. Creo que la carrera corresponde al más rápido, la batalla al más fuerte. Ésa es la lección que he aprendido de la biología o, por lo menos, la que creo haber aprendido. Como ya he dicho, soy individualista y los individualistas somos los enemigos ancestrales del socialismo.
—Pero frecuenta usted sus mítines —le reprochó Mr. Morse.
—Cierto, igual que los espías frecuentan el campo enemigo. De otro modo, ¿cómo iba a conocerlo? Además, me divierto en sus mítines. Son auténticos luchadores y, bien o mal, han leído mucho. Cualquiera de ellos sabe más de sociología y de otras cosas que el capitán de industria medio. Sí, he asistido a una media docena de mítines socialistas, pero eso no me hace socialista, del mismo modo que escuchar un discurso de Charlie Hapgood no me hace republicano.
—No puedo evitarlo —comentó Mr. Morse débilmente—, pero sigo creyendo que se inclina usted por ellos.
«¡Dios mío! —se dijo Martin—, no tiene ni idea de lo que le estaba diciendo. No ha entendido ni una sola palabra. ¿Para qué le han servido sus estudios?»
De este modo, Martin tuvo que enfrentarse a la moralidad económica o a la moralidad de clase, que no tardó en convertirse en un horripilante monstruo. Martin era un moralista intelectual y le ofendía, mucho más que los que se expresaban por medio de lugares comunes, esa extraña combinación de economía, metafísica, sentimiento y mimetismo.
Una de esas extrañas mezclas la encontró en su familia. Su hermana Marian salía, desde hacía tiempo, con un joven e industrioso mecánico de origen alemán, que, tras aprender el oficio a conciencia, había instalado su propio taller de reparación de bicicletas. Prosperó en seguida, pues, además, representaba a un fabricante de poca monta. Marian fue a visitar a Martin a su cuarto, para anunciarle su compromiso, en cuya visita, para distraerse, le leyó las rayas de la mano. En su siguiente visita, hizo que la acompañase Hermann von Schmidt. Martin les hizo los honores y les felicitó, con un lenguaje tan sencillo y agradable, que no pudo por menos que alterar la mentalidad campesina del novio de su hermana. Esta mala impresión aumentó, al leerles Martin unas estrofas del poema que compuso para conmemorar la anterior visita de Marian. Eran unos versos elegantes y delicados, que tituló La quiromántica. Quedó sorprendido, al concluir la lectura, de que el semblante de su hermana no se hubiese alegrado. En vez de ello, no dejaba de contemplar a su prometido. Martin, siguiendo su mirada, descubrió en las facciones asimétricas del digno mecánico nada más que puntillo y desaprobación. Luego, la pareja se fue y Martin olvidó el incidente, aunque de momento sintió cierta extra-fieza de que a una mujer, aunque perteneciese a la clase trabajadora, no la halagase que le escribieran versos.
Varios días después, Marian le visitó a solas. No perdió tiempo en censurarle, dolorida por lo que había hecho.
—Pero Marian —se burló Eden—, hablas como si te avergonzases de tu familia o, por lo menos, de tu hermano.
—Lo estoy —confesó ella.
Martin quedó sorprendido ante las lágrimas de humillación que llenaban los ojos de la muchacha. Sus motivos, fuesen cuales fuesen, eran sinceros.
—Pero, Marian, ¿por qué ha de sentirse Hermana celoso de que le escriba versos a mi propia hermana?
—No está celoso —sollozó la muchacha—. Dice que es indecente y obs... obsceno.
Martin emitió un largo silbido de incredulidad y, luego, tomó una copia de La quiromántica.
—Yo no lo veo —aseguró tendiéndole a ella la cuartilla—. Léelo tú misma y señálame lo que encuentres obsceno; ésa fue la palabra, ¿no?
—Pues cuando él lo dice, por algo será —re-puso Marian, mientras apartaba la cuartilla con la mano y la miraba con odio—. Me ha encargado pedirte que lo rompas. Que no quiere que se digan esas cosas de su futura mujer, que, además, las puede leer todo el mundo. Asegura que es vergonzoso y que no lo aguanta.
—Mira, Marian, eso son tonterías —comenzó a decir Martin, pero, de súbito, cambió de idea.
No vio más que a una muchacha desgraciada y comprendió la futilidad de intentar convencerla, o a su novio, por lo que, pese a lo absurdo de la situación, decidió rendirse.
—Está bien —declaró mientras rasgaba la cuartilla en media docena de pedazos, que arrojó a la papelera.
Se consoló al pensar que, en aquellos momentos, el original estaba en la redacción de una revista neoyorquina. Ni Marian ni su marido iban a saberlo nunca y nadie resultaría perjudicado si algún día se publicaba el inofensivo poema.
Marian, que tendía la mano a la papelera, se contuvo.
—¿Puedo? —rogó.
Martin asintió, contemplándola mientras recogía los pedazos de papel, para guardárselos en el bolsillo de la chaqueta, prueba indudable del éxito de su comisión. A Martin, su hermana le recordaba a Lizzie Connolly, aunque tenía menos fuego y menos vida que la otra muchacha de la clase obrera, a la que sólo había visto en dos ocasiones. Pero ambas eran muy semejantes, en pose y atavío, y sonrió, divertido, al imaginárselas a las dos en el salón de Mr. Morse. Pero, en seguida, sintió una gran soledad. Tanto su her-mana como el salón de los Morse estaban muy lejos del camino por él emprendido. A todos les había dejado atrás. Contempló con afecto sus pocos libros.
Éstos eran los únicos amigos que aún le quedaban.
—¿Qué? ¿Cómo dices? —indagó sobresaltado.
Marian repitió la pregunta.
—¿Que por qué no voy a trabajar? —Martin estalló en una carcajada algo amarga—. Te ha hablado Hermann.
Ella negó con la cabeza.
—No mientas —le advirtió su hermano y, al fin, Marian asintió—. Bien, pues dile a tu Hermann que se ocupe de sus asuntos. Que pueden ser sus asuntos que no escriba poesía acerca de su novia, pero que, fuera de eso, no tiene voz ni voto. ¿Comprendido? —Luego, continuó—: ¿Así que no crees que vaya a triunfar como escritor? ¿Que no sirvo? ¿Que me he hundido y soy una vergüenza para la familia?
—Creo que sería preferible que te buscaras un empleo —repuso Marian con firmeza, y Martin comprendió que lo decía de corazón—. Her-mann opina...
— ¡Al diablo Hermann! —exclamó Eden de buen humor—. Lo que yo quiero saber es cuándo os casáis. Además, pregúntale a tu Hermann si va a permitirte aceptar un regalo mío.
Una vez su hermana se hubo marchado, Martin estuvo meditando acerca del incidente y una o dos veces estalló en una amarga risa al ver que Marian y su prometido, todos los miembros de su clase y todos los miembros de la clase de Ruth dirigían sus vidas mezquinas por fórmulas mezquinas. Se trataba de criaturas endurecidas, de sentido gregario, que acomodaban su existencia a la opinión de los demás, dejando de ser individualidades y sin gozar de la existencia a causa de las normas infantiles que les esclavizaban. Martin los fue convocando en una procesión fantasmal, Bernard Higginbotham del brazo de Mr. Butler, Hermann von Schmidt hombro con hombro con Charlie Hapgood y uno por uno y por pares los juzgó, despidiéndolos. Los medía por los niveles intelectuales y morales que había aprendido en los libros. En vano se preguntó dónde estarían los grandes espíritus, los grandes seres. No los encontró entre las romas y burdas inteligencias que respondieron a su llamada en aquel cuartucho. Sintió por todos ellos idéntico desprecio al que Circe debió experimentar por los cerdos. Una vez los hubo despedido a todos y Martin se creía solo, apareció uno, algo retrasado, al que nadie llamara. Eden le contempló, examinando el sombrero de alas anchas y rígidas, la chaqueta cruzada y el aire inconfundible del matón juvenil que él mismo fue en otra época. —Eras igual que ellos, jovencito —se burló Martin—. Tus juicios y tu moralidad eran iguales a los suyos. No pensabas ni actuabas por ti mismo. Tus opiniones, igual que tus ropas, eran de confección; tus actos estaban moldeados por la aprobación general. Fuiste el gallito de la banda porque otros te consideraban así. Peleabas y gobernabas la banda, no porque te gustase, ya que sabes muy bien que lo odiabas, sino porque los otros te daban palmadas en el hombro. Venciste a Cheese-Face porque no querías rendirte, y no querías rendirte, en parte, porque eras un bruto abismal, pero, sobre todo, porque creías lo mismo que creían cuantos te rodeaban: que la hombría se mide por la ferocidad salvaje con la que hieres o dejas mal parado a un semejante. ¡Presumido!
Incluso les quitaste chicas a otros tipos no porque te gustaran, sino porque en el ánimo de quienes te rodeaban se hallaba el instinto del garañón. Bien, han pasado los años. ¿Qué piensas ahora?
A modo de respuesta, la visión sufrió una rápida metamorfosis. El sombrero y la chaqueta cruzada fueron sustituidos por ropas menos llamativas, la dureza desapareció del rostro, que se hizo más sereno y refinado, como si de su interior irradiase el contacto con el saber y la belleza. La aparición era semejante a él mismo en aquellos momentos y, al contemplarla, advirtió una lámpara que la iluminaba y el libro que estaba leyendo. Examinó el título: La ciencia de la estética. Luego, volvió a contemplar la aparición, encendió la luz y se puso a leer La ciencia de la estética.
CAPITULO XXX
En un hermoso día de otoño, muy semejante al que, en el año anterior, vio nacer su compromiso, Martin le leyó a Ruth el Ciclo de amor. Era por la tarde e, igual que antes, habían ido en bicicleta hasta su lugar favorito. Ella le estuvo interrumpiendo con exclamaciones de admiración y, al terminar la lectura, Eden esperó su juicio, mientras colocaba la última cuartilla con sus compañeras.
Ruth tardó en hablar y, al fin, lo hizo un poco entrecortada, dudando en cómo expresar sus pensamientos.
—Los encuentro preciosos, hermosos de veras. Pero no los puedes vender, ¿no es cierto? Comprende lo que pretendo decirte —continuó, casi suplicando—. Tus escritos no son prácticos. Hay algo que no encaja, quizá sea el mercado, que te impide ganarte la vida con ellos. Y no me interpretes mal, cariño. Me siento halagada y orgu-llosa, no sería mujer de no sentirlo así, de que me hayas escrito esos poemas. Pero no nos facilitan la boda. ¿No lo comprendes, Martin? No me juzgues mercenaria. Es el amor, el pensar en tu futuro, lo que me preocupa. Ha pasado todo un año desde que nos declaramos nuestro cariño y nuestra boda sigue tan lejana como entonces. No me juzgues inmodesta por hablar del matrimonio, ya que he puesto mi corazón, todo cuanto soy, en esto. ¿Por qué no intentas ingresar en un periódico, si tanto deseas escribir? ¿No podrías convertirte en redactor, de momento por lo menos?
—Me estropearía el estilo —repuso Eden con voz monótona y aburrida—. No tienes idea de cuánto luché por conseguir mi estilo.
—Pero ese trabajo de batalla, del que has escrito tanto, ¿no te estropea el estilo?
—No es lo mismo. Ese trabajo de batalla se hacía, especialmente los relatos, al final de toda una jornada dedicada al estilo. El trabajo de un periodista es de batalla desde la mañana a la noche, es lo único que hace. Y, además, es una vida de torbellino, en que sólo cuenta el momento presente, sin pasado ni futuro y, desde luego, sin pensar en estilo alguno, más que el periodístico, que nada tiene que ver con la Literatura. Hacerme repórter, ahora que mi estilo comienza a cristalizar, equivaldría a un suicidio literario. Así y todo, cada palabra de cada una de aquellas narraciones constituían una violación de mí mismo, de mi dignidad, de mi respeto por la belleza. Te aseguro que me ponía enfermo. Estaba pecando. Y, en el fondo, me alegré cuando se acabó el mercado, aunque tuviese que empeñar mis ropas. En cambio, ¡la satisfacción de escribir Ciclo de Amor! ¡No hay forma más noble que el goce de crear! Eso compensa de todo.
Martin ignoraba que Ruth sentía poca simpatía por el goce creativo. Ella también usaba aquella palabra y de ella la aprendió Martin. La muchacha había leído mucho acerca de eso, lo tuvo que estudiar en la Universidad para conseguir el título de bachiller en artes, pero no lo sentía, ya que carecía de fuerza creadora y, en ella, todas las manifestaciones de cultura eran sólo arpegios de los arpegios de otros.
—¿El director de aquella revista no estaría acertado al revisar tu Lírica marina? —indagó—. Recuerda que el director de una publicación debe tener ciertos méritos o no ocuparía ese puesto.
—Sigue siendo el entusiasmo por lo establecido —replicó Martin, dejándose vencer por su antipatía por los directores de periódico—. Lo que es, no sólo está bien, sino que, además, es lo mejor posible. El hecho de que algo exista es suficiente justificación de su existencia; de una existencia, tengo presente que, según lo concibe el hombre medio, no se limita a su presente condición, sino a todas las condiciones. La ignorancia, naturalmente, les hace creer tal tontería, una ignorancia que no es otra cosa que el proceso mental homicida descrito por Weininger. Creen que piensan y esas criaturas sin ideas son los árbitros de las vidas de los pocos que de veras razonan y piensan.
Se interrumpió, comprendiendo que Ruth no podía seguirle.
—No sé quién es Weininger —replicó la muchacha— y generalizas de tal modo que me confundes. De lo que yo hablaba era de las calificaciones de un director...
—Te las diré —la interrumpió Martin—. La principal del noventa y nueve por ciento de directores es el fracaso. Fracasaron como escritores. No creas que prefieren la monotonía de su mesa de despacho, y la esclavitud al tiraje y al gerente, al goce de escribir. Lo intentaron y fra-casaron. Y ahí reside la gran paradoja. En literatura, cada una de las puertas del éxito está guardada por esos perros de presa, que fracasaron como literatos. Los directores, los subdirectores, los redactores jefes y los asesores que leen los originales para las revistas y las editoriales, en su mayoría, por no decir todos, son gente que quiso escribir y que fracasó. Y, sin embargo, ellos, las peor preparadas de todas las criaturas que hay bajo el sol, son quienes deciden lo que debe o no debe imprimirse, ellos, que han demostrado no ser originales, que han demostrado carecer del fuego divino, establecen juicios sobra la originalidad y el genio. Luego, vienen los críticos, otros fracasados. No me digas que no soñaron el gran! sueño y que intentaron escribir poesía o novela, porque lo han intentado. las críticas resultan más nauseabundas que el aceite de hígado de bacalao. Pero ya sabes mi opinión acerca de los críticos. Existen grandes críticos, pero son tan raros como los cometas. Si fracaso coma escritor, habré demostrado tener condiciones para director de periódico. Allí, por lo menos, se gana para vivir bien.
La mente de Ruth era ágil, y su censura de los puntos de vista de su enamorado se vio sostenida por las contradicciones que creía encontrar.
—Pero, Martin, si es así, si todas las puertas están cerradas, tal como has demostrado de manera tan terminante, ¿cómo ha podido llegar ninguno de los grandes escritores?
—Llegaron realizando un imposible —respondió Eden—. Su obra fue tan extraordinaria que redujeron a cenizas a quienes se oponían. Llegaron porque se realizó un milagro, ganando una apuesta de mil a uno en contra suya. Llegaron porque eran los gigantes, cubiertos de cicatrices, de que nos habla Carlyle, y a quienes no se puede reducir. Y eso es lo que yo debo hacer: realizar un imposible.
—¿Y si fracasas? También a mí debes tenerme en cuenta, Martin.
—¿Si fracaso? —La miró como si aquello fuese imposible. Luego, una luz brilló en sus ojos—. Si fracaso, me haré director de un periódico y serás la esposa de un director.
Ruth frunció las cejas ante la broma, con un gesto tan encantador que obligó a Martin a abrazarla y besarla.
—Bueno, basta —exclamó la muchacha sobreponiéndose con un esfuerzo de la voluntad a la fascinación de su fuerza—. He estado hablando con mis padres. Nunca, hasta ahora, les había hecho frente. Exigí que me escucharan. Fui poco respetuosa. Sabes que están en contra tuya, pero insistí, una y otra vez, que te quería mucho y, al fin, mi padre se avino a que, si estás de acuerdo, puedes trabajar en seguida en su bufete. Él mismo ofreció pagarte lo suficiente para que nos casemos y tengamos una casita. Creo que se mostró muy generoso, ¿no te parece?
Martin, con la angustia oprimiéndole el corazón, buscó papel y tabaco, que ya no tenía, para liar un cigarrillo, y murmuró algo ininteligible. Ruth continuó:
—Con franqueza, y no pretendo ofenderte, pues lo digo para que sepas cómo están las cosas, no le gustan tus puntos de vista, tan extremistas, y te considera perezoso. Yo sé que no es cierto, que trabajas mucho.
Martin se dijo que no sabía exactamente cuánto trabajaba.
—Bueno, acerca de mis puntos de vista —dijo en voz alta—. ¿Los crees tan extremistas?
La miró con fijeza, esperando una respuesta.
—Los encuentro... desconcertantes —exclamó Ruth.
Le habían contestado, y de tal modo oprimió a Martin la tristeza de la vida, que olvidó la tentadora oferta de un empleo que ella le hiciera. Por su parte, Ruth, tras llegar hasta donde se atrevía, decidió esperar la respuesta para cuando se atreviese a tocar nuevamente el tema.
No tuvo que esperar mucho. Martin también tenía una pregunta que hacerle. Deseaba asegurarse de su confianza en él y, en el plazo de una semana, todo se resolvió. Martin mismo lo provocó al leerle La vergüenza del sol.
—¿Por qué no te haces periodista? —indagó la muchacha cuando hubo concluido—. Te gusta escribir y estoy segura de que te abrirías camino en ese campo. Acabarías por hacerte un nombre. Existen los corresponsales especiales. Cobran buenos sueldos y actúan por todo el mundo. Les envían a todas partes, al corazón de África, como a Stanley, a entrevistar al Papa, a explorar el Tibet.
—¿Así que no te ha gustado mi artículo? —insistió él—. ¿Crees que tengo algo que hacer en el periodismo pero no en la literatura?
—No, no; me ha gustado. Se lee con facilidad. Pero me temo que esté por encima del nivel de los lectores. Por lo menos, está por encima del mío. Suena muy bien, pero no lo entiendo. Se me escapa todo el léxico científico. Eres un extremista, cariño, y, lo que resulta inteligible para ti, puede no serlo para el resto.
—Supongo que es la jerga filosófica la que te desorienta —fue todo lo que Martin pudo decir.
Ardía de entusiasmo ante la lectura de sus últimas ideas y el veredicto de la muchacha le dejó aturdido.
—Por muy pobremente que esté expresado —insistió—, ¿no ves nada, en su fondo, quiero decir?
Ella negó con la cabeza.
—No, es muy distinto a cuanto he leído. He leído a Maeterlinck y le comprendo...
—¿Comprendes su misticismo? —le interrumpió Eden.
—Sí, pero esto tuyo, que supongo que es un ataque a Maeterlinck, no lo comprendo. Claro que si la originalidad cuenta...
Martin la interrumpió con un ademán de impaciencia al que no siguieron palabras. Acababa de darse cuenta de que ella hablaba desde hacía un buen rato.
—Al fin y al cabo, el escribir, para ti, no ha sido más que un juego —le decía la muchacha—. Supongo que ya has jugado bastante. Es hora de tomarse la vida en serio, nuestra vida, Martin. Hasta ahora has vivido solo...
—¿Quieres que busque un empleo? —preguntó Eden.
—Sí. Mi padre te ofrece...
—Eso lo sé —la interrumpió—. Lo que quiero es saber si has perdido la fe en mí.
Ella le apretó la mano en silencio, con los ojos secos.
—En tus escritos, cariño —reconoció en un susurro.
—Has leído muchas cosas mías —continuó Martin con decisión—. ¿Qué opinas? ¿Puedo tener esperanza? ¿Qué te parece al compararlos con los de otros?
—Ellos venden su trabajo y tú... no.
—Eso no responde a mi pregunta. ¿No crees que la literatura sea mi vocación?
—Entonces, te contestaré. —Ruth hizo un esfuerzo sobre sí misma—. No naciste para escribir. Perdona, cariño. Me obligas a decírtelo y sabes que sé más de literatura que tú.
—Sí, eres bachiller en artes —comentó él pensativo— y debes saberlo. Pero hay algo más que debe decirse —continuó tras una pausa, dolorosa para ambos—. Sé lo que llevo dentro. Nadie lo sabe mejor. Sé que voy a triunfar. No me detendrá nada. Me enciende todo lo que debo decir en verso, en novela y en artículos. Sin embargo, no te pido que tengas fe en todo eso. Tampoco te pido que la tengas en mí o en mis escritos. En lo que te pido que la tengas es en el amor.
»Hace un año, te pedí un plazo de dos. Aún no ha concluido el primero. Y creo, por mi honor y por mi alma, que antes de que acabe habré triunfado. Recordarás lo que me dijiste hace tiempo, acerca de que debía realizar mi aprendizaje de escritor. Lo he pasado ya. Lo he hecho de prisa. Al esperarme tú, nada me ha parecido difícil. ¿Sabes que he olvidado lo que es dormirse tranquilamente? Hace algunos millones de años, también yo sabía lo que era dormir a conciencia y despertarse descansado. Ahora, necesito un despertador. Por tarde que me acueste, lo dispongo a la misma hora. Esto y apagar la lámpara, son siempre mis últimos actos conscientes. »Cuando comienzo a sentirme pesado, cambio de libro, en busca de uno más ligero. Y si me duermo con éste, me doy golpes en la cabeza para despejarme. En algún sitio leí un cuento acerca de un hombre que temía dormirse; lo escribió Kipling. Este hombre dispuso un aguijón de manera que, cuando le venciese el sueño, el cuerpo lo oprimiera. Yo he hecho lo mismo. Consulto el reloj y decido que hasta medianoche, la una o las tres, no se retirará el aguijón. Y me mantiene despierto hasta la hora señalada. Ese aguijón ha sido mi compañero durante meses. Estoy tan desesperado que cinco horas y media de descanso me parece una extravagancia. Ahora sólo duermo cuatro. Estoy hambriento de sueño. En ocasiones, la cabeza se me va por falta de sueño; ocasiones en que me atrae la muerte, con su descanso; ocasiones en que me persiguen esos versos de Longfellow:
El Mar sigue profundo;
Todo duerme en su seno;
Con un solo paso, llegaría el fin,
Un salto y no habría ya más.
»Claro que esto es una tontería. Se debe al nerviosismo, a una mente cansada. Pero lo importante es: ¿Por qué lo he hecho? Por ti. Para apresurar el aprendizaje. Para conseguir el Triunfo. Ya he hecho el aprendizaje. Estoy bien preparado. Te juro que aprendo mucho más en un solo mes que un universitario en todo un curso. Lo sé. De no quererte tanto, nada te diría. No estoy presumiendo. Por los libros me guío. Tus hermanos, comparados conmigo, no son más que unos bárbaros ignorantes, y todo lo he arrancado yo solo de los libros, mientras ellos dormían. Hace tiempo, quería ser famoso. Ahora, apenas me importa. Sólo te deseo a ti. Y estoy más hambriento de ti que de ropa, comida o reconocimiento. Y tengo el sueño de apoyar la cabeza en tu regazo y dormir durante siglos, y ese sueño lo realizaré antes de que concluya el año.
Su voluntad iba arrollando a la muchacha, oleada tras oleada. Y cuanto más se oponía a la voluntad de Ruth, ésta se sentía más atraída hacia él. El vigor que siempre le había transmitido, resaltaba ahora en su voz apasionada, en sus ojos brillantes y en el estallido de vitalidad y de intelecto que emanaba de Martin. Y entonces, pero por un solo momento, pudo entrever, a través de esas sensaciones, la verdad acerca de Martin Eden, espléndido e invencible. Y, lo mismo que los domadores tienen sus momentos de duda, en aquel instante ella comprendió la imposibilidad de dominar el espíritu de aquel hombre.
—Y, otra cosa —continuó el marino—, tú me amas. ¿Y por qué me amas? Aquello que a mí me impulsa a escribir, es lo que a ti te hace amarme. Me amas porque soy distinto a todos los hombres que has tratado y que podías haber amado. No nací para contable, para la miseria de los negocios ni para leguleyo. Conviérteme en todo eso, hazme igual a esos hombres, llevando a cabo el trabajo que ellos realizan, respirando el mismo aire que ellos respiran, con sus mismos puntos de vista, y habrás destruido la diferencia, me habrás destruido a mí, destruido lo que amas. Mi deseo de escribir es lo más vital que poseo. De ser simple barro, no hubiese tenido el deseo de escribir ni tú me hubieras deseado como marido.
—Pero olvidas —le interrumpió la muchacha, aferrándose a un paralelismo— que ha habido inventores excéntricos que dejaron morir de ham-bre a su familia, mientras perseguían quimeras como el movimiento continuo. Indudablemente, sus esposas deberían amarles y sufrieron con ellos, no a causa de su entusiasmo por el movimiento continuo, sino por su ceguera.
—Cierto —fue la respuesta—. Pero también hay inventores que no fueron excéntricos, que pasaron hambre mientras intentaron inventar cosas prácticas y, en ocasiones, según se sabe, lo consiguieron. Yo no busco imposibles.
—Tú lo has llamado «realizar lo imposible» —interpuso ella.
—Hablaba de forma figurada. Busco lo que otros hombres intentaron antes que yo; escribir y vivir de mi pluma.
El silencio de Ruth le espoleó.
—Entonces, a tu juicio, ¿mi propósito es una quimera tan grande como el movimiento continuo? —le preguntó Eden.
Obtuvo la respuesta en el modo como la muchacha le oprimía la mano, igual que una madre compasiva al niño que se ha lastimado. Y, para Ruth, eso era él entonces, un niño lastimado, el hombre al que deslumbra un imposible.
Hacia el final de la conversación, la muchacha le previno contra la hostilidad de sus padres.
—¿Pero tú me quieres? —preguntó Eden.
—¡Sí! —exclamó ella.
—Y yo te quiero a ti, no a ellos, y nada de lo que hagan puede alcanzarme. —La voz de Martin sonaba triunfalmente—. Pues tengo fe en tu amor y no miedo a su hostilidad. Todo puede destruirse en este mundo, menos el amor. El amor no muere, a menos que sea débil y no venza los obstáculos.
CAPITULO XXXI
Martin encontró a su hermana Gertrude en Broadway, por pura casualidad y, según resultó, una casualidad muy provechosa. Gertrude esperaba un tranvía en la esquina y le vio primero, advirtiendo la angustia en sus facciones y en su mirada. En efecto, Martin estaba desesperado. Salía de una entrevista infructuosa con el prestamista, del que intentó conseguir más dinero por la bicicleta. Habían comenzado las lluvias y Martin había empeñado el vehículo, conservando el traje oscuro.
—Ese traje oscuro —dijo el prestamista, que conocía bien su negocio—. No va a decirme que se lo ha empeñado a ese judío, Lipka. Porque en ese Caso...
El hombre le miró amenazadoramente y Martin se apresuró a advertir:
—No, no. Lo tengo. Pero necesito llevarlo para unos asuntos de negocios.
—Muy bien —replicó el apaciguado prestamista—. Y yo lo necesito por asuntos de negocios antes de darle más dinero. ¿Se cree que estoy en eso para divertirme?
—La bicicleta vale cuarenta dólares y está en buenas condiciones —advirtió Martin—. Y sólo me ha dado siete dólares por ella. Ni siquiera siete; seis y cuarto. Se cobró los intereses por adelantado, -Si quiere más dinero, traiga el traje —fue la ¡respuesta que hizo salir a Martin del atestado tenducho, con tal desesperación, que se le reflejaba en el rostro y conmovió a su hermana.
Apenas se habían saludado, cuando llegó el tranvía de Telegraph Avenue para recoger una turba de pasajeros. Mrs. Higginbotham adivinó, por el modo como la ayudaba a subir, que su hermano no la acompañaría. Se volvió para mirarle. Su agotado semblante le llegó nuevamente al corazón.
—¿No vienes? —indagó.
Al instante, Gertrude descendió a la acera.
—Paseo; hago ejercicio —explicó Martin.
—Te acompañaré durante unas manzanas —declaró ella—. Me conviene. No me encuentro muy bien últimamente.
Martin la contempló, comprobando que decía la verdad. Se la veía abandonada, excesivamente gruesa, con los hombros caídos, el rostro surcado de arrugas y los pies pesados, sin la elasticidad de un cuerpo sano.
—Más vale que te quedes aquí —le dijo, pues su hermana se había detenido a la primera esquina— y tomes el tranvía nuevamente.
—¡Dios mío! Ya estoy cansada —jadeó ella—. Pero aún puedo acompañarte. ¡Qué gastados tienes los zapatos! No creo que te duren hasta Oakland del Norte.
—En casa tengo otro par —fue la respuesta de Martin.
—¿Por qué no vienes a cenar mañana? —le invitó Gertrude—. Mr. Higginbotham no estará. Va a San Leandro por unos asuntos.
Martin negó con la cabeza, pero no pudo contener la mirada de hambre ante la mención de comida.
—No tienes ni un penique, Martin, y por eso vas a pie. ¡Ejercicio! —se burló su hermana—. Déjame ver. —Buscó en el bolso y le puso una moneda de cinco dólares en la mano—. Me parece que me olvidé de tu último cumpleaños —dijo mansamente.
La mano de Eden se cerró instintivamente sobre el dinero. En el mismo momento, comprendió que no lo debía aceptar y se debatió en la indecisión. Aquella pieza de oro significaba comida, vida y luz para su mente y su cuerpo para poder seguir escribiendo y, ¿quién sabe?, quizás escribiese algo que le proporcionase muchas piezas de oro. Ante sus ojos ardían dos artículos que acababa de escribir. Los vio bajo la mesa, sobre todos los que le habían devuelto, pues carecía de dinero para franquearlos. Vio sus títulos, tal como los copiara a máquina: El alto sacer-dote del misterio y La cuna de la belleza. No los había ofrecido a nadie. Eran de lo mejor que había escrito. ¡Si tuviese sellos para enviarlos...!
Entonces, le invadió la certeza de que con ellos iba a triunfar, como un buen aliado del hambre, y, con un rápido movimiento, se guardó la moneda en el bolsillo.
—Te lo devolveré, Gertrude, a cien por uno —balbuceó, mientras sentía que se le cerraba la garganta y los ojos se le humedecían—. Tenia en cuenta —añadió con gran seguridad—. Antes de que concluya el año, te pondré en la mano cien de esas piececitas amarillas: No te pido que me creas. Lo único que has de hacer es esperar.
Ella no lo creyó. Y esa incredulidad la incomodaba, por lo que, al no encontrar otra excusa, exclamó:
—Sé que pasas hambre, Martin. Se te nota. Ven a comer cuando quieras. Enviaré á uno de los niños cuando Mr. Higginbotham no esté en casa. Y, Martin...
Eden esperó, aunque, en lo más intimó, sabía lo que iba a decirle, de tal modo se reflejaba en su rostro.
—¿No te parece que ya es hora de que busques un empleo?
—Tampoco tú crees que vaya a triunfar, ¿eh? —repuso Martin.
Ella negó con la cabeza.
—Nadie tiene fe en mí, Gertrude, excepto yo mismo. —En su voz había una apasionada nota de rebeldía—. Ya he hecho buen trabajo, muy buen trabajo, y, antes o después, acabaré vendiéndolo.
—¿Cómo sabes que es bueno?
—Porque... —Se detuvo cuando todo el campo de la literatura y toda la historia de la literatura se desplegaron en su mente, indicándole que era inútil exponerle las razones de su fe—. Pues porque es mejor que el noventa y nueve por ciento de lo que se publica en las revistas.
—Quisiera que te avinieses a razones —dijo Gertrude en voz baja, pero muy segura de su diagnosis acerca de lo que a su hermano le afectaba—. Quisiera que te avinieses a razones. Puedes cenar mañana en casa.
Después de ayudarla a subir al tranvía, Martin se dirigió a la central de Correos e invirtió tres de los cinco dólares en sellos y, más tarde, de camino para casa de los Morse, echó en el buzón varios sobres abultados, que había franqueado debidamente. Sólo conservó tres sellos de dos centavos.
Resultó una noche memorable para Martin, pues, tras la cena, conoció a Russ Brissenden. Nunca supo de quién era amigo, cómo aterrizó allí o quién le trajo. Tampoco sintió la suficiente curiosidad para preguntárselo a Ruth. De momento, a Martin, Brissenden le pareció anémico y de escasa inteligencia, por lo que no le hizo caso. Una hora más tarde, decidió que, además, era un mal educado, a causa del modo como iba de una habitación a otra, contemplando los cuadros u hojeando revistas y libros que tomaba de las estanterías. Aunque un extraño en la casa, al fin se aisló de todos, para sentarse en un cómodo sillón y leer un libro que sacó de un bolsi llo. Conforme leía, se pasaba los dedos por el cabello, como acariciándolo. Martin no volvió a fijarse en él durante toda la tarde, excepto cuando le vio hablar, con gran éxito, con varias muchachas.
Por casualidad, al abandonar la casa se encontró con Brissenden en la acera.
—¡Ah, es usted! —dijo Martin.
El otro replicó con un gruñido y se puso a su lado. Martin no intentó continuar la conversación y, durante varias manzanas, anduvieron en silencio.
—¡Vaya asno pomposo!
Lo inesperado y la virulencia de la exclamación sorprendieron a Martin. Se sintió divertido y, al mismo tiempo, experimentó una creciente antipatía por el otro.
—¿Por qué va a esos sitios? —le preguntó Brissenden de improviso tras otra larga pausa.
—¿Y usted? —preguntó Martin a su vez.
— ¡Que me aspen si lo sé! —fue la respuesta— Ésta, por lo menos, es mi primera indiscreción. El día tiene veinticuatro horas y de al-gún modo debo entretenerlas. Venga y tomemos un trago.
—De acuerdo —convino Martin.
Al instante, se sorprendió de haber aceptado en seguida. En casa, le esperaba bastante trabajo y, luego, tenía un volumen de Weismann, por no decir nada de la autobiografía de Herbert Spen-cer, que para él resultaba mucho más interesante que cualquier novela. ¿Por qué perder tiempo con aquel hombre, que ni tan sólo le era simpático? Y, sin embargo, no eran el hombre ni el trago, sino lo que estaba relacionado con este último, las luces, los espejos, los semblantes resplandecientes y el murmullo de voces humanas. De eso se trataba; se trataba de las voces de hombres optimistas, de hombres que respiraban prosperidad y se gastaban el dinero invitando a otros hombres. Se sentía muy solo, ésa era la causa. Por ese motivo, (había aceptado la invitación al instante. Ni una sola vez, desde que trabajó con Joe en Shelley Hot Springs, excepto la vez que bebió vino con su patrona portuguesa, había entrado Martin en un bar. El cansancio mental no provocaba un ansia de alcohol como el físico y, de momento, no lo necesitaba. En aquel momento, le urgía beber algo, o mejor aún, la atmósfera de los lugares donde se servían bebidas. Uno de esos lugares era el «Grotto», donde entró con Brissenden para tomar un whisky.
Hablaron. Hablaron de muchas cosas y, una vez Brissenden y otras Martin, encargaron varias bebidas. Eden, que tenía la cabeza muy firme, se sorprendió ante la resistencia que el otro tenía para el alcohol, y, también, ante la conversación de Brissenden. No tardó en comprobar que lo sabía todo y que era el segundo intelectual que había conocido. Pero, además, éste tenía lo que le faltaba al profesor Caldwell; es decir, fuego, el vivo resplandor interior, una gran percepción y el ardiente desorden del genio. Su lenguaje era vivo. Sus finos labios, semejantes a troqueles, acuñaban frases que cortaban y mordían. En ocasiones, como acariciando los sonidos que articulaban, sus finos labios iban creando suaves frases, llenas de belleza, que cantaban el misterio y la inescrutabilidad de la vida. En otras, su boca era como una trompeta, de la que partía el vibrante estruendo de la contienda cósmica, refulgente como la plata y como las estrellas, constituyendo el epítome de la última palabra de la ciencia y, sin embargo, siempre decía algo más. Era la voz del poeta, la verdad trascendental y esquiva, casi imposible de expresarse, pero que, sin embargo, llega a hacerse por medio de palabras vulgares. Veía más allá de los límites del empirismo, dando a sus frases un significado distinto, y transmitiendo a Martin un mensaje que no alcanzaba a los seres ordinarios.
Edén olvidó sus primeras impresiones. Allí, en forma viva, se encontraba lo mejor que los libros podían dar de sí. Allí había un hombre inteligente al que admirar. «A tu lado, no soy más que ba-rro», se dijo Martin una y otra vez.
—Ha estudiado usted biología —exclamó en voz alta ante un comentario del otro.
Para su sorpresa, Brissenden negó.
—Sin embargo, afirma verdades que sólo mantiene la biología —insistió Eden—. Sus conclusiones están de acuerdo con ciertos libros que, sin duda, habrá leído.
—Celebro saberlo —respondió el otro—. Me satisface que mis leves conocimientos me sirvan de atajo para llegar a la verdad. Por mi parte, nunca me preocupo de si estoy en lo cierto o equivocado. Da lo mismo. El hombre jamás conocerá la última verdad.
—Es usted discípulo de Spencer —afirmó Martin en tono triunfal.
—No he vuelto a leerle desde mi adolescencia y únicamente Educación.
—Quisiera poder aprender con tanta ligereza —comentó Martin media hora después. Había estado analizando la estructura mental de Brissenden—. Es usted dogmático y eso es lo que resulta extraordinario. Establece dogmáticamente los últimos hechos que la ciencia ha logrado alcanzar, por el puro razonamiento. Llega usted a las conclusiones correctas. Ahorra tiempo con acierto. Se abre camino hacia la verdad, con la rapidez de la luz y por un proceso hiperracional.
—Sí, eso era lo que tanto preocupaba al padre Joseph y al hermano Dutton —replicó Brissenden—. No, no —añadió—, no soy nada. Fue una simple casualidad la que me envió a un colegio católico. ¿Dónde aprendió usted lo que sabe?
Mientras Martin se lo explicaba, iba estudiando con atención el rostro enjuto y aristocrático de Brissenden, sus hombros caídos y el abrigo, apoyado en una silla vecina, con los bolsillos repletos de libros. El semblante y las manos de Brissenden, a juicio de Martin, estaban excesiva-mente tostados por el sol. Este bronceado intrigaba a Martin. Resultaba evidente que Brissenden no era hombre aficionado a la Naturaleza. Entonces, ¿cómo le había quemado el sol de aquel modo? Martin se dijo que había algo morboso en aquel bronceado, mientras estudiaba su rostro, estrecho y muy, hundido, de altos pómulos, adornado por una nariz fina y aquilina. Nada especial había en los ojos. No eran grandes ni pequeños, y su color se limitaba a un vulgar marrón. Pero en ellos brillaba un fuego o, más bien, ardía una expresión llena de contradicciones. Desafiadores, indómitos, incluso duros, al mismo tiempo despertaban compasión. Martin comenzó a compadecerle, aunque no supiera el motivo, del que se enteró poco después.
—Estoy tocado del pecho —anunció Brissenden sin darle importancia, al explicar que venía de Arizona—. He estado allí un par de años, aprovechando el clima.
—¿No teme el de aquí?
—¿Temer?
No dio un énfasis especial al repetir la palabra. Martin vio en su ascético rostro que no temía a nada. Los ojos se estrecharon, hasta ser como los de un águila y Eden casi advirtió el pico, agresivo y desafiador. ¡Magnífico! La san-gre le corrió más de prisa por las venas. En voz alta, exclamó:
Bajo los golpes de la suerte,
No se abate mi cabeza ensangrentada.
—Le gusta Henley —dijo Brissenden, cambiando de expresión para mostrarse casi afectuoso—. Claro, no podía esperarse otra cosa. ¡Henley! Un alma noble. Es uno de los mejores versificadores contemporáneos. Destaca, entre los versificadores de revista, como un gladiador entre eunucos.
—¿No le gustan las revistas? —indagó Martin,
—¿Y a usted? —replicó el otro con tanto sarcasmo que casi asustó a Eden.
—Escribo o, mejor dicho, intento escribir para las revistas —dijo luego.
—Eso está mejor —fue el comentario—. Lo intenta, pero no lo consigue. Por ese fracaso, le admiro y le respeto. Sé que escribe, se nota en seguida, pero hay un ingrediente en usted que le cierra las revistas. Es el vigor y el arrojo y eso de nada les sirve a las revistas. Lo que desean es suavidad y tontería y, ¡por Dios!, que lo consiguen. Pero no viene de usted.
—No me considero por encima del trabajo de batalla —comentó Martin.
—Muy al contrario —Brissenden hizo una pausa para contemplar con insolencia la evidente pobreza de Eden, desde la gastada corbata y ajado cuello hasta las mangas, brillantes a causa del mucho roce—. Muy al contrario. Yo diría que el trabajo de batalla se considera muy por encima de usted hasta el punto de que no consigue alcanzarlo. ¡Pero sí podría insultarle invitándole a cenar!
Martin sintió que la sangre le subía a la cara y Brissenden rió triunfalmente.
—A un hombre de verdad no se le insulta con esa invitación —dijo luego.
—Es usted un demonio —repuso Martin irritado.
—Bueno, de todos modos no le he invitado.
—No se atrevió.
—No esté seguro. Le invito ahora.
Brissenden se puso en pie, como para dirigirse al restaurante contiguo.
Martin había apretado los puños, y las sienes le latían con fuerza.
—¡Demonio! Se los come usted vivos, vivos se los come —exclamó Brissenden, simulando sorpresa.
—Desde luego que podría comerle a usted vivo —dijo Martin, contemplando con insolencia la débil estructura del otro.
—Pero no lo merezco.
—Muy al contrario —explicó Martin—. Porque el incidente no lo merece. —Estalló en una profunda carcajada—. Reconozco que me ha puesto usted en ridículo, Brissenden. Que esté hambriento y usted se haya dado cuenta, nada tiene de particular y no constituye una humillación. Como ve, me río de la pequeña moralidad del rebaño. Entonces, aparece usted, dice unas cuantas ver-dades amargas y, al instante, me siento esclavo de esa moralidad.
—Se sintió insultado —afirmó Brissenden.
—Ciertamente. Son los prejuicios de la primera juventud. Los aprendí entonces y son más fuertes que lo que luego he aprendido. Son mi se-creto.
—Pero procura dominarlos.
—Desde luego.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Entonces, vamos a comer algo.
—Vamos —repuso Martin, mientras intentaba pagar las consumiciones con el cambio de sus últimos dos dólares y viendo cómo Brissenden obligaba al camarero a devolvérselo.
Martin, con una mueca se los guardó, mientras sentía cómo la mano de Brissenden, se le apoyaba amigablemente en el hombro.
CAPÍTULO XXXII
A primera hora de la tarde siguiente, María se vio sorprendida por el segundo visitante de Martin. Pero esta vez no perdió la cabeza, ya que instaló a Brissenden en la sala.
—¿No le importa que haya venido? —indagó Brissenden.
—No, no, muy al contrario —repuso Martin, tras estrecharle la mano e invitándole a sentarse en una solitaria silla, mientras él lo hacía en la cama—. ¿Cómo averiguó mi dirección?
—Telefoneé a los Morse. Me contestó su hija. Y aquí estoy. —Sacó del bolsillo un flaco volumen que arrojó sobre la mesa—. Ahí tiene un libro de poesía. Léalo y quédeselo. —Para acallar las protestas de Martin añadió—: ¿Qué me importan a mí los libros? Acabo de tener otra hemorragia. ¿Le queda whisky? No, claro que no. Espere un momento.
Se puso en pie y se fue. Martin contempló cómo la alta figura descendía la escalera principal y, al volverse a cerrar la puerta, sintió una punzada de dolor ante los hombros, que una vez fueron anchos, y entonces se doblaban sobre el peoho hundido. Martin consiguió dos vasos y, mientras esperaba, comenzó a leer el libro, el último publicado por Henry Vaughan Marlow.
—No había escocés —anunció Brissenden a su regreso—. Ese bandido no vende más que whisky americano. Pero he comprado un cuarto de galón.
—Enviaré a uno de los chicos a buscar limones y nos haremos un ponche —propuso Martin—. ¿Qué beneficios le proporcionará a Marlow un libro como éste? —añadió alzando el volumen.
—Unos cincuenta dólares —fue la respuesta—, aunque tendrá suerte si no pierde algo o si consigue que un editor se lo publique.
—Entonces, ¿no se puede vivir de la poesía?
Tanto el tono de voz como el rostro de Martin demostraban su desilusión.
—Claro que no. ¿Quién es el tonto que lo espera? Pero los versificadores, sí. Hay varios y obtie-nen buenos ingresos. Les va muy bien. Pero la poesía... ¿Sabe usted cómo se gana la vida Vau-ghan Marlow? Da clase en una escuelucha de Pennsylvania, y de todos los infiernos privados creo que ése es el último. No me cambiaría con él aunque tuviese cincuenta años más de vida. Y, no obstante, destaca entre los versificadores actuales, como una piedra preciosa entre zanahorias. ¡Y las críticas que le hacen! ¡Maldita sea esa pandilla de maniquíes!
—Los hombres que no saben escribir escriben demasiado acerca de los que sí escriben —convino Martin—. Me deja aturdido la cantidad de tonterías que se publican acerca de Stevenson y de su trabajo.
—Fantasmas y arpías —afirmó Brissenden con los dientes apretados—. Sí, conozco el sistema, analizándole, buscando fallos.
—Le miden con la vara de sus amarguras —añadió Martin.
—Exacto, y ésa es una buena frase. Se llena uno la boca con lo Auténtico, lo Bello y lo Bueno, para acabar dándole una palmada en el hombro y felicitándole. ¡Qué asco! Richard Realfe les llamó, en la noche en que iba a morir, «Cuervos parloteadores».
—Picotean el polvo de estrellas que desprende el paso meteórico de los genios —añadió Eden—, Escribí un artículo acerca de los críticos.
—Veámoslo —solicitó Brissenden.
Martin le entregó una copa de Polvo de estrellas y, mientras lo leía, Brissenden contenía la risa, se frotaba las manos y olvidaba beberse el ponche.
—Me parece que también usted es polvo de estrellas, caído en un mundo de enanos que no saben ver —comentó al concluirlo—. Lo rechaza-ron todas las revistas, claro.
Martin consultó su libreta.
—Lo han rechazado veintisiete.
Brissenden rompió a reír, pero se interrumpió ante un fulminante ataque de tos.
—No es preciso que me diga que también escribe poesía —dijo—. Déjeme ver algo.
—No lo lea ahora —rogó Martin—. Quisiera hablar con usted. Le daré unas cuantas, que puede llevarse a casa.
Brissenden se marchó con el Ciclo de amor y El hada y la perla, volviendo al día siguiente para saludar a Martin con un:
—Quiero más.
No sólo le aseguró a Martin que era poeta, sino que, además, éste se enteró de que también lo era Brissenden. Le entusiasmó el trabajo de su nuevo amigo, sorprendiéndose mucho de que no hubiese intentado publicarlo.
—¡Que la plaga les fulmine! —fue el comentario de Brissenden cuando Martin se ofreció a intentar venderlo—. Hay que amar la belleza por sí misma —le aconsejó luego— y dejar en paz a las revistas. Vuelva al mar y a los barcos, ése sería mi consejo, Martin Eden. ¿Qué espera de estas podridas ciudades de hombres? Se suicida usted a diario intentando prostituir la belleza a las demandas del gremio revisteril. ¿Qué fue lo que me dijo el otro día? Ah, sí. «El hombre, el último de los efímeros.» Bien, pues, ¿para qué quiere usted la fama, usted, el último de los efímeros? Es usted demasiado sencillo, en exceso elemental y, a la vez, demasiado racional para entrar en relación con esa caterva. Confío en que nunca podrá vender ni una sola línea a las revistas. La Belleza es el único amo al que debe servirse. Sírvala y al diablo la multitud. ¡Éxito! ¿Qué es el éxito, sino lo que ha conseguido usted con el Ciclo de amor y sus poemas marinos? La satisfacción no está en lo que se consigue al hacer una cosa, sino en hacerla. No me lo diga. Ya lo sé. Y usted también lo sabe. La Belleza nos hiere. Es un dolor eterno, una herida que no se cierra, que siempre quema. ¿Por qué la quiere compartir con las revistas? La Belleza debe ser su única meta. ¿Por qué conver-tirla en oro? Por suerte, no lo consigue; así que no hay que preocuparse. Pueden leerse revistas durante mil años, sin encontrar una sola línea que valga lo de Keats. Deje en paz la dama y el dólar, enrólese en un barco mañana mismo y vuelva al mar.
—No es por la fama, sino por el amor —se rió Martin—. El amor no parece tener un lugar en su cosmos. En el mío, la Belleza es la compañera del Amor.
Brissenden le miró, a la vez, con aire compasivo y admirado.
—Es usted tan joven, Martin, tan joven... Volará alto, pero sus alas son del mejor plumaje, con los mejores colores. No las hiera. No obstante, ya las ha herido. Se requiere algunas enaguas glorificadas para escribir el Ciclo de amor y ésa es la lástima.
—También se requiere un amor glorificado —indicó Martin.
—La filosofía de la locura —fue el comentario—. Así lo califiqué durante uno de mis viajes por los sueños de la grifa. Pero tenga cuidado. Esas ciudades burguesas le matarán. Recuerde el antro de comerciantes en que nos conocimos. Corrupto y seco. No es posible conservar el juicio en aquella atmósfera. Resulta degradante. Ni uno de ellos se salva entre todos aquellos hombres y mujeres, todos aquellos estómagos animados, que se guían intelectual y artísticamente por los im-pulsos del clan...
Se interrumpió bruscamente para mirar a Martin. Entonces, de súbito, comprendió la verdad. La expresión de su rostro tradujo el horror que sentía.
—¿Y escribió usted ese extraordinario Ciclo de amor a esa pálida y temblorosa fémina?
Al instante, la mano de Martin le aferró por el cuello, sacudiéndole hasta que le castañetearon los dientes. Pero Eden, al mirarle a los ojos, no vio temor en ellos, sino una burla cariñosa y diabólica. Entonces, rehaciéndose, le arrojó al lecho, mientras le soltaba.
Brissenden jadeaba, intentando respirar y, luego, se echó a reír.
—Me hubiese convertido en su eterno deudor de haberme apagado la llama definitivamente.
—Tengo los nervios muy excitados —se excusó Martin—. Confío en no haberle hecho daño. Tenga, le prepararé otro ponche.
—¡Ah, joven griego! —exclamó Brissenden—. ¿Se siente orgulloso de su cuerpo? Es usted extraordinariamente fuerte. Una joven pantera, un león. Usted mismo deberá pagar por esa fuerza.
—¿Qué quiere decir? —indagó Martin curioso al entregarle el vaso—. Tómeselo. Le hará bien.
—Pues... —Brissenden apuró el vaso de ponche y sonrió saboreándolo—. Pues a causa de las mujeres. Le perseguirán hasta la muerte, como ya lo deben haber hecho, o, de lo contrario, es que yo nací ayer. No, no le va a servir de nada ahogarme, pues lo diré de todos modos. Supongo que ése será un amor pasajero, pero, en nombre de la Belleza, tenga mejor gusto la próxima vez. ¿Qué le impulsa, hombre de Dios, hacia las hijas de la burguesía? Déjelas en paz. Búsquese una mujer ardiente, que se ría de la vida y de la muerte y que le ame mientras dure. Existen tales mu jeres y le amarán tanto como ese producto pusilánime de la recoleta vida burguesa.
—¿Pusilánime? —protestó Martin.
—Exacto, pusilánime, moviéndose por los prejuicios minúsculos que le han inculcado y con miedo a vivir. Le querrán, Martin, pero querrán más a sus prejuicios. Lo que usted necesita, es un magnífico abandono a la vida, las grandes almas libres, las grandes mariposas y no esas polillas minúsculas. Desde luego, que acabará cansándose de ellas, de todas las mujeres, si es lo bastante desgraciado como para seguir viviendo. Pero no tendrá esa suerte. No volverá al mar y a los barcos y se quedará en esos agujeros apestosos que son las ciudades, hasta que se le pudran lo huesos y muera.
—Puede discursear lo que guste que no conseguirá que le conteste —dijo Martin—. Al fin y al cabo, tiene usted la sabiduría de su temperamento, y la del mío es tan auténtica como la suya.
No estaban de acuerdo en el amor, en su juicio de las revistas, pero se agradaban y, por parte de Martin, era algo más. Estaban juntos a diario, por lo menos durante la hora en que Brissenden acudía al cuartucho de Eden. Brissenden nunca se presentaba sin un cuarto de galón de whisky. Cuando cenaban juntos en la ciudad, bebía whisky con soda durante toda la comida. Era él siempre quien pagaba por los dos y fue por él por quien Martin conoció el refinamiento en las comidas, bebió champaña por primera vez y conoció el vino del Rin.
Pero Brissenden resultaba siempre un enigma. Con su rostro ascético y su sangre enferma, era un voluptuoso. No temía morir, estaba desengañado de todo y era un cínico, pero, no obstante, aunque a las puertas de la muerte, amaba la existencia hasta el último átomo. Le dominaba una furia de vivir, de sentir emociones, de «estrujar el lugar del espacio cósmico del que procedía», según dijo en una ocasión. Había probado las drogas y realizado muchas cosas extrañas, siempre en busca de alguna sensación nueva. Le explicó a Martin que una vez había pasado tres días sin beber, con el solo propósito de experimentar el delicioso placer de apagar la sed. Quién o lo que era, Martin no lo supo nunca. Se trataba de un hombre sin pasado, cuyo futuro era la tumba, y su presente, una serie de amarguras.
CAPITULO XXXIII
Martin perdía la batalla. Por mucho que economizase, sus ganancias del trabajo de batalla no alcanzaban a cubrir sus gastos. El día de Acción de Gracias le sorprendió con el traje oscuro empeñado, por lo que no pudo aceptar la invitación de los Morse a cenar. A Ruth no le satisfizo su excusa para no acudir, cosa que a él le desesperó. Martin le dijo a la muchacha que, a pesar de todo, iría; que se iba a trasladar a San Francisco, a la redacción del Transcontinental, cobraría los cinco dólares y, con ellos, recuperaría el traje oscuro.
Por la mañana, le pidió prestados diez centavos a María. Hubiese preferido pedírselos a Bris-senden, pero el estrafalario individuo había desaparecido. Martin no le había visto desde hacía dos semanas y, en vano, estuvo pensando si le infirió alguna ofensa. Los diez centavos condujeron a Martin, por medio del transbordador, a través de la bahía, hasta San Francisco y, mientras avanzaba por Market Street, estuvo meditando acerca de su situación en caso de no poder cobrar. No tendría medio de volver a Oakland, ya que a nadie conocía en San Francisco que le prestase diez centavos.
La puerta del Transcontinental estaba entornada, y Martin, al ir a abrirla, se detuvo al oír una potente voz que exclamaba:
—Esa no es la cuestión, Mr. Ford (Ford, según sabía Martin por la correspondencia, era el director). La cuestión es si está usted dispuesto a pa-gar. Al contado. No me interesan las perspectivas de la revista y lo que calcula ganar el año próximo. Lo que quiero es que se me pague por lo que hago y le advierto, desde ahora, que el número de Navidad no entrará en máquina hasta que yo haya recibido el dinero. Buenos días. Cuando tenga el dinero, venga a verme.
Se abrió violentamente la puerta y un hombre pasó junto a Martin, con aire furioso, alejándose por el pasillo maldiciendo en voz baja y con los puños apretados. Eden decidió no entrar de momento y se entretuvo durante un cuarto de hora. Luego, abrió la puerta y entró. Constituía una nueva experiencia, la primera vez que pisaba una redacción. Por lo visto, allí no eran necesarias las tarjetas, pues un botones fue a avisar que alguien quería ver a Mr. Ford. Al poco rato, el muchacho le hizo una seña y le introdujo en la oficina del director. La primera impresión de Martin fue la de una habitación muy desordenada. Después, vio a un hombre con bigote, de aspecto juvenil, que se sentaba en un alto taburete y le miraba con curiosidad. Martin se sorprendió ante su extraordinaria calma. Resultaba evidente que el incidente con el impresor no le había afectado.
—Soy... soy Martin Eden —dijo para presentarse («Y quiero mis cinco dólares» es lo que le hubiese gustado añadir).
Pero por primera vez se enfrentaba a un director y, dadas las circunstancias, no quería asustarle. Para su sorpresa, Mr. Ford se puso en pie de un brinco exclamando «¡No me diga!» y, poco después, estrechaba, con las dos manos, la diestra de Martin.
—No tiene idea de lo que me alegro de conocerle, Mr. Eden. Con frecuencia me preguntaba cómo sería usted.
Se apartó un poco para contemplar a Martin, recorriendo el único traje que le quedaba, y que estaba en muy mal estado, aunque se advirtiese que había planchado los pantalones.
—Le confieso que le imaginaba mucho mayor. En su relato, había tal vigor e impulso, tal madurez y profundidad de pensamiento... Una obra maestra. Lo supe nada más leer las primeras doce líneas. Le explicaré cómo lo leí. Pero no, antes le voy a presentar a mis colaboradores.
Mientras hablaban, Mr. Ford le hizo pasar a otra oficina, en la que le presentó al director adjunto, Mr. White, un hombrecillo enjuto y frágil, de manos tan frías que semejaba estar aterido y que lucía un ralo y sedoso bigote.
—Y Mr. Ends, Mr. Eden. Mr. Ends es nuestro administrador.
Martin le estrechó la mano a un hombre calvo, de mirada de loco, con un rostro que semejaba juvenil, por lo menos en lo que podía verse. La mayor parte estaba oculto por una barba nívea, cuidadosamente recortada. Su esposa se la arreglaba los domingos, ocasión en que también le afeitaba el cogote.
Los tres hombres rodearon a Martin, hablando todos a la vez, hasta que a éste le pareció que intentaban ganar tiempo.
—Con frecuencia nos preguntábamos por qué no vendría usted —decía Mr. White.
—No disponía de dinero para el transporte. Vivo al otro lado de la bahía —respondió Martin bruscamente, con el propósito de demostrarles lo urgente que le era cobrar.
«Es indudable —se dijo— que mis ropas son una declaración bastante elocuente de mis necesidades.» De continuo, en cuanto se presentaba una oportunidad, insinuaba el propósito de su visita. Pero sus admiradores aparentaban que no le oían.
Cantaron sus alabanzas, le dijeron lo que les encantó su relato nada más leerlo, que seguían pensando igual, lo que pensaban sus esposas y sus familias, pero no demostraron la menor intención de pagarle.
—¿Le he contado cómo leí su relato? —dijo Mr. Ford—. Claro que no. Yo volvía de Nueva York y, al detenerse el tren en Ogden, un empleado trajo el número de aquel mes del Transcontinental.
«¡Dios mío! —se dijo Martin—. Viaja usted en coche Pullman y yo paso hambre a causa de los cinco dólares que me deben.» Le invadió una profunda indignación. Le dolía el engaño. Recordó todos aquellos lúgubres meses de angustia, de hambre y de privaciones. Se le despertó nuevamente el hambre, pues nada había comido desde el día anterior, y aun en esa ocasión muy poco. De súbito, vio rojo. Aquella gente no sólo eran ladrones, sino, además, ladrones cobardes. Con embustes y promesas rotas, consiguieron que les en-tregase el relato. Bien, ahora iban a recibir una lección. Decidió que no se marcharía sin cobrar. Recordó que, de no hacerlo así, no podría volver a Oakland. Se contuvo con un gran esfuerzo, pero no antes de que la expresión de su rostro perturbase e inquietase a los otros.
Se mostraron más parlanchines que nunca. Mr. Ford comenzó a contar cómo había leído El tañido de las campanas y Mr. Ends, al mismo tiempo, quería repetirle la opinión de su sobrina, que era maestra de escuela en Alameda.
—Les voy a decir para qué vine —dijo Martin al fin—. Para que me paguen por ese relato que tanto les gusta. Cinco dólares, según creo, fue lo que me prometieron una vez se publicara.
Mr. Ford, con una satisfecha expresión de asentimiento, se llevó la mano al bolsillo, pero, luego, se volvió a Mr. Ends y dijo que se había dejado el dinero en casa. Resultó evidente que esto le dolía a Mr. Ends, pero Martin advirtió un involuntario movimiento hacia el bolsillo en que guardaba la cartera. Martin comprendió que la tenía allí.
—Lo siento —dijo el administrador—, acabo de pagar al impresor y se llevó todo lo que tenía. Me equivoqué al traer tan pocos fondos, pero la factura aún no había vencido y no esperaba que el impresor me pidiese, como favor, un adelanto.
Los dos se volvieron a Mr. Wihite, pero ese caballero se echó a reír, al tiempo que se encogía de hombros. Su conciencia, por lo menos, estaba a salvo. Había ingresado en el Transcontinental para aprender a dirigir una revista, pero principalmente estaba aprendiendo su financiamiento, El Transcontinental le debía cuatro meses, pero sabía que debía apaciguarse al impresor antes que al director adjunto.
—Es absurdo, Mr. Eden, que nos haya sorprendido así —comentó Mr. Ford con desenvoltura—. Un descuido, se lo aseguro. Le diré lo que vamos a hacer. Mañana, a primera hora, le enviaremos el cheque por correo. Tiene usted la dirección de Mr. Eden, ¿no es cierto, Mr. Ends? , Sí, Mr. Ends tenía la dirección y el cheque iban a echarlo al correo a primera hora de la mañana. Los conocimientos que Martin tenía de los Bancos y de los cheques eran muy superficiales, pero no vio ninguna razón para que no se lo diesen entonces, en lugar de al día siguiente.
—Así que quedamos de acuerdo, Mr. Eden, que mañana le enviaremos el cheque —dijo Mr. Ford.
—Necesito el dinero ahora —respondió Martin con firmeza.
—Por desgracia, en estas circunstancias... De haber venido ayer —comenzó a decir Mr. Ford suavemente, pero le interrumpió Mr. Ends, cuya mirada de loco se justificaba por lo vivo de su genio.
—Mr. Ford le ha explicado ya la situación —dijo con cierta aspereza— y yo también. Le en-iviaremos el talón...
—Yo también he explicado —interrumpió Martin a su vez— que quiero el dinero ahora.
Se le agitó un poco el pulso ante la brusque-dad del administrador y le miró con fijeza, pues había adivinado que en los bolsillos de este caballero estaba el dinero de la revista.
—Lamento... —comenzó a decir Mr. Ford.
Pero, en aquel momento, con un ademán de impaciencia, Mr. Ends se volvió, como si fuese a abandonar la habitación. Al ínstente, se disparó la mano de Martin, aferrándole por el cuello, de modo que la barba, aún bien peinada, apunto al cielo, en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Para horror de Mr. Ford y de Mr. White, vieron cómo a su administrador lo sacudían igual que a una alfombra de astracán.
—¡Vamos, rasqúese los bolsillos, venerable desalentador de jóvenes genios! —apremió Martin—. Rásquese los bolsillos o le sacudiré hasta que se le caigan. —Luego, advirtió a los dos asustados testigos—. No se metan en esto. De lo contrario, a alguien le va a doler.
Mr. Ends se ahogaba y hasta que se aflojó la tenaza del cuello no pudo asentir a lo que le ordenaban. Pero, tras registrarse todos los bolsillos, no pudo reunir más que cuatro dólares y cincuenta centavos.
—Deles la vuelta —ordenó Martin.
Cayeron otros diez centavos. Martin contó el resultado de sus registros para asegurarse.
—Ahora usted —le gritó a Mr. Ford—. Quiero cuarenta centavos más.
Mr. Ford no se lo hizo repetir. Se vació los bolsillos, con el resultado de veinticinco centavos.
—¿Está seguro de que eso es todo? —demandó Martin con aire amenazador—. ¿Qué tiene en los bolsillos del chaleco?
Como muestra de buena voluntad, Mr. Ford les dio la vuelta. De uno de ellos cayó un pedazo de cartón. Lo recogió, e iba a guardárselo, cuando Martin exclamó:
—¿Qué es eso? ¿Un billete del transbordador? Démelo. Vale diez centavos. Se lo apunto a su cuenta. Ahora tengo cuatro dólares y noventa y cinco centavos, incluido el billete. Aún se me deben cinco centavos.
Miró a Mr. White con fijeza y el frágil periodista le entregó un nickel.
—Gracias —dijo Martin a todos en general—. Les deseo muy buenos días.
—¡Ladrón! —dijo Mr. Ends a sus espaldas.
—¡Carterista! —respondió Martin cerrando de un portazo.
Martin se sentía entusiasmado, tanto, que, al recordar que The Hornet le debía quince dólares por El hada y la perla, decidió ir allí y cobrarlos. Pero The Hornet estaba en manos de un grupo de robustos jóvenes, bien afeitados, que constituían una banda de piratas, que lo robaban todo y a todo el mundo, sin exceptuarse ellos mismos. Tras romper algunos muebles de la oficina, el director (un antiguo atleta universitario), muy bien asistido por el administrador, el agente de publicidad y el portero, consiguió sacar a Martin de la redacción y acelerar su descenso por la escalera.
—Vuelva, Mr. Eden. Celebraremos mucho verle —se burlaron los otros, mirándole desde lo alto.
—¡Vaya! —respondió Martin—. Los del Transcontinental resultaron fáciles, pero ustedes pare cen luchadores profesionales.
Volvieron a reír ante esas palabras.
—Debo reconocer, Mr. Eden —comentó el director de The Hornet— que, para ser un poeta, no lo hace mal. ¿Dónde aprendió ese derechazo, si no es indiscreción?
—¿Y dónde aprendió usted esa media Nelson? —dijo a su vez Martin—. Por lo menos, le quedará a usted un ojo amoratado.
—Confío en que no le duela el cuello —repuso el director, muy solícito—. ¿Qué le parece si vamos todos a brindar por eso? No por el cuello, claro, sino por la diversión.
—Iré, puesto que he perdido —aceptó Martin.
Y los ladrones y la víctima bebieron amigablemente, conviniendo en que la batalla era del fuerte y que, por tanto, los quince dólares de El hada y la peña pertenecían, en justicia, a la redacción de The Hornet.
CAPITULO XXXIV
Arthur se quedó ante la verja, mientras Ruth entraba en casa de María. Oyó el teclear de la máquina de escribir y, cuando Martin la hizo entrar en su cuarto, acababa de poner en limpio un original. La muchacha venía a saber si su novio acudiría o no a la cena de Acción de Gracias. Sin embargo, antes de que pudiese preguntarlo, Martin se dejó llevar de su entusiasmo.
— ¡Te voy a leer esto! —dijo, separando las copias y poniendo en orden las cuartillas—. Lo acabo de escribir y es muy distinto a cuanto anteriormente he hecho. Resulta tan distinto, que me asusta. Pero considero que es bueno. Es una historia hawaiana. La titulo Wiki-Wiki.
A Martin le brillaba el rostro con el fuego creador, pero Ruth temblaba de frío. Le habían sorprendido sus manos heladas cuando la saludó. Escuchó atentamente mientras él leía y, aunque Martin había advertido, por la expresión de su rostro, que lo desaprobaba, al concluir preguntó:
—Con franqueza, ¿qué opinas?
—No... no lo sé —repuso ella—. ¿Crees que podrás venderla?
—No lo sé —confesó Martin—. Resulta demasiado fuerte para las revistas. Pero es real, cada una de sus palabras responde a la realidad.
—¿Por qué insistes en seguir escribiendo esas cosas cuando sabes que no las vas a vender? —continuó ella inexorablemente—. El motivo de que escribas es para ganarte la vida, ¿no es eso?
-Sí, exacto, pero ese maldito relato me dominó. No pude evitar escribirla. Me exigía que la escribiese.
—Pero al personaje, a ese Wiki-Wiki, ¿por qué le haces hablar con tanta crudeza? Va a ofender a los lectores y ése es el motivo de que las revistas te rechacen el trabajo.
—Pues da la casualidad de que el auténtico Wiki-Wiki hubiese hablado así.
—No es de buen gusto.
—Es la vida —afirmó Martin con cierta brusquedad—. Es auténtico. Y debo describir la vida tal como la veo.
Ruth no respondió, y durante unos minutos, que resultaron muy violentos, se mantuvieron callados. Por lo mucho que la quería era por lo que Martin lograba entender a la muchacha y ésta, en cambio, no lo conseguía porque él era demasiado grande y escapaba a los límites de su horizonte.
—Bueno. He cobrado del Transcontinental —dijo Martín al fin para dirigir la conversación a un tema más agradable. El recuerdo del trío de bigotudos, tal como les viera por última vez, multados en cuatro dólares, noventa centavos y un billete de transbordador, le hizo sonreír.
— ¡Entonces, vendrás! —exclamó Ruth alegremente—. Eso es lo que quería saber.
—¿Venir? —indagó él distraído—. ¿A dónde?
—Mañana, a la cena. Me dijiste que desempeñarías el traje si cobrabas.
—Me olvidé —dijo Martin con humildad—. Verás, esta mañana, un empleado municipal se llevó las dos vacas y la ternera de María y... Bueno, María no tenía dinero y tuve que pagar la multa. En eso me gasté los cinco dólares del Transcontinental; El tañer de las campanas fueron a parar al empleado municipal.
—¿Así que no vendrás?
Martin se examinó las ropas.
—No puedo.
Lágrimas de desengaño y de reproche le brilla ron a la muchacha en las azules pupilas, pero nada dijo.
-—El año que viene, por esta misma fecha, cenarás conmigo en «Delmonico» —anunció Eden alegremente—. O en Londres, París o donde prefieras. ¡Lo sé!
—Hace poco, vi en el periódico —anunció ella con cierta brusquedad— que se habían incorporado nuevos funcionarios al servicio postal ferroviario. Tú conseguiste el primer puesto, ¿verdad?
Martin tuvo que confesar que le habían avisado pero que renunció a su puesto.
—¡Tenía... tengo tanta seguridad en mí mismo! —dijo al concluir—. Dentro de un año ganaré más que una docena de funcionarios del ferrocarril. Espera y lo verás.
—¿Sí? —fue todo el comentario de Ruth. Se levantó, poniéndose los guantes—. Debo irme, Martin. Arthur me espera.
Eden la tomó en sus brazos, para besarla, pero Ruth no reaccionó. Su cuerpo no vibraba, no le pasó los brazos en torno al cuello y sus labios se unieron a los suyos sin entusiasmo.
Martin, al volver de acompañarla, decidió que estaba enfadada con él. ¿Por qué? Era una desgracia que el empleado municipal se hubiese llevado las vacas de María. Pero fue una casualidad. A nadie podía culparse. Tampoco se le ocurrió a Eden que podía haberse comportado de otro modo que como lo hizo. Bueno, sí, decidió Martin luego, podían culparle un poco, por no haber aceptado el puesto en el servicio postal ferroviario. Además, a Ruth no le gustó Wiki-Wiki.
Volvió hacia la casa, deteniéndose ante el buzón. La esperanza volvió a apoderarse de él cuando tomó el correo. Uno de los sobres no estaba abultado y en el exterior aparecía impreso el membrete del New York Outview. Se detuvo antes de rasgarlo. No podían aceptarle un relato, ya que ninguno les había enviado. Quizás, y el corazón se le paralizó al pensarlo, quizá le encargasen un artículo. Pero en seguida apartó este pensamiento, juzgándolo absurdo.
Contenía una carta muy respetuosa, firmada por el director, indicándole que se incluía un anónimo que habían recibido y asegurándole que jamás, bajo ninguna circunstancia, prestaban atención a esa clase de correspondencia.
El anónimo estaba escrito imitando la letra de imprenta. Consistía en una retahila de insultos a Martin, en los que se afirmaba que éste, que vendía relatos a las revistas, no era escritor, sino que se limitaba a copiar a máquina narraciones de publicaciones antiguas, que luego pretendía vender como propias. El matasellos era de San Leandro. A Martin le bastó una sola ojeada para adivinar el autor. En la carta se encontraban bien reflejadas la forma de construir de Higginbotham, la forma de expresarse de Higginbotham y el modo de razonar de Higginbotham. En cada rasgo, Martin descubrió la mano de su cuñado.
¿Por qué lo había hecho?, se preguntó en vano. ¿Qué daño le causó él a Higginbotham? Todo resultaba tan absurdo, tan incomprensible... No te-nía explicación. Durante toda la semana, a Martin le enviaron, desde varias revistas, una docena de cartas similares. Martin se dijo que los directores se portaban bien. No le conocían, pero se mostraron comprensivos. Resultaba evidente que odiaban los anónimos. Comprendió que el propósito de causarle daño había fracasado. Si algo resultaba de aquello, iba a serle beneficioso. Por lo menos, habían indicado su nombre a una serie de revistas. Quizás, en caso de leer algún original suyo, recordaran el nombre del individuo acerca del que recibieron un anónimo. ¿Y quién podía decir si ese recuerdo no inclinaría la balanza a su favor?
Fue en esa época cuando Martin avanzó mucho en la estima de María. Cierta mañana, la encontró en la cocina gruñendo desesperada, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, intentando en vano planchar unas prendas. Al instante, Martin diagnosticó gripe, le dio a beber whisky (remanente de las botellas que trajera Brissenden) y la hizo acostarse. Pero María se resistía. Alegó que debía planchar las prendas y entregarlas aquella noche, pues, de otro modo, al día siguiente no habría comida para los siete hambrientos Silva.
Para su sorpresa (fue algo que no dejaba de contar hasta el día de su muerte), vio cómo Martin Eden tomaba una plancha de la estufa y ponía una camisa de fantasía sobre la mesa. Se trataba de la mejor camisa de domingo de Kate Fla-nagan, que era la mujer más elegante y fastidiosa del mundo de María. Asimismo, Miss Flanagan había insistido muy especialmente en que la camisa debía entregársele aquella misma noche. Como todo el mundo sabía, Kate estaba en relaciones con John Collins, el herrero, y, según habían notificado a María, Miss Flanagan y Mr. Collins iban al día siguiente al Golden Gate Park. En vano intentó María rescatar aquella prenda. Martin guió sus vacilantes pasos hasta una silla, desde donde le estuvo contemplando con ojos saltones. En mucho menos tiempo del que ella hubiese empleado, la camisa quedó planchada y tan bien como ella misma hubiera podido hacerlo.
—Iría más de prisa —le explicó Eden— si las planchas estuviesen más calientes.
A su juicio, las planchas estaban entonces mucho más calientes que nunca.
—Salpica de agua las prendas muy mal —se quejó Martin, luego—. Le voy a enseñar cómo se hace. Hay que darle presión. Presión y rociarlas bien de agua si quiere trabajar de prisa.
Entonces, Martin le enseñó a María varios de los trucos que aprendiera de Joe, en Shelley Hot Springs, de modo que, según siempre concluía el relato:
—Fui más de prisa y ya no tuve que trabajar tanto. Era listo, Mr. Eden.
No obstante, con aquella simple lección, que mejoraba y favorecía mucho su tarea, desapareció el abismo entre ambos. Se diluyó la atmósfera de misterio con la que ella le envolviera, al comprender que se trataba de un antiguo lavandero. Dejaron de tener importancia sus libros y sus magníficos amigos, que le visitaban en grandes coches o cargados de botellas de whisky. Al fin y al cabo, no era más que un simple obrero, un miembro de su clase y de su casta. Resultaba mucho más humano y tratable, pero ya no constituía un misterio.
Continuó también el alejamiento de la familia de Martin. Tras el ineficaz ataque de Mr. Higgin-botham, Hermann von Schmidt mostró la mano. La venta de varias historietas, algunos versos festivos y unos cuantos chistes, dieron a Martin una apariencia temporal de prosperidad. No sólo pagó parte de sus deudas, sino que le quedó lo suficiente para desempeñar el traje oscuro y la bicicleta. Ésta necesitaba que la reparasen, pues se le había torcido una rueda y, como prueba de amistad, se la envió a su futuro cuñado.
Aquella misma tarde Martin tuvo la satisfacción de que se la devolviese un muchacho. Von Schmidt, a juicio de Martin, también quiso mostrarse amable, visto el inesperado favor. Por lo general, había que ir a buscar las bicicletas al taller. Pero al examinar la suya, comprobó que no la habían reparado. Algo después, telefoneó al novio de su hermana, enterándose de que éste no quería tener tratos con él bajo ningún aspecto, forma o manera.
—Hermann von Schmidt —respondió Martin alegremente—, estoy pensando en ir allí y chafarte esa nariz de holandés que tienes.
—Si vienes a mi tienda —respondió el otro— llamaré a la Policía. Y acabaré contigo. A mí no me vengas a armarme jaleo. No quiero saber nada con los de tu clase. Eres un gandul, eso es lo que eres, y yo no me duermo. A mí no vas a explotarme por el hecho de que me case con tu hermana. ¿Por qué no te pones a trabajar de una manera honrada? ¡Contéstame!
El espíritu filosófico de Martin se impuso, venciendo a su irritación, y colgó el teléfono, silbando con asombro. Pero, luego, al reaccionar, se sintió deprimido por la soledad. Nadie le comprendía, a nadie parecía importarle, excepto a Brissenden, y Brissenden había desaparecido, sin que nadie supiera por dónde andaba.
Anochecía cuando Martin abandonó la última tienda para regresar a casa, con la cesta colgada al brazo. En la esquina se había detenido un tranvía, y al ver aquella figura tan flaca y familiar, a Martin le dio un vuelco el corazón. Se trataba de Brissenden y, al arrancar nuevamente el vehículo, Martin advirtió los bolsillos del abrigo, uno repleto de libros y el otro con una botella de whisky.
CAPÍTULO XXXV
Brissenden no dio explicaciones acerca de su larga ausencia, ni Martin se las pidió. Le satisfacía ver nuevamente el cadavérico rostro de su amigo a través del humo de un ponche.
—Tampoco yo he estado ocioso —afirmó éste, tras oír el relato de las actividades de Martin.
Sacó un original del bolsillo y se lo pasó a Martin, que lo miró curioso.
—Sí, eso es —rió Brissenden—. Buen título, ¿no? Efímero; ésa es la palabra. Y tú eres el responsable, por darle tal calificativo al hombre que siempre está en pie, a lo inorgánico vitalizado, al último efímero, a esa criatura de la temperatura, que pugna por conquistar un breve espacio. Se me metió en la cabeza y tuve que escribir para librarme de ella. Dime lo que te parece.
Conforme leía, el rostro de Martin se encendió en un principio, para, luego, palidecer impresionado. Se trataba de arte puro. La forma triunfaba sobre el tema, si es que podía llamarse triunfo a que éste hallara manera de expresar hasta su más leve átomo por medio de una construcción tan perfecta, que hizo que a Martin le diese vueltas la cabeza, le saltaran las lágrimas y le entrasen escalofríos. Se trataba de un largo poema, de seis o setecientos versos, que resultaba inimaginable. No parecía posible realizarlo, y, sin embargo, allí estaba, con tinta negra sobre unas cuartillas de papel. Trataba del hombre y de sus angustias, explorando los abismos en busca de soles remotos y de un arco iris espectral. Era una loca orgía de imaginación, que se alzaba en el cráneo de un moribundo, que casi lloraba en silencio y escuchaba los latidos de su corazón. El poema estaba escrito en un ritmo majestuoso, al frío tumulto del conflicto interestelar, ante la llegada de las huestes de otros planetas, bajo la influencia de helados soles y de ardientes nebulosas, que danzaban en el negro vacío. En medio de todo ello, batía, ince-sante y débil, cual una lanzadera de plata, la trémula y frágil voz del hombre, semejante a un quejumbroso vagido entre el aullar de los astros y el chocar de los sistemas.
—No hay nada igual en literatura —dijo Martin cuando, al fin, pudo hablar—. Es extraordinario. Se me ha subido a la cabeza. Me siento como embriagado. Casi me impide pensar. Esa voz humana, eterna, llena de angustia y de miedo, sigue resonando en mis oídos. Semeja la marcha fúnebre de un gran mosquito entre el estruendoso barritar de los elefantes y el rugir de los leones. Resulta insaciable, con un deseo microscópico. Sé que me estoy poniendo en ridículo, pero ha llegado a obsesionarme. Eres... no sé lo que eres... Eres extraordinario. ¿Cómo lo consigues? ¿Cómo lo consigues? ¿Cómo lo consigues?
Martin interrumpió su rapsodia, para continuar luego.
—No volveré a escribir. No soy más que barro. Me has mostrado la obra del verdadero artesano y artífice. ¡Genio! Eso es más que genial. Tras-ciende más allá del genio. Es la verdad loca. Es cierto cada uno de sus versos. La ciencia no puede mentir. Es la verdad adivinada por un vidente y extraída del negro metal del cosmos, para convertirla, con un sonido rítmico, en una perfección de belleza y de esplendor. Pero ya no diré nada más. Estoy abrumado. Sólo una cosa. Deja que intente venderlo en tu nombre.
Brissenden sonrió.
—No existe una sola revista en toda la Cristiandad que se atreviese a publicarlo. Lo sabes muy bien.
—No sé nada en absoluto. Creo, por el contrario, que no hay una sola revista en toda la Cristiandad que no lo aceptara en seguida. No reciben cosas como ésta a diario. No se trata del poema del año. Es el poema del siglo.
—Quisiera pedirte una cosa.
—Bueno, no seas cínico —le exhortó Martin—. Los directores de revista no son totalmente fatuos. Lo sé. Y te voy a hacer una apuesta. Nos jugamos lo que quieras a que Efímero la aceptan al primer o al segundo intento.
—Sólo una cosa me impide aceptarlo. —Brissenden esperó un instante—. Eso es lo mejor que he hecho en toda mi vida. Lo sé. Es mi canto del cisne. Me siento muy orgulloso. Casi lo adoro. Es mejor que el whisky. Es cuanto soñaba, la obra grandiosa y perfecta, cuando no era más que un muchacho, con dulces ilusiones e ideales limpios. Al fin lo he conseguido, con mi último aliento, y no quiero que lo manoseen y lo ensucien una serie de cerdos. No, no acepto tu proposición. Es de mi propiedad; yo lo hice y sólo lo comparto contigo.
—Pero piensa en el resto del mundo —protestó Martin—. La función de la belleza es alegrar el mundo.
— ¡Es mi belleza!
—No seas egoísta.
—No soy egoísta. —Brissenden sonrió, del modo como solía hacerlo cuando se sentía satisfecho de lo que iba a decir—. Soy menos egoísta que un perro hambriento.
En vano intentó Martin que cambiara de criterio. Le dijo que su odio a las revistas y a los periódicos era furioso, fanático y que su conducta era mil veces más despreciable que la del joven que incendió el templo de Diana, en Éfeso. Ante la avalancha de acusaciones, Brissenden bebió tranquilamente el ponche, reconociendo que era cierto cuanto el otro decía, excepto lo que se refería a los directores de revista. Su odio por ellos no conocía límites y superaba a Martin cuando se trataba de acusarlos.
—Quisiera que me lo pasaras a máquina —le dijo luego—. Lo haces mil veces mejor que cualquier mecanógrafa. Y ahora quiero darte un consejo. —Sacó un voluminoso original del bolsillo—. Aquí está tu La vergüenza del sol. No lo he leído una vez, sino dos y tres incluso, que es el elogio mayor que puedo hacerte. Después de lo que has dicho de Efímero, debo callarme. Pero sí te diré una sola cosa: Cuando publiques La vergüenza del sol, será un éxito. Va a provocar tal polémica, que te valdrá miles en publicidad.
Martin rió.
—Supongo que ahora me dirás que lo ofrezca a las revistas.
—En absoluto, bueno, si es que quieres que lo publiquen. Ofréceselo a las editoriales de primera clase. Algún asesor puede estar lo bastante loco para recomendarlo. Tú has leído los libros que cuentan. Su contenido se ha transmutado en la mente de Martin Eden para convertirse en La vergüenza del sol y un día Martin Eden será fa-foso, y una gran parte va a debérselo a este trabajo. Por tanto, búscate un editor y lo antes posible.
Brissenden se marchó tarde aquella noche y, en el momento en que subía al tranvía, se volvió bruscamente para entregar a Martin un pedazo de papel ligeramente arrugado.
—Toma —le dijo—. Estuve en las carreras y tuve suerte.
Sonó la campanilla y el tranvía se puso en marcha, dejando a Martín preguntándose qué sería lo que el otro le diera. De regreso a su habitación, lo examinó, comprobando que era un billete de cien dólares.
No tuvo escrúpulos en quedárselos. Sabía que su amigo disponía siempre de mucho dinero y también le constaba, con absoluta certeza, que el éxito le iba a permitir devolvérselo. Por la mañana, pagó todas sus facturas, dio a María tres meses adelantados de alquiler y desempeñó todas sus propiedades. Luego, le compró un regalo de bodas a Marian y otros más sencillos, apropiados para Navidad, a Ruth y a Gertrude. Con lo que quedaba, se trasladó a Oakland con toda la tribu Silva. Iba a cumplir una promesa que hiciera ha-cía tiempo, de que todos los Silva, incluida María, tendrían zapatos. También recibieron trompetas y muñecas, así como otros juguetes y bolsas de caramelos y de avellanas, hasta obligarles a ir cargados.
Fue mientras esa extraordinaria procesión le seguía a él y a su patrona, en busca de una dulcería, cuando encontraron a Ruth y a su madre. Mrs. Morse quedó horrorizada. Incluso indignó a Ruth, pues ésta tenía en mucho las apariencias, y la presencia de su novio, en compañía de María y precediendo a una serie de granujillas portugueses, no resultaba muy agradable. Sin embargo, no fue esto lo que más la molestó, sino lo que con-sideraba su falta de consideración y de respeto. Por último, y más importante aún, la muchacha vio en el incidente la imposibilidad de borrar sus orígenes humildes. En sí mismo, constituía un estigma, pero pregonarlo al mundo, a su mundo, era ir demasiado lejos. Aunque su compromiso con Martin se mantuvo en secreto, la evidente intimidad entre ambos no había dejado de provocar comentarios. En la dulcería, examinando atentamente a Eden y a sus acompañantes, había no pocos conocidos de la muchacha. A Ruth le faltaba la elasticidad de Martin y no era capaz de elevarse sobre su propio medio ambiente. La había herido en lo más hondo y su sensible naturaleza temblaba de vergüenza. Tanto era así que, cuando Martin fue luego a verla, decidió no darle el regalo que guardaba en el bolsillo, prefiriendo esperar a una ocasión más propicia. Le resultó inesperado el espectáculo de Ruth bañada en lágrimas, lágrimas de pasión y de ira. Al verla sufrir, quedó convencido de que había sido un bruto, aunque por mucho que lo pensara no pudo averiguar de qué forma. No se le ocurría sentirse avergonzado de las personas que conocía ni tampoco que darle a la tribu de los Silva un poco de alegría navideña pudiese ser una falta de consideración* hacia Ruth. En cambio, comprendió el punto de vista de la muchacha, una vez ella se lo hubo explicado, pero lo consideró una simple debilidad femenina, de las que afligen a todas las mujeres e, incluso, a las mejores mujeres.
CAPITULO XXXVI
—Ven, voy a enseñarte la verdadera basura —le dijo Brissenden una tarde de enero.
Habían comido juntos en San Francisco y se hallaban en el muelle del transbordador, a punto de regresar a Oakland, cuando se le ocurrió mostrarle a Martin la «verdadera basura». Se volvió, avanzando a toda prisa por el muelle, constituyendo una triste figura embutida en su abrigo, mientras Martín se daba prisa por seguirle. En una bodega, compró dos botellas de oporto añejo y, con una en cada mano, saltó al tranvía de Mis-sion Street, también seguido por Martin, cargado con varias botellas de whisky.
«Si Ruth me viese ahora», se dijo Eden, mientras se preguntaba lo que podía constituir la verdadera basura.
—Quizá no haya nadie allí —comentó Brissenden cuando se apearon, para dirigirse al ghetto obrero de Market Street—. En tal caso, vas a perderte lo que desde hace tanto tiempo buscabas.
—¿Y qué diablos es eso? —indagó Martin.
—Hombres, hombres inteligentes, en vez de las vaciedades parlantes con los que te vi en el antro del mercader. Tú has leído los libros y te has encontrado por ti mismo. Bien, pues esta noche voy a presentarte otros hombres que también han leído de modo que no vuelvas a sentirte solo.
Al llegar al final de la manzana, añadió:
—No es que me importen mucho sus interminables discusiones. No me interesa la filosofía de los libros. Pero verás que esos tipos son inteligentes y no cerdos burgueses. Pero anda con cuidado. Te vencerán en cualquier tema que saques a relucir.
Algo después, dijo jadeando, mientras rechazaba el intento de Martin de quitarle las dos botellas:
—Confío en que esté Norton. Es un idealista, estudió en Harvard. Tiene una memoria prodigiosa. El idealismo le llevó a un anarquismo filosófico y la familia le echó de casa. Su padre es presidente de una compañía de ferrocarriles y varias veces millonario, pero el hijo pasa hambre en San Francisco y publica una revista anarquista mensual a veinticinco centavos.
Martin conocía poco San Francisco y casi nada la parte sur de Market, por lo que ignoraba a qué lugar le conducían.
—Bueno —apremió—, cuéntame más acerca de ellos. ¿Cómo se ganan la vida? ¿Cómo llegaron hasta aquí?
—Confío en que esté Hamilton —dijo Brissen-den, mientras tomaba un descanso—. Se llama Strawn-Hamilton, compuesto. Viene de una vieja familia del Sur. Es un vagabundo, el mayor holgazán que he conocido, aunque trabaja de escribiente, o, por lo menos, lo simula, en una cooperativa socialista por seis dólares semanales. Pero es un vagabundo vocacional. Así llegó a la ciudad. Le he visto pasar todo un día en un banco público, sin probar bocado, y cuando, a última hora, le invité a cenar, en un restaurante que estaba a dos manzanas, me contestó: «Demasiado esfuerzo, viejo. Cómprame un paquete de cigarrillos.» Era spenceriano como tú, hasta que Kreis le convirtió al monoísmo materialista. Haré que hable de eso, si puedo. Norton también es monoísta, aunque sólo acepta el espíritu. Y es capaz de aca-
llar a Kreis y a Hamilton.
—¿Quién es Kreis? —indagó Martin.
—El dueño del local al que vamos. Era profesor, pero le expulsaron de la Universidad; la vieja historia. Tiene una mente precisa como una trampa de acero. Hace de todo para vivir. No tiene escrúpulos. Le quitaría el sudario a un muerto; cualquier cosa. La diferencia entre él y la burguesía es que roba sin ilusiones. Habla de Nietzsche y de Schopenhauer o de Kant, pero lo único que de verdad le interesa, sin exceptuar a Mary, es el monoísmo. Haeckel es su dios privado. Lo único que le irrita es que insulten a Haeckel. Aquí se albergan. —Brissenden dejó las botellas ante la puerta, antes de entrar. Se trataba de un edificio vulgar de dos pisos, con un bar y una tienda en la planta—. Toda la banda vive aquí; tienen el piso superior para ellos. Kreis dispone de dos habitaciones. Es el único. Vamos.
En el piso superior no había luces, pero Brissenden se deslizó por entre las sombras como un fantasma. Se detuvo para hablar con Martin.
—Uno de ellos, Stevens, es teósofo. Arma buenos líos cuando se embala. Ahora está de lavaplatos en un restaurante. Le encantan los buenos cigarros. Le he visto comer por diez centavos y pagar cincuenta por el que luego se fumó. Traigo dos por si aparece.
»Y hay otro tipo, Parry, un australiano, que es especialista en estadísticas y una enciclopedia del deporte. Puedes preguntarle la cosecha de grano del Paraguay en 1903 o la exportación inglesa a la China en 1890, qué peso tenía Jimmy Britt cuando se enfrentó a Nelson o quién era el campeón welter de América en 1868, y te dará las respuestas correctas con la celeridad de una máquina. Luego, está Andy, un albañil, que sabe de todo y juega muy bien al ajedrez, y otro tipo, Harry, panadero, un ardiente socialista, muy activo en los sindicatos. Por cierto, recordarás la huelga de camareros y cocineros; pues bien, Hamilton fue quien organizó el sindicato y quien la provocó. Lo planeó todo con tiempo en el cuarto de Kreis. Lo hizo por distraerse, pera es demasiado vago para continuar en el sindicato. Hubiera podido llegar muy lejos de desearlo. No hay límite a las posibilidades de ese hombre, de no ser tan soberbiamente haragán.
Brissenden seguía avanzando en la oscuridad, hasta que un rayo de luz señaló el quicio de una puerta. Ésta se abrió a su llamada y Martin se encontró estrechándole la mano a Kreis, un hombre apuesto, moreno, de dientes blancos, un bigote caído y ojos vivos. Mary, una muchacha rubia, de aire de matrona, lavaba la vajilla en la habitación que servía, a la Vez, de cocina y de comedor. La otra servía de dormitorio y de sala. Del techo pendía la colada de la semana, tan baja que, de momento, Martin no vio a dos hombres que hablaban en un rincón. Saludaron con entusiasmo a Brissenden y a sus botellas y, cuando les presentaron, Martin se enteró de que eran Andy y Parry. Se quedó con ellos, para escuchar con atención el relato que el último hacía de un combate de boxeo que viera la noche antes. Mientras, Brissenden, en sus glorias, se enzarzaba en la preparación de un ponche y servía vino y whisky con soda. A su invitación de que acudiese todo el mundo, Andy salió para hacer una ronda por las habitaciones.
—Tenemos suerte, la mayor parte están aquí —le dijo Brisseaden a Martin en voz baja—. Ahí vienen Norton y Hamilton. Te los presentaré. No veo a Stevens. Si puedo, les haré hablar del mo-noísmo. Espera a que hayan bebido unos tragos y se animen.
Al principio, la conversación era algo deshilvanada. No obstante, Martin no pudo dejar de advertir lo bien que funcionaban sus cerebros. Tenían opiniones, aunque, a veces, fuesen contradictorias, y, pese a ser ingeniosos y listos, no eran superficiales. Vio en seguida que, no importa de qué Hablasen, cada uno aplicaba todos sus conocimientos y que tenían un profundo y unificado concepto de la sociedad y del cosmos. Nadie les fabricaba sus opiniones; eran rebeldes de una clase u otra y en sus labios no cabían los lugares comunes. Nunca había oído Martin en casa de los Morse discutir tal amplitud de temas. No parecía haber más límite que sus posibilidades de abarcarlos. Hablaban de las últimas novelas a los dramas más avanzados y del futuro del teatro a la herencia de otras generaciones. Comentaban o se burlaban de los periódicos de la mañana, saltaban de las condiciones de trabajo en Nueva Zelanda a Henry James. Luego, trataban de los propósitos alemanes en el Extremo Oriente y de los aspectos económicos del Peligro Amarillo. Se hablaba de las elecciones alemanas y de ciertos dis-cursos de sus cabecillas, para pasar a la política local, a los últimos escándalos de la administración de los sindicatos o a las maniobras para pro-vocar una huelga de marineros. A Martin le sorprendió el conocimiento que de todo tenían. Sabían lo que no publicaban en los periódicos, los hilos que movían las manos ocultas para que bailasen las marionetas. Para sorpresa de Eden, Mary intervino en la conversación, demostrando una inteligencia que jamás encontrara en cuantas mujeres trató. Hablaron de Swinburne, de Rossetti, tras lo cual ella les guió, más allá de los conocimientos de Eden, en los senderos de la literatura francesa. Pudo vengarse, no obstante, cuando ella defendió a Maeterlinck, y él sacó a relucir su bien madurada tesis de La vergüenza del sol.
Habían acudido otros hombres, y la atmósfera estaba impregnada de humo de los cigarrillos, cuando Brissenden dio la señal.
—Aquí tienes carne fresca para tu cuchilla, Kreis —dijo—. Un joven inocente, entusiasmado con Herbert Spencer. Conviértele en partidario de Haeckel, si es que puedes.
Kreis pareció despertarse como atraído por un imán, mientras Norton contemplaba a Martin con simpatía, como indicándole que no iba a carecer de protección.
Kreis comenzó dirigiéndose a Martin, pero, poco a poco, Norton fue interviniendo hasta que ambos se enzarzaron en una discusión personal. Eden escuchaba, sin poderlo creer. Resultaba imposible imaginar que aquello pudiese ocurrir en la vida real y, aún menos, en el ghetto obrero de Market Street. Los libros aparecían vivos en aquellos hombres. Hablaban con fuego y entusiasmo, encendidos por el estimulante intelectual, como otros se encendían con el alcohol o la ira. Lo que Martin oía ya no era la fría filosofía en palabra impresa, que escribieran míticos semidio-ses, como Kant y Spencer. Era algo vivo, con sangre roja y cálida, encarnada en aquellos dos hombres, hasta que sus facciones se contraían de entusiasmo. A veces, otros hombres intervenían y todos seguían la discusión, con los cigarrillos en-cendidos y una intensa atención.
El idealismo jamás atrajo a Martin, pero el modo como Norton lo exponía le resultó una revelación. Su lógica plausibilidad, que tanto atraía a Eden, hizo que Kreis y Hamilton se burlasen de Norton, llamándole metafísico, el cual, a su vez, se burlaba de ellos, llamándoles meta-físicos. Los otros acusaban a Norton de querer explicar el estado consciente por sí mismo. Él, por su parte, les acusaba de jugar con las palabras, de que sus razonamientos iban de las palabras a la teoría, en vez de ir de los hechos a la teoría. Esto les horrorizó. Era casi un dogma de su sistema de razonamiento comenzar con los hechos e ir dándoles nombres.
Cuando Norton se aventuró en la intrincada selva de Kant, Kreis le recordó que todos los buenos filósofos alemanes van a Oxford cuando mueren. Poco después, Norton les recordaba la ley de la Parsimonia de Hamilton, cuya aplicación reivindicaron para cada proceso racional.
Y, mientras, Martin se enlazaba las rodillas con los brazos, para escucharles mejor. Pero Norton tampoco era discípulo de Spencer, por lo que, asimismo, se dirigía a él, igual que sus dos oponentes.
—Como sabe, a Berkeley nunca le han replicado adecuadamente —dijo mirando a Martin—. Herbert Spencer fue el que más se aproximó, aunque no demasiado. Incluso los más firmes partidarios de Spencer no pueden ir más allá. Leí el otro día el artículo de uno de ellos en que el mayor elogio era que Spencer casi logró replicar a Berkeley.
—¿Sabes lo que dijo Hume? —indagó Hamil-ton. Norton asintió, pero el otro lo repitió en beneficio de los demás—. Dijo que las razones de Berkeley no admiten réplica ni provocan convicciones.
—En la mente de Hume —fue la respuesta—.
Y la mente de Hume era igual a la tuya, con una única diferencia: sabía lo suficiente para reconocer que no se puede replicar a Berkeley.
Norton era sensible y emotivo, aunque nunca perdía la cabeza, mientras que Kreis y Hamil-ton eran como dos salvajes que, fríamente, buscaban los lugares más débiles, para herir. Conforme avanzaba la velada, Norton, excitado por las continuas acusaciones de ser un metafísico, aferrándose a la silla para no saltar, con los ojos grises encendidos y el rostro contraído y lleno de seguridad, lanzó un ataque a fondo.
—Muy bien, puede que yo razone como un hechicero, pero, ¿cómo razonáis vosotros? No tenéis base en que apoyaros, no sois más que unos dogmáticos poco científicos, pese a esa ciencia positiva que siempre colocáis donde no le corresponde estar. Mucho antes de que naciera la escuela del monoísmo materialista, removieron el suelo de modo que no encontrara cimientos.
Y eso hizo Locke; John Locke. Hace doscientos años, incluso más, demostró, en su ensayo En torno <& conocimiento humano, que no había ideas innatas. Pero lo mejor de todo es que eso es exactamente lo que vosotros afirmáis. Esta noche, habéis insistido en que no existen las ideas innatas.
»¿Y qué significa eso? Significa que no sa-béis la última realidad. Tenemos el cerebro vacío al nacer. Lo único que recibimos a través de los cinco sentidos son las apariencias y los fenómenos. Por tanto, el numen, que no figura en nuestras mentes cuando nacemos, no tiene modo de filtrarse...
—Niego que... —fue a interrumpirle Kreis.
— ¡Espera a que acabe! —le gritó Norton—. Sólo se puede saber una parte del juego entre la fuerza y la materia, según afecte vuestros sentidos. Verás, en bien de la discusión, estoy dispuesto a admitir que la materia existe y lo que me propongo es venceros con vuestros propios argumentos. No puedo hacerlo de otro modo, ya que, ambos, sois congénitamente incapaces de comprender una abstracción filosófica.
»Y, ahora, ¿qué sabéis de la materia, según vuestra ciencia positiva? Sólo la conocéis por sus fenómenos, su apariencia. Sólo tenéis presentes sus cambios o los cambios que provocan cambios en vuestro consciente. La ciencia positiva sólo trata de los fenómenos, pero sois lo bastante tontos como para intentar ser entologistas y tratar del numen. No obstante, y por la propia definición de la ciencia positiva, ésta sólo entiende en las apariencias. Como alguien ha dicho, el conocimiento basado en los fenómenos, no puede trascender el propio fenómeno.
»No es posible replicar a Berkeley, aunque se haya aniquilado a Kant, pero, a la fuerza, asumía que la ciencia prueba la no existencia de Dios o, lo que es lo mismo, la existencia de la materia... Recordad que admití la existencia de la materia únicamente para hacerme inteligible a vuestra comprensión. Sed partidarios de la ciencia positiva, si eso os gusta, pero la entología no tiene lugar en ella. Por tanto, dejadla en paz. Spencer tenía razón en su agnosticismo, pero si...
Era ya hora de tomar el último transbordador para Oakland, y Brissenden y Martin se fue-ron, dejando a Norton discutiendo y a Kreis y Hamilton esperando la oportunidad de saltarle encima, como dos mastines, en cuanto hubiese concluido.
—He tenido una visión del país de las hadas —dijo Martin, ya en el transbordador—. La vida merece vivirse cuando se conoce a gente como ésa. Tengo la cabeza revuelta. Nunca hice caso del idealismo. Pero no puedo aceptarlo. Sé que seré siempre un realista. Supongo que nací de ese modo. Pero me hubiera gustado contestarles a Kreis y Hamilton y creo que tengo algo que decirle a Norton. No vi que Spencer resultase perjudicado. Estoy tan impresionado como un niño el día en que por primera vez va al circo. Comprendo que debo leer más. Sigo creyendo que Spencer es la cumbre, y la próxima vez voy a intervenir.
Pero Brissenden, que respiraba con dificultad, se había dormido, con la barbilla apoyada en el hundido pecho, bien envuelto en su largo abrigo y agitándose a las vibraciones de las hélices.
CAPITULO XXXVII
Lo primero que hizo Martin a la mañana siguiente fue contravenir tanto los consejos como las órdenes de Brissenden. Envió por correo La vergüenza del sol al Acrópolis. Creía poder conseguir que se la comprase alguna revista y que, a través de ésta, llegaría a las editoriales. Lo mismo hizo con Efímero. Pese al prejuicio de Brissenden contra esas publicaciones, lo que ya constituía una manía, Martin decidió que aquel gran poema debía imprimirse. Sin embargo, no pensaba hacerlo sin el permiso del otro. Su propósito era que lo aceptase una de las más importantes y, así equipado, forzar a Brissenden a que diese el permiso.
Martin comenzó aquella mañana un relato que planeara semanas antes y que, desde entonces, no le dejaba en paz con su insistencia para que lo escribiese. En apariencia, debía ser un relato de marinos, de aventuras en el siglo xx, con personajes reales, en un mundo real y en condiciones reales. Pero, debajo de la acción, habría algo más, algo que el lector superficial jamás iba a advertir pero que, por otra parte, no disminuiría en modo alguno el interés y la diversión de ese lector. Esto, y no el relato en sí mismo, era lo que impelía a Martin a escribirlo. En realidad, era el gran motif universal el que a Martin le sugería los temas. Una vez los había encontrado, buscaba los personajes adecuados y el momento y el lugar adecuados, para que alcanzasen universalidad. Atrasado fue el título que eligió, calculando que no excedería de unas sesenta mil palabras, una bagatela para su espléndido vigor de producción. El primer día, sintió la alegría del dominio de las herramientas. Ya no temía que las aristas estropeasen su trabajo. Los largos meses de estudio y de aplicación habían dado su recompensa. Ahora podía dedicarse, con mano segura, a ir desarrollando sus ideas. Conforme trabajaba, sentía, como nunca antes, el modo firme como aferraba la vida y las cosas de la vida. Atrasado sería un relato auténtico en sus personajes y sucesos particulares. Pero confiaba en que también contase algo que sería cierto en toda época, en todos los mares y en todas las existencias. Se dijo que esto se lo debía a Spencer. Sí, gracias a Herbert Spencer y a la clave de la vida, la evolución, que Herbert Spencer había puesto en sus manos.
Tenía consciencia de que estaba escribiendo algo grande. «¡Será bueno, será bueno!», se repetía de continuo. Sí, sería bueno. Al fin escribía algo que iba a interesar a las revistas. Todo el largo relato se le apareció como en relámpagos. Se interrumpió el tiempo justo de escribir algo en su libro de notas. Aquélla sería la frase final de Atrasado, pero, tan concienzudamente tenía planeado el libro, que podía escribir el final, antes de que llegase a ese final. Comparó su trabajo, aún incompleto, con aquellos que solía escribir acerca del mar y se dio cuenta de que era muy superior. «Sólo un hombre podía aventajarme —se dijo—, y ése es Joseph Conrad. E incluso él se entusiasmaría y me estrecharía la mano, mientras decía: "Bien hecho, Martin, muchacho."»
Estuvo trabajando todo el día, recordando en el último momento que debía ir a cenar a casa de los Morse. Gracias a Brissenden, el traje oscuro estaba desempeñado y podía asistir a sus reuniones. En la ciudad, se detuvo lo suficiente para adquirir1 un libro de Saleeby. Compró El ciclo de la vida y, en el tranvía, estuvo buscando el ensayo mencionado por Norton y que se refería a Spencer. Mientras lo leía, Martin se iba enfureciendo. Se ruborizó, apretó los dientes e iba cerrando y abriendo los puños, igual que si estrujase algo desagradable, para exprimirlo. Al bajar del tranvía, andaba aún furioso y llamó al timbre de los Morse con tal fuerza que le hizo darse cuenta de su estado de ánimo, de manera que entró en la casa sonriendo y divertido por su actitud. Pero, en cuanto estuvo dentro, le acometió una gran depresión. Bajó del alto pedestal en el que se mantuvo con las alas de la inspiración. Volvieron a su mente todos los epítetos que les dedicara Brissenden, como «burgués» y «antro de mercaderes». Pero no importaba. Se iba a casar con Ruth y no con su familia.
Le pareció que nunca había visto a Ruth tan bonita, tan espiritual y, a la vez, con mejor aspecto. Tenía color en las mejillas y sus ojos le atraían de continuo, los ojos en los que, por primera vez, viera la inmortalidad. En los últimos tiempos, había olvidado la inmortalidad, bajo la influencia de sus lecturas científicas. Pero, en las pupilas de Ruth, leyó un argumento sin palabras que vencía a las palabras de todos los argumentos. Ante los ojos de la muchacha acababan todas las discusiones, ya que en ellos había amor. Y también en los suyos. Y el amor estaba por encima de toda réplica. Ésa era su doctrina.
La media hora que pasaron juntos, poco antes de la cena, le dejó totalmente satisfecho con la vida. No obstante, una vez en la mesa, le dominó la reacción inevitable y el cansancio lógico de un día de duro trabajo. Se daba cuenta de que sus pupilas aparecían fatigadas y que se sentía irritable. Recordó que era en aquella precisa mesa, de la que ahora se burlaba y que, frecuentemente, le aburría, donde había comido por primera vez con gente civilizada, en lo que imaginara ser un ambiente de alta cultura y refinamiento. Le pareció ver la patética figura que constituía entonces, bacía ya tanto tiempo, cuando no era más que un salvaje, que sudaba de aprensión por cada poro, aturdido ante los muchos utensilios de mesa, torturado por el sirviente e intentando mantenerse a tono con el nivel social, para, luego, decidir mostrarse tal cual era, sin pretender saber nada que ignorase.
Para tranquilizarse, miró a Ruth, del mismo modo que un pasajero, asustado por la posibilidad de un naufragio, busca los salvavidas. Bien, eso había obtenido de aquella visita: el amor y Ruth. Todo lo demás no pudo soportar el contraste con los libros. Pero el amor y Ruth resistían todas las pruebas; incluso halló una razón biológica. El amor era la expresión más alta de la vida. La Naturaleza se esforzó en crearle, igual que a todos los hombres normales, con el único propósito de que amara. La Laturaleza había invertido diez mil siglos, y, también, cien mil e, incluso, un millón, en esa tarea y él era la consecuencia de tantos esfuerzos. Le hizo que el amor fuese el más fuerte de sus sentimientos, aumentado en una miríada por ciento, y le lanzó al mundo efímero para que experimentase emociones y se aparejase. Bajo la mesa, su mano buscó la de Ruth y sintió el calor de su contacto. La muchacha le miró brevemente y sus ojos relucían acariciadores. También los suyos, y no supo nunca hasta qué punto la expresión de la muchacha era una respuesta a la suya.
Frente a Martin, a la derecha de Mr. Morse, se encontraba el juez Blount, del Tribunal Supremo local. Martin se había encontrado con él en diferentes ocasiones y siempre le fue antipático. Entonces, hablaba con el padre de Ruth de los sindicatos y de la situación laboral y de socialismo, y Mr. Morse intentaba forzar a Martin a que interviniese. Al fin, el juez Blount le miró con paternal y benigna compasión. Martin contuso una sonrisa.
—Con el tiempo, se sobrepondrá a eso, joven —le dijo amablemente—. El tiempo es la mejor medicina para esas epidemias juveniles. —Se volvió hacia Mr. Morse—. No considero la discusión como una buena medicina en esos casos. Sólo hace más obstinado al paciente.
—Muy cierto —convino el otro—. Pero es saludable recordarle, de vez en cuando, su condi-ción al enfermo.
Martin se echó a reír. Le costó un leve esfuerzo, ya que la jornada había sido larga y fatigosa y estaba a punto de estallar.
—Es indudable que son ustedes excelentes doctores —dijo—, pero, en caso de que les interese la opinión del paciente, permítanle decirles que hacen pésimas diagnosis. En realidad, padecen la enfermedad que me atribuyen. Por mi parte, me siento inmune. La filosofía socialista, que bulle a medio cocer en sus venas, no me afecta.
—Hábil, muy hábil —comentó el juez—. Un truco excelente en las controversias; cambiar posiciones.
—Usted lo ha dicho, no yo. —A Martin le brillaban los ojos, pero lograba dominarse—. Verá, señor juez, he oído sus discursos electorales. De algún modo, ha llegado usted a convencerse de que cree en el sistema competitivo y en la supremacía del fuerte, pero, al mismo tiempo, apoya toda suerte de medidas para quitarle la fuerza a los fuertes...
—Joven...
—Recuerde que he oído sus discursos electorales —advirtió Martin—. Según en ellos consta, su postura acerca de la regulación del comercio interestatal, de la reglamentación de los ferrocarriles y de las grandes compañías, en el modo de conservar los bosques y en infinidad de cosasmás, es puro socialismo.
—¿Me va a decir que no cree en la reglamentación de esos abusos de poder?
—No es ésa la cuestión. Pretendo decirle que hace usted pobres diagnosis. Pretendo decirle que yo no estoy afectado por el microbio del socialismo. Pretendo decirle que es usted quien padece los efectos devastadores de ese microbio. En cuanto a mí, soy un inveterado enemigo del socialismo, igual que soy un inveterado enemigo de su democracia, que no es otra cosa que un falso socialismo, disfrazado bajo una serie de palabras que no soportan un análisis serio.
»Soy reaccionario, tanto que mi postura le resulta incomprensible a quienes, como usted, viven envueltos en la mentira de la organización social y son incapaces de ver a través de los velos. Usted pretende hacer creer que cree en la victoria de los fuertes y en el gobierno de los fuertes. Yo lo creo. Ésa es la diferencia. Cuando era algo más joven, hace cosa de pocos meses, estaba de acuerdo con usted. Me habían impresionado. Pero los mercaderes, en el mejor de los casos, son unos gobernantes cobardes. Pasan el día buscando la manera de conseguir dinero y yo he vuelto a la aristocracia. Soy el único individualista de esta habitación. No espero nada del Estado. Sólo espero algo del hombre fuerte, del hombre a caballo, que salve al Estado de su corrompida futilidad.
»Nietzsche tenía razón, y no voy a perder el tiempo explicándoles quién era Nietzsche. Pero tenía razón. El mundo es de los fuertes, de los fuertes que, además, son, también, nobles y que no pierden el tiempo en la sentina del comercio. El mundo pertenece a los auténticos aristócratas, a la gran bestia rubia, a los que no pactan y, en cambio, afirman. Y acabará por arrollar a los socialistas que, como ustedes, temen al socialismo y se consideran individualistas. No les va a salvar su moral de esclavos y de débiles y humildes. Sí, ya sé que les suena a griego y no voy a perder más tiempo. Pero recuerden una cosa. En todo Oakland no habrá más de seis in-dividualistas, y uno de ellos es Martin Eden.
Indicó que daba por terminada la discusión y se volvió hacia Ruth.
—Estoy muy cansado —le dijo en voz baja—. Sólo quiero quererte, no discutir.
Simuló no oír a Mr. Morse cuando decía:
—Estoy convencido. Todos los socialistas son iguales a los jesuítas. Es el único modo de decírselo.
—Aún haremos de ti un buen republicano —afirmó el juez.
—Antes llegará el hombre a caballo —replicó Martin de buen humor y se volvió, nuevamente, a Ruth.
Pero Mr. Morse no estaba satisfecho. No aprobaba la pereza y la poca inclinación hacia un trabajo serio y formal de su futuro yerno, por cuyas ideas no sentía el menor respeto y cuya naturaleza no comprendía. Por tanto, Mr. Morse dirigió la conversación hacia Herbert Spencer. El juez Blount le secundó hábilmente y Martin, que oyó mencionar al filósofo, tuvo que soportar la diatriba que lanzara el juez contra Spencer. De vez en cuando, Mr. Morse miraba a Martin, como diciéndole: «¡Ahí tienes, muchacho!»
—¡Cuervos parlanchines! —murmuró Martin y siguió hablando con Ruth y Arthur.
Pero la fatiga de la jornada y la discusión de la víspera continuaban pesando en su ánimo. Además, aún seguía indignado por lo que leyera en el tranvía.
—¿Qué te ocurre? —indagó Ruth de súbito, alarmada por los esfuerzos que Edén realizaba para dominarse.
—«No hay más dios que lo Desconocido y Herbert Spencer es su profeta» —decía en aquel momento el juez Blount.
Martin se volvió hacia él
—Un juicio Barato y fácil —comentó tranquilamente—. Lo oí por primera vez en el City Hall Park, en labios de un obrero que debió pensar mejor lo que decía. He vuelto a oírlo con frecuen-cia y siempre me da náuseas su vulgaridad. De* bieran avergonzarse. El nombre de Spencer en sus labios me da la misma impresión que una gota de rocío en un pozo negro. Son ustedes repugnantes.
Fue como si hubiese caído un rayo. El juez Blount le miró casi apoplético y reinó un profundo silencio. Mr. Morse se sentía muy satisfecho. Resultaba evidente que su hija estaba escandalizada: Eso era lo que deseaba, que saliera a relucir la rufianesca naturaleza de aquel hombre que no le agradaba.
Ruth tomó la mano de Martin, para calmarle, pero a éste se le había encendido la sangre. Le enfurecía la pretensión intelectual y la falsedad de aquellos que ocupaban altos puestos. ¡Un juez del Tribunal Supremo! Pocos años antes, contemplaba desde abajo a tales deslumbrantes personalidades, considerándoles como a dioses.
El juez Blount se rehízo e intentó dirigirse a Martin con una apariencia de corrección, que, luego, éste comprendió ser una deferencia a las señoras. Incluso esto contribuyó a su indignación. ¿Es que no quedaba honestidad en el mundo?
—No puede discutir a Spencer —gritó—. ¡No sabe de Spencer más que sus compatriotas! No es culpa suya, lo reconozco. No es más que otra faceta de la gigantesca ignorancia de la época. Leí una muestra mientras venía a esta casa. Se trataba de un ensayo de Saleeby sobre Spencer. Debieran leerlo. Resulta accesible a todo el mundo. Se puede comprar en cualquier librería o sacarlo de la biblioteca pública. Se avergonzarían de lo pobre de sus insultos y de su ignorancia acerca de ese hombre digno, al compararlos con todo lo que reunió Saleeby. Constituye un ejemplo de vergüenza que les avergonzaría a ustedes.
»"E1 filósofo de los semianalfábetos" le llamó un filósofo académico que no era digno ni de ensuciar la atmósfera que Spencer respiraba. No creo que hayan leído ni siquiera diez páginas de las obras de Spencer, pero hay críticos, presumiblemente más inteligentes que ustedes, que no han leído mucho más. No obstante, desafían a sus seguidores a que obtengan una sola idea de sus escritos, de los escritos de Herbert Spencer, el hombre que imprimió su genio en todo el campo de la investigación científica y del pensamiento moderno, el padre de la psicología, el que revolucionó la pedagogía, hasta el punto de que los hijos de los campesinos franceses se educan hoy día según los principios que él estableció. Y los hombrecillos desdeñan su recuerdo, cuando viven precisamente de la aplicación técnica de sus ideas. Lo poco que contienen sus mentes a él se lo deben. Es muy cierto que, de no haber vivido Spencer, faltaría la mayor parte de lo que hoy figura en su sabiduría de loro.
»Y, sin embargo, un hombre como el rector Fairbanks, de Oxford, un hombre situado a más altura que usted, juez Blount, dijo que la posteridad consideraría a Spencer más como a un poeta y un soñador que a un pensador. ¡Pandilla de charlatanes e ignorantes! Uno de ellos se atrevió a decir que Primeros principios no está exento de cierto vigor literario. Y otros afirmaron que era un hábil estudiante más que un pensador original. ¡Charlatanes e ignorantes! ¡Charlatanes e ignorantes!
Martin calló bruscamente y hubo un profundo silencio. Todos, en la familia de Ruth, consideraban al juez Blount como un hombre de gran categoría e inteligencia y se sentían horrorizados por el estallido de Martin. La cena transcurrió como un funeral, durante la que el juez y Mr. Morse se limitaron a hablar entre sí, resultando muy difícil el resto de la conversación. Más tarde, hubo una escena entre Ruth y Martin.
—¡Eres insoportable! —le dijo la muchacha llorando.
Pero Martin seguía furioso y no dejaba de murmurar:
— ¡Bestias, bestias!
Cuando ella le reprochó haber insultado al juez, Eden replicó:
—¿Por decirle la verdad?
—No me importa que fuese la verdad —insistió Ruth—. Hay ciertos límites que impone la educación y tú no tienes permiso para ir insultando a la gente.
—¿Y dónde consiguió el juez Blount el permiso para falsear la verdad? —indagó Martin—. Es indudable que falsear la verdad constituye un delito mayor que insultar a una especie de pigmeo como el juez. Hizo algo peor aún. Manchó la buena reputación de un hombre digno y noble, que ha muerto. ¡Bestias, bestias!
Su furia se iba encendiendo y Ruth se asustó. Nunca le había visto tan enfadado y, a su juicio, era injusto y estaba equivocado. Y, sin embargo, a través de su miedo, vibraban los hilos de la fascinación que le había atraído hacia él y que aún le atraía, que le hizo apoyarse en él y que, en un momento de locura, la impulsó a acariciarle el cuello. Ruth se sentía herida y horrorizada por lo que acababa de ocurrir, pero, no obstante, seguía entre sus brazos, trémula, mientras él continuaba murmurando:
—¡Bestias, bestias!
Y continuó allí cuando él dijo:
—No volveré a alterar vuestra mesa, cariño. No me aprecian y no está bien que les fuerce a soportarme. Además, me resultan tan molestos como yo a ellos. Me ponen enfermo. ¡Y pensar que, en mi inocencia, supuse que cuantas personas están situadas en altos puestos, que viven en hermosas casas, han recibido educación y tienen cuentas en los Bancos merecían la pena cono» cerse!
CAPÍTULO XXXVIII
—¡Anda! Vamos a escucharles.
Eso dijo Brissenden, débil a causa de una hemorragia ocurrida media hora antes, la segunda en tres días. Tenía el inevitable vaso de whisky en la mano y lo bebió con dedos temblorosos.
—¿Qué es lo que te atrae de los socialistas? —indagó Martin.
—A los asistentes se les permite hablar durante cinco minutos —explicó el enfermo—. Levántate y suéltalo. Diles por qué no te gusta el socialismo. Diles lo que piensas de ellos y de su ética de ghetto. Échales a Nietzsche en la cara y recibe el vapuleo. Conviértelo en una pelea. Les será útil. Lo que quieren es una buena discusión y, también, lo que a ti te gusta. Verás, quisiera convertirte al socialismo antes de morir. Dará una razón para que existas. Es lo único que con el tiempo puede salvarte del desengaño hacia el que caminas.—No entenderé nunca el motivo de que tú, precisamente tú, seas socialista —comentó Martin—. Detestas a la masa. ¡No hay nada en esa canalla que la acerque a tu alma estética! —Señaló con un dedo acusador el vaso de whisky que el otro volvía a llenar—. El socialismo no parece haberte salvado a ti.
—Estoy muy enfermo —fue la respuesta—. Tu caso es distinto. Tienes salud y mucho por lo que vivir. Y de algún modo hay que aferrarte a la vida. Me preguntas por qué soy socialista. Te lo diré. Porque el socialismo es inevitable, porque nuestro sistema podrido e irracional no puede subsistir, porque ha pasado el día del hombre a caballo. Los esclavos no lo soportarían. Son demasiados y, con maña, derribarán a tu jinete antes de que logre montar. No puedes evitarlos y tendrás que soportar toda su moral de esclavos. Reconozco que no es agradable. Pero se ha estado cociendo y deberás tragarla. Resultas antediluvia-no con tus ideas nietzscheianas. El pasado ha pasado y miente el que diga que la historia se repite. Claro que no me gusta la masa, ¿pero qué va a hacer un pobre diablo? No podemos tener al hombre a caballo, y cualquier cosa es preferible a los cerdos que ahora nos gobiernan. Pero, vamos, sea lo que sea. He bebido mucho y, si me quedo aquí, acabaré borracho. Y ya sabes lo que dicen los médicos... ¡Malditos médicos! Aún les engañaré.
Era domingo por la noche y el reducido local estaba atestado de socialistas de Oakland, en su mayor parte obreros. El orador, un judío muy inteligente, se ganó la admiración de Martin al mismo tiempo que su antagonismo. Los hombros caídos y estrechos y el hundido pecho del orador le denunciaban como una criatura del ghetto de trabajadores y Martin no podía dejar de pensar en la larga lucha de los débiles y desgraciados esclavos contra el puñado de hombres que les gobernaban y seguirían gobernándoles hasta el final de los tiempos. Para Martin, su endeble figura constituía todo un símbolo. Era la imagen que representaba a la masa de seres débiles e ineficaces, que iban muriendo de acuerdo con las leyes de la biología. Eran los poco aptos. Pese a su astuta filosofía y de su sentido de la cooperación, semejante al de las hormigas, la Naturaleza les rechazaba por el hombre excepcional. La Naturaleza sólo elegía a los mejores de entre la simiente de vida, que, de continuo, iba distribuyendo. Por ese mismo método, los hombres, imitándola, criaban caballos de carreras y cultivaban cohombros. Es Es indudable que un creador de cosmos hubiese ideado un sistema mejor, pero las criaturas de este cosmos debían atenerse al imperante. Claro que podían gritar mientras se extinguían, y los socialistas gritaban, como lo hacía el orador y la sudorosa concurrencia, en busca de algo que minimizase las dificultades de vivir y cambiara el cosmos.
Eso pensaba Martin y eso dijo cuando Brissen-den le apremió para que les diese la noche. Obedeció su indicación, acercándose a la plataforma de los oradores, según la costumbre, y se dirigió al presidente. Comenzó a hablar en voz baja, algo entrecortadamente, mientras ordenaba las ideas que le brotaron mientras hablaba el judío. En los mítines, a cada orador se le concedían cinco minutos, pero, cuando éstos hubieron concluido, Martin estaba aún desarrollando el ataque a sus doctrinas. Había sabido interesar al auditorio y éste pidió al presidente, por aclamación, que am-pliase el tiempo de Eden. Se dieron cuenta de que era un adversario digno de ellos y escucharon atentamente, siguiendo cada una de sus palabras. Martin hablaba con fuego y convicción, sin asustarse por las palabras que empleaba en sus ataques contra los esclavos, su moralidad y su táctica y refiriéndose a los reunidos como a los esclavos en cuestión. Citó a Spencer y a Malthus y expuso la ley biológica del desarrollo.
—Por tanto —concluyó como resumen—, no puede sobrevivir ningún Estado compuesto de esclavos. Sigue en pie la antigua ley del desarrollo. En la lucha por la existencia, como he demostrado, los fuertes y la progenie de los fuertes tienden a sobrevivir, mientras que los débiles y la progenie de los débiles tiende a perecer. El resultado es que los fuertes y su progenie sobrevive y, mientras prevalece la lucha, aumenta la fuerza de cada generación. Éste es el desarrolló. Pero vosotros, los esclavos, soñáis con una sociedad en que se anule la ley del desarrollo, donde los débiles y los ineficaces no perecerán, donde cada ineficaz tendrá cuanto desee comer, tantas veces al día como desee, y donde todos podrán casarse y tener hijos, lo mismo los débiles que los fuertes. ¿Cuál será el resultado? Ya no irá en aumento la fuerza y la vitalidad de cada generación. Por el contrario, disminuirá. Ése es el Némesis de vuestra filosofía de esclavos. Vuestra sociedad de esclavos, por y para los esclavos, se irá debilitando, inevitablemente, conforme se debilita y desaparece su vitalidad.
«Recordad que estoy exponiéndolo por medio de la biología, no del sentimiento. Ningún Estado de esclavos puede sostenerse...
—¿Qué hay de los Estados Unidos? —gritó uno del público.
—¿Qué hay? —replicó Martin—. Las trece colonias se libraron de sus gobernantes y formaron la llamada república. Los esclavos se convirtieron en sus propios amos. Ya no existían los señores de la espada. Pero como no pudisteis ir sin amos, surgió una nueva clase, que ya no eran los nobles, grandes y viriles, sino los astutos y ávidos mercaderes y prestamistas. Y volvieron a esclavizaros, pero no de una manera franca y abierta, como el auténtico noble hubiera hecho con la fuerza de sus brazos, sino secretamente, por medio de intrigas, de maquinaciones y de embustes. Compra-ron.a vuestros esclavos jueces, corrompieron vuestras legislaturas esclavizadas y han forzado a horrores, peores que ser como muebles, a vuestros hijos e hijas esclavos. Dos millones de niños trabajan hoy en esa oligarquía comercial que llamamos los Estados Unidos. Diez millones de esclavos están mal albergados y mal comidos.
»Pero a lo que iba. He demostrado que una sociedad de esclavos no puede prosperar, porque, por su propia naturaleza, esa sociedad debe anuar la ley del desarrollo. En cuanto se establece una sociedad de esclavos, comienza a deteriorarse. Resulta sencillo hablar de que se anule la ley del desarrollo, pero ¿dónde está la nueva ley del desarrollo que mantenga vuestro vigor? Formuladla. ¿Se ha formulado ya? Entonces, exponedla.
Martin se sentó en medio de un gran escándalo. Una docena de hombres se pusieron en pie para pedir turno. Y uno a uno, animados por estruendosos aplausos, fueron replicando al ataque. Fue una noche violenta, pero en un plano intelectual, una verdadera batalla de ideas. Algunos se apartaron del tema, pero la mayor parte de los oradores contestaron directamente a Martin. Le asombraron con líneas de pensamiento, que le resultaban desconocidas, y le descubrieron nuevas maneras de aplicar las antiguas leyes biológicas, que no negaban. Estaban demasiado excitados para mostrarse correctos y el presidente tuvo que llamarles al orden varias veces.
Dio la casualidad que un reportero novato se encontraba en la sala, enviado allí en un día de escaso interés periodístico y preocupado por la necesidad de sensaciorialismo. No era muy listo. Era superficial y de pluma fácil. No pudo seguir las discusiones. En realidad, tenía la sensación de ser muy superior a aquellos maníacos charlatanes de la clase obrera. Además, tenía un profundo respeto por los que ocupaban los altos puestos y dictaban la política de la nación y de los periódicos. Por último, tenía un ideal; esto es, realizar la perfecta obra periodística de convertir en algo, y algo muy importante, lo que no era nada.
Ignoraba a qué obedecía la discusión. No era necesario. Palabras como revolución le dieron una pista. Así como los paleontólogos son capaces de reconstruir todo un esqueleto partiendo de un simple hueso, pudo reconstruir todo un discurso partiendo de la palabra revolución. Lo hizo aquella noche y lo hizo bien. Como Martin fue quien promovió mayor revuelo, se lo atribuyó todo a él, convirtiéndole en el archianarquista del acto y transformando su reaccionario individualismo en la más roja apología del socialismo. El repor-tero era un artista y pintó con grandes brochazos la atmósfera del mitin; seres de ojos encendidos y largas melenas, tipos neurasténicos y degenerados, voces agitadas por la pasión, puños cerrados que se alzaban en el aire, todo destacándose sobre un fondo de maldiciones, de alaridos y de las voces roncas de hombres furiosos.
CAPITULO XXXIX
Con el desayuno, Martin recibió el periódico de la mañana. Resultó una experiencia nueva ver su nombre con grandes titulares y en primera página. Quedó muy sorprendido al enterarse de que era el más destacado líder socialista de Oakland. Luego, leyó el violento discurso que el reportero le atribuía y, aunque de momento se sintió enfurecido por tanta falsedad, al fin acabó apartando el periódico con una carcajada.
—Bien, ese individuo estaba borracho o miente de un modo criminal —le dijo aquella tarde a Brissenden, después de que éste se dejó caer en la silla.
—¿Qué te importa? —preguntó el enfermo—. ¿No irás a decirme que deseas la aprobación de los cerdos burgueses que leen los periódicos?
Martin quedó pensativo y luego agregó:
—No, no me importa en absoluto su aprobación. Por otra parte, puede poner más difíciles mis relaciones con Ruth. Su padre ha asegurado siempre que soy socialista y esta estupidez le afirmará más en sus convicciones. No es que me importe su opinión, la verdad. Ahora, quiero leerte lo que he estado haciendo. Se trata de Atrasado, naturalmente, y estoy a la mitad.
Leía en voz alta cuando María abrió la puerta para que pasara un joven, vestido con elegancia, que miró en torno suyo, advirtiendo el fogón de petróleo antes que a Martin.
—Siéntese —dijo Brissenden. Martin le hizo sitio en la cama y esperó a que el otro dijese algo.
—Ayer noche le oí hablar, Mr. Eden, y he venido a hacerle una entrevista —explicó el joven.
Brissenden estalló en una sonora carcajada.
—¿Un compañero socialista? —indagó el reportero, contemplándole y apreciando el pintoresquismo del rostro cadavérico del enfermo.
—Y ha escrito esa reseña —comentó Martin suavemente—. ¡Pero si es un crío!
—¿Por qué no le atizas? —indagó Brissenden—. Daría mil dólares por tener nuevamente mis pulmones.
El joven reportero quedó bastante perplejo ante aquella conversación que giraba en torno suyo. Pero le habían felicitado por su brillante fuera y me ha dicho que es preferible hacerla en vio a que entrevistara a Martin Eden, el líder de la organizada amenaza a la sociedad.
—¿No le importa que le saquemos una foto, Mr. Eden? —indagó—. Tengo a un fotógrafo ahí afuera y me ha dicho que es preferible hacerla en seguida, antes de que el sol se ponga. Luego, podemos pasar a las preguntas.
—¡Un fotógrafo! —dijo Brissenden pensativo—. Atízale, Martin, atízale.
—Me voy haciendo viejo —repuso el otro—. Sé que debiera, pero no me decido. Parece que no me importa.
—Por su madre —apremió Brissenden.
—Merece tenerse en cuenta —convino Martin—, pero no parece irritarme lo suficiente. Verás, se requiere cierta energía para atizarle a un tipo. Y, además, ¿qué importa?
—Exacto, ése es el modo de tomar las cosas —advirtió el periodista secamente, aunque comenzaba a mirar hacia la puerta con cierta inquietud.
—Pero no era verdad ni una sola palabra de las que escribió —siguió diciendo Martin.
—Comprenda que fue una descripción general —dijo el reportero— y, además, es buena propaganda. Eso es lo que cuenta. Le hice a usted un favor.
—Es buena propaganda, Martin, muchacho —repitió Brissenden con toda solemnidad.
—Y me hizo un favor; ¡piénsalo! —convino Martin.
—Veamos, ¿dónde nació usted, Mr. Edén? —indagó el reportero asumiendo un aire de gran interés.
—No toma notas —observó Brissenden—. Lo recuerda todo.
—Me basta. —El reportero procuraba no parecer preocupado—. Ningún periodista que se precie las toma.
—Sí, eso bastó para anoche —Brissenden no era discípulo del quietismo y, de súbito, cambió de actitud—. Martin, si no le atizas tú, lo haré yo, aunque caiga muerto aquí mismo.
—¿Qué te parecen unos azotes? —propuso Martin.
Brissenden lo estudió muy seriamente y, luego, asintió.
Segundos después, Martin se sentaba en el borde la cama, con el periodista cruzado sobre las rodillas.
—No me muerda —le avisó Eden— porque tendría que darle en la cara y es usted muy mono.
Abatió la mano y, desde entonces, fue subiendo y bajando a un ritmo acompasado. El reportero se agitaba y chillaba, pero no intentó morderle. Brissenden lo presenciaba muy seriamente, pero al fin se excitó y, tomando la botella de whisky, rogó:
—Déjame que yo le dé también.
—Lamento que la mano se me resienta —dijoMartin cuando suspendió la azotaina—. Latengodormida.
Alzó al reportero y le sentó en la cama.
—Les haré detener por esto —amenazó mientras por las mejillas le corrían lágrimas de infantil indignación—. Sudarán por esto. Lo han de ver.
—¡Qué mono! —comentó Martin—. No se da cuenta de que ha empezado por mal camino. No es honesto, no es digno y no es de hombres decir mentiras acerca de sus semejantes, como él lo ha hecho, pero no se da cuenta.
—Ha venido a que se lo enseñemos —intervino Brissenden.
—Ha venido a verme a mí, al que perjudicó e injurió. Sin duda, ahora el tendero va a cerrarme el crédito. Lo peor es que este pobre chico seguirá adelante hasta pervertirse del todo y se convertirá en un periodista de primera clase y un sinvergüenza de primera clase.
—Aún está a tiempo —insinuó Brissenden—. Quién sabe si serás tú el medio de salvarle. ¿Por qué no me dejaste darle una sola vez? Me hubiese gustado intervenir.
—Les haré detener, a los dos, pareja de brutos —gimió el reportero.
—No, tiene la boca muy floja —Martin movió la cabeza tristemente—. Me temo que me he esforzado en vano. Ese chico no puede reformarse. Con el tiempo, será un periodista de fama y de éxito. Carece de conciencia. Con eso le basta para triunfar.
Entonces, el reportero se marchó, apresurándose por miedo a que Brissenden le golpease con la botella que aún enarbolaba.
A la mañana siguiente, Martin se enteró de muchas cosas más de sí mismo que ignoraba. «Somos los enemigos jurados de la sociedad» descubrió haber dicho en la entrevista que publicaba el diario. «No, no somos anarquistas, sino socialistas.» Cuando el periodista le indicó que parecía haber poca diferencia entre ambas escuelas, Martin se había encogido de hombros como afirmando. Describían su rostro como bilateralmente asimétrico, junto con varios otros signos de degeneración. Destacaba sus enormes manos y sus ojos encendidos e inyectados en sangre.
También se enteró de que hablaba cada noche a los obreros en el City Hall Park y que entre los anarquistas y demás agitadores que inflamaban las mentes del pueblo, era quien congregaba mayor auditorio. El reportero había hecho un cuadro vivísimo de su pobre cuarto, con el fogón de petróleo y el vagabundo, con cara de cadáver, que le hacía compañía y que semejaba haber salido de un encierro solitario de veinte años en el calabozo de alguna fortaleza.
El reportero se había mostrado activo. Buscó a conciencia y pudo establecer la historia familiar de Eden, consiguiendo una fotografía de la «Tienda de Higginbotham», con el propio Bernard Hig-ginbotham a la puerta. A este caballero se le describía como a un digno y próspero hombre de negocios, que no tenía simpatías por los puntos de vista socialistas de su cuñado ni tampoco por el cuñado, al que, según el periódico, calificaba de haragán e inútil, que no aceptaba un empleo aunque se lo ofreciesen y que aún acabaría en la cárcel. A Hermann von Schmidt, el esposo de Ma-rian, también le habían entrevistado. Éste consideraba a Martin la oveja negra de la familia y le repudiaba totalmente. «Intentó sacarme algo, pero le paré los pies —le había dicho Von Schmidt al periodista—. Sabe que aquí no queremos gandules. Créame, el que no trabaja, no vale para nada.»
Esta vez, Martin se enfadó de veras. A Brissen-den le parecía todo aquello un chiste muy divertido, pero no pudo consolar a Martin, que sabía que no iba a ser fácil explicárselo a Ruth. En cuanto al padre de ésta, le constaba que debía estar encantado con lo sucedido y que lo aprovecharía lo mejor posible para romper el compromiso. De esto, iba a tener muy pronto la confirmación. El correo de la tarde le trajo una carta de Ruth. Martin la abrió, presintiendo el desastre, y la leyó junto a la puerta, donde se la entregara el cartero. Mientras leía, instintivamente buscó el tabaco y el papel marrón de sus épocas de fumador.
No se daba cuenta de que tenía los bolsillos va cíos.
No se trataba de una carta apasionada. No se advertía la indignación. Pero en toda ella, desde la primera hasta la última línea, se desprendía la sensación de ofensa y de desengaño. Ruth esperaba algo mejor de él. Creyó que se sobrepondría a sus caprichos juveniles y que su amor iba a ser suficiente para llevarle a una vida seria y decente. Ahora, sus padres, con toda firmeza, le habían ordenado que pusiera fin al compromiso. Ella no podía por menos de reconocer que estaban justificados en hacerlo. Sus relaciones nunca serían fe-lices. Comenzaron con mal pie. Tan sólo le hacía un reproche, que amargó mucho a Martin. «¡Si te hubieses asentado para intentar ser algo! —le de-cía—. Pero no lo hiciste. Tu vida pasada fue demasiado violenta e irregular. Comprendo que no es culpa tuya. No podías comportarte más que de acuerdo con tu carácter y tus costumbres. Por tanto, no te culpo, Martin. Te ruego que lo recuerdes. Fue, tan sólo, una equivocación. Como dicen mis padres, no nacimos el uno para el otro y debiéramos alegrarnos de saberlo cuando aún no es demasiado tarde... No intentes verme —decía hacia el final—. Iba a ser una entrevista muy penosa para ambas, así como para mi madre. Me doy cuenta de que a ella le he causado muchos sufrimientos. Tendré que hacer méritos para compensarla.»
Volvió a leerla con cuidado por segunda vez y, luego, se sentó para contestar. Señaló cuanto dijera en el mitin socialista, aclarando que era lo contrario de lo que le hizo decir el reportero. Al final de la carta, volvía a mostrarse el enamorado que defendía su dicha. «Contéstame —le rogaba—, y en tu respuesta no has de decirme más que una cosa: ¿Me quieres? Eso es todo; responde sólo a esto.»
Pero no recibió contestación ni al día siguiente, ni al otro. Las cuartillas descansaban, olvidadas, en la mesa y, debajo, iban aumentando los originales devueltos a cada correo. Por primera vez en su vida, se le alteró el sueño a Martín y pasaba las noches insomne. Por tres veces, fue a casa de los Morse, pero siempre le impidió el paso el sirviente que atendía a su llamada. Brissenden no se movía del hotel, demasiado débil para salir a la calle, y, aunque iba a verle a diario, Martin no quería molestarle con sus preocupaciones.
Éstas eran numerosas. Las consecuencias de aquel reportaje fueron mucho más amplias de lo que imaginaba Eden. El tendero portugués le negó todo crédito, mientras que el verdulero, que era americano y estaba orgulloso de serlo, le llamó traidor a su patria, negándose a tener más tratos con él. Su patriotismo llegó al extremo de que canceló la cuenta de Martin, prohibiéndole que intentase pagarla. Los comentarios del barrio reflejaban sentimientos parecidos y todos se mostraban indignados contra Martin. Nadie quería tener tratos con un traidor socialista. La pobre María se asustó mucho, pero mantuvo su lealtad. Los niños del vecindario se repusieron de la impresión causada por las visitas en coche y, desde prudente distancia, le llamaban «vagabundo» y «holgazán». La tribu Silva le defendió a conciencia, entablándose más de una batalla en su honor y los ojos amoratados y las narices ensangrenta-das se convirtieron en algo cotidiano, que contribuían a aumentar los apuros y preocupaciones de María.
Cierta vez, Martin se encontró a Gertrude por la calle, en el centro de Oakland, enterándose de que, como podía preverse, Bernard Higginbo-tham estaba furioso con él por haber expuesto el nombre de la familia a la vergüenza pública y que le prohibía entrar en su casa.
—¿Por qué no te marchas, Martin? —rogó Gertrude—. Vete a otro sitio, busca un empleo y serénate de una vez. Luego, cuando todo esto haya pasado, podrás .volver.
Martin negó con la cabeza, sin dar explicaciones. ¿Cómo iba a explicarlo? Se horrorizó ante el abismo intelectual que existía entre él y el resto de la gente. Nunca podría cruzarlo para explicarles su posición nietzscheana con respecto al socialismo. No había suficientes palabras en el idioma inglés ni en ningún otro idioma para hacerles inteligible su actitud y su conducta. Para ellos, el más alto concepto de la buena conducta era que se buscara un empleo. Eso era su primera y su última palabra. Constituía toda su reserva de ideas. ¡Buscar un empleo! ¡Ponerse a trabajar! «¡Pobres y estúpidos esclavos!», se decía mientras su hermana le hablaba. No era de extrañar que el mundo perteneciese a los fuertes. Los esclavos estaban obsesionados con su esclavitud. Un empleo constituía para ellos una especie de fetiche dorado ante el que se arrodillaban para adorarlo.
Volvió a negar con la cabeza cuando Gertrude le ofreció dinero, aunque sabía que aquel mismo día debería ir al prestamista.
—No te acerques a Bernard —le advirtió su hermana—. Al cabo de unos meses, cuando esté más tranquilo, si quieres, puedes trabajar para él, haciendo el reparto. Y si me necesitas, avísame, que vendré. No lo olvides.
Se fue llorando abiertamente y Martin sintió una punzada de dolor ante su grueso cuerpo y su andar pesado. Mientras la veía alejarse, se tambaleaba el edificio nietzscheano. Estaba muy bien tener de un modo abstracto el concepto clasista de la esclavitud, pero resultaba algo distinto cuando se trataba de su propia familia. Y, sin embargo, si alguna vez hubo un esclavo pisoteado y maltratado por los fuertes, ese esclavo era su hermana Gertrude. Sonrió ante la paradoja. ¡Vaya nietzscheano que estaba hecho que permitía que sus conceptos intelectuales se alterasen con la primera emoción que le salía al paso! En realidad, que le alterase la moralidad de los esclavos, pues eso era, en definitiva, la compasión por su hermana. Los hombres nobles de veras estaban por encima de la compasión. La piedad y la com-pasión surgieron en los barracones de los esclavos y no eran más que el sudor y la agonía de los miserables y de los débiles.
CAPÍTULO XL
Las cuartillas seguían olvidadas en la mesa. Cuantos originales había distribuido se encontraban debajo. Sólo el de Brissenden continuaba su recorrido. La bicicleta y el traje oscuro estaban empeñados y los de la máquina de escribir comenzaban, nuevamente, a inquietarse por el alquiler. Pero nada de eso le importaba ya. Buscaba orientarse de manera distinta y, hasta que lo hallara, la vida se detenía.
Al cabo de varias semanas, ocurrió lo que tanto deseaba. Encontró a Ruth en la calle. Cierto que iba acompañada por su hermano Norman» y cierto, también, que ambos intentaron ignorarle y que Norman le quiso alejar.
—Si molestas a mi hermana, voy a llamar a un policía —amenazó éste—. No quiere tratar contigo, y tu insistencia resulta un insulto.
—Pues, como sigas oponiéndote, tendrás que llamar a ese policía y saldréis en los periódicos —replicó Martin molesto—. Y, ahora, apártate y ve a buscar a ese policía, si lo deseas. Voy a hablar con Ruth.
—Quiero oírlo de tus labios —le dijo a ella.
Ruth estaba pálida y temblaba, pero le miró sorprendida.
—Lo que te preguntaba en mi carta —aclaró él.
Norman pareció irse a interponer, pero Martin le contuvo con una mirada.
Ella negó con la cabeza.
—¿Lo haces por tu voluntad? —indagó Eden.
—Sí. —La muchacha hablaba en voz baja pero con firmeza—. Lo hago por mi libre voluntad. Me has avergonzado hasta el punto de que no me atrevo a saludar a mis amigos. Sé que todos me critican. Eso es lo único que te puedo decir. Me has hecho muy desgraciada y no quiero volver a verte.
—¡Amigos! ¡Críticas! ¡Noticias falsas en los periódicos! ¿Es que todo eso es más fuerte que el amor? Será que nunca me has querido.
El rubor animó la palidez de la muchacha.
—¿Después de lo que ha pasado? —repuso débilmente—. Martín, no sabes lo que dices. No soy vulgar.
—Como ves, no quiere saber nada de ti —intervino Norman, llevándose a su hermana.
Martin se hizo a un lado, para dejarles pasar, mientras, inconscientemente, buscaba en el bolsillo el papel y el tabaco que ya no tenía.
Se encontraban muy lejos de Oakland del Norte, pero, sólo al verse en su cuarto, comprendió Martin que había ido hasta allí a pie. Se encontró sentado en la cama y mirando en torno suyo, como un sonámbulo que acababa de despertarse. Advirtió que en la mesa estaban las cuartillas de su libro y acercó la silla, mientras buscaba la pluma. Por instinto, deseaba acabar las cosas. Allí había algo que quedó a medio hacer. Lo estaba retrasando hasta concluir otro asunto. Ahora, este otro asunto había terminado y debía aplicarse a escribir, hasta llegar al final. Ignoraba lo que iba a hacer luego. Lo único que sabía, era que había cubierto una importante etapa en su vida. Entonces, le ponía fin, como los hombres, dedicándose al trabajo. Carecía de curiosidad acerca del fu-turo. Pronto averiguaría lo que le reservaba. Pero importaba poco, fuese lo que fuese. Nada parecía ya importarle.
Durante cinco días, estuvo escribiendo Atrasar do, sin ir a ningún sitio, sin ver a nadie y comiendo muy poco. En la mañana del sexto, el cartero le trajo un sobre muy delgado del director del Parthenon. Había aceptado Efímero. «Hemos sometido el poema al juicio de Mr. Cartwrigth Bruce —indicaba el director— y su informe ha sido tan favorable que no podemos dejarlo escapar. En prueba de nuestro gran interés, le diré que se incluirá en el número de agosto, ya que el de julio está compuesto. Le rogamos transmita nuestra satisfacción y agradecimiento a Mr. Brissen-den. Sírvase, también, enviarnos a vuelta de correo su fotografía y sus datos personales. Si nuestros honorarios no le satisfacen, telegrafíenoslo, indicando lo que considere justo.»
Puesto que los honorarios que ofrecían eran trescientos cincuenta dólares, Martin consideró innecesario telegrafiar. Además, debía conseguir la autorización de Brissenden. Bien, él estaba en lo cierto. Había dado con un director de revista que sabía reconocer la auténtica poesía. Y el precio era espléndido, aunque se tratase del poema del siglo. En cuanto a Cartwrigth Bruce, a Martin le constaba que era el único crítico por el que Brissenden tenía cierto respeto.
Martin fue a la ciudad en tranvía y, conforme veía pasar los edificios y las bocacalles, se dio cuenta de que no estaba más entusiasmado con el triunfo de su amigo que con el suyo propio. El único crítico de veras con que contaba el país había informado favorablemente acerca del poema, con lo que se demostraba su convencimiento de que la buena literatura tenía cabida en los semanarios. Pero había perdido el entusiasmo y comprobó que tenía más deseos de ver a Brissenden que de darle las buenas nuevas. El hecho de que el Parthenon hubiese aceptado el trabajo de su amigo, le recordó que, en los cinco días que invirtiera en concluir Atrasado, nada supo de Brissenden y ni siquiera pensó en él. Pero no sintió
vergüenza. Estaba como embotado acerca de todo lo que no fuese su preocupación por concluir el libro. Con respecto a otros asuntos, se sentía como en trance. Y aún seguía estándolo. La vida a través de la que le llevaba el vehículo, le parecía muy remota e irreal y apenas se hubiese interesado de caerle encima la aguja de piedra de la catedral.
Una pez en el hotel, subió a toda prisa a la habitación de Brissenden y volvió a bajar también a toda prisa. Estaba vacía:
—¿Dijo Mr. Brissenden adonde iba? —preguntó al empleado de recepción, que le miraba sorprendido.
—¿Es que no se ha enterado? —indagó, luego, éste.
Martin negó con la cabeza.
—Vino en todos los periódicos. Le encontraron muerto en la cama. Suicidio. Se pegó un tiro en la cabeza.
—¿Le han enterrado ya? —oyó decir Martin a su propia voz, que le sonaba lejana como si fuese de otro.
—No. El cuerpo se envió al Este tras la encuesta oficial. Lo arreglaron los abogados de su familia.
—Pues lo hicieron rápido —comentó Martin.
—No sé. Ocurrió hace cinco días.
—¿Hace cinco días?
—Sí, cinco días.
Martin se marchó.
En la esquina, entró en las oficinas de la Western Union para enviar un telegrama al Pafthenon aconsejándoles que publicaran el poema. No le quedaban más que cinco centavos para regresar a casa, por lo que envió el telegrama a cuenta del destinatario.
De nuevo en su cuarto, continuó escribiendo. Pasaban los días y las noches y él seguía a la mesa, escribiendo. No iba a ninguna parte, excepto al prestamista, no hacía ejercicio y comía tódicamente cuando tenía apetito y disponía da algo que cocinar y, también, metódicamente, se pasaba sin comer si no tenía nada. Aunque pre-viamente había compuesto el libro, capítulo por capítulo, se le ocurrió un prefacio que lo mejoraba mucho, pero que requería unas veinte mil palabras más. No había una razón vital para hacerlo tan bien, pero así se lo exigían sus cánones artísticos. Trabajaba casi como en sueños, extrañamente aislado del mundo exterior, sintiéndose igual a un fantasma entre las muestras literarias de su antigua existencia. Recordó que alguien había dicho que un fantasma es el espíritu de un hombre que ha muerto pero que no se ha enterado. A veces se detenía a pensar si en verdad estaría muerto, sin saberlo.
Llegó un día en que concluyó Atrasado. El representante de la empresa de máquinas de escribir había acudido a recogerla y se sentó en la cama, mientras Martin, a la mesa, ponía en limpio las últimas páginas del último capítulo. Al terminar, escribió FIN, con mayúsculas y, para él, constituía, efectivamente, el final. Con alivio, contempló cómo la máquina salía de la habitación y, luego, fue a tenderse en el lecho. Estaba débil a causa del hambre. Hacía treinta y seis horas que no comía, pero no pensó en eso. Quedó tendido en la cama, con los ojos cerrados, sin pensar en nada, mientras una especie de estupor iba saturando su consciente. Como en un delirio, empezó a balbucear un poema anónimo que Bris-senden solía citar con frecuencia. María, que escuchaba al otro lado de la puerta, se sintió alterada por la monotonía de su voz. Las palabras nada significaban para ella, pero se daba cuenta de que la tenía que él las recitase. Se titulaba He hecho.
He hecho.
Dejé el laúd.
Acabaron el cantar y las canciones,
Como la brisa que agita
Las flores y los matorrales.
He hecho.
Dejé el laúd.
Antes cantaba,
Como los pajarillos
Cantan en tos árboles.
Ahora callo,
Cual un jilguero cansado,
Pues en la garganta no me quedan canciones.
Ya pasó mi hora.
He hecho.
Dejé el laúd.
María no pudo resistirlo por más tiempo y se dirigió a la cocina, donde llenó un plato de sopa, incluyendo una buena ración de carne y verdura. Martin se incorporó, comenzando a comer mientras aseguraba a María, entre cucharada y cucharada, que no soñaba en voz alta y que no tenía fiebre.
Cuando ella se hubo marchado, Eden se sentó en el borde del lecho, con los hombros caídos, mirando en torno suyo con ojos que nada veían, hasta descubrir un sobre sin abrir que contenía una revista que trajera el cartero aquella mañana. Esto hizo que se encendiese una luz en su mente. «Es el número de agosto de Parthenon —se dijo—, en el que publican Efímero. ¡Si Brissenden pudiera verlo!»
Comenzó a hojear la revista, deteniéndose de improviso. Efímero destacaba en un lugar de honor, muy bien ilustrado. En un lado, se encontraba la fotografía de Brissenden, y en el otro, la del embajador inglés, Sir John Valué. Una nota de la redacción reproducía unas palabras suyas afirmando que en América no había poetas y Efímero era la respuesta del Parthenon. A Cartwrigth Bruce le describían como al más importante crítico de los Estados Unidos, citando unas palabras suyas en que consideraba Efímero como el mejor poema escrito en el país. La nota de la redacción concluía así: «Aún no hemos llegado a un juicio I definitivo acerca de los méritos de Efímero; quizá no llegaremos nunca. Pero lo hemos leído con frecuencia, sorprendiéndonos ante sus palabras y el modo como se han combinado y preguntándonos de dónde las sacó Mr. Brissenden y cómo pudo unirlas de ese modo.» Luego, venía el poema.
—Una suerte que hayas muerto, Brissenden, viejo amigo —murmuró Martin dejando caer la revista.
Su vulgaridad era nauseabunda, y Martin advirtió, con cierta sorpresa, que no le afectaba gran cosa. Deseaba sentirse enfurecido, pero no puso mucho empeño en lograrlo. Se encontraba como embotado. Tenía la sangre demasiado coagulada para acelerarla al ritmo que requiere la indignación. Y, al fin y al cabo, ¿qué importaba? Aquello estaba a la par con cuanto Brissenden había condenado en la sociedad burguesa.
—¡Pobre Briss! —exclamó Martin—. Nunca me lo hubiese perdonado.
Se puso en pie con un gran esfuerzo, para alcanzar una caja en la que guardaba folios de máquina. Lo examinó con cuidado, encontrando once poemas escritos por su amigo. Los rompió a lo largo y a lo ancho, dejándolos caer en una papelera. Lo hizo con languidez y, al concluir, se sentó en la cama, con la vista fija en la pared.
No supo cuánto tiempo estuvo así, hasta que, de improviso, ante sus ojos se fue formando una larga línea blanca. Era curioso. Pero, conforme la miraba, fue adquiriendo forma y pudo ver un arrecife de coral, golpeado por el oleaje del pacífico. Luego, entre la espuma, distinguió una canoa. A popa, iba un joven dios de piel bronceada, con una tela roja en torno a la cintura, que remaba con fuerza. Le reconoció. Era Moti, el hijo menor del cacique Tati, y aquello era Tahití. Más allá del arrecife, estaba la tierra de Papara y la choza de hierba del jefe, junto a la desembocadura de un río. El día estaba muriendo y Moti volvía de la pesca. Esperaba una ola más grande, para poder saltar sobre los arrecifes. Luego, se vio a sí mismo, sentado a la proa, como tantas veces lo hiciera, hundiendo el remo en espera de la orden de Moti, para bogar con fuerza en cuanto se alzara, a sus espaldas, el gran muro turquesa de la ola. Después, ya no fue un simple espectador, sino que se encontró en la canoa. Moti gritaba. Ambos movían los remos, cabalgando en la cresta de la ola turquesa. Bajo el timón, el agua silbaba, igual que si se tratase de vapor y el aire se impregnaba de humedad. Hubo un fuerte crujido y la canoa quedó flotando sobre la plácida superficie de la laguna. Moti se echó a reír, al tiempo que se secaba los ojos, y juntos remaron hacia la playa coralífera, donde, por encima de la choza de Tati, se veía el dorado ocaso.
Se desvaneció la imagen y ante sus ojos quedó tan sólo el desorden de su mísero cuarto. En vano, intentó Martin ver nuevamente Tahití. Sabía que entre los árboles se alzaban canciones y que las doncellas danzaban a la luz de la luna, pero no podía verlas. No veía más que la desordenada mesa de trabajo, con el espacio vacío que ocupara la máquina de escribir y la sucia ventana. Con un gruñido, cerró los ojos y le venció el sueño.
CAPÍTULO XLI
Durmió pesadamente durante toda la noche, despertándose, tan sólo, cuando vino el cartero. Martin se sentía cansado y pasivo y examinó el correo sin entusiasmo. Uno de los sobres, procedente de un semanario pirata, contenía un cheque de veintidós dólares. Lo estuvo reclamando durante año y medio. Con apatía, miró la cantidad. Había desaparecido su antigua emoción ante el giro de un editor. A diferencia de los anteriores, éste no traía grandes promesas. Ahora, ya no era para Eden más que un cheque de veintidós dóla-res, ni más ni menos, con los que podría adquirir comida.
Había otro cheque en el correo, enviado por una revista de Nueva York, en pago de unos versos festivos que le aceptaron cuatro meses atrás. Era de diez dólares. Se le ocurrió una idea, que estuvo meditando con toda calma. Ignoraba lo que iba a hacer y no tenía prisa por intentar nada. Pero, mientras, debía vivir. Además, tenía muchas deudas. ¿No sería una buena inversión franquear la pila de originales bajo la mesa y lanzarlos de nuevo a su recorrido? Quizá le aceptaran uno o dos. Eso le ayudaría a sostenerse. Se decidió por la inversión y, una vez hubo cobrado los dos cheques en el Banco de Oakland, compró diez dólares de sellos. Le repugnó la idea de irse a prepa-rar el desayuno en su miserable cuarto. Por primera vez, Martin no tuvo en cuenta sus deudas. Le constaba que en su habitación podía hacerlo por sólo cincuenta y veinte centavos. Pero, en vez de ello, entró en el «Forum Cafe» y encargó uno que le costó dos dólares. Le dio un cuarter de propina al camarero y se gastó cincuenta centavos en un paquete de cigarrillos egipcios. Era la primera vez que fumaba desde que Ruth le pidió que lo dejase. Ya no existía razón para privarse y, además, tenía deseos de fumar. ¿Y qué importaba el dinero? Por cinco centavos, hubiera podido adqui-rir un paquete de picadura y un librito de papel, lo que supondría cuarenta cigarrillos, ¿pero qué importaba? El dinero carecía ahora de valor para Eden, excepto en lo que podía comprar. Iba sin rumbo, careciendo de puerto en el que albergarse. Mantenerse a la deriva era vivir lo menos posible, y la vida resultaba dolorosa.
Fueron pasando los días y Martin durmió ocho horas cada noche. Mientras esperaba la llegada de nuevos cheques, comía en el restaurante japonés, con lo que se fue recuperando su maltrecho cuerpo y se le llenaron las hundidas mejillas. Ya no se agotaba con un exceso de trabajo y de estudio y con falta de sueño. Nada escribía, y los libros estaban cerrados. Paseaba mucho por las colinas y descansaba durante largas horas en los parques. Carecía de amigos y de conocidos y no buscó otros nuevos. No le atraía. Esperaba que, de algún sitio, surgiese el impulso que pusiera nuevamente su vida en marcha. Mientras, seguía abatido, sin proyectos, vacío y ocioso.
Una vez se fue a San Francisco, para ver la «auténtica basura». Pero, en el último instante, cuando se encontraba al pie de la escalera, se arrepintió y, volviéndose, salió del ghetto. Le asustaba oír hablar de filosofía y huyó a toda prisa, por temor de que alguien pudiera reconocerle.
En ocasiones, hojeaba los periódicos y semanarios para ver cómo maltrataban a Efímero. Constituía un éxito. ¡Y qué éxito! Todos lo habían leído y todos discutían si era o no verdadera poesía. Los periódicos locales se habían hecho eco de esto y a diario aparecían críticas muy cultas, artículos humorísticos y cartas de los lectores. Helen Della Delmar (a la que, a bombo y platillo, se proclamaba como la mejor poetisa de los Estados Unidos) le negó a Brissenden un puesto a su lado en el Parnaso y escribió larguísimas cartas abiertas demostrando que no era poeta.
En su siguiente número, el Parthenon se congratulaba por la sensación provocada, burlándose de Sir John Value y explotando, con implacable comercialismo, la muerte de Brissenden. Un periódico, que afirmaba tener un tiraje de medio millón de ejemplares, publicó un poema, muy espontáneo y original, de Helen Della Delmar, en el que se burlaban de Brissenden. La poetisa también fue culpable de otro en que le parodiaba.
Martin tuvo que alegrarse muchas veces de que su amigo hubiese muerto. Éste odiaba la masa y, entonces, cuanto tenía de más íntimo y sagrado se había ofrecido a la multitud. A diario, continuaba la vivisección. Los bobos de todo el país acudieron a las páginas impresas, blandiendo sus hinchados egos ante el público, a la sombra de la grandeza de Brissenden. Cierto periódico afirmaba: «Hemos recibido la carta de cierto caballero que escribió un poema muy semejante, pero algo mejor, hace ya tiempo.» Otro, decía muy seriamente, al reprobar a Helen Della Delmar: «Pero, sin duda, Miss Delmar escribió en un momento de buen humor, aunque no con el respeto que un poeta debe demostrar a otro, que quizá sea el mejor de todos. No obstante, tanto si Miss Delmar está celosa como si no lo está del hombre que engendró Efímero, queda claro que, lo mismo que miles de otras personas, se siente fascinada por su trabajo y que puede llegar, el día en que lo intente, a escribir igual que él lo hizo.»
Los predicadores comenzaron a criticar Efímero, y uno, que intentaba defender gran parte de su contenido, fue expulsado por hereje. El gran poema contribuyó a divertir al mundo. Los escritores festivos y los caricaturistas lo explotaron a conciencia y numerosos chistes se hicieron sema-nalmente a su costa, hasta el punto de que llegó a decirse que cinco versos de Efímero bastaban para dejar inválido a cualquier hombre y que diez le enviaban al fondo del río.
A Martin no le hacía gracia, pero tampoco apretaba los dientes con ira. Sólo le producía una gran tristeza. En el desastre sufrido por su mundo, con el amor en el centro, carecía de importancia el de las revistas y el gran público. Brissenden tenía toda la razón en su juicio acerca de los semanarios, pero él tuvo que invertir años de sacrificios inútiles para averiguarlo. Las revistas eran cuanto decía Brissenden y aún más. Bien, se consolaba pensando que había acabado. Enganchó su carro a una estrella, para aterrizar en un pantano maloliente. Cada vez con más frecuencia, le llegaban visiones de Tahití, el limpio y dulce Ta-hití. También estaban las bajas Paumotus y las altas Marquesas. Se veía a sí mismo a bordo de una goleta o de un cutter, deslizándose al amanecer por los arrecifes de Papeete, para iniciar el largo recorrido por los atolones perleros, de Nu-ka-hiva a la bahía de Taiohae, donde, según le constaba, Tamari mataría un cerdo para celebrar su llegada y donde las hijas de Tamari le tomarían por la mano y, entre canciones y risas, iban a adornarle con flores. Los mares del Sur le llamaban y sabía que, antes o después, iba a responder.
Mientras, sin rumbo, descansaba y se reponía de la larga travesía por el reino del saber. Cuando el Parthenon le envió el cheque por trescientos cincuenta dólares, se lo entregó al abogado que representaba a sus familiares. Exigió un recibo y, al mismo tiempo, informó de que Brissenden le había prestado cien dólares.
No pasó mucho tiempo antes de que Martin dejara de frecuentar el restaurante japonés. En el momento en que abandonaba la lucha, cambió la marea. Pero había cambiado demasiado tarde. Sin emoción, abrió un sobre de Millenium, y examinó un cheque de trescientos dólares, comprobando que era un adelanto sobre Aventura. Todas sus deudas, incluido el prestamista, sumaban sólo cien. Y, cuando hubo pagado a todo el mundo y devuelto lo que le prestara Brissenden, aún le quedaban cien dólares en el bolsillo. Encargó nuevas ropas al sastre y sólo comía en los mejores locales de la ciudad. Continuaba durmiendo en su cuarto en casa de María, pero el despliegue de trajes nuevos hizo que los niños dejasen de llamarle «gandul» y «vagabundo» desde el techo de los cobertizos y desde detrás de las vallas.
Wiki-Wiki, su narración acerca de Hawai, la compró el Warren's Monthly por doscientos cincuenta dólares. La Northern Review aceptó La cuna de la belleza y Mackintosh's Magazine, La quiromántica, el poema que escribiera para Marian. Los directores y sus colaboradores habían regresado del veraneo y disponían a toda prisa del material. Pero Martin no lograba comprender qué extraño impulso les llevaba a aceptar lo que rechazaron sistemáticamente durante dos años. No había publicado nada. No se le conocía fuera de Oakland, y en Oakland, excepto para un par o tres que se creían mejor informados, se le tenía como a un furibundo socialista. Por tanto, no había modo de explicar que, de súbito, hubiese una aceptación general de sus obras. Era simple ma-labarismo de la suerte.
Una vez se lo devolvieron de varios semanarios, Martin decidió seguir el consejo de Brissenden e inició con La vergüenza del sol la ronda de las editoriales. Tras algunos fracasos, lo aceptaron en «Singletree, Darnley & Co.», prometiendo publicarlo. Cuando Martin les pidió un adelanto so* bre sus derechos, le contestaron que no tenían esa costumbre, que libros de aquella clase apenas cubrían gastos y que dudaban de que llegaran a venderse mil ejemplares. Martin calculó lo que el libro iba, en ese caso, a producirle. De venta a un dólar, con unos derechos del quince por ciento, le iba a proporcionar ciento cincuenta dólares. Se dijo que, de tener que empezar otra vez, se limitaría a los relatos. Aventura, que era sólo una cuarta parte, le había dado lo mismo. Aquella noticia, que, hacía tanto tiempo, leyera en un periódico, era cierta. Los semanarios de primera clase pagaban al aceptar una colaboración y pagaban bien. El Millenium no le pagó dos centavos por palabra, sino cuatro centavos. Y, además, eran de los que adquirían únicamente buen material, pues, ¿acaso no habían comprado el suyo? Esto último le hizo sonreír.
Escribió a «Singletree, Darnley & Co.» ofreciendo venderles todos sus derechos de La vergüenza del sol por cien dólares, pero no quisieron correr el riesgo. Sin embargo, Martin no estaba falto de dinero, ya que le habían aceptado y pagado varios de sus relatos. Incluso abrió una cuenta corriente en un Banco, donde, sin deudas ya, tenía varios centenares de dólares a su nombre. Atrasado, después de que lo rechazaran varias revistas, fue a parar a la «Meredith-Lowell Company». Martin recordó entonces los cinco dólares que Gertrude le prestara y su propósito de devolvérselo centuplicado. Por tanto, escribió a la editorial pidiendo un adelanto de quinientos dólares. Para su sorpresa, le enviaron un cheque por esa cantidad, junto con un contrato. Fue a cobrar el cheque, que quiso que le pagaran en monedas de oro de cinco dólares, y telefoneó a Gertrude que necesitaba verla.
Gertrude llegó a su casa, jadeando y sin aliento por las prisas que se había dado. Temía algún conflicto y tomó el poco dinero de que podía disponer, guardándoselo en el monedero. Y, tan segura estaba de que su hermano se hallaba al borde del desastre, que cayó llorando en sus brazos y, al mismo tiempo, le ofrecía el monedero.
—Hubiese ido yo —le dijo Martin—. Pero no quiero disgustos con Mr. Higginbotham, que es lo que hubiese ocurrido.
—Se calmará dentro de algún tiempo —le aseguró Gertrude, mientras se preguntaba en qué lío se habría metido su hermano—. Más vale que busques un empleo y te serenes. A Bernard le gusta que la gente tenga un trabajo honrado. Lo del periódico le indignó. Nunca le vi tan furioso.
—No voy a buscar un empleo —dijo Martin sonriendo—. Y puedes decírselo de mi parte. No necesito un empleo y aquí tienes la prueba.
Dejó caer en el regazo de su hermana las cien monedas de oro, que refulgieron vivamente.
—¿Te acuerdas del dinero que me prestaste el día en que no tenía ni para el tranvía? Pues aquí van noventa y nueve hermanos, de diferente edad pero del mismo tamaño.
Si Gertrude estaba asustada cuando llegó, entonces la dominaba el pánico. Había llegado a ser certeza. Ya no sospechaba. Ahora tenía el conven-cimiento. Contempló a Martin con horror, y sus pesados miembros se doblaron bajo la cascada de oro, como si la quemasen.
— ¡Es tuyo! —dijo Martin riendo.
Gertrude rompió a llorar, mientras gemía:
—¡Pobre muchacho, pobre muchacho!
De momento, Eden quedó sorprendido. Luego, al adivinar la causa de su agitación, le tendió la carta de la editorial que acompañaba al cheque. Gertrude la leyó a toda prisa, deteniéndose de vez en cuando para secarse los ojos. Al concluir, le dijo:
—¿Es que lo has ganado honradamente?
—Más honradamente que con la lotería.
Poco a poco, recobró su antigua fe en su hermano y releyó la carta con detenimiento. A Martin le costó mucho -explicarle la naturaleza de la íransacción que le había proporcionado el dinero y, mucho más, que comprendiese que el dinero era suyo, pues él no lo necesitaba.
—Lo pondré en el Banco a tu nombre —dijo Gertrude al fin.
—No harás nada de eso. Es tuyo, para que hagas lo que más te guste. Y si no lo aceptas, se lo daré a María. Ella sí sabrá en qué emplearlo. Te aconsejo, sin embargo, que contrates a una sirvienta y descanses.
—Se lo contaré todo a Bernard —afirmó su hermana cuando se iba.
Martin asintió sonriendo.
—Sí, hazlo —convino—. Y, quizás, entonces vuelva a invitarme a cenar.
—Claro que sí; seguro que sí —afirmó ella con fervor, mientras le abrazaba y le besaba.
CAPITULO XLII
Cierto día, Martin se dio cuenta de que estaba solo. Era fuerte y sano y nada tenía que hacer. Dejar de escribir y de estudiar, junto con la muerte de Brissenden y la separación de Ruth, había provocado un vacío en su vida. Pero su vida se negaba a limitarse a frecuentar los mejores cafés y a fumar cigarrillos egipcios. Es cierto que los mares del Sur le llamaban, pero tenía la sensación de que el juego no había ter-minado aún en los Estados Unidos. Iban a publicarle dos libros y tenía otros que quizás encontrasen editor. Podía sacar mucho dinero de ellos y, si esperaba, se llevaría una buena provisión a los mares del Sur. Conocía un valle en las Marquesas que le venderían por mil dólares chilenos. El valle se extendía desde una protegida bahía, en forma de herradura, hasta las cumbres coronadas de nubes y mediría quizá diez mil acres. Abundaban los frutos tropicales, las gallinas salvajes, los cerdos salvajes e, incluso, había ganado salvaje, mientras que en las cumbres se encontraban rebaños de cabras salvajes, perseguidas por perros en igual estado. Era un lugar salvaje. Ni un solo ser humano lo habitaba. Y podía comprarlo, junto con la bahía, por mil dólares chilenos.
La bahía, tal como la recordaba, era magnífica, con sufíciente profundidad para acomodar al mayor de los veleros y tan segura que el Directorio del Pacífico del Sur la recomendaba como el mejor lugar de carenaje en varias millas a la redonda. Martin pensaba comprarse una goleta, de las más modernas, que navegase como un demonio, y dedicarse al tráfico de copra y de perlas por las islas. Luego, se construiría una gran casa y llenaría el valle y la goleta de sirvientes de piel oscura. Allí recibiría al factor de Taiohae, a los capitanes de buques y a lo mejor de la chusma del Pacífico del Sur. Tendría la casa abierta a todos, recibiéndoles igual que un príncipe. E iba a olvidar cuantos libros leyera y el mundo que había resultado una desilusión.
Sin embargo, para poder hacer todo eso, debía esperar en California a reunir bastante dinero. Ya comenzaba a llegar. Si uno de sus libros fuese un éxito, le permitiría vender todos sus originales. También podría reunir sus narraciones y poemas en unos volúmenes y asegurarse el valle y la goleta. Nunca más volvería a escribir. Acerca de eso, estaba decidido. Pero mientras tanto, en espera de la publicación de sus libros, debía hacer algo más que vivir, medio aturdido, en aquella especie de trance en la que había caído.
Un domingo por la mañana se enteró de que aquel día se celebraba la Excursión Anual de los Albañiles en el Shell Mound Park y al Shell Mound Park se fue. Había asistido con demasiada frecuencia a esas excursiones de obreros durante su antigua vida para ignorar cómo eran y, al entrar en el parque, experimentó un renacer de viejas vivencias. Al fin y al cabo, esos obreros eran su gente. Nació entre ellos, vivió entre ellos y, aunque se alejó durante algún tiempo, resultaba agradable volver con ellos.
—¡Pero si es Martin! —exclamó una voz y, al instante, una mano amistosa se le apoyó en el hombro—. ¿Dónde has estado durante tanto tiempo? ¿Navegando? Vamos a echar un trago.
Se encontró en medio de la vieja pandilla, en la que había algunas bajas y, también, varias caras nuevas. No eran albañiles pero, como en los viejos tiempos, acudían a todas las excursiones dominicales para bailar, pelearse y divertirse. Martin bebió con ellos y comenzó a sentirse nuevamente humano. Fue un imbécil al separarse de ellos y, entonces, tenía la seguridad de que hubiera sido mucho más feliz de quedarse en su clase y dejar en paz los libros y la gente distinguida. No obstante, la cerveza no le resultaba tan buena como antes. No tenía el mismo sabor. Martin decidió que Brissenden le había estropeado el paladar y se preguntó si los libros le apartarían de los compañeros de su juventud. Decidió impedirlo y fue al lugar donde bailaban. Jim-my, el fontanero, estaba allí con una muchacha rubia y muy alta, que, al instante, le abandonó por Martin.
—Vaya, igual que en otros tiempos —explicó Jimmy a sus amigos, que se reían mientras Eden y la rubia giraban a los compases de un vals—. Pero no me importa. Me alegro mucho de verle otra vez. Fijaos en cómo giran. Parece que vuelen. ¿Cómo vas a culpar a la chica?
Pero Martin le devolvió la rubia a Jimmy y los tres, junto con otros amigos, estuvieron contemplando a las parejas que bailaban, riendo y bromeando. Todos se alegraban de ver de nuevo a Martin. Aún no le habían publicado un solo libro. A sus ojos, no tenía un valor ficticio. Le apreciaban por sí mismo. Se sentía como un príncipe que regresara del exilio y su solitario corazón se animó ante tanta cordialidad. Se divirtió mucho. Además, llevaba dinero en el bolsillo e, igual que antaño, cuando desembarcaba, hizo que corriese.
De pronto, distinguió, entre las parejas, a Liz-zie Connolly, que bailaba con un joven obrero. Luego, mientras paseaba, la encontró junto a un puesto de bebidas. Tras la sorpresa y los saludos, la acompañó hasta un lugar donde pudiesen hablar sin que lo impidiese la música. Desde el momento en que le habló, Lizzie fue suya. Martin lo supo en seguida. Lizzie lo demostraba en la orgullosa sencillez de sus ojos, en los suaves movimientos de su erguido cuerpo y en el modo como atendía sus palabras. Ya no era la muchacha que conociera. Se había convertido en una mujer y Martin comprobó que había aumentado su belleza salvaje y descarada, sin perder nada de su primitivismo, mientras que el descaro y la pasión semejaban más dominadas. «¡Una belleza, una belleza perfecta!», se dijo, y supo que lo único que debía hacer era pedírselo, para que ella le siguiera porv todo el mundo.
De súbito, recibió un golpe que casi le tumbó. Se trataba del puño de un hombre, que estaba tan furioso que no alcanzó la mandíbula a la que se dirigía. Martin se volvió, tambaleándose, para ver nuevamente el puño que se lanzaba hacia él. Instintivamente, se ladeó y el puño pasó sin alcanzarle, obligando a girar a su propietario. Eden dirigió a éste un gancho de izquierda, en el que cargó todo su peso. El desconocido cayó al suelo de costado, pero se puso en pie en seguida y se lanzó ciegamente al ataque. Martin pudo ver su rostro contraído de pasión, preguntándose cuál sería la causa. Pero, mientras, le propinó un directo con la izquierda cargando también todo su peso sobre el golpe. El hombre cayó hacia atrás, desplomándose como un fardo. Jimmy y otros compañeros corrían hacia ellos.
Martin se sentía excitado. Volvían los viejos tiempos, con una venganza, los bailes, las peleas y las diversiones. Mientras observaba a su contrincante, echó una ojeada a Lizzie. Por lo general, las muchachas chillaban al estallar las reyertas, pero ella no lo hizo. Les miraba, conté-niendo el aliento, inclinada hacia delante, dominada por el interés, con una mano apoyada en el pecho y las mejillas arreboladas, mientras en sus ojos ardía una gran admiración.
El desconocido se había puesto en pie y pugnaba por librarse de las manos que le sujetaban.
—¡Me esperaba! —les decía irritado—. Me esperaba y, de pronto, ese fresco viene a entrometerse. ¡Soltadme, os digo! ¡Le voy a dar lo que le hace falta!
—¿Qué te pasa? —indagó Jimmy, mientras contribuía a contener al joven—. Ese tipo es Martin Eden. Maneja bien los puños, permíteme que te diga, y te va a destrozar si le molestas.
—¡No puede quitármela de ese modo! —protestó el otro.
—¡Venció a el Holandés Errante y ya le conoces! —siguió diciendo Jimmy—. Y sólo necesitó cinco asaltos. ¡No le aguantarías ni un minuto!
Esta información semejó tener un efecto calmante y el furioso joven dirigió a Martin una mirada más atenta.
—Pues no lo parece —se burló luego, pero ya no había pasión.
—Eso mismo creyó el Holandés Errante —le aseguró Jimmy—. Vamos, acabemos ya. Hay muchas otras chicas. ¡Vámonos!
El joven permitió que le condujeran hacia la pista de baile, seguido por toda la banda.
—¿Quién es ése? —le preguntó Martin a Liz-zie—. ¿Y qué es lo que ocurre?
Le había pasado ya el ansia del combate, tan aguda antiguamente, y comprobó que se sentía demasiado analítico para llevar, con el corazón y los puños, una existencia primitiva.
Lizzie engalló la cabeza.
— ¡No es nadie! —afirmó—. Salía conmigo. Comprende que no tenía más remedio —explicó tras una pausa—. Me sentía muy sola. Pero no olvidé. —Bajó la voz, al tiempo que miraba ante sí—. Le hubiese cambiado por ti en cualquier momento.
Martin, mientras la contemplaba, consciente de que le bastaba extender la mano para alcanzarla, se preguntó si, efectivamente, era tan importante hablar de acuerdo con las reglas de la gramática, por lo que olvidó contestarle.
—Le diste lo que se merecía —añadió Liz-zie riendo.
—Pues es un tipo fornido —reconoció Eden con generosidad—. De no habérselo llevado, me habría puesto en un apuro.
—¿Quién era aquella dama con la que te vi aquella noche? —le preguntó Lizzie bruscamente.
—Sólo una amiga —fue su respuesta.
—Hace ya mucho tiempo —reflexionó ella—. Parece que hayan pasado mil años.
Pero Martin no quiso continuar con aquel tema. Dirigió la conversación por otros caminos. Comieron juntos en el restaurante, donde Eden encargó vino y otras extravagancias, y, luego, bailó con ella y sólo con ella, hasta que se sintió cansada. Martin bailaba bien y Lizzie giró una y otra vez, sintiéndose en un paraíso, con la cabeza recostada en su hombro y deseando que aquel momento durase eternamente. Más tarde, se alejaron por entre los árboles, donde, al estilo antiguo, ella se sentó, mientras él, tendido de espaldas, le apoyaba la cabeza en el regazo. Martin descansó, medio adormilado, al tiempo que Lizzie le acariciaba el cabello, le miraba y le amaba sin reservas. Cuando, de súbito, Martin la miró, pudo leerlo todo en su semblante. Lizzie abatió la vista, para, luego, enfrentarse a la suya, casi en tono de desafío.
—He sido decente todos estos años —dijo, en tono tan bajo que parecía un murmullo.
En lo más íntimo, Martin sabía que era milagrosamente cierto. Y le acometió una gran tentación. Estaba en sus manos hacerla feliz. Aunque a él se le negara, ¿por qué iba a negarla a los otros? Podía casarse con ella y llevársela a vivir en su mansión de las Marquesas. Resultaba fuerte el deseo de hacerlo, pero aún lo era más el instinto de su naturaleza de no hacerlo. Pese a sí mismo, seguía fiel al amor. Habían pasado ya los días de licencia y de despreocupación. No podían volver ni él ir en su busca. Había cambiado, hasta un punto que sólo comprendió en aquel momento.
—No soy de los que se casan, Lizzie —le dijo muy quedo.
La mano que' le acariciaba el cabello se detuvo imperceptiblemente, para luego continuar. Martín advirtió que a Lizzie se le endurecían las facciones, pero, tan sólo, fue a causa de la decisión, pues sus mejillas continuaban arreboladas y estaba entregándose.
—No quise decir... —comenzó y se detuvo—. Pero, no me importa. ¡No me importa! —repitió—. Estoy contenta de que seamos amigos. Haría cualquier cosa por ti. Supongo que es mi carácter.
Martin se incorporó. Le tomó la mano entre las suyas. Lo hizo con calor, pero igual que si fuese la de un niño, sin pasión, y este mismo calor dejó helada a Lizzie.
—No hablemos de eso —rogó. —Eres una mujer extraordinaria —dijo Mar-tin—. Y yo me siento orgulloso de que seas amiga mía. Eres como un rayo de luz en un mundo de tinieblas y debo ser honesto contigo como tú lo has sido todos estos años.
—No me importa que seas honesto conmigo. Puedes hacer de mí lo que quieras. Puedes incluso echarme a las basuras y pisotearme. Y eres el único hombre al que se lo permitiría —añadió en tono de desafío—. No es por nada por lo que me he cuidado yo sola desde que era una cría.
—Pues por eso mismo no lo voy a hacer —afirmó Martin gentilmente—. Eres tan generosa, que me obligas a serlo a mí. No soy de los que se casan y no... Bueno, no quiero amor sin matrimonio, aunque lo hice en el pasado. Lamento haber venido aquí y haberte encontrado. Pero eso ya no se puede remediar. Además no creí que saliera de ese modo. Pero, escucha, Lizzie, no podría decirte cuánto me gustas. Más que gustarme. Te admiro y te respeto. Eres estupenda y estupendamente buena. ¿Pero de qué sirven las palabras? No obstante, hay algo que quisiera hacer. Tu vida ha sido dura; déjame que te la haga más fácil. (Una luz jubilosa animó las pupilas de Lizzie, para apagarse en seguida.) Estoy se-guro de que pronto voy a conseguir dinero, mucho dinero.
En aquel momento, había olvidado sus proyec. tos acerca del valle en la bahía, de la mansión y de la goleta. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Podía enrolarse, como tantas veces lo hiciera, de tripulante en cualquier buque, con rumbo a cualquier parte.
—Quisiera dártelo. Habrá algo que desees; ir a una academia, por ejemplo. Quizá te gustaría estudiar y ser mecanógrafa. Yo puedo arreglarlo. A lo mejor viven tus padres. Tal vez te gustaría que les montase un negocio. Sea lo que sea, dímelo y lo arreglaré.
Lizzie no le respondió, manteniéndose inmóvil, con la vista fija y los ojos secos, pero sintiendo un dolor en la garganta. Martin lo comprendió hasta el punto de sentirlo a su vez. Lamentó haber hablado. ¡Era tan poco lo que le ofrecía, sólo dinero, comparado con lo que ella acababa de ofrecerle! Él le había ofrecido algo extraño, de lo que podía prescindir sin ningún sacrificio, mientras que ella se ofrecía a sí misma, junto con la vergüenza, la desgracia, el pecado y todas sus esperanzas de alcanzar el Cielo. —No hablemos de eso —dijo Lizzie, con una voz ronca que procuró disimular por medio de una oportuna tos. Se puso en pie—. Anda, volvamos a casa. Estoy agotada.
Estaba muriendo el día y el parque se vaciaba. Pero, cuando Martin y Lizzie salieron de entre los árboles, sus amigos les esperaban. Martin adivinó en seguida lo que ocurría. ¡Jaleo a la vista! Los compañeros se habían constituido en sus guardaespaldas. Cruzaron las verjas del par-que, seguidos de cerca por una banda, los amigos que el acompañante de Lizzie había reunido para vengar que le quitasen la pareja. Varios guardias y agentes de Policía, previniendo jaleo, les seguían e, interponiéndose entre ellos, les obligaron a tomar el tren para San Francisco. Martin le dijo a Jimmy que se apearían en la estación de Six-teenth Street, para tomar el tranvía a Oakland. Lizzie estaba muy callada, sin interés por lo que ocurría. El tren llegó a la mencionada estación donde el tranvía esperaba, tocando la campana con impaciencia.
—Ahí está —aconsejó Jimmy—. Corre, que les contendremos. ¡Vete! ¡Haz que se vaya en seguida!
A la banda enemiga la desconcertó momentáneamente la maniobra. Luego, saltó del tren para perseguirles. Los sobrios y serios pasajeros de Oakland casi no se dieron cuenta del joven y de la muchacha que entraron a toda prisa y fueron a sentarse en la parte delantera. No relacionaron a esta pareja con Jimmy, que, en el andén, le gritó al conductor:
—¡Dele al pedal, viejo, y en marcha!
Al instante, Jimmy dio la vuelta y los pasajeros vieron cómo estampaba el puño en un individuo que intentaba alcanzar el vehículo. Así, Jimmy y sus compañeros, en la acera, se enfrentaron a la banda contraria. El tranvía, sonando la campanilla, se puso en marcha y, una vez detenidos los asaltantes, la banda de Jimmy se dispuso a terminar su tarea. El vehículo continuó su camino, dejando el combate en pleno apogeo y los sorprendidos viajeros no soñaron que la causa fueran aquel joven y la bonita obrera que le acompañaba.
Martin había gozado con la pelea, como herencia, quizá, de su antiguo instinto de luchador. Pero pronto desapareció todo, dejando tan solo una profunda tristeza. Se sentía muy viejo, siglos más viejo que aquellos jóvenes y despreocupados compañeros de otros días. Había adelantado mu-cho, demasiado para volverse atrás. Su modo de vivir, que, en una época, fue también el suyo, le resultaba ahora desagradable. Estaba defraudado. Se había convertido en un extraño. Así como la cerveza le resultaba desagradable, lo mismo 1e ocurría con sus amigos. Estaban demasiado lejos. Muchos miles de libros se alzaban entre ellos y Martin. Se había internado en exceso en el vasto reino del saber, de modo que ya no podía volver a casa. Por otra parte, era un ser humano y su necesidad gregaria de compañerismo seguía insatisfecha. No encontró un nuevo hogar. Así como su pandilla no le podía comprender, como su familia no le podía comprender, como los burgueses no le podían comprender, tampoco la muchacha, que entonces le acompañaba y a la que respetaba tanto, llegaba a comprenderle ni el honor que le dispensaba. Su tristeza, al pensarlo, no estaba exenta de amargura.
—Reconcilíate con él —le aconsejó Martin a Lizzie cuando se despidieron. Se encontraban ante el tugurio en que ella vivía, cerca de las calles Sixth y Market. Eden se refería al joven cuyo puesto usurpó aquel día.
—Ya no puedo... —repuso Lizzie.
—¡Vamos! —comentó Martin jovialmente—. No tienes más que silbar y vendrá corriendo.
—No se trata de eso —dijo la muchacha.
Y Martin supo de qué se trataba.
Lizzie se inclinó hacia él cuando iba a darle las buenas noches. Pero no lo hizo para imponerse ni para seducirle, sino anhelante y humilde. Martin se emocionó. Este sentimiento acabó dominándole. La enlazó por la cintura, para besarla luego, y supo que en sus labios depositó el beso más sincero que nadie había recibido.
— ¡Dios mío! —murmuró Lizzie—. ¡Me dejaría matar por ti! ¡Me dejaría matar por ti!
La muchacha se desprendió de él y entró en la casa a toda prisa. Martin sintió que se le humedecían los ojos.
—Martin Eden —se dijo en voz alta—, no eres un bruto y, además, un pobre nietzscheano. Te casarías con ella si pudieras para darle una gran felicidad. Pero no puedes, ¡no puedes!, y es una lástima.
Más tarde, murmuró:
—El pobre vagabundo explica sus llagas. La vida, a mi juicio, no es más que errores y penas. Exacto, errores y penas.
CAPITULO XLIII
En octubre, publicaron La vergüenza del sol. Cuando Martin cortó el cordel del paquete que contenía los seis ejemplares que le enviaba la editorial, se sintió invadido por una profunda tristeza. Imaginó el incontenible júbilo de haber ocurrido esto unos meses antes y comparó ese júbilo con su presente y fría indiferencia. Su libro, su primer libro, y el pulso no se le había alterado lo más mínimo. ¡Sólo experimentaba una gran tristeza! No significaba más que quizá le proporcionase dinero, cosa que le importaba muy poco.
Se fue a la cocina a entregarle un ejemplar a María.
—Yo lo escribí —explicó para sacarla de su sorpresa—. Lo escribí en esa habitación y supongo que me ayudó su sopa de verduras. Quédeselo. Es suyo. Para que me recuerde.
Ni se pavoneaba ni se exhibía. Su único propósito era hacerla feliz, que se sintiera orgullosa de él y justificar así la lealtad y la fe que le demostrara. María guardó el ejemplar en la sala, sobre la Biblia familiar. Aquel libro, escrito por su inquilino, era sagrado, un fetiche de la amistad. Suavizó el golpe que representara saber que había sido lavandera y, si bien no entendía una sola palabra, le constaba que cada una de ellas era importantísima. No era más que una sencilla mujer, práctica y trabajadora, pero poseía una gran dosis de fe.
Con idéntica indiferencia con la que recibiera los ejemplares, Martin leía las críticas que le enviaban de la agencia. Que el libro constituía un éxito, resultaba evidente. Representaba más oro en la bolsa. Podía establecer a Lizzie, cumplir todas sus promesas y aún iba a quedarle lo suficiente para construirse su mansión.
«Singletree, Darnley & Co.», precavidamente, no imprimieron más que mil quinientos ejemplares, pero ante las primeras críticas, prepararon una segunda edición del doble. Entonces, estaba a punto una tercera de cinco mil. Una editorial inglesa realizó gestiones para lanzar la obra en Inglaterra y, a continuación, se tuvieron noticias de que iba a traducirse al francés, al alemán y al sueco. El ataque a la escuela de Maeterlinck no podía haberse hecho más oportunamente. Se desató una apasionada controversia. Saleeby y Kaeckel apoyaron y defendieron La vergüenza del sol, encontrándose, por una vez, en el mismo bando. Crookes y Wallace se situaron en el lado opuesto, mientras que Sir Olivér Lodge intentaba llegar a un compromiso que concordase con sus personales teorías cósmicas. Los seguidores de Maeterlinck se agruparon en torno a la bandera del misticismo. Chesterton hizo reír a todo el mundo con una serie de artículos acerca del tema aparentemente neutrales, y todo el asunto, tanto la controversia como quienes intervenían en ella, fue elevado a la máxima tensión por un fuerte bandazo de George Bernard Shaw. Como era inevitable, la arena se veía atestada por una serie de luminarias menores y el polvo, el sudor y el escándalo eran enormes.
«Resulta extraordinario —le escribió la editorial a Martin—. Un ensayo filosófico que se vende igual que una novela. No podía usted haber elegido un tema mejor, y todos los factores le han sido propicios. No es necesario que le aseguremos que vamos a aprovechar la ocasión mientras sea posible. Se han vendido ya cuarenta mil ejemplares en los Estados Unidos y el Canadá y está en prensa otra edición de veinte mil. Hemos hecho horas extras para cubrir las demandas. No obstante, hemos trabajado para crear esa demanda. Nos hemos gastado ya cinco mil dólares en publicidad. El libro parece destinado a superar todos los índices de venta.
»Le rogamos estudie el contrato que, por duplicado, le incluimos por su próximo libro y que nos hemos tomado la libertad de enviarle. Advertirá usted que hemos elevado sus regalías al veinte por ciento, que es a lo más que se atreve a llegar una editorial de tipo conservador. No estipulamos ninguna condición. Cualquier libro sobre cualquier tema. Si tiene alguno ya escrito, mejor. Éste es el momento de sacarlo. El hierro está al rojo.
»Si nuestras condiciones le parecen bien, llene el espacio en blanco, con el título de su obra. En cuanto recibamos el contrato firmado, le enviaremos un adelanto de cinco mil dólares. Tenemos fe en usted y queremos hacer las cosas en grande. Asimismo, desearíamos discutir con usted la posibilidad de extender un contrato por un determinado número de años, digamos diez, durante los que tendremos derechos exclusivos de toda su producción en forma de libro. Pero de esto hablaremos más adelante.»
Martin dejó la carta sobre la mesa e hizo algunos cálculos mentales. Luego, firmó el contrato, escribiendo Humo del júbilo en el lugar destinado al título del libro, enviándoselo a la editorial junto con los veinte relatos que escribiera antes de descubrir la fórmula para los periódicos. Y, tan pronto como pudo cumplir el servicio de Correos, llegó un cheque de «Singletree, Darnley & Co.» por cinco mil dólares.
—María, quiero que hoy venga usted conmigo a la ciudad, a eso de las dos —le dijo Martin a su patrona la mañana en que recibió el cheque—. Más vale que nos encontremos en la esquina de Fourteenth y Broadway a las dos. La esperaré.
La viuda llegó a la hora en punto. Pero lo único que se le había ocurrido como respuesta a aquel misterio eran «zapatos», por lo que sufrió un gran desengaño cuando Martin pasó de largo ante una zapatería y entró en una agencia inmobiliaria. Lo que entonces ocurrió, le quedó para siempre en la memoria como un sueño. Unos caballeros muy elegantes le sonreían amablemente, mientras hablaban con Martin y entre sí; tecleaba una máquina; se firmaron una serie de documentos; su casero, que también estaba allí, firmó a su vez. Cuando todo había concluido y se encontraban ya en la calle, el casero le dijo:
—Bien, María, este mes ya no tendrás que pagarme siete dólares y medio.
María se sentía demasiado sorprendida para hablar.
—Ni tampoco el mes que viene, ni el otro —añadió el casero.
María le dio las gracias, con cierta incoherencia, igual que si se tratase de un favor. No fue hasta regresar a su casa, en Oakland del Norte, y pudo conferenciar con los suyos y hacer que el tendero portugués investigara, cuando se enteró de que era la propietaria de la casa en la que vivía y por la que pagaba alquiler desde hacía tanto tiempo.
—¿Por qué ya no me compra a mí? —le preguntó el tendero portugués aquella tarde a Martin.
Había salido a recibirle cuando éste se apeaba del tranvía. Eden le explicó que ya no se cocinaba las comidas y luego entró en la tienda para beber un vaso de vino. Advirtió que era el mejor de la casa.
—María —anunció Martin aquella noche—. Me voy de aquí y usted también se marchará pronto. Entonces, puede alquilar esto y convertirse en casera. Tiene usted un hermano en San Leandro o en Haywards, que se dedica al negocio de la leche. Quiero que devuelva la ropa sin lavar, ¿comprende?, sin lavar, y se vaya a San Leandro, a Haywards o donde sea y le diga a ese hermano suyo que vaya a verme a mí. Yo estaré en el «Metropole», de Oakland. Debe saber si hay alguna granja que merezca la pena.
Y así fue como la viuda de Silva se convirtió en casera y en única propietaria de una granja, con dos mozos que realizaban el trabajo y una cuenta bancaria que iba en aumento, pese a que toda su carnada calzaba zapatos y asistía a la escuela. Muy pocas personas llegan a encontrar las hadas con que sueñan, pero María, que siempre trabajó duro, que tenía la cabeza dura y que jamás soñó con las hadas, encontró a la suya, bajo el disfraz de un antiguo lavandero.
Mientras, el mundo se preguntaba quién sería Martin Eden. Éste se negaba a dar sus datos biográficos a los editores, pero a los periódicos no se les podía ahuyentar. Oakland era su ciudad natal, y los periodistas localizaron a docenas de individuos que podían proporcionarles información. Lo que era y lo que no era, lo que había hecho y, sobre todo, lo que no había hecho se publicó para deleite del público, junto con instantáneas y fotografías. Esta última la proporcionó un fotógrafo local, que en cierta ocasión le hizo un retrato a Martin y se apresuró a registrarlo en exclusiva y ponerlo a la venta. En un principio, ya que tan disgustado estaba con las revistas y la sociedad burguesa, Martin se enfrentó a la publicidad, pero al final, como era más fácil, acabó rindiéndose. Comprendió que no podía negarse a los enviados especiales que recorrían grandes distancias para verle. Por último, el día tenía horas interminables y, puesto que ya no las invertía en estudiar ni en escribir, en algo debía ocuparlas. Por tanto, se avino a lo que le parecía un nuevo capricho. Opinó sobre literatura y filosofía e, incluso, aceptó invitaciones de la burguesía. Se encontraba en un estado de ánimo bastante cómodo. Nada le importaba. Perdonó a todo el mundo, incluido el joven reportero que le estigmatizó como rojo y al que, ahora, concedió toda una página, con fotografías exclusivas.
Veía a Lizzie de vez en cuando y resultaba evidente que ella lamentaba su nueva importancia. Ampliaba el abismo entre ambos. Quizá con el propósito de salvarlo, la muchacha se avino a frecuentar una academia y permitió que la vistiese un buen modisto, que cobró unos precios exorbitantes. Lizzie mejoraba a diario, hasta que Martin se preguntó si obraba bien, pues le constaba que cuanto ella hacía era sólo para complacerle. Intentaba ganar méritos a sus ojos, los méritos que él más podía apreciar. Sin embargo, Eden no le daba la menor esperanza y la trataba lo menos posible.
«Meredith-Lowell & Co.» lanzó Atrasado en el momento de su mayor popularidad y, al ser novela, alcanzó un índice de ventas muy superior a La vergüenza del sol. Semana tras semana, Eden consiguió el hecho sin precedentes de tener dos libros a la cabeza de la lista de los más vendidos. Pero no sólo atrajo a los aficionados a la novela, ya que quienes habían leído La vergüenza del sol se sintieron igualmente interesados por el relato de ambiente marino. Primero, Eden había atacado la literatura mística y lo había hecho extraordinariamente bien y, segundo, realizó con éxito el género que defendía, demostrando ser esa rara especie de genio, crítico y creador a la vez.
Le llovía el dinero y le llovía la fama. Cruzaba, cual un meteoro, por el mundo literario, sintiéndose más divertido que interesado en la conmoción causada. Había algo que le intrigaba mucho, algo de escasa importancia que hubiese sorprendido a la gente de saberlo. Pero se hubieran sorprendido más por su actitud que por la cuestión en sí misma. El juez Blount le invitó a cenar. Eso fue el comienzo de todo, de algo que llegó a obsesionarle. Martin había insultado al juez Blount, le trató de un modo abominable, y el juez Blount, al encontrarle por casualidad, le invitó a cenar. Martin recordaba las numerosas veces que coincidió con el juez en casa de los Morse, en las que no le invitó a cenar. Se preguntaba por qué no lo habría hecho entonces. No había cambiado en absoluto. Era el mismo Martin Eden. ¿En qué residía la diferencia? ¿Por el hecho de que lo que escribiera hubiese aparecido entre las cubiertas de un libro? Pero se trataba de un trabajo que ya entonces había hecho. No fue algo que realizara después. Lo llevó a cabo por la misma época en que el juez Blount compartía el criterio general y se burlaba de su entusiasmo por Spencer y de su intelecto. Por tanto, no era a causa de su valor real, sino de un valor ficticio por lo que el juez Blount le invitaba a cenar.
Martin sonrió y aceptó la invitación, maravillándose de su propia complacencia. A la cena, asistieron, con sus esposas, media docena de los que ocupaban altos puestos. Martin se sintió el centro de atención de todos. El juez Blount, muy bien secundado por el juez Hanwell, apremió a Eden para que le permitiese proponer su nombre al «Styx», el club ultraselecto, al que no pertenecían meramente los ricos, sino las personas importantes. Martin declinó el honor y se sintió más intrigado que antes.
Ahora se ocupaba en vender sus originales. Los editores le abrumaban con demandas. Habían descubierto que era un estilista, con materia bajo el estilo. El Northern Review, tras publicarle La cuna de la belleza, le pidió una media docena de artículos similares, que Eden le hubiese entregado, de no haberle propuesto el Bufton's Maga-zine la compra de cinco, a quinientos dólares cada uno. Respondió que se los entregaría, pero a mil dólares. Martin recordaba que todos sus escritos habían sido rechazados por las mismas publicaciones que ahora se los solicitaban. Y sus cartas, al devolvérselos, eran automáticas, estereotipadas. Le hicieron, sudar y, ahora, se proponía, a su vez, hacerles sudar. El Burton's Magazine pagó la cantidad estipulada por los cinco artículos y otros cuatro fueron a parar al Mackintosh's Monthly a un precio similar, ya que el Northern Review era demasiado pobre para mantenerse al mismo nivel. Así llegaron al público El alto sacerdote del misterio, Los soñadores de maravillas, La medida del ego, Filosofía de la ilusión, Dios y barro, Arte y biología, Críticos y tubos de ensayo, Polvo de estrellas y La dignidad de la usura, para levantar polémicas y discusiones que tardaron mucho en acallarse.
Los editores le escribían indicándole que señalase sus condiciones, lo que hacía siempre. Pero se trataba de trabajos ya concluidos. Martin se negaba decididamente a volver a escribir. Se enfurecía con sólo pensar en poner la pluma sobre el papel. Había visto cómo la multitud destrozaba a Brissenden y, aunque a él le aclamaba, no lograba sobreponerse al trauma ni sentir respeto por la muchedumbre. Su misma popularidad le parecía una traición a Brissenden. Le estremecía, pero estaba decidido a llenar la bolsa.
Recibía cartas de ciertas empresas en términos como los que siguen: «Hace cosa de un año, tuvimos que lamentar rechazarle su colección de poemas amorosos. Nos impresionaron grandemente, pero ciertos compromisos anteriores nos impidieron aceptarlos. Si aún puede disponer de ellos y tiene la bondad de cedérnoslos, los incluiríamos todos en nuestras revistas, bajo las condiciones que usted indique. También estamos dispuestos a ofrecerle ventajosas condiciones para publicarlos en forma de libro.»
Martin buscó su tragedia en verso blanco y se la envió. La leyó antes de franquearla y quedó sorprendido por su poca calidad y su torpeza. Pero, así y todo, la envió y la publicaron, para eterna desesperación del semanario. Los lectores se indignaron y se sintieron engañados. Había mucha distancia entre la calidad habitual de Martin Eden y aquella ñoñería. Se dijo que él no la había escrito y que los editores la falsificaron y, también, que Martin Eden imitaba a Dumas padre y que, en la cúspide de su fama, hacía que otros escribiesen por él. Sin embargo, cuando explicó que la tragedia en cuestión era producto de su infancia literaria y que la revista no le dejaba en paz hasta obtenerla, hubo una carcajada general y un cambio en la dirección de la empresa. La tragedia no apareció nunca en forma de libro, pero Martin se embolsó el adelanto.
El Coleman's Weekty envió a Eden un largo telegrama, que costaba alrededor de trescientos dólares, ofreciéndole mil por artículo, en una serie de veinte. Debía recorrer los Estados Unidos, con gastos pagados, y elegir los temas que más le interesaran. La mayor parte del texto lo ocupaban sugerencias para indicar la libertad que se le otorgaba. La única condición era que debía limitarse a los Estados Unidos. Martin respondió que no estaba en condiciones de aceptar y esa respuesta fue a cuenta del destinatario.
Wiki-Wiki apareció en Warren's Monthly y fue un éxito instantáneo. Más tarde, se publicó en forma de volumen, bellamente encuadernado, que se vendió como el agua. Los críticos coincidieron unánimemente en que se situaba junto a aquellas dos obras ya clásicas tituladas El diablo embotellado y La piel mágica.
Sin embargo, el público recibió Humo de júbilo con ciertas dudas y bastante frialdad. Su audacia y la falta Se convencionalismo de sus relatos molestaron los prejuicios de la burguesía. Sin embargo, cuando en París se entusiasmaron con la versión francesa, el público inglés y americano adquirió tantos ejemplares, que Martin pudo obligar a los editores a que le pagasen una regalía del veinticinco por ciento por un tercer libro y del treinta por un cuarto. Estos dos volúmenes comprendían cuantos relatos había escrito y que se habían o se estaban publicando en diferentes revistas. El tañido de las campanas y las historias de terror componían uno. El otro lo formaban Aventura, El recipiente, El vino de la vida, El remolino, La calle de los codazos y cuatro historias más. La «Meredith-Lowell & Co.» reunió todos sus artículos y «Macmillan Co.» su Lírica marina y Ciclo de amor, el último de los cuales apareció también en el Ladies'Home Com-panion a un precio exorbitante.
Martin lanzó un suspiro de alivio al vender su último original. Quedaban ya muy cerca su mansión en el valle y su goleta. Por lo menos había demostrado lo equivocado que estaba Brissenden al afirmar que nada que tuviese mérito aparecía en las revistas. Su éxito lo demostraba. Y, sin embargo, tenía la extraña sensación de que, pese a todo, su amigo estaba en lo cierto. La vergüenza del sol fue la causa de su triunfo, más que todo cuanto había escrito. Lo demás fue incidental. Lo habían rechazado casi todas las publicaciones. Pero al aparecer aquel libro, provocó una controversia que situó las cosas a su favor. Esto no hubiese sucedido de no existir La vergüenza del sol', de no haber tenido un éxito casi milagroso, seguiría como antes. «Singletree, Darnley & Co.» reconocían ese milagro. Habían hecho una primera edición de mil quinientos ejemplares, dudando de poder venderlos todos. Eran editores con experiencia y fueron los primeros sorprendidos por el éxito. Para ellos, constituía un verdadero milagro. No llegaron a comprenderlo nunca y, cada una de las cartas que Martin recibía, era una prueba de la sorpresa ante aquel misterioso suceso. No intentaban explicarlo. No tenía explicación. Había ocurrido. Pese a toda la experiencia en contra, había sucedido.
Con estos razonamientos, Martin ponía en duda la validez de su popularidad. Era la burguesía la que adquiría sus libros y le llenaba la bolsa y, por lo poco que sabía de ella, Martin no veía claro cómo podía apreciar o comprender cuanto había escrito. La intrínseca belleza y el gran poder que había en su trabajo nada significaban para los centenares de miles que le aclamaban y adquirían sus libros. Martin sabía que no era más que el capricho del momento, el aventurero que asaltaba el Parnaso, mientras los dioses asentían. Centenares de miles leían y aclamaban a Martin, con la misma y estólida falta de comprensión con la que habían atacado Efímero, hasta destrozarlo. Una manada de lobos que le adulaba en vez de morderle. Uno u otro, era sólo cuestión de suerte. De una cosa, Eden estaba absolutamente seguro. Efímero resultaba muy superior a cuanto él había hecho. Era, también, muy superior a cuanto llevaba dentro. Constituía un poema de siglos. Por tanto, el tributo de la multitud era triste, pues esa misma multitud había arrastrado Efímero por el fango. Martin suspiró profundamente y con satisfacción. Se alegraba de haber vendido el último original y de que pronto estaría lejos de todo.
CAPITULO XLIV
Mr. Morse encontró a Martin en el vestíbulo del «Hotel Metropole». Si fue una casualidad, si Mr. Morse había ido allí por otros asuntos o si su propósito era invitarle a cenar, Martin no lo supo nunca aunque se inclinaba por la segunda hipótesis. De todos modos, recibió una invitación de Mr. Morse, el padre de Ruth, que le había prohibido entrar en su casa y había roto el compromiso.
Martin no se enfadó. Su dignidad no se había recuperado. Toleró al otro, preguntándose qué sensación debía producir humillarse de aquel modo. No rechazó la invitación. En vez de ello, se excusó vagamente, y preguntó correctamente por la familia, en especial por Mrs. Morse y por Ruth. Pronunció su nombre sin titubear, con toda naturalidad, aunque, íntimamente, se sorprendiese de no estremecerse, de que no se le alterase el pulso o se le encendiese la sangre.
Martin recibía numerosas invitaciones a cenar, algunas de las cuales aceptaba. Había gente que procuraba que les presentasen, con el único fin de invitarle. Y a Eden seguía intrigándole aquello tan sencillo, que comenzaba a crecer. Recordaba sus días de hambre, cuando nadie le sentaba a a su mesa. Aquélla era la época en que necesitaba cenas, pues se debilitaba por su pobreza y perdía peso a causa del ayuno. Ésa era la paradoja.
Cuando tanta falta le hacía comer, nadie le invitaba y, ahora, que podía costearse cuanto quisiera, se las ofrecían a derecha e izquierda. ¿Y por qué? No era justo y nada hizo para merecerlo. No era distinto de antes. Todo su trabajo estaba realizado ya entonces. El matrimonio Morse le juzgaba como a un gandul y un vago y, a través de Ruth, le apremiaron para que buscara un empleo de oficinista. Pero, sin embargo, estaban al corriente de cuánto trabajaba. Ruth les había ido mostrando cada uno de sus originales. Los leye-ron todos. Y a estos originales se debía que su nombre apareciese en los periódicos, y a que su nombre apareciese en los periódicos se debía que le invitasen.
Una cosa resultaba muy clara: A los Morse no les interesaba por sí mismo ni por su trabajo. Por tanto, ahora tampoco les interesaba por él mismo o por su trabajo, sino por la fama adquirida y, ¿por qué no?, a causa de los cien mil dólares que, más o menos, poseía. De ese modo valoraba a los hombres la sociedad burguesa y, ¿quién era él para esperar otra cosa? Pero Martin tenía mucho orgullo. Desdeñaba tal valoración. Deseaba que le valorasen por sí mismo o por su trabajo que, al fin y al cabo, era una proyección de su personalidad. De ese modo, le valoraba Lizzie Connolly. Para ella, ni siquiera contaba su trabajo. Sólo a él tenía en cuenta. De ese modo le valoraban Jimmy, el fontanero, y toda su pandilla. Esto lo habían demostrado en dife-rentes ocasiones en la época en que era uno más y eso demostraron aquel domingo en Shell Mound Park. Su trabajo podía irse al cuerno. Lo que les gustaba, y por quien estaban dispuestos a Batirse, era el propio Martin Eden, uno de la pandilla y un tío simpático.
También estaba Ruth. Le había querido por sí mismo, lo que era indudable. Y, sin embargo, por mucho que le amase, prefirió el nivel de la burguesía. Se oponía a que escribiese, principalmente porque no le proporcionaba dinero. Ése fue su comentario al Ciclo de amor. También ella le insistía para que se buscase un empleo. Cierto que ella lo llamaba «hacerse una posición», pero singificaba lo mismo y Martin prefería la antigua denominación. Martin le había leído cuanto escribiera, relatos, artículos, poemas, Wiki-Wiki, La vergüenza del sol, todo. E, insistentemente, ella le apremiaba para que se buscara un empleo, que trabajase. ¡Buen Dios! ¡Como si no trabajara, robando horas al sueño, agotando su vida, para ser digno de Ruth!
Por tanto, su pequeña preocupación fue creciendo. Martin estaba nuevamente fuerte y normal, comía regularmente, dormía mucho y, sin embargo, aquello se iba convirtiendo en una obsesión. Trabajo ya realizado. Esa frase le perseguía de continuo. Cierto domingo, cenaba frente a Bernard Higginbotham, en la tienda de éste, y apenas podía evitar gritarle:
«¡Es un trabajo ya realizado! Y, ahora, me invitas a comer, cuando me dejaste pasar hambre, me prohibiste la entrada en tu casa y me estigmatizaste porque no tenía un empleo. Y, sin embargo, ese trabajo ya estaba hecho, totalmente hecho. Y, ahora, cuando hablo, contienes tus pensamientos, para estar pendiente de mí y atender respetuosamente cuanto digo. Afirmo que tu partido está podrido y repleto de ladrones y, en vez de enfurecerte, te limitas a rezongar un poco, pero reconociendo que hay una gran verdad en mis palabras. ¿Y por qué? Pues porque soy famoso y tengo mucho dinero. No es porque yo sea Martin Eden, un buen muchacho y no totalmente imbécil. Si te dijese que la luna está hecha de queso verde, ibas a aceptarlo o, por lo menos, no lo negarías, porque tengo dólares, montones de dólares. Y eso lo debo a algo que hice hace tiempo; a trabajo ya realizado, precisamente en la época en que más me despreciabas.»
Pero Martin no lo dijo en voz alta. Simplemente, se torturaba, mientras lograba sonreír y mostrarse tolerante. Conforme se encerró en sus pensamientos, Bernard Higginbotham se fue haciendo con la dirección y habló sin descanso. También él había triunfado. Se había hecho a sí mismo y estaba orgulloso. Nadie le ayudó. A na-dia debía. Cumplía sus deberes como ciudadano y sacaba adelante a una familia numerosa. Y ahí estaba la tienda, el monumento a su industria y a su habilidad. La amaba igual que algunos hombres aman a sus esposas. Entonces, le abrió el corazón a Eden, para mostrarle con cuánto detalle la había planeado. Y tenía muchos proyectos, proyectos muy ambiciosos. El barrio crecía muy de prisa. Y la tienda quedaba pequeña. De disponer de espacio, podría hacer algunas me-joras que ahorrarían trabajo y dinero. Y algún día iba a hacerlo. Estaba ahorrando para poder adquirir el edificio adjunto, que uniría al suyo. En las dos plantas, instalaría la tienda y alquilaría los dos pisos. Los ojos le brillaban al hablar del nuevo rótulo que se extendería por la fachada.
Martin no le escuchaba. Sus pensamientos le habían alejado de la charla del otro. La obsesión casi le enloquecía y quiso apartarla de su mente.
—¿Cuánto dices que iba a costar? —indagó de súbito.
Su cuñado interrumpió su disquisición sobre las oportunidades comerciales que el vecindario ofrecía. No había hablado de cantidades. Sin embargo, las sabía. Las estuvo calculando en diferentes ocasiones.
—Al precio que están ahora las cosas —dijo— se podría hacer con cuatro mil.
—¿Incluido el rótulo?
—No lo contaba. Se haría una vez hechas las reformas.
—¿Y el solar?
—Tres mil más.
El tendero se inclinó hacia delante, humedeciéndose los labios y abriendo y cerrando las manos, mientras contemplaba cómo Martin extendía un cheque. Cuando éste se lo pasó, leyó la cantidad: siete mil dólares.
—No podré pagar más que el seis por ciento —dijo con voz ronca.
Martin contuvo la risa y preguntó:,
—¿Cuánto sería eso?
—Veamos. Seis por ciento; seis veces siete, cuatrocientos veinte.
—Representa, más o menos, unos treinta y cinco al mes.
Higginbotham asintió.
—Entonces, si no te opones, lo arreglaremos de este modo. —Martin dirigió una mirada a Ger-trude—. Puedes quedarte con el préstamo si inviertes esos treinta y cinco mensuales para la cocina y la limpieza. Te puedes quedar con los siete mil si me garantizas que Gertrude no tendrá que hacerlo. ¿De acuerdo?
Mr. Higginbotham tragó fuerte. Le parecía una ofensa que su esposa no se ocupase de las faenas caseras. Aquel magnífico regalo no era más que el dulce que envuelve la pildora, una píldora muy amarga. ¡Que su esposa no trabajase! Le aturdía.
—Muy bien —dijo Martin—. Yo pagaré los treinta y cinco mensuales y...
Extendió la mano para coger el cheque. Pero Bernard Higginbotham llegó antes, al tiempo que aseguraba:
—'¡Acepto! ¡Acepto!
Cuando Martin tomó el tranvía, se sentía enfermo y cansado. Echó una ojeada al rótulo.
—¡Cerdo! —gruñó—. ¡Cerdo, cerdo!
Cuando Mctckintosh's Magazine publicó La qui-romántica, en el puesto de honor y debidamente ilustrado, Hermann von Schmidt olvidó que, en cierta ocasión, lo había considerado obsceno. Hizo correr que estaba inspirado en su esposa y se aseguró de que llegaba a oídos de la Prensa, sometiéndose a una entrevista y a que le retratasen. El resultado fue toda una página en un suplemento dominical, con fotos de Marian, muchos detalles acerca de la familia Eden y el texto de La quiromántica, reproducido con autorización del Maokintosh's Magazine. Causó una gran sensación en el barrio y las honestas amas de casa se sintieron orgullosas de conocer a la hermana del gran escritor, mientras que las que no la trataban se apresuraron a hacerlo. Hermann von Schmidt sonreía satisfecho en su taller y decidió encargar un nuevo torno.
—Es mucho mejor que la publicidad —le explicó a Marian— y no cuesta nada.
—Tenemos que invitarle a cenar —sugirió ella.
Y Martin fue a cenar, mostrándose amable con el gordo carnicero y la no menos gorda carnicera, gente muy influyente en el vecindario, que podían serle útiles a un joven emprendedor como Hermann von Schmidt. Sin embargo, habían necesitado un cebo tan importante como su cuñado para atraerles a su casa. Otro hombre se sentaba a la misma mesa, atraído por el mismo cebo. Se trataba del superintendente para las agencias de la costa del Pacífico de la «Compañía Asa de Bicicletas». Von Schmidt deseaba complacerle, para ver de obtener la representación en Oakland. Por tanto, para Hermann von Schmidt resultó una suerte tener a Martin Eden por cuñado, aunque, en lo más íntimo, no comprendía a qué se debía todo. En el silencio de la noche, mientras su esposa dormía intentó leer los libros de Martin, decidiendo que el mundo estaba loco si los compraba.
Y, en lo más íntimo, Martin comprendió perfectamente la situación. Mientras, durante la cena, contemplaba la cabeza de Von Schmidt, se ima-ginaba irla golpeando hasta arrancársela. Una . cosa le agradaba de él, sin embargo. Pese a ser pobre y estar decidido a prosperar, había contratado una sirvienta para librar a Marian del trabajo más pesado. Martin habló mucho con el superintendente y, concluida la cena, le llevó aparte, junto con Hermann, al que garantizó desde un punto de vista económico para que tuviese el mejor surtido de recambios de todo Oakland. Fue más allá y, en una conversación privada con su cuñado, le aconsejó que estuviera atento a descubrir un garaje y una representación de automóviles, pues no había razón para que no pudiese dirigir ambos establecimientos.
Con lágrimas en los ojos, mientras le abrazaba, Marian le dijo a Martin, al despedirse, lo mucho que le quería y lo mucho que siempre le había querido. Se advertían en su afirmación ciertas dudas que ocultaba tras sus lágrimas y besos y que Martin supuso que sería su deseo de que la perdonase por no haber tenido fe en él e insistido en que se buscara un empleo.
—No sabe guardar el dinero —le confió Hermann von Schmidt a su esposa más tarde—. Se enfureció cuando hablé de pagarle intereses y dijo que los principios comerciales podían irse al cuerno y que si volvía a mencionarlo me arrancaría a golpes esa cabeza de holandés. ¡Eso es lo que dijo: cabeza de holandés! Pero es un buen chico, aunque no sea hombre de negocios. Me ha dado mi oportunidad. Es un buen chico.
Las invitaciones a cenar seguían lloviendo so bre Martin y, cuanto más llovían, más intrigado estaba. Fue el huésped de honor en un banquete del «Bohemian Club», con gente famosa, acerca de la que había leído y oído hablar durante toda su vida. Todos le aseguraron que al leer El tañer de tas campanas, en el Transcontinental, y El hada y la perla, en The Hornet, supieron, en seguida, que se trataba de un triunfador. «Sí, pero, entonces, pasaba hambre y no tenía ropa —se dijo Eden—. ¿Por qué no me dieron un banquete entonces? Era la mejor ocasión. Ya había realizado mi tarea. Me festejáis ahora por un trabajo que hice entonces. Me festejáis porque todo el mundo lo hace y porque constituye un honor hacerlo. Me festejáis porque sois animales duros, porque pertenecéis a la multitud y lo único que actualmente piensa la multitud, de un modo automático, es festejarme. ¿Y qué tienen que ver Martin Eden y el trabajo que realizara con todo esto?», se preguntó pensativamente y, luego, se puso en pie para responder con ingenio y viveza a un brindis ingenioso y vivo.
En todas partes era igual. Dondequiera que se encontrase, en el club de Prensa, en el «Se-queia Club», en reuniones literarias o no, siempre se recordaba la primera vez que publicaron El tañer de las campanas y El hada y la perla. Y, de continuo, estaban invitando a Martin. «¿Por qué no me festejabais entonces? Es tarea ya realizada. El tañer de las campanas y El hada y la perla no han cambiado ni en una sola letra. Entonces eran tan extraordinarias como ahora. Pero no me festejáis por ellas ni por lo que he escrito después. Me festejáis porque está de moda y toda la multitud desea festejar a Martin Eden.»
Y, frecuentemente, en tales reuniones, solía ver, de improviso, a un joven matón, con una chaqueta cruzada y un sombrero ancho de alas rígidas. Le ocurrió cierta tarde en la «Ebell So-ciety» de Oakland. Al dirigirse hacia el estrado, vio entrar por la amplia puerta de la sala al joven matón, con su chaqueta cruzada, y su ancho sombrero. Quinientas mujeres elegantes se volvieron a ver qué ocurría, tan intensa y firme era la mirada de Martin. Sin embargo, sólo vieron la puerta abierta y vacía. Martin contemplaba al duro adolescente que iba a su encuentro y se preguntó si se quitaría el sombrero, cosa que hasta entonces nunca había hecho. La imagen cruzó la sala y subió al estrado. Martin sintió deseos de llorar ante aquella visión retrospectiva de sí mismo, al pensar cuánto tenía por delante. La imagen se fue acercando hasta desaparecer dentro de Martin. Las quinientas mujeres aplaudieron suavemente con sus manos enguantadas intentando animar al gran hombre que habían invitado. Y Martin, apartando la visión de su mente, sonrió y comenzó a hablar.
El superintendente de las Escuelas, un anciano simpático, detuvo a Martin en la calle, para recordarle unas escenas en su despacho cuando le expulsaron del colegio por pelearse.
—Hace tiempo que leí en una revista El tañer de las campanas —dijo—. Es digno de Poe. Entonces ya afirmé que era espléndido.
«Sí, y por dos veces, en los meses que siguieron, nos cruzamos en la calle y usted no me reconoció —se dijo Martin—. En cada una de esas ocasiones, estaba hambriento y camino de la casa de empeños. Pero ya había realizado mi tarea. Entonces, no me reconoció. ¿Por qué me reconoce ahora?»
—El otro día le decía a mi esposa —continuaba el superintendente— que sería una buena idea invitarte a cenar. Y estuvo de acuerdo conmigo. Sí, estuvo muy de acuerdo conmigo.
—¿A cenar? —dijo Martin tan bruscamente que casi parecía una burla.
—Pues sí, a cenar. Sin cumplidos, con su antiguo superintendente —afirmó el anciano con timidez, dándole un golpe en el hombro en un intento de mostrarse jovial.
Martin continuó su camino estupefacto. Se detuvo en la esquina y miró en torno suyo.
—¡Que me aspen! —exclamó luego.
El viejo estaba asustado.
CAPITULO XLV
Un día, Kreis fue a ver a Martin; Kreis, el de la auténtica basura. Y Martin le recibió con alivio, para escuchar los brillantes detalles de un proyecto, tan disparatado como para interesar a Martin más como novelista que como inversor. Kreis interrumpió su exposición el tiempo suficiente para decirle que La vergüenza del sol era una estupidez.
—Pero no vine aquí a hablar de filosofía —siguió—. Lo que quiero saber es si estás o no dispuesto a poner mil dólares en mi proyecto.
—No, no soy tan tonto como todo eso —repuso Martin—. Pero voy a decirte lo que haré. Me proporcionaste una de las mejores noches de mi vida. Me disteis lo que con dinero no puede comprarse. Ahora, yo lo tengo y no me importa nada. Quiero regalarte mil dólares, que yo no valoro, por lo que me proporcionasteis aquella noche y que no tiene precio. Tú necesitas dinero. Yo tengo más del que necesito. Lo quieres. Para eso viniste. No es preciso que intentes obtenerlo con proyectos. Llévatelo.
Kreis no demostró sorpresa alguna. Se guardó el cheque en el bolsillo.
—Bueno, me gustaría el encargo de irte proporcionando otras noches como aquélla.
—Ya es demasiado tarde —afirmó Martin moviendo la cabeza—. Aquella noche, fue única. Me sentía en el paraíso. Sé que para vosotros es habitual. Sin embargo, no lo era para mí. Nunca volveré a vivir otra de la misma intensidad. He acabado con la filosofía. No deseo volver a hablar de eso.
—El primer dinero que, en toda mi vida, me proporciona la filosofía —dijo Kreis ya en la puerta—. Y se cerró el mercado.
Cierto día, Martin se cruzó en la calle con Mrs. Morse, que le sonrió, con un inclinación de cabeza. Edén sonrió a su vez, quitándose el sombrero. El incidente no le afectó. Un mes antes, hubiera podido disgustarle o despertado su curiosidad, obligándole a calcular si dicha señora se daba cuenta de lo que hacía. Pero entonces no le dedicó ni un solo pensamiento. Lo olvidó en seguida, como hubiese olvidado el Ayuntamiento después de pasar por delante. Sin embargo, su cerebro no descansaba un solo minuto. De continuo giraba en torno a un círculo. Su epicentro era «la tarea realizada»; amenazaba con destrozarle, igual que un tumor. Por las mañanas, se despertaba con esa idea. De noche, le provocaba pesadillas. Cuanto ocurría en torno suyo que pu-diese afectarle, lo relacionaba al instante a la «tarea realizada». A través de un implacable proceso analítico, llegó a la conclusión de que no era nadie, de que no era nada. Martin Eden, el matón de barrio, y Martin Eden, el marinero, habían sido reales, eran una expresión de sí mismo. Pero Martin Eden, el escritor famoso, no existía. Martin Eden, el escritor famoso, no era más que una nebulosa emanada de la mente de la multitud para incrustarla en el ser corporal de Martin Eden, el matón de barrio y el marinero. Pero a él no le engañaban. No era ese ídolo que la multitud adoraba y al que sacrificaban cenas. Él sabía la verdad.
Leyó las revistas que hablaban de él y leyó todas las semblanzas que de sí mismo se habían publicado, hasta que fue incapaz de asociar su identidad con esos retratos. Él era un hombre que había vivido, sentido emociones y amado, que fue tolerante con las fragilidades de la vida, que sirvió en los alcázares de proa, visitó extraños países y dirigió una banda en sus días de camorrista. Era el hombre que se sintió maravillado por los miles de libros que figuraban en la biblioteca pública, que luego aprendió a desenvolverse entre ellos, hasta dominarlos. Era el hombre que trabajó hasta tarde, aplicándose un aguijón y que, a su vez, escribió libros. Pero le era ajeno por completo aquel colosal apetito que la multitud semejaba querer aplacar.
No obstante, en las revistas encontró cosas que le divirtieron. Todos le reivindicaban como su descubrimiento. El Warren's Monthly afirmaba que pudo presentar a Martin Eden al público gracias a su continua búsqueda de nuevos autores. Se lo atribuían el White Mouse, igual que el Northern Review y el Mackintosh's Magazine, hasta que los silenció el Globe, señalando sus archivos, donde estaba enterrada la Lírica marina. Youth and Age, que había vuelto a publicarse tras eludir todas sus deudas, aseguró haber sido la primera, cosa que no leyó nadie más que los hijos de los agricultores. El Transcontinental dio una seria y convincente explicación de cómo había descubierto a Martin Eden, cosa que le disputó The Hornet al exhibir El hada y la perla. La modesta reivindicación de «Singletree, Darnley & Co.» se perdió entre aquel clamor. Además, la editorial no poseía una revista que sostuviese sus afirmaciones.
Los periódicos calcularon los beneficios de Martin. De algún modo, las magníficas ofertas que se le habían hecho trascendieron y los predicadores le visitaron en tono amistoso, mientras en su correo aumentaban las cartas de los pedigüeños. Pero las peores eran las mujeres. Por todas partes se publicaron sus fotografías y los redactores aprovecharon su rostro fuerte y curtido, sus cicatrices, sus anchos hombros, sus ojos claros y tranquilos y sus facciones ascéticas. Cuando se mencionaba esto, Martin sonreía, recordando su bulliciosa adolescencia. Con frecuencia, entre las mujeres que le presentaban, había una que le miraba, con aire crítico, como si le seleccionase. Esto le provocaba risa. Recordó que Brissenden se lo había advertido y volvía a reír. Las mujeres no iban a destrozarle. De eso, estaba seguro. Ha-bía ya superado esa etapa.
Una vez, cuando acompañaba a Lizzie a la academia nocturna, advirtió la mirada que le dirigía una mujer de la burguesía, hermosa y bien vestida. La mirada fue un poco larga, demasiado consciente. Lizzie comprendió lo que significaba y se puso en tensión. Martin lo advirtió a su vez, dándose cuenta del motivo, y le dijo que se estaba acostumbrando y que no le importaba.
—Pues debiera —le respondió ella—. ¡Lo que te ocurre es que estás enfermo!
—Nunca me sentí mejor en toda mi vida. Peso cinco libras más de lo corriente».
—No es cosa del cuerpo. Es de la cabeza. Hay algo que no funciona bien. Incluso yo, que; no soy nadie, me estoy dando cuenta.
Martin siguió a su lado, reflexionándolo.
—Daría cualquier cosa para que te curases —afirmó Lizzie impulsivamente—. Debiera importarte que las mujeres te miren de ese modo. No es natural. Es lo lógico entre los mariquitas. Pero tú no eres de ésos. Te aseguro que me conformaría, y muy satisfecha, si encontrases una mujer que te hiciese cambiar.
Cuando dejó a Lizzie en la academia, regresó al «Metropole».
Una vez en sus habitaciones, se dejó caer en un sillón y quedó ensimismado. No se durmió, pero tampoco pensaba. Tenía la mente yacía, excepto cuando en ella se formaban imágenes con forma y color. Vio las imágenes, pero apenas tenía consciencia de ellas, como si se tratara de un sueño. Sin embargo, no dormía. Al fin, salió de su ensimismamiento para consultar el reloj. Eran las ocho. Nada tenía que hacer y aún era pronto para acostarse. Luego, volvió a vaciársele la mente y, de nuevo, se le formaron imágenes. Éstas nada tenían de particular. Se trataba siempre de hojas y de ramas de árboles, a través de las cuales resplandecía el sol.
Le despertaron con un golpe en la puerta. No dormía y, al instante, asoció la llamada con una carta, un telegrama o alguno de los empleados que le traía la ropa de la lavandería. Pensaba en Joe, preguntándose dónde se encontraría cuando invitó:
—Adelante.
Seguía pensando en Joe y no se volvió hacia la puerta. Oyó que la cerraban con cuidado. Remaba un profundo silencio. Martin olvidó que habían llamado a la puerta y continuaba ensimismado cuando le sobresaltó el sollozo de una mujer. Era involuntario, espasmódico y sofocado. Martin se dio cuenta de esto cuando se volvía. Al momento se puso en pie.
—¡Ruth! —exclamó sorprendido y estupefacto.
El rostro de la muchacha se veía pálido y tenso. Ruth seguía junto a la puerta, apoyándose en ella con una mano y la otra caída al costado. Tendió ambas hacia él, como implorándole, y fue a su encuentro. Martin, al estrecharlas y acompañar a la muchacha hasta el sillón, se dio cuenta de que estaban muy frías. Acercó una butaca, sentándose en el brazo. Se sentía demasiado confuso para hablar. A su juicio, el asunto de Ruth estaba muerto y enterrado. Sentía entonces la misma sorpresa que si la lavandería de Shelley Hot Springs invadiese el «Hotel Metropole» con} la colada de toda una semana para que él la atendiese. En varias ocasiones fue a hablar, pero siempre acabó por callarse.
—Nadie sabe que estoy aqui —"dijo Ruth en voz baja y sonriendo débilmente.
—¿Cómo has dicho? —preguntó Martin.
Le sorprendió el sonido de su propia voz.
La muchacha repitió sus palabras.
—¡Ah! —comentó Eden, preguntándose qué más podía decir.
—Te vi entrar y esperé unos minutos.
—¡Ah!
Martin no se había sentido tan torpe en toda su vida. No tenía una sola idea en la cabeza. No se le ocurría nada, aunque de ello hubiese dependido su vida. Le hubiese resultado más fácil desenvolverse si la intrusión hubiese procedido de la lavandería de Hot Springs. Simplemente, se habría arremangado los brazos y puesto a trabajar.
—Y, entonces, entraste —pudo decir al fin.
Ella asintió, con extraña expresión y, luego, se soltó el pañuelo que llevaba al cuello.
—Te vi desde la otra acera cuando ibas con aquella chica.
—Ah, sí —comentó él—. La acompañaba a la academia nocturna.
—¿No te alegras de verme? —indagó Ruth al cabo de otra pausa.
—Sí, desde luego. —Martin hablaba con premura—. ¿No te has precipitado al entrar?
—Me colé. Nadie sabe que estoy aquí. Quería verte. He venido a decirte que fui muy tonta. He venido porque no podía mantenerme lejos de ti, porque el corazón me impulsaba a venir, porque... porque quería venir.
Se puso en pie, acercándose a él. Le apoyó una mano en el hombro, mientras se le agitaba la respiración, y, luego, se echó en sus brazos. Mar-tin la abrazó a su vez, a impulsos de su amable naturaleza, que no deseaba herirla y que sabía que la peor ofensa que se puede infligir a una mujer es rechazarla. Pero no puso calor ni procuró que fuese una caricia. Ella se le había echado a los brazos y él la sostenía, eso era todo. Ruth se recostó en él y, luego, con un brusco cam-bio de actitud, alzó las manos para apoyárselas en el cuello. Pero la carne de Martin no se encendió al contacto. Más bien se sentía torpe e incó-modo.
—¿Por qué tiemblas? —indagó Eden—. ¿Tienes frío? ¿Quieres que encienda la calefacción?
Fue a soltarse de ella, pero Ruth se aferró con más fuerza, temblando muy agitada.
—No son más que nervios —dijo castañeteando los dientes—-. Pronto me dominaré. ¡Ya está! Me siento mejor.
Poco a poco, dejó de temblar. Martin seguía estrechándola, pero ya no se sentía sorprendido. Ahora sabía a qué debía su visita.
—Mi madre quería que me casara con Charlie Hapgood —declaró Ruth.
—Charlie Hapgood, el tipo que habla siempre con frases hechas —comentó Martin. Luego, añadió—: Y, ahora, supongo que tu madre quiere que te cases conmigo.
No lo dijo en forma de pregunta. Simplemente, lo expuso como una certeza, mientras, ante sus ojos, danzaban las cifras de sus derechos de autor.
—No se opondrá. De eso estoy segura —-repuso la muchacha.
—¿Me considera un buen partido?
Ruth asintió.
—Pues no soy mejor partido que cuando rompió nuestro compromiso —razonó Martin—. En nada he cambiado. Soy el mismo Martin Eden, aunque, es posible, que incluso sea peor. Ahora fumo. ¿No me lo notas en el aliento?
A modo de respuesta, ella le puso los dedos sobre la boca, con cierta coquetería y a manera de juego, esperando el beso que antes fue siempre la consecuencia. Pero la boca de Martin no respondió a la caricia. Esperó a que retirase los dedos y, entonces, continuó:
—No he cambiado. No tengo empleo. No busco un empleo. Y, lo que es más, no pienso buscar un empleo. Sigo creyendo que Herbert Spencer es un gran hombre y muy digno, mientras que el juez Blount no pasa de un asno presuntuoso. Cené con él la otra noche; pude comprobarlo.
—Pero no aceptaste la invitación de papá —se dolió ella.
—De manera que lo sabes. ¿Quién le envió? ¿Tu madre?
La muchacha no respondió.
—Así que fue ella. Lo imaginaba. Y supongo que ahora te ha enviado a ti.
—Nadie sabe que estoy en tu hotel —protestó Ruth—. ¿Crees que iban a permitírmelo?
—Te permitiría que te casaras conmigo, desde luego.
Ruth lanzó un grito.
—¡Martin, no seas cruel! No me has besado ni una sola vez. Estás insensible como una piedra. ¡Piensa en lo que me he atrevido a hacer! —Miró en torno suyo estremeciéndose, aunque la dominaba la curiosidad—. ¡Piensa dónde estoy!
«¡Me dejaría matar por ti, me dejaría matar por ti!» Las palabras de Lizzie le sonaban a Martin en los oído?.
—¿Por qué no te atreviste antes? —preguntó con aspereza—. ¿Cuando yo no tenía un empleo? ¿Cuando pasaba hambre? ¿Cuando era exactamente el mismo de ahora, tanto como artista que como hombre, el mismo Martin Eden? Ésa es la pregunta que me hago continuamente, no tan sólo acerca de ti, sino de todo el mundo. Verás, yo no he cambiado, aunque mi súbita y aparente cotización me obligue a comprobarlo a diario. Tengo la misma carne sobre los huesos, las mismas manos y los mismos pies. Soy el mismo. No he adquirido nuevas fuerzas ni nuevas virtudes. Mi mente es también la de antes. No poseo otras ideas acerca de la filosofía y de la literatura. Personalmente, no valgo más que cuando nadie me apreciaba. Por tanto, no me quieren por mí mismo, ya que soy igual a entonces. Y lo que me intriga es el motivo por el que ahora les importo. No será por mí, ya que soy el mismo de quien no se preocupaban. En consecuencia, debe ser por algo distinto, algo ajeno a mí, por algo que no soy yo. ¿Quieres que te lo diga? Es por el reconocimiento que he recibido. Y ese reconocimiento no forma parte de mí. Reside, tan sólo, en la mente de los demás. Y, también, por el dinero que he ganado y que sigo ganando. Pero ese dinero tampoco forma parte de mí. Está en los Bancos y en el bolsillo de cualquiera. Y es por eso, el reconocimiento y el dinero, por lo que ahora tú me quieres.
—¡Me estás destrozando el corazón! —sollozó la muchacha—. Sabes muy bien que te amo y que estoy aquí sólo por eso.
—Me temo que no veas mi punto de vista —dijo Martin suavemente—. Lo que quiero decir es que, si me amas, ¿cómo es que me amas mucho más ahora que cuando tu cariño era tan dé-bil que me rechazaste?
—Olvida y perdona —exclamó la muchacha con pasión—. Siempre te quise, recuérdalo. Y que ahora estoy aquí, en tus brazos.
—Me temo que soy como un comerciante ávido, que únicamente mira las escalas para pesar tu amor y ver qué calidad tiene.
Ruth se soltó de Martin, para sentarse de nuevo, muy envarada, mientras le miraba anhelante. Fue a decir algo, pero lo pensó mejor y calló.
—Considero —continuó Martin— que, cuando ya era lo que ahora soy, nadie, fuera de mi clase, se preocupaba por mí. Cuando ya había escrito todos mis libros, nadie, de cuantos los leyeron, los tuvo en cuenta. En realidad, a causa de lo que escribía, yo parecía importarles mucho menos. Semejaba como si, al escribirlos, hubiese cometido un acto que, en el mejor de los casos, podía calificarse de vergonzoso. Todos me decían que me buscase un empleo.
Ella hizo un ademán de protesta.
—Sí, sí —convino Eden-, menos tú. Tú me indicabas que me hiciera una posición. La palabra tan familiar de «un empleo» te ofendía, igual que mucho de lo que he escrito. Te resultaba brutal. Pero te aseguro que a mí me resultaba tan brutal que cuantos me conocían me lo recomendasen, como se recomienda la enmienda a un ser inmoral. Pero volvamos a la cuestión. Que publicasen lo que yo había escrito y que unánimemente se me reconociese mérito, provocó un cambio en tu amor. No te querías casar con Martin Eden, con toda su tarea realizada. Tu amor por él no era lo bastante fuerte para que pudieras soportarlo. Pero lo es ahora y no puedo por menos de llegar a la conclusión de que su fuerza nace de haber publicado y de gozar de popularidad. En tu caso, no menciono los beneficios que me proporciona, aunque tengo la seguridad de que pueden explicar el cambio de actitud de tus padres. Como puedes suponer, todo esto no me halaga. Pero, peor aún, me hace poner en duda el Amor, el Amor de verdad. ¿Es que, acaso, resulta algo tan vulgar que debe alimentarse del éxito? Así lo parece. Lo he pensado tantas veces, que la cabeza me da vueltas.
— ¡Pobre cabecita! —Ruth tendió la mano, para acariciarle el cabello—. No te tortures más. Empecemos de nuevo. Te quise siempre. Sé que fui débil al someterme a la voluntad de mi madre. No debí hacerlo. Pero a ti mismo te he oído hablar muchas veces, de un modo bastante claro, de lo débil que es el ser humano. Haz que tu caridad me alcance a mí. Obré mal. ¡Perdóname'
—Claro que te perdono —dijo Martin impaciente—. Resulta fácil hacerlo, cuando nada hay que perdonar. Nada de lo que has hecho necesita perdonarse. Cada uno obra según sus luces y no puede hacer más. Lo mismo podría pedirte yo que me perdonases por no buscar un empleo.
—Mis intenciones eran buenas —protestó la muchacha—. Lo sabes muy bien. No podía amarte y no pretenderlo.
—Cierto, pero me hubieras destrozado con tus buenas intenciones. ¡Sí, sí! —añadió para acallar sus protestas—. Hubieses destrozado mi manera de escribir y mi carrera. El realismo es consustancial con mi carácter y la burguesía odia el realismo. La burguesía es cobarde. Teme la vida. Y todos sus esfuerzos iban encaminados a que también la temiese yo. Querías formalizarme. Me hubieras querido comprimir, hasta que cupiese en un agujero, donde todos los valores son irreales, falsos y vulgares. —Advirtió que Ruth iba a protestar—. Vulgares, una vulgaridad cómoda, lo reconozco, es la base del refinamiento y de la cultura burguesa. Y, como decía, tú querías formalizarme, convertirme en uno más de los de tu clase, con los ideales de tu clase, los valores de tu clase y los prejuicios de tu clase. —Movió la cabeza tristemente—. Ni siquiera ahora comprendes lo que digo. Mis palabras no significan para ti lo que yo pretendo que signifiquen. Lo que yo veía no es para ti más que pura fantasía. Sin embargo, para mí constituía la más vital de las realidades. En el mejor de los casos, puede que te sientas sorprendida y un poco divertida de que este hombre tan ordinario, que emerge del abis-mo, se atreva a juzgar a tu clase y considerarla vulgar.
Ruth apoyó la cabeza en su hombro, mientras temblaba de nuevo. Martin esperó a que ella hablase y, luego, continuó:
—Y ahora quieres que renovemos nuestro amor. Quieres que nos casemos. Me quieres a mí. Y, sin embargo, de no haberse publicado mis libros y haber llamado la atención, yo sería el mismo, pese a todo. Pero tú te hubieras mantenido lejos. Son esos puñeteros libros...
—No hables así —le interrumpió la muchacha.
Esa advertencia sobresaltó a Martin. Luego, estalló en una amarga carcajada.
—Eso es —dijo—, en el momento más difícil, cuando tu felicidad está en juego, te da miedo la vida igual que antes, te dan miedo la vida y los tacos más saludables.
Sus palabras hicieron que la muchacha comprendiese lo pueril de su comentario, pero, no obstante, consideraba que él lo había exagerado, por lo que se sintió molesta. Guardaron silencio durante un buen rato, mientras ella pensaba desesperadamente y Martin meditaba acerca de su desaparecido amor. Sabía ahora que, en realidad, no la quiso nunca. Era a una idealización de Ruth a la que él amara, una criatura etérea que él creó, el brillante y luminoso espíritu de sus poemas amorosos. Pero a la auténtica Ruth, con to-das las debilidades burguesas y todas las limitaciones de la psicología burguesa, a ésa no la quiso nunca.
De súbito, ella comenzó a hablar.
—Sé que hay gran verdad en cuanto has dicho. He tenido miedo a la vida. No te quise lo bastante. Pero he aprendido mucho. Te quiero por lo que eres, por lo que fuiste y por el modo como has llegado a ser lo que eres. Te quiero por lo distinto que resultas a lo que llamas mi clase, por tus ideas, que no comprendo, pero que sé que puedo llegar a comprender. Me esforzaré en con-seguirlo. E, incluso, el que fumes y hables mal, todo eso forma parte de ti y también te querré por eso. Aún puedo aprender. He aprendido mucho en los últimos diez minutos. Que haya osado venir aquí es una prueba de lo mucho que estoy adelantando. ¡Oh, Martin...!
Ruth lloraba, muy pegada a él.
Por primera vez, los brazos de Martin la rodearon con gentileza y afecto y ella lo reconoció con el rostro encendido.
—Es demasiado tarde —dijo Eden. No dejaba de. recordar las palabras de Lizzie—. Soy un enfermo. ¡No, no se trata del cuerpo! El mal está en la mente. Parece como si hubiese perdido todos los valores. Nada me importa. De haberte comportado así hace unos meses, todo habría sido distinto. Ahora es demasiado tarde.
—¡No es tarde! —protestó ella—. Te lo demostraré. Tendrás la prueba de que mi amor ha aumentado, de que me importa más que mi clase y todo lo que me es querido. Rechazaré cuanto es importante para la burguesía. Ya no temo a la vida. Abandonaré a mis padres y dejaré que me critiquen mis amigos. Me entregaré a ti, ahora y aquí, por amor, si es que tú lo deseas, y me sentiré contenta y orgullosa de estar contigo. Si fui traidora al amor, ahora, por amor, traicionaré cuanto había provocado la anterior traición.
Se puso en pie ante él, con los ojos brillantes.
—Estoy esperando, Martin —murmuró—. Esperando que me aceptes. Mírame.
Al mirarla, Martin se dijo que era espléndido. Ruth se había redimido de cuanto le faltaba, descubriéndose, al fin, como una auténtica mujer, superior a la férrea ley de los convencionalismos burgueses. Resultaba espléndido, magnífico, desesperado. Y, sin embargo, ¿qué le ocurría a Martin? No le emocionaba ni le excitaba lo que ella acababa de hacer. Resultaba espléndido y magnífico, pero únicamente desde un punto de vista intelectual. En lo que debió haber sido un momento de fuego, Eden la apreció fríamente. No le llegó al corazón. No sentía el menor deseo por ella. De nuevo, recordó las palabras de Lizzie.
—Estoy enfermo, muy enfermo —dijo con un gesto de desesperación—. No supe cuánto hasta este momento. Hay algo que me ha abandonado. Siempre temí a la vida, pero no imaginé jamás que llegaría a sentirme saciado de la vida. Ésta me ha dado tanto, que estoy vacío de todo deseo. De tenerlos, te querría ahora. ¡Date cuenta de lo enfermo que estoy!
Echó hacia atrás la cabeza, cerrando los ojos.
Igual que un niño lloroso, que olvida su pena al contemplar el sol que se filtra por entre los párpados, así Martin olvidó su enfermedad y la presencia de Ruth, todo, al contemplar la esplendorosa vegetación, bañada por los rayos solares, que surgía ante sus ojos cerrados. El espectáculo no le calmaba. La luz del sol era demasiado violenta y cegadora. Hería el contemplarla y, no obstante, la siguió contemplando, sin saber el motivo.
Volvió en sí al oír girar el pomo de la puerta. Era Ruth.
—¿Cómo puedo salir? —le preguntó aún llorosa—. Tengo miedo.
—¡Perdóname! —dijo Martin poniéndose en pie—. No soy yo mismo. Olvidé que estabas aquí. —Se llevó la mano a la cabeza—. No me siento bien. Te acompañaré a casa. Podemos salir por la puerta de servicio. Nadie nos verá. Ponte el velo y todo irá bien.
Ruth le tomó por el brazo y avanzaron por el pasillo en penumbra y por la estrecha escalera.
—Ya estoy a salvo —dijo ella, de improviso, cuando salieron a la acera, mientras hacía un movimiento para soltarse.
—No, no, te acompañaré a casa —repuso Martin.
—¡No, no lo hagas! —protestó la muchacha—. No es necesario.
De nuevo, pareció irle a soltar. Martin sintió una súbita curiosidad. Ahora, en que estaba fuera de peligro, la muchacha semejaba asustada. Eden no vio razón que lo justificase, atribuyéndolo, por tanto, a los nervios. En consecuencia, le sujetó la mano y echó a andar. A mitad de camino, advirtió que un hombre, embutido en un largo abrigo, se ocultaba bruscamente en un portal. Le dirigió una mirada cuando pasaron ante él y pese al cuello subido, creyó reconocer a Norman, el hermano de Ruth. Durante su camino, la muchacha y Martin ape-nas hablaron. Ella se sentía aturdida. Él se mostraba apático. Sólo en una ocasión Eden le dijo que, en breve, regresaría a los mares del Sur y sólo una vez ella le pidió que la perdonase por haberle visitado. Y eso fue todo. Su despedida, ante la casa, resultó muy convencional. Se estrecharon las manos, se dieron las buenas noches y él se quitó el sombrero. Se cerró la puerta, Eden volvió a ponerse el sombrero, encendió un cigarrillo y se fue al hotel. Al llegar ante el portal en el que viera ocultarse a Norman, se detuvo, para contemplarlo divertido.
—¡Me mintió! —dijo en voz alta—. Me quiso hacer creer que había tomado una gran decisión y le constaba que su hermano, que la acompañó hasta aquí, la estaba esperando para volverla a acompañar. —Estalló en una carcajada—. ¡Esos burgueses! Cuando no tenía ni un céntimo, no era digno de que me viesen en compañía de su hermana. Ahora, que tengo una cuenta bancaria, él mismo me la trae.
Al ir a continuar su camino, un vagabundo, que se cruzó con él, le pidió:
—Oiga, señor, ¿puede darme algo para pagarme una cama?
La voz hizo volverse a Martin. Al instante, estrechaba la mano de Joe.
—¿Te acuerdas de cuando nos separamos en Hot Springs? —decía el otro—. Te aseguré que volveríamos a encontrarnos. Lo sentía en los huesos. Y aquí estamos.
—Tienes buen aspecto —comentó Martin examinándole—. Y has engordado.
—Desde luego que sí. —El semblante de Joe aparecía radiante—. No había sabido lo que era vivir hasta que me convertí en vagabundo. Peso treinta libras más y me siento en plena forma. ¡Cuando trabajaba, no tenía más que la piel y los huesos! ¡Me sienta bien hacer de vagabundo!
—Sin embargo, pedías para alquilar una cama —se burló Martin—. Hace frío.
—¿Buscando una cama? —Joe metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de monedas-Gano más que en mi antiguo empleo —exclamó—. Tienes aspecto de rico. Por eso te lo pedí.
Martin se echó a reír y se rindió.
—Seguro que ya has echado varios tragos —insinuó.
Joe se guardó el dinero.
—Te equivocas —declaró—. Ya no me emborracho, aunque nada me lo impide. Es que no tengo ganas. Desde que nos separamos, sólo me he emborrachado una vez y fue porque me pillaron con el estómago vacío. Cuando trabajo como una bestia, bebo como una bestia. Cuando vivo como un ser humano, bebo como un ser humano; un trago de vez en cuando, si me apetece, y eso es todo.
Martin quedó citado con él para el día siguiente y regresó a su hotel. Se detuvo en recepción para consultar los buques que zarpaban. El Mariposa partía para Tahití dentro de cinco días.
—Telefoneen mañana para reservarme un camarote —le dijo al empleado—. No quiero uno de cubierta, sino de los de abajo, a babor. Recuérdelo, babor. Más vale que lo apunte.
Una vez en sus habitaciones, se acostó, durmiendo como un niño. Los sucesos de aquella tarde no le habían impresionado. Tenía la mente como muerta a las impresiones. El júbilo que despertó su encuentro con Joe resultó fugaz. Al minuto, se sentía ya molesto por la compañía del antiguo lavandero y por la necesidad de hablarle. Tampoco significaba gran cosa el hecho de que, en el plazo de cinco días, iba a partir para sus amados mares del Sur. Por tanto, cerró los ojos y durmió tranquilamente durante ocho ininterrumpidas horas. No se sentía inquieto. No cambió de posición ni soñó. El sueño representaba el olvido y lamentaba despertarse. La vida le inquietaba y le aburría y el tiempo le fastidiaba.
CAPÍTULO XLVI
—Oye, Joe —fue el saludo que Martin dirigió a la mañana siguiente a su antiguo compañero de trabajo—, hay un francés en la Calle Veintiocho. Ha ganado mucho dinero y se vuelve a su país. Tiene una lavandería estupenda y moderna. Es un modo de empezar, si quieres establecerte. Toma, cómprate ropa y ve a ver a ese hombre a las diez. Fue quien me buscó la lavandería y el que te la enseñará a ti. Si te gusta, y creo que vale los doce mil que piden por ella, dímelo y es tuya. Ahora, vete. Estoy ocupado. Nos veremos después.
—Oye, Martin —dijo el otro encendiéndose de coraje—. He venido a verte. ¿Comprendes? No vine a que me regalaras una lavandería. Vine a hablar, como viejos amigos, y me sueltas un negocio. Te diré lo que puedes hacer con ella. ¡Cógela y vete al infierno!
Se disponía a salir de la habitación, cuando Martin le sujetó por el hombro, obligándole "a volverse.
—Mira, Joe —advirtió—, si te comportas de ese modo, vas a obligarme a pegarte un puñetazo. Y, en recuerdo de nuestra amistad, te pegaré fuerte. ¿Comprendes? ¿De acuerdo?
Joe se había aferrado a él, en un intento de arrojarle al suelo, y se debatía para quedar libre. Así se zarandearon mutuamente por el cuarto, para acabar cayendo sobre una silla que se destrozó. Joe quedó debajo, con los brazos abiertos e inmovilizado por la rodilla que Martin le apoyaba en el pecho. Jadeaba, falto de respiración, cuando le soltó Eden.
—Ahora vamos a hablar —advirtió Martin—. No te des humos conmigo. En primer lugar, quiero que se arregle ese asunto de la lavandería. Luego, vuelve aquí y hablaremos como viejos amigos. Ya te dije que estaba muy ocupado. Mira eso.
Un criado acababa de entrar con la correspondencia, compuesta de revistas y de cartas.
—¿Cómo voy a leerme todo eso y, al mismo tiempo, hablar contigo? Ve a arreglar el asunto de la lavandería y, luego, vuelve aquí.
—De acuerdo —convino Joe de mala gana—. Creí que me echabas, pero, por lo visto, me equivoqué. Pero no me vencerías con los puños. Tengo mayor envergadura que tú.
—Un día nos pondremos los guantes y lo vamos a ver —dijo Martin con una sonrisa.
—Seguro, en cuanto ponga en marcha la lavandería —Joe extendió el brazo—. ¿Ves la envergadura? Te daré un disgusto.
Martin dio un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró tras su antiguo amigo. Se volvía antisocial. A diario, le resultaba más difícil mostrarse amable con la gente. Su presencia le perturbaba y le irritaba el esfuerzo de hablar con ellos. Todo el mundo le alteraba y, apenas había iniciado la conversación, estaba buscando excusas para irse.
De momento, no se ocupó del correo y, durante una media hora, se limitó a quedarse sentado en un sillón, mientras vagos pensamientos, apenas formulados, animaban de vez en cuando su inteligencia; en realidad, constituían sus únicas muestras de inteligencia.
Al fin, se rehízo y examinó el correo. Había una docena de peticiones de autógrafo, que reconocía a simple vista; eran de profesionales. También encontró varias de perturbados, desde la de uno que estaba trabajando en un modelo para solucionar el movimiento continuo o la del que demostraba que la superficie de la Tierra estaba dentro de una esfera hueca, hasta la del que bus-caba financiamiento para comprar la península de la Baja California e iniciar allí una colonización comunista. Por último estaban las cartas de mujeres que querían conocerle. Una de ellas le hizo sonreír, pues había incluido el recibo de sus donativos a la parroquia, como prueba de su respetabilidad.
Los editores y directores de revistas contribuían al correo diario. Los primeros le pedían, de rodillas, unas colaboraciones, y los otros, también de rodillas, algún libro. ¡Sus pobres y desdeñados originales, que le obligaron a empeñarlo todo, durante aquellos terribles meses, para tener dinero con que franquearlos! Encontró unos inesperados cheques por los derechos de señalización en Inglaterra y por adelantos a traducciones extranjeras. Su agente le anunciaba la venta de derechos a Alemania de tres de sus libros y le informaba de que circulaban unas ediciones en Suecia, pero de las que nada podía esperar, ya que ese país no se había adherido a la Convención de Berna. Luego, encontró la demanda de un permiso nominal para imprimir sus obras en Rusia, país que tampoco se había adherido a la Convención de Berna.
Después, atendió los recortes de Prensa que le enviaban y estuvo leyendo acerca de sí mismo, cosa que se había puesto de moda. Toda su obra se había ofrecido al público de una vez. Eso debió provocar su popularidad. Tenía a los lectores a sus pies, igual que Kipling los tuvo en aquella ocasión en que estaba a punto de morir y la multitud, a impulsos de un pensamiento colectivo, comenzó a leerle. Martin recordaba cómo, esa misma multitud, que no le entendió en absoluto, cambió, de improviso, meses después, para destrozarle. Eden sonrió. ¿Por qué no iba a ocurrirle a él lo mismo? Bien, pues se burlaría de la multitud. Se encontraría muy lejos, en los mares del Sur. Construyendo su mansión, mientras trafica ba en copra y en perlas y salvaba arrecifes en embarcaciones ligeras, o se dedicaba a la pesca de tiburones y bonitos y la caza de cabras salvajes en los montes del interior.
Pero, al pensarlo, se dio cuenta de lo desesperado de su situación. Vio, con toda claridad, que se encontraba en el Valle de las Sombras. Se desvanecía cuanta vida le quedaba, desapareciendo, camino de la muerte. Se dio cuenta de lo mucho que dormía y de lo mucho que deseaba dormir. Antes, odiaba el sueño. Le robaba preciosos minutos de vida. Cuatro horas de descanso, en un total de veinticuatro, significaba privarse de otro tanto de vida. ¡Cómo odiaba dormir! Ahora odiaba la vida. La vida no era buena; en su boca, tenía un sabor picante y amargo. Ése era el peligro que le amenazaba. Una vida que no ansiaba vivir, iba camino de extinguirse. A Martin se le despertó un vago instinto de conservación y comprendió que debía marcharse. Miró en torno suyo y la idea de tener que hacer el equipaje le resultaba intolerable. Era mejor dejarlo para lo último. Mientras, iría a equiparse.
Se puso el sombrero y salió, dirigiéndose a una armería, donde pasó el resto de la mañana comprando rifles automáticos, municiones y aparejos de pesca. Cambiaban mucho las modas en el tráfico, por lo que decidió esperar a su llegada a Ta-hití para ir adquiriendo mercancías. Podía pedirlas a Australia. Esa solución le resultó agradabilísima. Había evitado hacer algo y la perspectiva de una obligación era desagradable. Regresó al hotel muy contento, satisfecho por la perspectiva de que le esperaba su sillón. Gruñó al entrar y ver que lo ocupaba Joe.
Éste se mostraba encantado con la lavandería. Lo habían arreglado todo y se haría cargo de ella al día siguiente. Martin yacía en el lecho, con los ojos cerrados, mientras el otro hablaba. Sus pensamientos estaban muy lejos, tanto que apenas se daba cuenta de que pensaba. Sólo con un esfuer-zo, conseguía contestar. Y, sin embargo, se trata-ba de Joe, por quien siempre sintió una gran sim-patía. Pero Joe mostraba demasiado entusiasmo por la vida. Su ruidoso impacto en la debilitada mente de Martin resultaba doloroso. Era como una prueba hiriente a su cansada sensibilidad. Cuando Joe le recordó que algún día, en el futuro, iban a boxear juntos, casi gritó.
—Recuerda, Joe, que has de dirigir la lavandería según las reglas que estableciste en Shelley Hot Springs —le dijo—. No se harán horas extra. No habrá turno de noche. Y no contratarás niños. El sueldo, además, debe ser justo.
Joe asintió, mientras sacaba una libreta.
—Lee aquí. Redacté las normas esta mañana, antes del desayuno. ¿Qué opinas?
Las leyó en voz alta y Martin las fue aprobando, mientras se preguntaba si su amigo no se marcharía nunca.
Era ya tarde cuando Eden despertó. Lentamente, volvió a la vida. Examinó la habitación de una sola mirada. Evidentemente, Joe se fue al darse cuenta de que él dormía. Se dijo que era una consideración digna de tenerse en cuenta. Luego, cerró los ojos y volvió a dormirse.
En los días que siguieron, Joe estuvo demasiado ocupado en hacerse cargo de la lavandería y en organizaría para molestarle. Y no fue hasta la víspera de su partida cuando los periódicos anunciaron que tenía pasaje en el Mariposa. Una vez, en que se impuso el instinto de conservación, fue a la consulta de un médico e hizo que le examinaran detenidamente. Nada le encontraron. Se le informó de que tanto el corazón como los pulmones estaban en magnífico estado. Cada órgano, por lo menos a juicio del médico, funcionaba con toda normalidad.
—No le ocurre nada, Mr. Eden —le dijo el doctor—. Nada en absoluto. Está usted en plena forma. La verdad es que le envidio su salud. Es soberbía. ¡Mire qué pecho/ Ahí, en el estómago, reside el secreto de su extraordinaria constitución. Físicamente, es usted un hombre entre mil, entre diez mil. A menos de que tenga un accidente, vivirá hasta los cien años.
Y Martin supo que el diagnóstico de Lizzie era correcto. Estaba bien en el aspecto físico. Era la «máquina de pensar» la que no le funcionaba y no había cura para eso, excepto marcharse a los mares del Sur. Lo malo era que ahora, a punto de embarcar, no tenía deseos de partir. Los mares del Sur no le atraían mucho más que la civilización burguesa. No le entusiasmaba pensar en que iba a irse, y el acto de partir le pesaba en la carne. Martin se hubiera sentido mejor de estar ya a bordo y en alta mar.
El último día resultó una dura prueba. Enterados de su marcha por los periódicos de la mañana, Bernard Higginbotham, Gertrude y toda la familia fueron a despedirle, lo mismo que Hermann von Schmidt y Marian. Además, había asuntos pendientes que resolver, facturas que pagar e interminables periodistas a los que atender. Se despidió bruscamente de Lizzie Connolly a la puerta de la academia y se fue a toda prisa. En el hotel, le esperaba Joe, tan ocupado en la lavandería que no pudo ir antes. Fue la gota decisiva, pero Martin se aferró a los brazos del sillón y estuvo una media hora hablando y escuchando.
—Ya sabes —le dijo a Joe— que no has de sentirte atado a ese negocio. Va sin condiciones. Puedes venderlo cuando quieras y gastarte el dinero. En cuanto te canses y desees volver a las carreteras, te largas tranquilamente. Haz sólo aquello que te guste.
Joe negó con la cabeza.
—Ya no me iré más, gracias. Ser un vagabundo es excelente, excepto por una cosa: las chicas. Lo lamento, pero no puedo pasar sin ellas. Y los vagabundos han de prescindir. ¡La cantidad de veces que me he detenido ante casas en que celebraban un baile, y oía las risas de las mujeres! ¡Por Ja ventana veía sus trajes blancos y sus caras alegres! Entonces, aquello era un infierno. Me gustan demasiado los bailes, las excursiones, pasear a la luz de la luna y todo lo demás. Para mí, la lavandería, con un aspecto respetable y los dólares cayéndome en el bolsillo. Ayer conocí a una chica y, la verdad, no me importaría casarme con ella. Y lo estoy pensando durante todo el día. Es una monada, con los ojos más lindos y la voz más suave que he oído en mi vida. Voy por ella, eso es seguro. Oye, ¿por qué no te casas tú, con tanto dinero como gastas? Podrías elegir a la chica más bonita del mundo.
Martin negó con la cabeza, sonriendo, pero en lo más íntimo se preguntaba el motivo de que la gente quisiera casarse. Le resultaba absurdo e in-comprensible.
Desde la cubierta del Mariposa, en el momento de zarpar, Martin vio a Lizzie Connolly, que se ocultaba entre la multitud aglomerada en el muelle. «Llévatela —se dijo de pronto—. Resulta fácil ser bondadoso. La harás muy feliz.» Al principio fue como una tentación, pero, en seguida, le asustó. Le aterraba sólo pensarlo. Su alma agotada elevaba una protesta. Se apartó de la borda, con un gruñido, murmurando:
—Estás muy enfermo, muy enfermo.
Se fue a su camarote, donde se mantuvo encerrado hasta que el buque se hubo alejado del muelle. En el comedor, al servirse la comida, se encontró sentado en el lugar de honor, a la derecha del capitán, y no tardó en descubrir que era el gran hombre de a bordo. Pero jamás se embarcó un hombre más insatisfecho. Pasó la tarde en una silla de cubierta, con los ojos cerrados, me-dio dormido, y, por la noche, se acostó pronto.
Al segundo día, Martin pudo ver a la totalidad de pasajeros, repuestos casi todos de su mareo, y, cuanto más les veía, más le desagradaban. Sin embargo, comprendía que era injusto con ellos.
Se esforzó por reconocer que se trataba de gente buena y amable, como la mayoría de burgueses, con toda la estrechez y futilidad intelectual de su clase. Le aburrían extraordinariamente cuando hablaban con él, a causa del vacío de sus mentes superficiales, mientras que le alteraban la escandalosa alegría y la excesiva energía de los jóvenes. Nunca estaban quietos, enzarzados de continuo en los juegos de cubierta, paseando o asomándose a la borda con estentóreos gritos, para contemplar a las marsopas que saltaban y las primeras bandadas de peces voladores.
Martin dormía mucho. Después del desayuno, iba en busca de su silla, con una revista que jamás concluía. Le cansaba la letra impresa. Le sorprendía, asimismo, que la gente hallase tantas cosas acerca de las que escribir e, intrigado, se iba adormilando. Cuando le despertaba el gong, avisando que era la hora de comer, le irritaba tenerse que levantar. No hallaba satisfacción en es-tar despierto.
Un día, para librarse de aquel letargo, se fue al castillo de proa con los marineros. Pero la casta de hombres de mar semejaba haber cambiado desde que él ya no formaba parte de ella. No pudo encontrar la menor relación con aquellos seres bestiales, de rostros estólidos y mentes bovinas. Se sintió desesperado. Arriba, nadie quería a Martin Eden por sí mismo y no podía volver ya con los de su clase, que le apreciaron en el pasado. Ya no quería estar con ellos. Les podía soportar tan poco como a los estúpidos pasajeros de primera y a los bulliciosos jóvenes.
La vida le resultaba cual una luz blanca y fuerte que hiere los ojos de los enfermos. Durante cada uno de los minutos en que estaba despierto, la vida resplandecía sobre él y en torno a él. Dolía, dolía de un modo intolerable. Era la primera vez en toda su vida que Martin viajaba en primera clase. En todos los barcos, estuvo siempre en el castillo de proa, en el entrepuente o en las oscuras profundidades de la carbonera, manejando la pala. En esa época, al encaramarse por las escalerillas de hierro, desde las sofocantes profundidades, había visto con frecuencia a los pasajeros, vestidos de blanco, que no hacían otra cosa más que divertirse. Se sentaban bajo toldillas, que les protegían del sol, mientras unos diligentes camareros atendían sus menores caprichos. Entonces, consideró que el reino en el que moraban era igual al paraíso. Pues bien, allí estaba, el gran hombre de a bordo, centro de atención general, sentado a la derecha del capitán y, sin embargo, no hacía más que acercarse al castillo de proa o a la bodega, en busca del paraíso que perdiera. No había hallado uno nuevo y, tampoco, lograba recuperar el antiguo.
Se esforzó por animarse y buscar algo que le interesara. Se internó en la sala de pilotos y se alegró de abandonarla. Estuvo hablando con un sobrecargo libre de servicio, un hombre inteligente, quien, al instante, le abrumó con propaganda socialista, llenándole las manos de octavillas y libelos. Escuchó cómo el hombre exponía su moral de esclavo y, mientras, recordaba, con languidez, su propia filosofía nieztscheana. Pero, al fin y al cabo, ¿de qué servía? Le vino a la memoria una de las más locas afirmaciones de Nietzsche, en la que aquel loco dudaba de la verdad. ¿Quién sabe? Quizá Nietzsche tuviera razón. Quizá no hubiese verdad en nada, no hubiese verdad en la verdad, no existiera la verdad. Pero su débil mente le pesó en seguida y se sintió contento de volver a su silla.
Pese a que a bordo se sentía desgraciado, le abrumó pronto una nueva inquietud. ¿Qué pasaría una vez el buque llegase a Tahití? Debería de-sembarcar. Iba a tener que encargarse de las mercancías para poder traficar, obtener pasaje en alguna goleta que fuera a las Marquesas y atender miles de asuntos, que resultaban dolorosos. Cuando lograba obligarse a pensarlo, se daba cuenta del peligro al que se asomaba. La verdad era que se hallaba en el Valle de las Sombras y el riesgo estaba en que no tenía miedo. De tenerlo, volvería a la vida. Pero, en su caso, no hacía más que hundirse en las tinieblas. Ya no encontraba satisfacción en las cosas más familiares. El Mariposa navegaba ahora entre los alisios del nordeste, y este viento revivificador le irritaba. Hizo que cambiaran la silla para escapar al fornido camarada de otros días y otras noches.
El día en que el Mariposa entró en la zona de calma, Martin quedó más abatido que nunca. Ya no podía dormir. Le dominaba el sueño pero, a la fuerza, debía mantenerse despierto soportando el blanco resplandor de la vida. Se sentía inquieto. El aire resultaba húmedo y pegajoso y la llu-via no refrescaba. Le dolía la vida. Paseaba por cubierta hasta que se sentía agotado y, entonces, se sentaba en su silla, hasta verse obligado a ponerse en pie. Se forzó a sí mismo a acabar una revista, y de la biblioteca del buque sacó varios volúmenes de poesía. Pero no retuvieron su atención y volvió a sus paseos.
Tras la cena, se quedaba mucho rato en cubierta, pero eso no le sirvió de nada, pues al bajar a su camarote no podía dormir. Le había fallado aquel medio de olvido. No podía resistirlo. Encendió la lámpara eléctrica e intentó leer. Uno de los volúmenes era de Swinburne. Martin yacía en cama, girando las páginas, hasta que, de súbito, se dio cuenta de que leía con interés. Concluyó la estrofa, fue a continuar y, luego, volvió atrás. Dejó caer el libro abierto sobre el pecho, mientras pensaba. ¡Aquello era lo que necesitaba! ¡Resultaba curioso que no se le hubiese ocurrido antes! Allí estaba el significado de todo. Anduvo a la deriva y, ahora, Swinburne le mostraba la mejor salida. Deseaba descansar, y el descanso le estaba es-perando. Miró la abierta portilla. Sí, era lo bastante amplia. Se sintió feliz por primera vez en varias semanas. Por fin hallaba el remedio a su enfermedad. Tomó el libro y leyó la estrofa en voz alta, muy lentamente:
Desde un excesivo amor a la vida, desde la esperanza, y el miedo, gracias damos
a nuestros dioses particulares, de que ninguna vida sea eterna de que no vuelvan los muertos de que incluso los ríos caudalosos desemboquen en el mar.
Martin miró, nuevamente, a la abierta portilla. Swinburne le daba la llave. La vida estaba enferma o, mejor dicho, había enfermado hasta resultar intolerable. «¡De que no vuelvan los muertos!» El verso le hizo sentir una profunda gratitud. Era el único beneficio existente en el Universo. Cuando la vida resultaba una doliente carga, la muerte proporcionaba el anhelado sueño. ¿Qué era lo que esperaba? Había llegado el momento de irse.
Se levantó, para asomarse al portillo y mirar la blanca espuma. El Mariposa iba. sobrecargado y, de sujetarse con las manos, los pies tocarían el agua. Podía dejarse caer sin ruido. Nadie se daría cuenta. Le alcanzaron unas salpicaduras, humedeciéndole la cara. En la boca le quedó el sabor a sal, que le agradó. Se preguntó si debería escribir su canto del cisne, pero lo apartó rién-dose. No le quedaba tiempo. Sentía impaciencia por partir.
Tras apagar la luz del camarote, para que no le delatase, se deslizó por la portilla, con los pies por delante. Se le encallaron los hombros y volvió atrás, para intentarlo "nuevamente con un brazo pegado al cuerpo. Le ayudó un movimiento del vapor, quedando colgado de las manos. Cuando los pies tocaron el agua, se soltó. Fue a caer en un mar de espuma blanca. El costado del Mariposa pasó ante él, cual un muro negro, roto en algunos lugares por portillas iluminadas. Iba muy de prisa. Casi antes de que Eden se diera cuenta, el buque se hallaba ya lejos, cabalgando sobre la espumosa superficie.
Un bonito atacó su blanco cuerpo y Martin se echó a reír. Le había pegado un mordisco y el dolor le recordó la razón por la que se encontraba allí. El esfuerzo por lograrlo le hizo olvidar el motivo. Las luces del Mariposa se iban perdiendo en la distancia y él seguía nadando rítmicamente como si pretendiese alcanzar una orilla que se hallaba a miles de millas.
Era el instinto de conservación. Dejó de nadar, pero apenas sintió que el agua le tapaba la boca, las manos comenzaron a moverse nuevamente. El ansia de vivir, se dijo, y no pudo por menos de burlarse. Bien, aún conservaba esa ansia, pero con tan escasa intensidad, que, con un último esfuerzo, podía agotarla.
Cambió de posición para adoptar una vertical. Miró hacia arriba, a las estrellas, mientras expulsaba el aire de los pulmones. Ayudándose con fuerza con pies y manos, pudo elevar los hombros y el pecho fuera del agua. Así ganaba impulso para el descenso. Luego, se dejó caer, hundiéndose en el agua sin un solo movimiento, cual una blanca estatua. Aspiró hondo, tragando agua a conciencia, igual que si se anestesiara. Al ahogarse, sus brazos y piernas se agitaron involuntariamente, devolviéndole a la superficie, bajo la luz de las estrellas.
El ansia de vivir, se dijo desdeñosamente, procurando, en vano, no admitir aire en sus pulmones. Debería intentarlo de otro modo. Tragó oxígeno, hasta el límite. Esta reserva le arrastraría al fondo. Giró sobre sí mismo, sumergiéndose de cabeza, nadando con todas sus fuerzas. Se fue hundiendo. Tenía los ojos abiertos y pudo ver el rastro fosforescente del bonito. Mientras nadaba,
confió en no encontrárselo, pues la tensión podía privarle de la voluntad. Los peces no le atacaron y se sintió agradecido de esta última bondad de la vida.
Siguió nadando hacia abajo, hasta que se le cansaron las piernas y los brazos, que apenas podía mover. Sabía que se hallaba a gran profundidad. La presión en los oídos le producía un vivo dolor y le pesaba la cabeza. Le fallaba la resistencia, pero hizo un esfuerzo para seguir nadando y descender aún más, hasta que le falló la voluntad y se le escapó el aire de los pulmones en una explosiva bocanada. Las burbujas, cual diminutos globos, le rozaron la cara y los ojos, mientras emprendían su carrera hacia arriba. Sintió un profundo dolor y como si le estrangulasen. Con sus últimos restos de consciencia, se dijo que aquel dolor no era la muerte. La muerte no producía dolor. Aquella sensación de ahogo era la vida, la punzada de la vida, el último golpe que la vida le propinaba.
Las manos y los pies comenzaron a agitarse, débilmente, como en espasmos. Pero Martin los había vencido, igual que al ansia de vivir, que los obligaba a moverse. Se encontraba a demasiada profundidad. Nunca alcanzaría la superficie. Se sintió flotar lánguidamente en un mar de imágenes y de ensueños. Le rodeaban los colores y las radiaciones, envolviéndole e impregnándole. ¿Qué era aquello? Semejaba un faro, pero brillaba en su mente; una luz resplandeciente y blanca. Re-fulgía con mayor viveza cada vez. Hubo un profundo estruendo y le pareció que caía por una interminable escalera. Y, allá en el fondo, se desplomó en las sombras. Esto fue lo que supo. Había caído en la oscuridad. Y, en el instante de saberlo, dejó de saber.
FIN